El mapa de la vida (2 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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El conocimiento pleno llega con la muerte. Eso le dijeron una vez, y sabe que es verdad. De E, ese hombre de traje oscuro, empleado de banca, que ha perdido la unidad de su cuerpo, ya nunca más habrá algo nuevo que conocer ni que contar. Todo lo que ha sido y ha hecho se ha consumado en ese convoy. Clausura, cerrazón, cerrojo. A partir de ahora, en el recuerdo de otros seres, quizá en las personas que lo amaron, su padre, su mujer, sus amigos, tal vez sus hijos, en cuantos lo conocieron empieza una reconstrucción, el inventario de una vida hacia atrás, hasta el parto. De nuevo la madre. En la muerte llega la madre otra vez, ocupa su papel. En el recuerdo de todos ellos, E, ese hombre de cuarenta y cinco años pasará a ser una especie de sustancia, de imagen congelada pero completa, acabada, que con los años se reducirá cada vez más a una esencia, como un perfume, como si hubiera frascos para guardar muertos, esencias de quienes fuimos, de quienes somos.

Cuando murió su madre, Gabriel lo comprendió. Su vida se cerró y una extraña plenitud le sobrevino a su hijo de pronto, todo lo que ella era se había sintetizado en una reducida y minúscula imagen mental; no por azar en ese momento su hermana le entregó una pequeña foto de carnet que su madre se había hecho dos años antes; era la esencia de quien ella había sido siempre. Ahí estaba toda su madre, esa foto era el frasco que la concentraba. Se pregunta cómo será la esencia de ese hombre, empleado de banca, o de esa mujer rumana, limpiadora del hogar, recién muertos, y en qué recuerdos pervivirán. ¿Será una foto, será un hecho, como por ejemplo un hecho heroico, tal vez alguien a quien él o ella salvaron de morir en un accidente? ¿Y si hubieran salvado de cualquier peligro, en otras circunstancias, a alguno de los individuos que pusieron las bombas en nombre de Dios? El mundo avanza por los meandros de la fatalidad.

Una joven de veinticuatro años, L, peruana, recepcionista en un concesionario Volvo, besó en los labios a su novio en la calle Novecento, junto a la estación de El Pozo, antes de subir al vagón. Están enamorados, planean una vida por hacer, tienen proyectos; ella sabe que está embarazada, él aún no. Se lo dirá por la noche, tal vez en una cena especial; le brillan los ojos fraguando la sorpresa. Los dedos se rozaron un segundo. Era sólo un gesto de unión que se rompía por unas horas, en trabajos diferentes; saben que luego se volverán a ver, por eso la despedida es breve; no se miran a los ojos, él no ve el brillo. La joven L, ya dentro del convoy, ayudó a R, una mujer mayor, sesenta y nueve años, piernas hinchadas por la flebitis, que no ha dejado de agradecérselo. Se sentaron juntas. Juntas van a desintegrarse, en cierto modo. No quedará nada de ellas, al menos en la forma humana que tienen ahora. Sus cuerpos van a esparcirse, a multiplicarse en partículas, pedazos, trozos diseminados por las paredes del vagón. La sonrisa de la joven peruana recepcionista de Volvo precede a otro roce, éste muy distinto, de la mano de la anciana; de nuevo las gracias. Y el roce precede a la detonación. Detrás de ellas había una mochila con explosivos que también ha pasado a ser una siembra de jirones y pedazos.

