El lenguaje de los muertos (13 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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¿Qué? —resonó una poderosa voz mental en la psique de Jordan—. ¿UN LADRÓN DE PENSAMIENTOS? ¿UN PSÍQUICO?

Jordan se sobresaltó. ¿Qué demonios era eso? Por cierto que no se trataba de lo que había estado buscando. Intentó sustraerse, pero la mente del otro aprisionó la suya como una gran tenaza… ¡y apretó! ¡No podía escapar! Jordan se apoyó contra la pared y miró fijamente al otro —que ahora le parecía una figura enorme—, de pie a la sombra del negro toldo.

No dejaban de mirarse el uno al otro, y Jordan hacía un esfuerzo tan grande para apartar los ojos y cambiar la dirección de sus pensamientos que su cuerpo comenzó a vibrar. Era como si de los ojos del otro salieran barras de hierro que atravesaran el agua y los prismáticos de Jordan para penetrar en su cerebro, barras de hierro que transmitían un mensaje: QUIENQUIERA QUE SEAS, HAS PENETRADO EN MI MENTE POR TU PROPIA VOLUNTAD. QUE SEA LO QUE DEBA SER.

Layard se había puesto de pie, ansioso y perplejo. Aunque él no había experimentado la sorpresa y el terror de su compañero telépata, podía percibir con sólo mirarlo que sucedía algo muy malo. Layard, con su propia mente llena de niebla mental y ruidos parásitos, extendió los brazos para sostener a Jordan, justo a tiempo para ayudar al telépata a llegar hasta el banco, donde se desplomó como un peso muerto, inconsciente, en brazos de su compañero.

Capítulo cuatro

Lazarides

Esa misma noche:

El
Lazarus
estaba anclado en un muelle del puerto, completamente inmóvil y reflejándose en el negro espejo de unas aguas tan tranquilas que parecían un cristal; tres de los cuatro tripulantes habían bajado a tierra, y el que quedaba montaba guardia. El dueño del barco estaba sentado junto a una ventana en la planta alta de la taberna de peor fama de la ciudad antigua y contemplaba los muelles. En el salón de la planta baja unos pocos turistas bebían brandy de garrafa y comían las detestables viandas que servían allí, mientras los vagabundos, borrachines y marginales del lugar bromeaban con ellos en inglés y en alemán, se mofaban de ellos a sus espaldas en griego, y se hacían pagar las copas.

La planta alta le estaba prohibida a esta clase de parroquianos. El dueño de la taberna concertaba allí sus turbios negocios, y en ocasiones bebía, charlaba o jugaba a las cartas con sus amigos, sujetos todos no muy recomendables. Esa noche, sin embargo, estaban todos ausentes, y la planta alta estaba ocupada sólo por el dueño de la taberna, una joven prostituta griega sentada a la puerta de la alcoba donde ejercía su profesión —un pequeño cuarto con una cama y una palangana— y el hombre que decía llamarse Jianni Lazarides, en su asiento junto a la ventana.

El propietario, gordo y con barba de dos días, se llamaba Nichos Dakaris, y había subido para llevarle una botella de buen vino tinto a Lazarides. La muchacha se encontraba allí porque tenía un ojo a la funerala y no podía ofrecer sus servicios en los muelles. O mejor dicho, no quería. Era su manera de vengarse de las palizas que le daba Dakaris cada vez que tenía que soltar la pasta para sobornar a la policía de la zona por el privilegio de permitir a una prostituta que utilizara su local. Si no fuera porque él mismo satisfacía con ella sus instintos de cuando en cuando, es probable que no le hubiera permitido alojarse en su taberna, pero ella le pagaba «en especies» por su habitación, y además, un cuarenta por ciento de todas sus ganancias en metálico. Aunque la suma que el tabernero obtenía habría sido mucho mayor si ella no insistiera en utilizar más las callejuelas de Rodas que la habitación de Dakaris. Y ésa era otra de las razones para golpearla.

