Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Eran las seis y media de la tarde en Rodas cuando Manolis Papastamos se reunió con ellos en el aeropuerto; durante el viaje en taxi a la histórica ciudad, les contó —a su ritmo vertiginoso-todo lo que él sabía de lo sucedido. Pero como no le veía ninguna relación con el asunto, no mencionó a Jianni Lazarides.
—¿Y cómo está ahora Ken Layard? —preguntó Darcy.
Papastamos era pequeño y delgado, puro nervio, muy moreno, de pelo negro y ondulado. Guapo en su estilo, y habitualmente lleno de energía, se le veía ahora abatido y fatigado.
—No sé cómo está, ¡y me culpo a mí mismo por eso! Pero esos dos… no son fáciles de entender. ¿Agentes de la policía? ¡Sí, y qué agentes más extraños! Parecía que sabían mucho (y estaban muy seguros de ciertas cosas), pero jamás me explicaron cómo era que sabían tanto.
—Sí, son muy especiales —estuvo de acuerdo Darcy—, ¿pero qué sucedió con Ken?
—No podía nadar, y tenía un chichón en la cabeza. Lo saqué del agua y le dejé sobre unas rocas, le hice la respiración artificial y fui a buscar ayuda. Jordan no hizo nada: se sentó debajo de los viejos molinos de viento hablando solo. ¡Había enloquecido de repente! Y siguió así. Pero Layard estaba bien, lo juro. Sólo tenía un chichón en la cabeza. Y ahora…
—¿Sí?
—¡Ahora dicen que puede morir! —Papastamos parecía a punto de echarse a llorar—. ¡Yo hice todo lo que pude!
—¡No se eche la culpa de nada, Manolis! —le dijo Darcy—. Usted no es responsable de nada de lo que sucedió. ¿Pero podemos ver a Layard?
—Claro, ahora vamos al hospital. También pueden ver a Trevor, si lo desean. Pero no creo que sirva de nada. ¡Dios, cuánto siento lo sucedido!
El hospital estaba en Papalouca, una de las principales calles de la ciudad nueva. Era un gran edificio, que ocupaba toda la manzana.
—Una sección está reservada para los turistas —Papastamos les explicó cuando el taxi cruzó la verja—. Ahora está medio vacía, pero en julio y agosto trabajan sin parar. Huesos rotos, insolaciones, cortes, golpes… Ken Layard tiene una habitación individual.
Papastamos le dijo al conductor que les esperara, y les condujo a un pabellón lateral. La recepcionista se estaba haciendo la manicura, pero tan pronto como vio a Papastamos se puso en pie de un salto y se dirigió a él en griego, con tono solícito. Papastamos dio un respingo y palideció.
—Amigos, han llegado demasiado tarde —dijo—. Ha muerto. —Miró alternativamente a Harry, a Darcy y a Sandra, y sacudió la cabeza, abatido—. Lo siento…, lo siento…, eso es todo lo que puedo decirles.
Estaban demasiado aturdidos para responderle de inmediato, pero al cabo de unos segundos Harry dijo:
—¿Podemos verle, de todos modos?
Harry, vestido con una chaqueta azul pálido, camisa blanca y pantalones holgados, parecía imperturbable. Habían dormido en el avión, recuperando el sueño perdido la noche anterior, pero Harry parecía más descansado que sus compañeros. La expresión de su rostro, a diferencia de los de Sandra y Darcy, era de calma y resignación. Papastamos no vio pesar en él, y el griego pensó: «Éste sí que es un tipo insensible».
Pero se equivocaba: Harry, simplemente, había aprendido a considerar la muerte de otra manera. Puede que Ken Layard hubiera «acabado» aquí —acabado físicamente, materialmente, en el mundo corpóreo—, pero no estaba enteramente muerto. Y de acuerdo con las experiencias pasadas de Harry, bien pudiera suceder que Ken le estuviera buscando ahora mismo, desesperado por hablarle en la «lengua muerta». Pero a Harry le estaba prohibido escucharle, y le estaba prohibido responderle aunque le escuchara.
