El lenguaje de los muertos (11 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Y el cazador, en ese instante, supo de repente que aquél no era Gheorghe Vulpe. Miró fijamente el rostro en sombras y se encogió aterrorizado. Y vio también al Gris, agazapado para saltar, su silueta recortada sobre un túmulo de guijarros. La bestia gruñó, saltó. Gogosu intentó recuperar su rifle, que el otro parecía sostener descuidadamente…, pero fue como intentar arrancar con las manos desnudas un barrote de la reja de una cárcel.

El lobo se lanzó sobre él y lo derribó, apartándole del horrible extranjero al que había creído un amigo. Los colmillos de la bestia ya estaban próximos a su garganta. Gogosu intentó gritar, pero los terribles dientes le destrozaron la laringe, y lo que hubiera sido un grito se transformó en una espuma roja que manchó la peluda frente parda que coronaba unos ojos amarillos y vengativos…

—¡Qué tarde que me has despertado! —fue lo primero que dijo Seth Armstrong tras la sacudida que le despertó. La luna estaba muy baja en el cielo, la bruma baja que había cubierto el suelo había desaparecido y el fuego estaba casi extinguido.

—¿Te estás quejando? —preguntó el hombre que estaba a su lado, y que a primera vista parecía ser George Vulpe.

—No —dijo Armstrong meneando la cabeza, tanto para reforzar negación como para acabar de despertarse—. Estaba agotado. Debe de ser a causa de la altura.

—Muy bien —dijo el otro—. Me alegra que hayas dormido bien. El sueño es necesario, aunque también una pérdida de tiempo ¿Por qué tenemos que dormir, cuando la vida nos espera? Yo no volveré a dormir en…, en mucho tiempo.

Armstrong estaba ya casi completamente despierto.

—¿Qué dices? —preguntó y se sentó. Quizá pensara ponerse en pie de un salto, pero el cañón del rifle de Gogosu le apuntaba al pecho. Y un gran lobo gris, echado sobre su vientre como un perro, las patas delanteras estiradas, le miraba fijamente a los ojos. Tenía una de las orejas erguida, y la otra pegada al cráneo. La expresión del lobo era a medias una mueca sonriente, a medias una amenaza, y su hocico estaba manchado de rojo.

—¡Dios mío! —Armstrong intentó alejar sus pies de la bestia, pero se le enredaron en la parte inferior de su saco de dormir.

—Quédate quieto —le ordenó el hombre que Armstrong todavía pensaba era Vulpe—. Haz lo que yo te mande, y él no te atacará, ni yo apretaré el gatillo.

—¡Geor… Geor… George! —tartamudeó Armstrong—. ¡Ahí hay un maldito lobo!

—Maldito, sí —respondió el otro.

—¡Ma… ma… mátalo! —Armstrong estaba pálido como un muerto.

—¿Qué dices? —preguntó Vulpe, como si no hubiera oído bien—. ¿Que mate a un viejo y fiel amigo? No, eso no me parece bien.

Vulpe cogió una rama seca y la arrojó a las brasas de la casi extinta hoguera. La madera se encendió, y, a la luz de las llamas, Armstrong vio los agujeros ensangrentados en las ropas de su amigo, su rostro, que cicatrizaba por instantes, y los agujeros infernales en que se habían convertido sus ojos.

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó sin poder contenerse el corpulento americano—. George, ¿qué diablos pasa aquí?

—No te muevas —insistió el otro. Durante un instante miró fijamente el rostro aterrorizado de Armstrong, lo estudió quizá planeando algo. Finalmente dijo—: Eres un hombre muy fuerte, y yo no puedo estar solo en el mundo. Al menos no por ahora, ni durante un tiempo. Tengo que aprender muchas cosas y hacer otras, y lugares a los que ir. Necesitaré que me enseñen. Debo aprender antes de poder… enseñar. Antes de que Gheorghe cumpliera el trato, he recibido algunas nociones de su mente. Pero no es bastante. Quizá me apresuré demasiado. Pero es comprensible.

