El lenguaje de los muertos (14 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Janos descubrió una ola de pensamientos aterrorizados. Sus sentidos los reconocieron. Pertenecían a una mente que había encontrado recientemente, y la reconocía como se reconoce un rostro familiar. Eran pensamientos aterrorizados, encogidos, golpeados y obligados a someterse, pero que reaparecían una vez más en la conciencia. Siguió su rastro como un perro de caza, y cuando penetró una vez más en esa mente temblorosa supo de inmediato, y sin ninguna duda, que había encontrado lo que buscaba…

Ken Layard asistió a Trevor Jordan en la habitación que éste ocupaba en el hotel. Las habitaciones individuales de los dos agentes eran contiguas, y las puertas daban a un pasillo. El telépata yacía en su cama desde hacía doce horas; las seis primeras las había pasado inmóvil como un cadáver, bajo el efecto de un poderoso sedante administrado por un médico griego; durante las cuatro siguientes, su sueño había sido más normal, y el resto del tiempo se había revuelto en la cama de un lado a otro, sudando y gimiendo en sueños. Layard intentó despertarlo en una o dos ocasiones, pero su amigo seguía durmiendo. El médico había dicho que ya despertaría por sí solo.

Según el médico, su malestar podía obedecer a muchas causas. Demasiado sol, demasiadas emociones, demasiado alcohol, o quizás algún virus. O tal vez una intensa jaqueca. En todo caso, había que tomárselo con calma. Los turistas siempre tenían indisposiciones de ese tipo.

Layard se apartó de la cama de Jordan, y un instante después oyó que su amigo hablaba.

—¿Qué? Sí, sí quiero.

Layard se volvió y vio que Jordan, con los ojos muy abiertos, se sentaba en la cama.

En la mesa de noche de Jordan había una jarra con agua; Layard llenó un vaso y se lo ofreció. Jordan parecía no verlo. En sus ojos había una mirada vidriosa. Bajó las piernas de la cama y extendió la mano para coger su ropa, doblada en una silla. El agente localizador se preguntó si su compañero sufría un ataque de sonambulismo.

—Trevor… —le habló en voz baja, cogiéndolo del brazo—, ¿estás…?

—¿Qué? —le interrumpió Jordan, y de repente le miró a la cara. Su mirada era más normal y Layard supuso que estaba consciente, y en pleno uso de sus facultades—. Sí, estoy bien —continuó Jordan—, pero…

—Sí, dime —le urgió Layard mientras Jordan continuaba vistiéndose. Sus movimientos parecían los de un robot.

Sonó el teléfono. Layard respondió mientras Jordan terminaba de vestirse. Era Manolis Papastamos, que quería saber cómo se encontraba Jordan. El agente griego había llegado al lugar unos segundos después del colapso de Jordan. Había ayudado a Layard a conducirlo a la habitación y llamó al médico.

—Creo que Trevor se encuentra bien —respondió Layard—. Se está vistiendo. ¿Cómo van las cosas por allí?

Papastamos hablaba inglés igual que el griego: como una ametralladora.

—Estamos vigilando los barcos, pero sin resultado —dijo—. Si han conseguido desembarcar algo del
Samothraki
, tiene que ser una cantidad insignificante, y no de droga dura, tal como lo habíamos previsto. También hemos inspeccionado el
Lazarus;
no es probable que esté relacionado con el tráfico de droga. Su dueño es Jianni Lazarides, un arqueólogo y buscador de tesoros, con todos sus papeles en regla. Bueno, digamos que sin antecedentes. En cuanto a la tripulación del
Samothraki
, el capitán y su segundo de a bordo han bajado a tierra; quizá llevaran un poco de droga blanda con ellos. Ahora están en un cabaret, y beben café y brandy. Más de lo primero que de lo segundo. Es evidente que no piensan emborracharse.

Jordan, entretanto, había terminado de vestirse y se dirigía a la puerta. Caminaba como un zombi, y llevaba la misma ropa que se había puesto por la mañana. Pero las noches aún eran frías; era evidente que no había elegido una vestimenta tan ligera, sino que había cogido lo que tenía a mano.

