Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Sus lealtades se estaban dividiendo, y Sandra también sabía eso. La Organización E pagaba las cuentas, pero en la vida había más cosas que un excelente salario. Ella quería a Harry. Él había dejado de ser un trabajo para Sandra; hacía tiempo que era mucho más que eso. Y se acercaba el momento de la elección definitiva, en que ella debería enviar a paseo a la Organización y contárselo todo a Harry. Maldito sea: de todos modos, era probable que él ya lo hubiera adivinado…
Los pensamientos de la joven comenzaron a girar en un círculo vicioso.
Antes de dormirse, percibió unos ruidos que llegaban desde el jardín, donde la propiedad limitaba con el río. Unos ruidos apagados, sordos, subterráneos. ¿Un tejón? No estaba segura de que los hubiera en esta zona. Quizás erizos… Ladrones no. Era absurdo en un distrito tan pobre como éste. Aquí no había dinero… Tejones…, erizos…, un rechinar de piedrecillas en la grava de los senderos…, algo que hurgaba en el jardín…
Sandra se durmió, pero los ruidos continuaban en su mente. Consciente de ellos, su sueño no era profundo; no podía entregarse totalmente al descanso. Pero cuando el amanecer comenzó a filtrar sus débiles rayos de luz a través de las persianas de la habitación de Harry, los sonidos del jardín se desvanecieron gradualmente. La joven oyó el familiar crujido de la vieja puerta del jardín, y algo que podían ser los pasos de alguien que arrastraba los pies, y luego nada más.
Poco después se oía cantar a los pájaros, y Harry subió las escaleras con una cafetera humeante y galletas en una bandeja.
—El desayuno —dijo, y luego añadió—: Hemos pasado una mala noche.
—Así es —respondió ella, y se sentó en la cama.
Harry estaba aún pálido, pero parecía menos fatigado. Y a Sandra se le ocurrió que había una expresión nueva en sus ojos. ¿Recelo? ¿Algo que sabía y no se decidía a aceptar? ¿Resolución? Harry era difícil de descifrar. Y si era resolución, ¿qué habría resuelto hacer, o decir?
Debía hacer algo ella antes de que lo hiciera él.
—Te quiero —dijo Sandra, dejando la taza en la mesilla de noche—. Olvida todo lo demás, y recuerda eso. Es algo que no puedo y que no quiero evitar. Simplemente te quiero.
—Yo…, yo no sé —respondió Harry, pero cuando la miró, sentada en la cama, todavía sonrosada por el sueño y con los pezones erectos, se le hizo muy difícil no quererla.
Ella reconoció la mirada en sus ojos, tendió la mano y tiró del cordón de la bata, descubriendo la erección de Harry.
Se abrazaron, ella se apretó contra él y sus pechos eran tibios y suaves contra la piel de Harry, y él la acarició en los lugares donde sabía que le gustaba, y en la húmeda y móvil encrucijada donde sus cuerpos se unían. Nunca había sido mejor, y el café se enfrió…
Más tarde, en el piso de abajo, y cuando la cafetera comenzaba a burbujear, Harry dijo:
—Ahora sí que me comería un buen desayuno.
—¿Jamón con huevos? ¿Afuera en el patio? —Sandra pensó que lo peor quizá ya había pasado. Ella ahora podría contárselo sin miedo de que su confesión lo destruyera todo—. ¿Estará agradable afuera?
—¿A mediados de mayo? —dijo Harry encogiéndose de hombros—. Mucho calor no hace, pero hay sol y el cielo está despejado… Digamos que hace un frío tonificante, y no de helarse vivo.
—Está bien —Sandra se dirigió hacia la nevera, pero Harry la cogió del brazo.
—Lo haré yo, si quieres —dijo—. Me gustaría prepararte el desayuno.
—Está bien —respondió ella con una sonrisa, y cruzó la casa hacia el patio del frente. En verdad, estaba en la parte de atrás; pero como daba al río, ella siempre había tenido la impresión de que estaba en el «frente» de la casa.