—George —dijo Armstrong, pasándose la lengua por los labios resecos—, George, escucha… —y acercó una mano temblorosa hacia Vulpe, pero el lobo abrió de inmediato sus fauces y reveló su mortal dentadura. Al mismo tiempo levantó el vientre del suelo y se acercó un poco más a Armstrong.

—¡No te muevas! —dijo el otro, y levantó el rifle hasta que la punta del cañón se apoyó en la nuez de Adán del americano—. Si el gris comprende mis deseos, ¿por qué tú no puedes? Quizás eres tonto, y en ese caso estoy perdiendo el tiempo. ¿Es así? ¿Realmente lo estoy perdiendo? ¿Debería apretar el gatillo y empezar desde cero?

—¡No! ¡Me… me quedaré quieto! —tartamudeó Armstrong, con voz áspera y apenas audible, mientras un sudor helado le bañaba la frente—. ¡Me quedaré quieto! ¡Y no te preocupes, George, te ayudaré! ¡No sé qué maldita enfermedad has cogido, pero te ayudaré!

—Ya sé que lo harás —dijo el extraño, contemplándolo pensativamente con sus ojos púrpura.

—Sí, haré…, haré lo que tú digas —insistió Armstrong—, cualquier cosa.

—Sí, sí, —asintió el otro. Y luego, ya decidido, continuó—: Muy bien, comencemos por algo simple. Mírame a los ojos, Seth Armstrong.

Hizo a un lado el cañón del rifle, para acercarse hasta que su terrible e hipnótica cara estuvo a pocos centímetros de la del americano.

—Mira bien hondo, Seth, mira bajo la membrana de mis ojos, hasta encontrar la sangre, y el cerebro, y el verdadero paisaje de mi mente. Los ojos son las ventanas del alma, amigo mío, ¿lo sabías? Las puertas de los sueños, las pasiones y los deseos. Y ésa es la razón de que mis ojos sean rojos. El alma que ocultan ha sido desgarrada y devorada por un parásito escarlata.

Sus palabras conjuraban un hirviente horror; pero, más que eso, inspiraban pasmo, una progresiva parálisis, una lasitud de terror. Armstrong supo de qué se trataba: ¡hipnotismo! Podía sentir cómo su mente era dominada. Pero Vulpe —o quienquiera que habitase su cuerpo— había estado en lo cierto: Seth Armstrong era muy fuerte. Y antes de que pudiesen dominar por entero su voluntad…

Armstrong movió a un lado el rifle, de modo que quedó apuntando al lobo, e intentó apretar la garganta de su torturador.

—Voy a… hacerte… pedazos, George —jadeó.

Pero cuando los dedos del tejano se cerraron sobre la garganta de Vulpe —o de su
facsímil—
éste lanzó un grito feroz y desgarró con sus uñas el rostro del americano. Tres dedos de su mano derecha se engancharon en la comisura de la boca de Armstrong, desgarrando su labio inferior. El tejano aulló de dolor y mordió el dedo meñique de Vulpe con fuerza, amputándolo a la altura del segundo nudillo un instante antes de que el otro retirara la mano. El rifle se disparó, y el estallido reverberó en las montañas circundantes. El gran lobo conocía algo de armas: ileso, con los pelos erizados, retrocedió gruñendo.

Vulpe, cogiéndose la mano herida, se puso de pie. Armstrong escupió el dedo meñique de Vulpe, que quedó pegado y colgando de su boca por un hilo de sangre y baba. El tejano tenía ahora en su poder el rifle y sabía cómo usarlo. Pero cuando intentó apuntarlo hacia el enfurecido Vulpe, éste se recuperó y de una patada se lo quitó de las manos.

Armstrong había conseguido librarse del saco de dormir que le aprisionaba las piernas, pero cuando se puso de pie sintió que tenía algo pegado a la cara, algo que se movía. Y la demente criatura que antes era Vulpe rió estrepitosamente e hizo un gesto señalando el rostro de Armstrong. Lo hizo extendiendo su rara mano izquierda, en la que se veía un sangrante muñón en el lugar que antes ocupara el dedo meñique.