—¿Adónde vas, Trevor? —preguntó Layard.

—Al puerto —respondió como un autómata—. A la Puerta de San Pablo, y luego seguiré por el malecón hasta los molinos de viento.

—¿Sí? ¿Sí? —Papastamos aún estaba en la línea—. ¿Qué sucede?

—Jordan dice que va a los molinos de viento del malecón —le informó Layard—. Y yo voy con él. Algo no está bien, lo he sabido durante todo el día. Lo siento, Manolis, pero tengo que colgar.

—¡Nos veremos allí! —respondió de inmediato Papastamos, pero Layard ya colgaba el teléfono y oyó la mitad de sus palabras.

Después se puso deprisa una chaqueta y corrió tras Jordan, que ya bajaba las escaleras hasta el vestíbulo, y salía luego por la puerta principal rumbo a la noche mediterránea.

—¿No vas a esperarme? —le gritó Layard.

Pero Jordan no respondió. Se dio vuelta una sola vez, y Layard vio sus ojos, como agujeros negros en el pálido rostro. Era evidente que Jordan no le iba a esperar. Ni a él ni a nadie.

Layard estuvo a punto de alcanzar a su robótico compañero cuando éste cruzó una calle cerca de los muelles, pero el semáforo cambió y se reanudó el enloquecido tráfico de las calles griegas. En ese instante, Layard se vio separado de su compañero por una compacta hilera de coches, y cuando las luces del semáforo volvieron a cambiar de color, el telépata había desaparecido entre la multitud. Layard se dio prisa, pero sabía que había perdido a su compañero. Claro que conocía el destino final de éste…

Jordan percibía que estaba combatiendo contra aquello con todas sus fuerzas, a cada paso del camino, aun sabiendo que era inútil. Era como estar borracho en un lugar extraño y entre desconocidos, cuando yacemos de espaldas y la habitación da vueltas. Realmente parece girar, con los ángulos del techo persiguiéndose como los rayos de una rueda. Y no se puede hacer nada para detenerla porque sabemos que en verdad no gira, que lo que gira es nuestra mente, dentro de la cabeza que se halla en un extremo de nuestro cuerpo. Nuestra maldita cabeza y nuestro maldito cuerpo, que no nos obedecen… ¡y no logramos que nos respondan por mucho que nos esforcemos!

Y todo el tiempo nos oímos a nosotros mismos atrapados dentro de nuestro cráneo como una mosca en una botella, zumbando furiosa y golpeándose contra el cristal, y diciendo una y otra vez: ¡por Dios, cuándo terminará esto! ¡Dios mío, detén esto! ¡Que acabe de una vez…, por… favor!

Es el alcohol —el intruso en nuestro organismo— que nos domina, y luchar contra él hace que nos sintamos peor. Intentas levantar la cabeza y los hombros de la cama y todo da vueltas a más velocidad, tan rápido que puedes sentir la fuerza centrífuga que te arrastra hacia abajo. Haces un esfuerzo y te pones de pie y te tambaleas, das vueltas, comienzas a girar con la habitación, con el maldito universo.

Pero si te quedas quieto, si no luchas, si cierras los ojos y te aferras a ti mismo…, finalmente todo pasará. Se acabarán el girar y el malestar que sientes. El zumbido de la mosca en la botella —que es tu propia psique, azorada, atónita, ininteligible— cesará. Te dormirás. Y es probable que los desconocidos te roben todo lo que tengas.

Podrían quitarte hasta los calzoncillos, violarte incluso, si quisieran, y tú no podrías detenerles, ni siquiera te darías cuenta, ni siquiera lo sospecharías.

Esta era una repetición de la primera y violenta experiencia de Jordan con el alcohol. Tuvo lugar cuando comenzó la universidad, y echaba de menos a su familia. Un par de compañeros estudiantes, unos payasos que querían divertirse a su costa, lo habían incitado a beber. Y luego le habían gastado unas cuantas bromas en su habitación. Nada violento: le habían pintado los labios, puesto colorete en las mejillas, un liguero, medias de seda y le habían pegado un cromo de Mickey Mouse en el culo.