—Sí, claro que pueden —respondió Papastamos—. Pero la recepcionista me ha dicho que el médico que le atendió quiere vernos antes.
Y el griego les condujo por un fresco pasillo en el que la luz entraba oblicuamente por las altas y estrechas ventanas.
Encontraron al médico, un hombrecillo calvo con gruesas gafas sostenidas precariamente en la punta de su nariz ganchuda, en un pequeño despacho, firmando y sellando papeles. Cuando Papastamos los presentó, el doctor Sakellarakis mostró de inmediato la aflicción y la pena que le producía la pérdida del amigo de los británicos.
En un inglés bastante correcto, les dijo:
—Me temo que el golpe en la cabeza de Layard fue algo más que un simple chichón. Es probable que hubiera una herida interna, aunque no lo sabremos con certeza hasta que no tengamos los resultados de la autopsia. Pero yo creo que ésa es la causa de su muerte; una herida interna, o tal vez un coágulo de sangre —y el doctor volvió a menear tristemente la cabeza.
—¿Podemos verle? —pidió Harry otra vez. Y cuando el médico les llevaba hasta la habitación del muerto, preguntó—: ¿Cuándo se hará la autopsia?
—Dentro de uno o dos días, cuando podamos. Pero será pronto. Hasta entonces, le tendremos en la morgue.
—¿Y a qué hora murió, exactamente? —insistió Harry.
—¿Exactamente? ¿Al minuto? No lo sé, creo que hace una hora. Alrededor de las dieciocho horas.
—A las seis de la tarde, hora local —dijo Sandra—. Estábamos viajando.
—¿Es necesario que se realice la autopsia? —preguntó Harry, a quien la idea no le gustaba nada; sabía el efecto que la necromancia producía en los muertos, y el temor que les provocaba.
Dragosani había sido un nigromante, y los muertos le habían odiado y temido intensamente. Claro que esto no era lo mismo; Layard no sentiría nada en manos de un médico patólogo, que trabajaría como un cirujano y no como un torturador. Con todo, a Harry seguía sin gustarle la idea de la autopsia.
—Así lo establece la ley —respondió Sakellarakis.
La habitación de Layard era pequeña, blanca, limpia, y olía fuertemente a desinfectante. El cadáver del agente estaba sobre una camilla, cubierto de la cabeza a los pies por una sábana. Habían hecho la cama que él utilizara, y la ventana estaba cerrada para que no entraran moscas. Darcy retiró cautelosamente la sábana para descubrir el rostro de Layard, y volvió a cubrirlo de inmediato, con un gesto de susto. También Sandra retrocedió. La expresión del cadáver no era de reposo.
—Es el espasmo —informó Sakellarakis—. Una contracción muscular. El servicio de pompas fúnebres se encargará de arreglarlo. Y después parecerá que Layard está dormido.
Harry no sólo no había retrocedido, sino que se adelantó y estudió con cuidado a Layard. El agente PES tenía un color gris, y estaba rígido por la acción del
rigor mortis
. Pero su rostro estaba deformado por algo más. Tenía las mandíbulas abiertas en un aullido, y el labio superior contraído dejaba al descubierto los dientes. Todo el rostro parecía congelado en un rictus brutal, como si estuviera gritando su rechazo a algo increíble e insoportable.
Sus ojos estaban cerrados, pero Harry vio dos cortes en los párpados, bajo las pestañas. Eran finos, pero claramente perceptibles contra la palidez cadavérica.
—¿Le han… cortado? —dijo Harry mirando fijamente al médico griego.
—Sí —asintió el médico—. Los ojos se abren a causa del espasmo. Yo mismo hice los pequeños cortes en los músculos. Ningún problema.