Jianni Lazarides también tenía sus motivos para estar allí. Éste era el lugar fijado para su encuentro con el capitán del
Samothraki
y un par de sus secuaces, a los que pediría explicaciones sobre cómo y por qué alguien había estado vendiendo participaciones en su supuestamente secreta operación de tráfico de drogas. En realidad, Lazarides sabía por qué, puesto que lo había leído en la mente de Trevor Jordan, pero quería oírlo de boca de Pavlos Themelis, el capitán del
Samothraki
, antes de decidir sobre cuál era la mejor manera de desvincularse de aquel asunto.

Porque Lazarides había invertido una buena cantidad de dinero en aquel negocio —que le dijeron seguro, y que ahora parecía ser todo lo contrario—, y quería que le devolvieran su dinero… ¿o quizás un pago en especies?

El dinero y el poder eran los dioses en esta era, tal como lo habían sido en los pasados siglos de humana codicia, siglos de los que Lazarides tenía un conocimiento no precisamente vago. Y por cierto que en este mundo tan complejo había maneras de hacer dinero más fáciles, más seguras y con mayores garantías; maneras que no llamaban demasiado la atención de los guardianes de la ley.

Para Lazarides, el dinero era muy importante, y no porque aquél fuera codicioso. El mundo al que pertenecía ahora estaba superpoblado; y lo estaría aún más, y un vampiro tenía sus necesidades. En los viejos tiempos, el príncipe —cualquiera de ellos— le hubiera concedido tierras a un boyardo para que levantara su castillo y viviera en soledad y también en el anonimato. El anonimato y la longevidad iban de la mano en aquellos tiempos; no se podía tener una sin el otro; no habría estado bien visto que un hombre famoso viviera más allá del período normal de vida concedido a los de su especie. Pero en aquellos días las noticias viajaban lentamente. Un hombre podía tener hijos; y cuando «moría», uno de éstos estaba preparado para ocupar su lugar.

Lo mismo sucede en el presente, sólo que las noticias y los hombres ya no viajan con lentitud, y a causa de eso el mundo es mucho más pequeño. Así pues, ¿cómo construir en los últimos años de este siglo XX una madriguera y pasar inadvertido? ¡Imposible! Con todo, un hombre muy rico puede todavía comprar oscuridad, y con ella anonimato, y proseguir así con su antiguo modo de ser. Pero esto hace que uno se plantee otra pregunta: ¿cómo hacerse rico, muy rico?

Janos Ferenczy creía haber respondido a esta pregunta hacía ya cuatrocientos años, pero ahora, bajo el nombre y la apariencia de Lazarides, ya no estaba tan seguro. En aquellos días, un arma con la empuñadura cuajada de piedras preciosas, o una pepita de oro, habían significado una instantánea riqueza. Ahora también, sólo que los hombres querían saber de dónde procedían estos objetos. En los viejos tiempos, las tierras y las posesiones de un boyardo —y el botín obtenido— sólo le pertenecían a él, y nadie hacía preguntas. ¡Y pobre del que se atreviera a intentar despojarle de ellas! Pero en la actualidad, fruslerías como una corona de oro escita o una empuñadura enjoyada eran consideradas «tesoros históricos», y un hombre no podía venderlas sin responder antes a unas cuantas —¡demasiadas!— preguntas sobre su procedencia.

Sí, Janos sabía muy bien cuál era el origen de su riqueza; de hecho, estaba aquí, escondida en el asiento de la ventana que daba al puerto de la que antaño fuera la poderosa tierra de Rodas. Porque el hombre que en el presente descubriera y desenterrara esos tesoros era el mismo que los había enterrado hacía más de cuatrocientos años. ¿Qué mejor manera de prepararse para una segunda venida al mundo, cuando uno ha previsto un largo, larguísimo período de absoluta y completa oscuridad?

Y una vez recuperados los tesoros escondidos, sería muy fácil convertirlos en tierras, en propiedades, en el territorio y la morada de un señor wamphyri… Es verdad que en esta época no se podía ni siquiera pensar en una madriguera, y probablemente tampoco en un castillo; pero… ¿y una isla? Una isla en el mar griego, por ejemplo, donde hay tantas…

¡Ah, si todo fuera tan fácil!