Se despertó helado, desnudo, enfermo y sin saber qué había pasado. Quería morirse. Pero un día o dos después, ya sobrio, buscó uno por uno a sus torturadores y les dio una paliza memorable. Desde entonces sólo había recurrido a la fuerza física cuando no había otra salida.

¡Y cómo deseaba poder utilizar la fuerza en este momento! Contra él mismo, contra su cuerpo y su mente, que no le obedecían, contra quienquiera que fuese que le estaba haciendo esto. Eso era lo más terrible de este asunto: Jordan sabía que alguien le estaba manejando como quien tira de los hilos de un títere, y no podía hacer nada.

«¡Basta!» se decía a sí mismo. «Domínate. Siéntate, vomita, cógete la cabeza, espera a Ken. Haz cualquier cosa, ¡pero que sea por tu propia voluntad!»

Pero antes de que su cuerpo pudiera comenzar a obedecer esas instrucciones, resonó una voz terrible en su cabeza, una voz magnética cuya voluntad se imponía a la suya, la orden telepática de un ser más poderoso que todo lo imaginable, que anulaba su resistencia como ninguna bebida drogada podría hacerlo.

AH… PERO TÚ YA NO TIENES VOLUNTAD PROPIA. VINISTE A ESPIARME, INVADISTE MI MENTE, COMO UNA HORMIGA EN UN NIDO DE AVISPAS. Y AHORA TIENES QUE PAGAR POR LO QUE HAS HECHO: CONTINÚA, VE A LOS MOLINOS DE VIENTO.

Jordan tenía la sensación, mientras se esforzaba por mantener inmóviles las piernas, de que éstas eran de goma. Era como intentar mantener separados dos polos magnéticos opuestos, o impedir que una mariposa se lanzara hacia la llama de una vela. Y Jordan siguió caminando por el puerto hasta el malecón, y luego subió por éste hasta que los antiguos molinos de viento se recortaron contra el horizonte oscuro del océano.

Seth Armstrong le esperaba, vestido de negro, agazapado en las tinieblas donde el muro del rompeolas imitaba las almenas de un castillo, a la manera de las antiguas construcciones de los cruzados, visibles en toda la ciudad. Armstrong dejó que Jordan pasara a su lado, y escudriñó el oscuro malecón, que no alcanzaban a iluminar las lejanas luces de la ciudad antigua de Rodas.

Oyó ruido de pasos. Alguien se acercó corriendo y una voz jadeante dijo:

—¡Trevor, por Dios, ve más despacio! ¿Dónde diablos te has…?

Y Armstrong atacó.

Layard vio algo grande y negro que salía de la oscuridad. Un ojo le miraba por la hendidura de un pasamontañas. Se detuvo, sorprendido, y cuando se daba la vuelta para escapar, Armstrong le lanzó, de un golpe en la nuca, contra los adoquines del sendero. Layard, desvanecido, quedó tirado al pie de la muralla del rompeolas. Y Jordan, sintiendo que los hilos que tiraban de él se aflojaban un poco, se volvió.

Vio la negra figura de Armstrong, semejante a una gigantesca mantis, inclinada sobre el cuerpo inconsciente de Layard; vio luego que levantaba a su amigo con sus poderosos brazos, y lo lanzaba al aire por encima de la muralla. Un instante más tarde se oyó el chapoteo de un cuerpo que caía en el agua, y finalmente, cuando la figura vestida de negro se volvió hacia él…

¡Más ruido de pasos!

El haz de luz de una linterna hendió la noche, separándola a derecha e izquierda, como un cuchillo blanco que corta un negro naipe. Y la voz de Manolis Papastamos, igualmente afilada, acuchilló el silencio:

—¡Trevor, Ken! ¿Dónde estáis?