Madrid sigue siendo la ciudad de promisión que siempre fue, Madrid es alma y esperanza, acoge y protege; en ocasiones da y quita, otras enseña e ignora. Por eso también Gabriel ha amado siempre esta ciudad; Madrid es espíritu y materia a la vez, algo muy raro en las ciudades que crecen; es una idea y la voz que la expresa, una voz ronca de ganador, perdedor y de nuevo ganador. Pero la ciudad está cambiando, expandiéndose. El tercer vagón del tercer tren que estalla parece una constelación; va lleno de gente de todo el mundo, mezcla de perdedores ganadores; en la ciudad renovada, convulsa y cambiante hay cabida para ecuatorianos, mexicanos, argentinos, senegaleses, nigerianos, tunecinos, marroquíes, chinos, rusos, polacos, rumanos, eslovacos, moldavos, armenios. Todos de otra parte y todos de aquí. Muchos de ellos salen como pueden del vagón en llamas. No piensan en sus trabajos; tampoco piensan en sus orígenes. La sangre de las heridas cae por su cara; cristales, aluminio cortante, golpes contra objetos inesperados; algunos rostros se han cubierto de un rosáceo intenso. Se nota en el rojo vivo de esos rostros que la piel ha desaparecido. Alguien se lleva la mano a la cara, tropieza con otros heridos. Unos se agarran entre sí sin conocerse. Lamentos aislados vuelven a oírse en medio de un desolador silencio en el que, a lo sumo, crepita el fuego en los focos dispersos de los vagones. Huele a quemado y a pólvora. El olor de la dinamita plástica es inconfundible y no se va de la cabeza durante mucho tiempo después. Ahora se mezcla con el olor de la carne carbonizada. A duras penas de pie, tambaleándose, alguno se sorprende a sí mismo pensando en su futuro, con suerte aún intacto.

ADA. En el sexto vagón del segundo tren, a la altura de la calle Téllez, F, una niña hispano-marroquí, de trece años, estudiante, acaba de ser totalmente reventada por la explosión. La metralla le ha perforado el estómago y el vientre. Llevaba pantalones vaqueros, unos ligeros tacones en los zapatos y un estrecho abrigo azul con cinturón. Su largo pelo castaño estaba recogido en una coleta; usaba gafas, tenía un aire ensoñador en la mirada inteligente, sus ojos negros eran profundos y bellos. Había besado a su padre y a su madre antes de salir de casa; había guardado los libros de texto en un bolsón amarillo que le colgaba del hombro y en el que había prendido una decena de pins; en los oídos llevaba unos auriculares con los que iba oyendo música de Shakira todo el tiempo. Tiene los ojos cerrados, la música la envuelve, la canción entra por sus nervios, ha subido el volumen. Ya quedarán cerrados esos ojos cuando la música desaparezca para dar paso a un súbito y muy punzante dolor unido a un grito espantoso que sólo se produce en su mente, la sombra de un grito, si es que eso es posible.

Otra mujer, Ada, el destino de Gabriel, cuarenta y cuatro años, morena, experta en arte del Renacimiento, la vio o creyó verla desde el quinto vagón. Reparó en el bolsón amarillo cuando se produjo todo. Soñará siempre con esa escena en la que se ve a una niña de ojos cerrados y desventrada, con el abrigo ensangrentado y roto como un colador. Pero enseguida Ada cae desmayada porque se palpa su pecho izquierdo y en su lugar hay un desgarro informe, todavía no es un hueco pero lo será, lo sabe de pronto con certeza; al tocarlo, tiñe la mano de una viscosidad extrañamente familiar. Toda la palma de su mano está cubierta de esa sustancia roja oscura. Algo le ha abierto muy violentamente esa parte de su cuerpo.

En medio de la confusión siguiente, cuando el humo empieza a disiparse, Ada yace a los pies de una mujer que llora de excitación porque ve a su hija L sentada en la vía a unos metros de distancia; la había perdido, no recordaba siquiera si había salido de casa con ella y si había tomado el tren, como todas las mañanas; no recordaba si estaba despierta o dormida. Pero la ve allí, a unos metros, muy cerca de donde corren algunos hasta caerse y de donde otros, parados, deambulaban sin sentido, dando vueltas sobre sí mismos, incapaces de iniciar un camino hacia alguna parte. Mucha sangre, piensa Ada, antes de desmayarse. Primero en los vagones, luego en las vías, luego en la ropa, luego en todas las ropas de todos los que había por allí. L, la hija, le dice a su madre, entre hipos histéricos: «¡He saltado, mamá, he saltado en medio del humo y no sabía dónde saltaba, porque lo que era horizontal se había hecho vertical, y lo que era bajo se había hecho alto!»