Los lugares cambian, la naturaleza se cobra su tributo, los terremotos rugen y cambian la configuración de la tierra, y los tesoros son enterrados a mayor profundidad, y las señales que indicaban su posición caen, o simplemente desaparecen. En aquellos tiempos, los cartógrafos no eran muy exactos, y hasta la mejor de las memorias —la memoria de un vampiro— se debilita un poco con el transcurso de los siglos…

Janos suspiró y contempló a través de la ventana las luces, del puerto y las de los barcos, que se movían como gusanos luminosos mar adentro. El odioso dueño de la taberna había vuelto a la planta baja, a seguir sirviendo ouzo y brandy aguado y a contar sus ganancias. Aún se oía la música del busuqui, y las carcajadas, y los futuros amantes todavía bailaban y se acariciaban, y la joven prostituta seguía sentada a la puerta de su habitación.

Debían de ser las diez, y Janos había dicho que a esa hora se comunicaría con su siervo americano. Sí, lo iba a hacer… dentro de un rato, dentro de un rato.

Escanció un poco del buen vino tinto y miró la copa, que parecía llena de sangre. Sí, la sangre era vida… ¡pero no en un lugar como éste! Sí, la sorbería cuando llegara el momento, y entretanto el vino calmaría su sed, la devoradora sed de un vampiro, esa sed a la que había que amansar…, o morir por ella. O al menos contener dentro de ciertos límites… Y Janos aún no estaba desesperadamente sediento.

La prostituta había oído el tintinear de la copa contra la botella y levantó la vista, la boca fruncida en un gesto hosco. Ella también tenía una copa, pero vacía.

Janos sintió la mirada de la mujer y volvió la cabeza. Ella, desde el otro lado de la habitación, tomó nota de la erguida espalda del hombre, de su morena guapura y sus ropas de buena calidad, y se preguntó por qué se cubriría los ojos con aquellas gafas oscuras. A la distancia, la mujer no podía distinguir la áspera textura de su piel, de poros abiertos, ni el gran tamaño y la carnosidad de su boca, o la longitud desproporcionada del cráneo y de las orejas, ni podía verle las manos, que sólo tenían tres dedos, además del pulgar. Ella sólo veía a un hombre fornido, solitario y concentrado en sus pensamientos. Y que, con seguridad, no era pobre.

La mujer sonrió —no era una sonrisa hermosa—, se levantó y se estiró —movimiento que tuvo el efecto deseado: destacar sus pechos puntiagudos—, y fue hacia donde estaba Janos. Él la miró caminar balanceándose y pensó: «¡Por su propia voluntad!».

—¿Va a bebérselo todo? —preguntó ella mirándolo con un gesto insinuante—. ¿Todo… usted solo?

—No —respondió él, con una expresión indescifrable—, bebo muy poco… vino.

Es posible que ella se sintiera sorprendida por la voz del hombre; era un susurro, casi un gruñido, tan profunda que la mujer se estremeció.

Con todo, no le pareció desagradable, aunque su fuerza era tal que la prostituta retrocedió un paso. Pero él sonrió, aunque fríamente, y señaló la botella.

—¿Tiene sed? —preguntó.

¿Sería griego este hombre? Hablaba la lengua del país, pero tal como se habla en los pueblos más remotos, aquellos que no han sido tocados por el progreso. Aunque tal vez no era griego, o lo era pero hacía ya mucho tiempo que se había marchado de su tierra, y los viajes y otras lenguas habían impregnado su manera de hablar.

La muchacha, por lo general, aceptaba las invitaciones sin hacerse rogar, pero esta vez preguntó:

—¿Puedo?

—¡Claro! Como ya le he dicho, mis necesidades no se satisfacen con vino.