Harry se pasó la lengua por los labios, frunció el entrecejo y estudió concienzudamente el gran chichón azul que comenzaba en la frente de Layard y continuaba debajo del cabello. La piel estaba desgarrada en el centro, una pequeña abrasión por donde asomaba la carne, blanca como la del vientre de un pez. Harry miró el chichón, extendió la mano como para tocarlo, pero se apartó.
—Esa expresión en su rostro —dijo en voz muy baja— no tiene nada que ver con un espasmo muscular. ¡Es terror puro!
Darcy Clarke, por su parte, había echado una mirada a Layard y había retrocedido, primero un paso y luego otro. Pero no se había detenido allí, y ahora estaba en el pasillo. Su cara estaba muy pálida, y tenía los ojos clavados en el cadáver de la camilla. Sandra y Harry se reunieron con él.
—¿Qué sucede, Darcy? —preguntó en un susurro Sandra.
—No lo sé —contestó Darcy—. ¡Pero sea lo que sea, no está bien!
Era su don que actuaba, preservando su vida.
Papastamos volvió a cubrir el rostro de Layard con la sábana, y junto con Sakellarakis salió de la habitación al pasillo.
—¿Dice que no fue un espasmo? —dijo el médico mirando a Harry—. ¿Y usted sabe algo de esas cosas?
—Sí, tengo algunos conocimientos acerca de los muertos —asintió Harry.
—Harry es un…, un experto —añadió Darcy, que ya se había recuperado.
—¡Ah, es médico! —observó Sakellarakis.
—Oiga —Harry lo cogió del brazo y se dirigió a él con expresión muy seria—: Hay que hacer la autopsia esta misma noche. Y luego hay que quemarlo.
—¿Quemarlo? ¿Querrá decir incinerarlo?
—Sí, incinerarlo, reducirlo a cenizas. Mañana a más tardar.
—¡Por Dios! —estalló Manolis Papastamos sin poder contenerse—. ¿Y dice que Ken Layard era su amigo? ¡Yo no necesito esa clase de amigos! Pensé que usted era un hombre insensible…, pero es más que eso, usted está tan muerto como él.
Gotas de sudor frío perlaban la frente de Harry, y comenzaba a tener aspecto de no encontrarse bien.
—¡De eso precisamente se trata! —respondió—. ¡Yo no creo que esté muerto!
—¿Que no cree que…? —El doctor Sakellarakis abrió la boca estupefacto—. ¡Pero yo lo sé con seguridad! El caballero inglés está muerto y bien muerto.
—¡Es un no-muerto! —respondió Harry, tambaleándose.
Sandra abrió muy grandes los ojos. ¡Entonces… era eso! Pero habían cogido a Harry con la guardia baja, y estaba hablando demasiado.
—Es una expresión inglesa —se apresuró a decir de inmediato la joven—. No-muerto quiere decir… que para los que lo quisieron, simplemente se ha ido a otra vida mejor. Los viejos amigos… no mueren, se marchan al otro mundo. Eso es lo que Harry quiso decir; Ken no ha muerto, sino que está en manos de Dios.
«¡O del diablo!», pensó Harry, pero ahora se encontraba mejor, y se alegraba de que Sandra hubiera acudido en su ayuda.
La mente de Darcy también trabajaba a marchas forzadas.
—La religión de Layard exige que sea incinerado al día siguiente de su muerte. Harry sólo desea estar seguro de que todo se hará tal como Ken lo hubiera querido.
—¡Ah! Entonces tengo que pedirle disculpas —Manolis Papastamos no estaba muy convencido, pero pensó que al menos comenzaba a entender qué sucedía—. Lo siento, Harry.
—Está bien, no tiene importancia. ¿Podemos ver ahora a Trevor Jordan?
—Ahora salimos para allí —asintió Papastamos—. El psiquiátrico está en la ciudad antigua, adentro de las murallas. Queda en la calle Pitágoras, y lo administran las monjas.
Subieron de nuevo al taxi y llegaron a destino en unos veinte minutos. El sol se estaba poniendo y una fresca brisa soplaba desde el mar y aliviaba el calor del día.