¡Ten cuidado!
—ordenó la voz extraña en la mente de Jordan, pero era apenas un susurro, y la orden no estaba dirigida a él. La voz ya no dominaba, se limitaba a aconsejar. Y Jordan se dio cuenta de que su mente de telépata había captado un mensaje dirigido a otro, al hombre de negro.

¡No dejes que te cojan, ni que te reconozcan!

Se oyó un chapoteo y un grito sofocado. ¡Ken Layard estaba vivo! Jordan, sin embargo, sabía que el localizador no podía nadar. Obligó a sus piernas a que le llevaran junto a la muralla del rompeolas, para mirar por una de las troneras. Jordan no olvidaba ni por un segundo al extraño ser que, confundido y furioso, maullaba como un gato escaldado en un rincón de su mente. Y que ahora ya no le dominaba por completo como antes.

Papastamos se acercaba corriendo, y Jordan vio a la desgarbada figura vestida de negro retroceder al abrigo de la oscuridad.

—¡Man… Manolis! —se esforzó por gritar, con la garganta reseca—. ¡Ten cuidado!

El agente griego se detuvo e iluminó con su linterna a Jordan.

—¿Trevor?

Las tinieblas entraron en erupción y Armstrong golpeó a Papastamos en la cara. El griego cayó al suelo y su linterna cayó con él, el haz de luz cortando la oscuridad aquí y allá. El hombre de negro huía por el malecón en dirección a la ciudad. Papastamos maldijo en griego, recuperó su linterna, e iluminó al fugitivo. El haz de luz le permitió ver una alargada figura que corría a saltos por el rompeolas como un cangrejo gigantesco que huye hacia el mar. Pero la linterna no era la única arma de Papastamos.

Su Beretta 92S ladró cinco veces en rápida sucesión lanzando un abanico de plomo sobre el fugitivo. Se oyó un grito de dolor y unos gemidos sofocados, pero la sombra no se detuvo.

—¡M… M… Manolis! —Jordan continuaba luchando contra la garra que aprisionaba su voluntad—. ¡K… K… Ken… está… en el mar!

El griego se levantó y corrió hacia el borde del rompeolas. Desde abajo llegaba el ruido de alguien luchando por mantenerse a flote. Y Papastamos, sin detenerse a pensarlo un instante, se lanzó al agua…

Janos Ferenczy, sentado junto a la ventana, en la planta alta de la taberna Dakaris, apretó con su mano de cuatro dedos la copa hasta que el cristal se hizo añicos. Por entre los dedos crispados se escurrió el vino, mezclado con sangre y fragmentos de cristal. Si había sentido dolor, no se advirtió en su pálido rostro, salvo quizá por el tic que estremecía las comisuras de sus labios.

—¡Janos…, mi señor! —Armstrong se dirigió a él desde una distancia de más de doscientos cincuenta metros—. ¡Estoy herido!

¿Es grave?

—Tengo una herida en el hombro. No le serviré de nada hasta que me cure. Estaré bien en uno o dos días.

A veces pienso que nunca me sirves de nada. Vuelve al barco. Y que no te vean así
.

—No… no he capturado al telépata.

¡Ya lo sé, idiota! Ya me encargaré yo de eso
.

—Tenga cuidado, señor. El hombre que me hirió es de la policía.

¿Sí? ¿Y cómo lo sabes?

—Por su pistola. La gente común no va armada. Pero lo supe apenas lo vi. La policía es igual en todo el mundo.

¡Seth, eres una verdadera fuente de información!
—Los pensamientos del vampiro tenían un inconfundible tono irónico—.
Pero tomaré nota de lo que me dices. Y como al parecer no podré apoderarme del ladrón de pensamientos, tendré que encontrar otra manera de…, de examinarlo. Le perderá su especial talento. Su mente puede percibir los pensamientos de los demás, y eso hizo de él un gran pez en un pequeño estanque. ¡Pero ahora tiene que vérselas con un tiburón! ¡Yo ya espiaba otras mentes cinco siglos antes de que él naciera!

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