¿Eso era una indirecta? Él seguramente sabía cuál era su ocupación. ¿Debía invitarlo a su habitación? Y cuando la mujer llenaba su copa, él habló como si hubiera leído sus pensamientos…

—No —dijo él, con tono cortés pero decidido—. Ahora déjeme solo. Tengo mucho en que pensar, y dentro de muy poco tiempo vendrán unos amigos.

La mujer apuró la copa y él, sonriendo, volvió a llenarla.

—Y ahora, váyase —repitió.

Y eso fue todo. La orden era irresistible, y la prostituta regresó a su puesto, junto a la puerta de su habitación. Pero no podía apartar los ojos del hombre. Él lo percibía, pero no parecía molestarle. Por el contrario, le hubiera preocupado
no
llamar su atención.

De todas formas, ya era hora de que Janos averiguara qué estaba haciendo Armstrong. Apartó de sus pensamientos a la muchacha, y dirigió sus vampíricos sentidos muelle arriba hasta el malecón, y desde allí a la zona en sombras donde las grandes murallas se levantaban al borde de las tranquilas aguas. No se veían allí luces brillantes, sólo montones de redes remendadas, langosteras, boyas y recipientes en forma de ánforas que los pescadores utilizan para coger pulpos. Y, claro está, al siempre fiel Armstrong, esperando las órdenes de su señor.

¿Me oyes, Seth?

—Sí, señor, aquí estoy —susurró Armstrong dirigiéndose a las sombras del malecón, como si hablara solo. No dijo nada de su hambre, que Janos percibió en su mente como un dolor. Así debía ser, las necesidades del amo estaban siempre antes que las de su siervo, pero un señor no debía olvidar que un perro fiel merece ser recompensado. Armstrong recibiría más tarde su premio.

Ahora estoy buscando al psíquico, al inglés
—le explicó Janos—,
y luego te lo enviaré. Su compañero seguramente irá con él. No le necesitamos, no será más que un estorbo. Uno puede darnos la misma información que dos. ¿Me comprendes?

Armstrong le había entendido perfectamente, y Janos percibió otra vez el hambre de su vasallo. Era tan intensa que le ordenó:

No dejarás ninguna marca en su cuerpo, ni tomarás nada de él. ¡Y tampoco le darás nada de ti! ¿Me oyes, Seth?

—Sí, señor.

¡Muy bien! Creo que sería conveniente que recibiera un golpe que le dejara aturdido —en la nuca, por ejemplo—, y luego cayera al agua en un lugar profundo. Ocúpate de eso, y si todo sale bien, te los enviaré muy pronto
.

Sin decir nada más, envió sus sentidos vampíricos hacia las brillantes luces de la ciudad nueva, buscando en los hoteles y las tabernas, en los bares, en los puestos callejeros de comida rápida y en los clubes nocturnos. No era una tarea difícil, las mentes que buscaba poseían poderes propios, si bien no comparables a los de él. Y ya había penetrado en uno de ellos y lo había dañado, destruido casi. Y lo iba a destruir, claro que sí, aunque no inmediatamente. Ya habría tiempo para eso cuando Janos descubriera todo lo que sabía ese hombre. Y tras la breve visita que había hecho a la mente del agente británico, antes de atacarlo y obligarlo a buscar refugio en el olvido, estaba seguro de que sabía mucho.

La mente de un psíquico, sí, de un telépata, como les llaman en la actualidad. Janos había cogido al ladrón de pensamientos espiándolo (si no directamente a él, al menos espiando la operación de contrabando de droga, en la que él intervenía), pero ¿qué habría descubierto antes de que le sorprendiera? Lo bastante como para ser peligroso, de eso Janos estaba seguro. En el instante de interrumpir el contacto, Janos había percibido que el telépata conocía su verdadera naturaleza. Y eso no podía ser. No, no podía permitir que alguien descubriera que él, un habitante del mundo moderno, era un vampiro. Muchos, descreídos, se burlarían ante esta sugerencia, pero habría otros que no. Y el telépata se contaba entre los últimos, y en su mente había ecos que sugerían que el inglés conocía otros vampiros. ¡Un nido lleno!

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