Unos minutos antes de que Ada pierda su pecho izquierdo, ha estado hablando con ella un joven filipino, H, veinte años, camarero en el café Comercial. Estaba jugueteando con un encendedor plateado y se le cayó al suelo; Ada lo recogió y se lo dio. «Se me había olvidado», dijo. «Me trae suerte, nunca viajo sin él. Estaba ya en la estación cuando me di cuenta de que lo había dejado en casa. Regresé por él. Perdí el tren por su culpa, pero ya lo tengo.» Ada lo miraba con una sonrisa pero no se le ocurría qué decir. Era demasiado ingenuo o demasiado estúpido. Ella no tenía nada parecido a lo que aferrarse. El joven lo lanzó al aire y lo atrapó como si fuese un malabarismo ensayado entre el encendedor y él. En medio de ese truco irrumpió la fatalidad, aquel encendedor plateado —su dueño nunca lo sabría— se convirtió en la trampa que precisaba la geometría del azar. No había otro tren que tomar, ni antes ni después, porque las paredes de éste, y no de otro, tenían que romperse sobre su cabeza; todo entonces pasó a ser estropicio y sangre y sesos del joven pegados en las paredes grises del convoy. Ada se preguntará mucho después, cuando lo recuerde, si H, el joven camarero filipino, habrá soltado el encendedor al morir, o si alguien lo habrá recogido y metido en una bolsa de plástico con decenas de pequeños objetos huérfanos que nadie reclamará nunca, como barras de labios, pilas, rotuladores, relojes, cortaúñas, gafas rotas, llaves, cajitas para píldoras, o si lo habrá fundido la bola de fuego.

Suenan los teléfonos móviles de los muertos. Todos, policías, enfermeros, médicos, bomberos, fotógrafos, sabían que era una música desamparada y huérfana. Con ella se iba el último aliento de sus dueños. Los móviles que sonaban desperdigados eran un acta de defunción cruel y monstruosa. C, una joven estudiante, diecinueve años, yace en el fondo de un vagón. Su blusón a rayas está hecho trizas. Sus piernas están desnudas y dobladas hacia dentro, forzadas, pero ella está partida por la mitad. A la altura de su pelo recogido en una coleta se abren las pastas del libro semicalcinado de Paulo Coelho que estaba leyendo. Curiosamente, la foto del escritor está intacta. En el puño cerrado de C vibra el móvil, con una llamada que al cabo de unos minutos será la de una madre desesperada, o la de una amiga angustiada, o puede que la de un chico con el que hoy iría a clase y tal vez se besaran. Lo ve V, vendedor de teléfonos, treinta y nueve años, que se había fijado en su bonito collar y que ahora sigue pensando en el collar, no se le va de la cabeza, mientras oye repetidas veces la melodía del móvil de C y clava sus ojos en el puño de la chica y, sólo por un segundo de aturdimiento, por una rara desubicación anómala, se pregunta si él mismo estará vivo o muerto. Pero como oye esa sintonía sabe que vive; y sin embargo le cuesta encontrar la bonita cabeza de C porque el collar de la chica ya no está donde estaba. Él, V, dolorido en alguna parte de su cuerpo que todavía no identifica, aunque sabe que hay alguien sujetándole con fuerza el brazo para hacerle un torniquete, está boca arriba, aplastado por una hilera de asientos, uno de cuyos hierros le ha atravesado el antebrazo, pero si gira la cara a la izquierda ve el puño sonoro de C. Otros móviles empiezan a sonar, melodías, tonos repetitivos, canciones conocidas, sintonías de películas, frases ridículas dichas hasta la exasperación; un tejido de sonidos se expande por el vagón, por los convoyes, y nadie se atreve a coger los móviles, porque unas veces no saben dónde están, y porque otras veces no saben qué decir, ni a quién ni sobre quién.

El ángel lo ve todo. Lo oye todo. Un principio y un final, eso es un ángel, sólo tiempo, piensa Gabriel.