Cuando abrió las grandes puertas que daban al jardín vallado, lo primero que observó fue que la puerta del muro de piedra estaba entreabierta. Y Sandra recordó que la había oído crujir justo cuando comenzaba a amanecer. «Un golpe de viento», pensó, aunque no recordaba que la noche hubiera sido especialmente ventosa. Todo el sol de aquella mañana de mayo parecía concentrarse en el jardín. Las paredes de la casa ya estaban tibias. La joven pensó que aquél no sería un mal lugar para vivir si Harry se tomase la molestia de arreglarlo un poco. En verdad, en los últimos cinco años, Harry se había ocupado de la casa y de los terrenos que la rodeaban. Para empezar, había instalado la calefacción central, y había intentado arreglar el jardín. Sandra cruzó el patio hasta donde comenzaba el césped, y luego siguió por el sendero de grava que dividía el jardín por el medio en dos. El césped, más crecido de lo que debería estar, aún se podía soportar. Al fondo de la zona de césped habían construido una terraza en uno de los lados del jardín, con un muro bajo de piedra que contenía la tierra. Se suponía que aquí estaba el huerto, aunque lo único que había ahora en él eran punzantes ortigas, zarzas y una gran mata de ruibarbo.
Sandra vio que faltaban varias piedras de la hilera superior del muro, y recordó de repente los ruidos que había oído medio dormida. Si una parte del muro había caído, derribada tal vez por la expansión del suelo empapado por la lluvia, los restos deberían estar caídos al pie. Pero no había nada; simplemente faltaban las piedras de la hilera superior, ¡y era absurdo que alguien hubiera entrado al jardín sólo para robar unas piedras! Puede que Harry supiera algo del asunto.
Sandra siguió caminando hasta la puerta de entrada, y miró hacia el río, cuya superficie estaba cubierta por una niebla ondulante. Era una vista serena, pero fantasmal: la niebla flotaba sobre las aguas como la nata sobre la leche, convirtiendo el río, hasta donde alcanzaba la vista, en una retorcida cinta blanca. Sandra nunca había visto nada parecido. Pero quizás anunciaba un día de temperatura agradable.
Después, tras cerrar la puerta y calzarla con medio ladrillo, Sandra se detuvo y olfateó el aire matutino. Por un instante le pareció que había olido algo… ¿podrido? Sí, completamente podrido. Pero el olor había desaparecido de inmediato. Quizás ésa era la razón de los ruidos de la noche pasada: animales nocturnos que olfateaban el cadáver de uno de su especie que yacía entre los juncos en la orilla del río. Y eso quizás explicaba también los gusanos que se retorcían en el sendero, poco más allá de la puerta.
¡Gusanos! ¡Qué animales más asquerosos!
Sobre la pared del jardín también había petirrojos que miraban a Sandra y también a los gusanos, con una mirada especulativa —pensó ella—. Si se marchaba, los pájaros se lanzarían sobre los horribles gusanos. ¡Buen provecho! No se sentía en absoluto envidiosa.
Y luego, cuando le había dado la espalda a la puerta del jardín y estaba en el sendero mirando hacia la casa, vio por fin qué se había hecho de las piedras que faltaban del muro. Era evidente que lo había hecho Harry. Las había alineado en la zona cubierta por el césped, y formaban letras.
Antes de que Sandra pudiera unirlas y ver si significaban algo, Harry apareció en las puertas que daban al patio con una bandeja en la que se veía una cafetera humeante, tazas, leche y azúcar.
—El desayuno estará listo en cinco minutos —anunció—. Ve sirviendo el café, que yo voy a buscar las cosas para comer.
Y Sandra olvidó las piedras y se dirigió hacia la mesa del jardín, donde Harry había dejado la cafetera.
Pero un rato después, se acordó y le preguntó:
—¿Por qué has hecho eso con las piedras?