—¿Podría conseguirnos algún lugar donde alojarnos? —le preguntó durante el viaje Darcy a Papastamos—. ¿Algún hotel que esté bien?
—Irán a un lugar mejor —respondió el griego—. La temporada turística apenas si ha comenzado y aún hay muchas villas desocupadas. Yo les reservé una tan pronto supe que iban a venir. Les llevaré allí después de visitar al pobre Trevor.
En el hospital psiquiátrico tuvieron que esperar a que una monja terminara con sus tareas más urgentes y pudiera acompañarles a la celda de Jordan. Éste tenía puesta una camisa de fuerza, y estaba sentado en una profunda silla de cuero que no le permitía apoyar los pies en el suelo. En esta posición no podía hacerse daño, pero, además, parecía estar dormido. La monja les explicó —Papastamos hacía de traductor— que le estaban administrando un sedante suave a intervalos regulares. No lo hacían porque Jordan fuera un paciente violento, sino porque parecía que algo lo aterrorizaba.
—Dígale que puede dejarnos solos con él —le dijo Harry al griego—. No nos quedaremos mucho rato, y sabemos cómo salir de aquí. —Papastamos tradujo sus palabras, y la monja se marchó—. Váyase usted también, Manolis, por favor —le pidió entonces Harry.
—¿Qué?
Darcy le puso la mano en el brazo.
—Sea buen chico, Manolis, y espere afuera —le dijo—. Créame, sabemos lo que hacemos.
El griego se encogió de hombros, aunque parecía disgustado, y se marchó.
Darcy y Harry miraron a Sandra.
—¿Te parece que puedes intentarlo?
—Tendría que ser fácil —respondió ella, aunque estaba nerviosa—. Nuestro talento es similar, he practicado mucho con Trevor, y conozco la manera de penetrar en su mente —daba la impresión, sin embargo, de que Sandra decía esto más para convencerse a sí misma que para informar a sus compañeros.
Y cuando la joven se colocó detrás de Jordan, con las manos en el respaldo de la silla, los últimos rayos del sol parecieron abandonar la pequeña celda.
Sandra cerró los ojos y se hizo el silencio. Jordan permanecía prisionero en su silla; su pecho se alzaba y descendía, sus párpados temblaban mientras soñaba, o quizá pensaba en aquello que le aterrorizaba; su mano izquierda, atada a la pierna, también se estremecía ligeramente. Harry y Darcy, de pie, contemplaban la escena, y percibían ahora la oscuridad que descendía sobre la habitación, la luz que se desvanecía…
¡Y sin aviso previo, Sandra de repente ya estaba en la mente de Trevor!
La joven miró, vio, se le escapó un gemido ahogado y se alejó tambaleándose de la silla de Jordan hasta que chocó con la pared. Los ojos de Jordan se abrieron de golpe. ¡Estaban llenos de terror! Su cabeza giró de izquierda a derecha y vio a los dos agentes PES frente a él. ¡Y por un momento los reconoció!
—¡Darcy! ¡Harry! —graznó.
Y Harry supo en ese instante quién había acudido a sus sueños en Bonnyrig para pedirle ayuda.
Pero de inmediato el pálido rostro de Jordan comenzó a retorcerse y sacudirse en horribles espasmos de esfuerzo y agonía. Intentaba hablar pero algo se lo impedía. Los estremecimientos cesaron, cerró los afiebrados ojos y su cabeza cayó hacia adelante, y Jordan se hundió nuevamente en el estupor.
Pero incluso mientras regresaba a sus sueños monstruosos, consiguió decir una última palabra:
—¡Ha… a… aarrry!
Acudieron junto a Sandra, que estaba medio desmayada contra la pared. Y cuando ella dejó de respirar forzadamente y se rehizo, Harry le preguntó:
—¿Qué pasó? ¿Lo has visto?
—Sí, lo he visto —respondió ella, tragando saliva—. No está loco, Harry, solamente prisionero.