Una mujer de cincuenta y cuatro años, T, ama de casa, está dada la vuelta, tiene los pies sobre el respaldo del asiento y su cabeza, dada la vuelta también, parece metida debajo del asiento mismo. Le falta la mandíbula. Ha perdido mucha sangre, sin embargo aún vive, aunque por poco tiempo. En una parte contigua se amontonan, superpuestos y mezclados, otros tres cuerpos rotos, con los huesos dislocados saliéndoles por los brazos, por los hombros; unas vísceras se desparraman o sólo asoman su color parduzco mezclado con el polvo que flota en el aire; pertenecen indistintamente a los tres cadáveres; no se conocían y estaban sentados juntos. Algunos no tienen ropa, nada de ropa. Hay dinero y monedas diseminadas a su alrededor, mezcladas con una infinita gama de objetos triturados. De los tres, la mujer es P, cocinera, colombiana, cuarenta años. Tiene también heridas en el cuello y en las piernas. El joven es J, programador informático, treinta y cuatro años. Su herida mortal ha sido en la sien. Es profunda. El hombre mayor es B, conserje en una compañía eléctrica, de sesenta años, cuyo vientre está abierto por tres partes. Quizá las vísceras sean sólo suyas.

Hay una cortina gris en esa luz de amenaza de lluvia que va ganando el día. Piensa Gabriel que esa luz de estaño conviene a una hora de súbita amenaza realizada. Un niño grita, pero T, el ama de casa que en ese momento recuerda ansiosamente a sus tres hijos que ya no verá nunca más, no oye nada; lo ve fuera del vagón, muy lejos de ella; a los pies del niño, sobre las vías, yace su abuelo; alguien los ha sacado a los dos del tren, pero el viejo no ha aguantado hasta la llegada de los servicios de urgencias. T, el ama de casa, se va a morir con la imagen de ese niño gritando en silencio, la boca abierta, el gesto extremo, la incomprensión en el absoluto extremo de sus neuronas.

GABRIEL. Las montañas rusas hacen que la gente vuele. Que al menos tenga esa sensación nerviosa de estar cerca del cielo y de regresar a toda velocidad a la tierra; es una sensación liberadora de densidad corporal, una fractura de la lógica, cuando se está en el aire a merced de la onda de un látigo largo y sinuoso. Uno siente que es mitad humano y mitad nada, insecto, menos que nada. Hace años que Gabriel las diseña. Es su profesión.

Una empresa germano-suiza, Tawalthorn, le encarga bocetos, centenares de bocetos. Él los hace, apenas desarrollados; siempre diferentes, siempre al límite de lo posible, aunque también a veces se repite, utiliza modelos preestablecidos, según sea el parque de atracciones al que vaya destinado; aporta los cálculos básicos, luego los ingenieros de Tawalthorn los ajustan y le remiten sus propios bocetos corregidos para que él modifique las propuestas y afine cada detalle nuevamente planteado. Una vez hecho esto, vuelve a enviárselos a ellos, y así, durante un tiempo, el proyecto de una atracción va y viene entre los estudios de la Tawalthorn y su casa, vía Internet. En ocasiones tiene que viajar a Zúrich, pasar allí unos días. Después de los atentados no ha vuelto a ir.

Toda montaña rusa tiene que tener un principio lento, acumulativo, como si se cocinase en él la tensión y la ansiedad mientras se asciende a la máxima altura, sus buenos tres minutos de intensa espera e imposible retorno, y también ha de tener un final evidentemente desacelerado, que permita calmar las pulsaciones de la gente, volver a la realidad, saberse vivo después de un juego en el que se creyó estar fuera del mundo. Gabriel sólo pretende, al diseñarlas, que se consiga la máxima sensación de caída en el vacío a la máxima velocidad con que los carriles soporten la inercia de los convoyes, y que en cada salida de un pico de aceleración se logren las inclinaciones, vuelcos y rizos más inauditos. Y en medio el frenesí, múltiples subidas y bajadas, eternos minutos de vertiginosas sensaciones en las que uno cree perder el control. Quiere conseguir ese doble momento excitante en que la gente desea por encima de todo que ese ritmo frenético se detenga ya, y sin embargo a la vez desea perversamente que todavía continúe, por mucho que parezca que el cuerpo va a saltar de la vagoneta y a sobrevolar el parque de atracciones como un ángel o un suicida.

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