—¿Qué piedras? —preguntó Harry.
—Las del jardín, sobre el césped.
—Sí, ya sé que hay piedras rodeando el césped —observó él.
—No —insistió ella—, ¡en el mismo césped! Las piedras que forman letras —Sandra sonrió con expresión burlona—: ¿Qué es eso, Harry? ¿Envías mensajes secretos a los pilotos de los jumbos que se dirigen al aeropuerto de Edimburgo?
—¿En el césped? —Harry se detuvo con el tenedor a unos centímetros de la boca, luego lo dejó en el plato, y preguntó con el entrecejo fruncido—: ¿En qué lugar del césped?
—¡Allí! ¡Ve y míralo por ti mismo!
Él lo hizo, y Sandra se dio cuenta, por la expresión de su rostro, de que no sabía nada de aquel asunto. Ella también se puso en pie y se reunió con Harry, y juntos contemplaron la peculiar escritura de piedra. Era muy simple, parecía inconclusa, y no tenía ningún sentido.
KENL
TJOR
RH
—¿Mensajes? —se preguntó una vez más Harry con aire pensativo. Siguió mirando un instante más las piedras, y luego echó un vistazo a su alrededor, por el jardín, deteniendo la mirada aquí y allá.
Sandra se preguntó qué estaría buscando; Harry estaba muy pálido y silencioso, y era evidente que algo le preocupaba.
—¿Sucede algo, Harry? —preguntó la joven.
Él intuyó, más que oír, la preocupación en el tono de su voz.
—¿Qué dices? —la miró—. No, no pasa nada. Seguramente es obra de algunos niños que entraron en el jardín. Han cambiado algunas piedras de lugar, ¿pero qué importancia tiene? —Harry rió, pero sin ninguna alegría.
—Harry… —empezó a decir Sandra—, yo…
—De todos modos, tenías razón —la interrumpió él bruscamente—. Hace demasiado frío aquí. Entremos en la casa.
Pero cuando estaban recogiendo las cosas del desayuno, Sandra vio que Harry olfateaba el aire, y nuevas líneas de preocupación —o quizá de comprensión— se formaron en su frente.
—Hay un animal muerto —observó ella, y él se sobresaltó.
—¿Qué dices?
—Entre los juncos, junto al río. Hay gusanos en el sendero de la orilla. Los pájaros se los están comiendo.
Las palabras de Sandra eran inofensivas, pero Harry palideció.
—Se los están comiendo… —murmuró, y se apresuró a abandonar el jardín y entrar en la casa.
Sandra cogió las cosas del desayuno y las llevó a la cocina, luego regresó al estudio de Harry. Él caminaba a grandes pasos por la habitación, deteniéndose de vez en cuando para mirar por las puertas de cristal hacia el jardín. Pero cuando la joven entró, pareció tomar una repentina decisión, e intentó adoptar una expresión menos preocupada.
—¿Qué planes tienes para el día de hoy? —le preguntó—. ¿Vas a dibujar? ¿Qué te espera en tu mesa de trabajo?
Eran unas pocas palabras, pero muy significativas para Sandra.
La joven diseñaba ropa. De hecho, había cosechado varios pequeños triunfos diseñando ropa femenina, pero en realidad esto era, más que nada, una cobertura para el trabajo que realizaba en la Organización E. La noche anterior le había dicho a Harry que hoy no iba a trabajar. Sandra había pensado que podrían pasar el día juntos, pero ahora, por razones que sólo él conocía, Harry deseaba que ella se fuera.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Sandra, sin poder ocultar su decepción.
—Sandra —Harry renunció a todo disimulo, y desvió la mirada—: Necesito estar solo y pensar. ¿Lo comprendes?