El tejano intentó quitarse de un golpe el dedo adherido a su cara, pero éste, animado por una vida propia, trepó más arriba y se metió en su ojo derecho. Armstrong aulló desesperado cuando el dedo arrancó el globo ocular y se metió por la órbita. Con el ojo colgándole sobre la mejilla, el tejano daba saltos, aullaba y se llevaba las manos a la cara, pero no pudo desalojar a la criatura, que penetró en su cabeza como si fuera un gusano venido de otro mundo.

—¡Mi Dios! ¡Mi Dios! —gritó Armstrong cayendo de rodillas y desgarrando con las uñas el borde de la cuenca vacía—. Dios… Dios —repitió con voz apenas audible, medio ahogado, mientras arrancaba del todo el ojo colgante y la carne del vampiro exploraba con sus tentáculos su cerebro.

Se arrastró de rodillas, a ciegas y con movimientos espásticos, hasta la hoguera, donde hizo un alto. Tosió y se estremeció una vez más y cayó hacia adelante como un árbol talado.

Pero el anómalo Vulpe se adelantó, lo cogió por el cuello de la camisa con su mano sana y lo hizo a un lado.

—No, Seth, eso no —dijo la criatura, mirándolo desde arriba—. Ya basta. Si te quemas, llevará tiempo curarte, y yo debo marcharme de aquí.

—¡Ge… Ge… or… ge! —tartamudeó el otro, medio sofocado.

—No, no, amigo mío. No me des más ese nombre. De ahora en adelante, me llamarás Janos.

Cinco años y medio más tarde…, por la mañana, muy temprano, en la terraza de una habitación de hotel en Rodas, que da a una bulliciosa calle situada a menos de un tiro de piedra del puerto…, la brisa sopla a través del mar desde Turquía y disipa las nubes de humo azulado, el aroma de las tahonas, los múltiples olores de los bares, de los contenedores de basuras y de la humanidad que puebla el centro del antiguo puerto griego.

Era a mediados de mayo de 1989; la estación turística apenas había comenzado y prometía ser muy buena, y el sol era una bola de fuego ascendiendo en la bóveda increíblemente azul del cielo. Y decimos «bóveda» porque era imposible abarcarla en toda su totalidad, y había que entrecerrar los ojos para mirarla, redondeando así los ángulos y convirtiendo la visión periférica en una curva sombría. En todo caso, así pensaba Trevor Jordan, quien había tomado dos o tres copas de Metaxas de más la noche antes. Pero todavía era temprano, alrededor de las ocho de la mañana, y Trevor suponía que se sentiría mejor un poco más tarde, aunque sabía también que a medida que pasara el tiempo la ciudad se volvería más y más ruidosa.

Jordan había tomado un huevo duro y una tostada para desayunar, y ahora estaba bebiendo su tercera taza de café —«soluble», no el viscoso líquido negro que los griegos beben en tazas diminutas—, que, según sus cálculos, contribuiría a disipar gradualmente el alcohol que aún quedara en su organismo. Jordan había descubierto que lo malo del Metaxas es que era sumamente barato y muy, muy agradable. Sobre todo si se lo bebía contemplando a las bailarinas que interpretaban la danza del vientre en el espectáculo ofrecido en un local llamado El Lago Azul, en la bahía Trianta.

Jordan gimió y se masajeó suavemente la frente por quinta o sexta vez en media hora.

—Tengo que comprar unas gafas de sol —le dijo al hombre que estaba sentado junto a él, y que también vestía bata y pantuflas—. ¡Jesús, este resplandor puede dejarle ciego a uno!

—Coge las mías —respondió Ken Layard, y sonrió mientras le tendía unas gafas de sol baratas, con montura de plástico—. Y después me compras unas nuevas.

—¿Podrías pedir más café? —dijo con voz doliente Jordan—. Diles que traigan un cubo lleno.

—Anoche te pasaste con la bebida —respondió Ken—, ¿por qué no me dijiste que no habías estado nunca en una isla griega?