—Y yo sería un estorbo. Sí, puedo comprenderte. —Su tono, sin embargo, indicaba que no era así. Y antes de que él pudiera decir nada, ella continuó—: Harry, ese asunto de las piedras en el jardín. Yo…
—Mira —dijo él con irritación—, ¡yo no sé nada sobre las piedras! Supongo que sólo son una pequeña parte de…, de… otra cosa…
—¿Parte de qué, Harry? —Seguro que él podía advertir lo preocupada que estaba.
Pero él no pareció darse cuenta.
—No lo sé —dijo con voz aún áspera. Hizo un gesto negativo con la cabeza, y luego la acribilló con una mirada inquisitiva, casi rencorosa—. Tal vez soy yo quien debería preguntártelo a ti. Puede que tú sepas más que yo sobre lo que está sucediendo aquí. ¿No?
Sandra no respondió y comenzó a recoger sus cosas. Cuando este asunto —fuera lo que fuese— hubiera salido a la luz, ya habría tiempo para intentar explicar su relación con la Organización E. Y quizá fuera también un buen momento para abandonar la Organización y comenzar desde cero. Con Harry, si él la aceptaba.
Él se vistió apresuradamente; y cuando ella estuvo lista, ya la esperaba en el coche.
Marcharon por la calle que pasaba junto a las viejas casas, cruzaron el puente de piedra y entraron en la carretera principal, que llevaba a Bonnyrig. Sandra podía coger en el pueblo el autocar a Edimburgo. Ya lo había hecho antes, y no era algo que le molestara.
Sandra no había pensado decirle nada a Harry; pero cuando bajaba del coche, no pudo contenerse y le preguntó:
—¿Nos veremos esta noche? ¿Quieres que venga yo?
—No —respondió Harry. Y cuando ella se volvió—: ¡Sandra! —Ella le miró a la pálida y perturbada cara, pero Harry se limitó a encogerse de hombros y dijo—: No sé. Realmente quiero decir que no lo sé.
—¿Me llamarás?
—Sí —asintió Harry, e incluso sonrió—. Sandra…, está bien. Quiero decir, sé que eres una buena chica.
Eso le quitó a Sandra un gran peso de encima. Sólo Harry podía conseguirlo tan fácilmente.
—Sí. —Sandra se inclinó y lo besó a través de la ventanilla abierta del coche—. Los dos somos buena gente, Harry. Los dos.
En Edimburgo, Darcy Clarke y Norman Wellesley esperaban en la calle, junto a la hilera de casas georgianas donde se encontraba el piso de Sandra. Los dos hombres estaban sentados en el asiento trasero del coche de Wellesley, y les acompañaban otros dos agentes de la Organización; pero cuando la joven apareció por la esquina, bajaron del coche y la esperaron a la puerta de la casa.
El apartamento de Sandra estaba en la planta baja, y les hizo pasar sin decir una sola palabra.
—Es un placer volver a verla, señorita Markham —saludó Wellesley mientras se sentaba.
Clarke fue menos formal.
—¿Cómo van las cosas, Sandra? —preguntó con una sonrisa forzada.
Ella tuvo una fugaz visión de su mente y sólo percibió preocupación e incertidumbre. Aunque nada concreto. Pero seguro que Harry estaba en algún rincón de esa mente. Claro que lo estaba, ¿qué hacían si no esos dos en su casa?
—¿Un café? —preguntó Sandra, y sin esperar la respuesta se dirigió a la cocina.
—Sí, tenemos tiempo para tomar un café —dijo Wellesley con su característico tono de suficiencia—, pero, en verdad, estamos muy ocupados, y nuestra visita será breve. De modo que vayamos directamente al grano: ¿ha quedado con Keogh para esta noche?
«¿Estará él en su cama esta noche, o usted en la suya?», eso era lo que le estaba preguntando. «¿Retozarán esta noche, verdad?»
Había algo en ese hombre que Sandra no soportaba. Y no era sólo por el hecho de que su mente fuera un vacío absoluto —no podía percibir ni siquiera el menor destello—. Sandra lo miró con ojos helados.