Ken se inclinó sobre la baranda de la terraza, y llamó al camarero que estaba sirviendo el desayuno a otros huéspedes madrugadores en la terraza del piso de abajo. Luego levantó la cafetera vacía y se la señaló.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Jordan.

—Muy fácil. Nadie que haya estado aquí antes bebe Metaxas como lo has hecho tú. Ni Metaxas ni ouzo.

—Había olvidado que comenzamos bebiendo ouzo.

—Comenzaste tú —replicó Layard—. Yo sólo me empapaba de la atmósfera, del color local, mientras tú te emborrachabas.

—¿Me divertía, al menos?

Layard sonrió, se encogió de hombros y respondió:

—Bueno, no conseguiste que nos echaran de ningún sitio —y estudió la expresión de incomodidad del otro.

Jordan era un telépata experimentado, aunque de poderes variables, y podía ser muy enérgico cuando lo deseaba, aunque por lo general era bienhumorado, transparente, un libro abierto. Era como si quisiera ser tan legible como lo eran para él las mentes de los demás, como si tratara de ofrecer una compensación física por su talento metafísico. Su rostro reflejaba esta actitud; era de forma oval, despejado, abierto, casi infantil. El pelo, menos espeso de lo que había sido en otra época, le caía sobre los ojos grises, y la boca, de labios curvos que se enderezaban y apretaban con fuerza cuando Jordan estaba preocupado. Trevor Jordan gustaba a cuantos le conocían. Y como tenía la ventaja de enterarse inmediatamente de cuándo no le caía bien a alguien, se limitaba a evitar a esas personas. Era ágil y atlético a pesar de tener cuarenta y cuatro años, y no había que malinterpretar su sensibilidad: era también un hombre muy enérgico.

Hacía años que los dos hombres eran amigos. Ahora podían hacer el payaso porque compartían un pasado, un pasado en el que no tuvieron ni tiempo ni ocasión para bromas; compartían unos tiempos y unos acontecimientos que resultaban extraños incluso en su excéntrico mundo, y que ahora no eran más que fantasmas de la mente y la memoria. Y que era mejor olvidarlos, como se olvidan las pesadillas, las tragedias, o las noches de borrachera.

En la misión que debían desempeñar ahora no había nada tan mortalmente extraño como en aquellas ocasiones —aun cuando era muy seria— pero Jordan se dio cuenta de que la noche anterior había sido una equivocación. Se puso las gafas, frunció el entrecejo y se irguió en su silla de bambú.

—Espero no haber hecho que todos se fijaran en nosotros anoche, o alguna otra tontería por el estilo.

—No, por Dios —respondió su amigo—. Yo no hubiera dejado que las cosas llegaran tan lejos. No eras más que un turista que buscaba diversión, eso es todo. Demasiado sol durante el día, y demasiada bebida por la noche. Y qué diablos, había allí unos cuantos ingleses que hacían que tú parecieses completamente sobrio.

—¿Y Manolis Papastamos? —preguntó Jordan—. Debe de haber pensado que soy un idiota.

Papastamos era su enlace local, el subjefe de la brigada antidrogas de Atenas, que había venido a Rodas en hidroavión para conocer personalmente a los dos británicos y ver qué podía hacer para facilitarles su tarea. Pero Papastamos había demostrado también que era un alborotador, y una fuente de dificultades.

—No —respondió Layard—, en realidad estaba más borracho que tú. Prometió que se reuniría con nosotros a las diez y media en el puerto, para ver atracar al
Samothraki
, pero no creo que vaya. Cuando le dejamos en su hotel, tenía un aspecto terrible. Aunque, por otra parte, estos griegos tienen una constitución muy vigorosa. En cualquier caso, estaremos mejor sin él. Sabe quiénes somos, pero no qué somos. En lo que a Papastamos concierne, somos funcionarios de Aduanas y Arbitrios, o quizá de New Scotland Yard. Sería muy difícil concentrarse, con Manolis charlando y alborotando a nuestro alrededor. ¡Ruego a Dios que se quede en su cama!

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