Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Hablaban de los atentados, una vez más. Habían detenido a varios individuos de nombres magrebíes que escaparon de una redada en Barcelona. La noticia no era nueva, ya la dieron por la mañana. Por otra parte, habían encontrado una pista gracias a unos móviles manipulados como detonadores y abandonados en la estación de autobuses de Almería. Seguían escrutando centímetro a centímetro un locutorio en Lavapiés y otro en El Ejido. La conexión marroquí cobraba fuerza, y ésta llevaba a otra red en Italia, y ésta a su vez a otra en Alemania, cuyo responsable hacía meses que se había inmolado en un autobús de Islamabad. ¿Por qué un individuo en una cárcel de Turín lee el Corán y empieza a pensar cómo matar a la gente en Pakistán, en Nueva York o en Madrid? ¿Es un problema del individuo o del Corán? Nada nuevo, en verdad; desde Mahoma es así. Apagó la televisión algo hastiado. Fue al lavabo y se mojó la cara. Necesitaba espabilarse. Luego pidió fruta al servicio de habitaciones y mientras se la subían volvió a telefonear a Ada. El móvil seguía desconectado. No dejó mensaje esta vez. Se vistió. Cuando el camarero llamó a la puerta, ya estaba a punto de salir. Tomó una manzana y bajó a la calle. Se había olvidado del bastón.
Ya en la calle, decidió dar un largo paseo nocturno hasta el mirador del Faro de la Moncloa, un lugar que le atraía por su elevada altura. Cuando llegó allí, miró hacia arriba. Era imponente el gran cilindro de la torre, sobre el que, en lo alto, reposaba la plataforma del mirador. Todo estaba a oscuras, con sólo el reverbero de la claridad neutra de las farolas cercanas. Dada la hora, estaba prohibido el acceso. No había vigilante en la caseta de la entrada.
Gabriel apoyó la espalda en la puerta metálica y cerró los ojos. Dejó volar la imaginación una vez más. O eso creyó en ese instante. Porque de pronto se sintió acompañado, dominado por una extraña sensación de conexión con la torre misma; el frío hormigón de la pared le pareció una piel cálida, sin dejar de ser hormigón; su nuca tocaba la puerta, la palma de su mano estaba pegada a la plancha de acero y en su mente comenzó a subir por el ascensor muy rápidamente, vertiginosamente, mientras la ciudad quedaba abajo y en el horizonte se abrían las calles, los tejados, las terrazas, las luces que se extendían hasta un confín desconocido para él.
Seguía con los ojos cerrados, eso lo sabía, pero a la vez era consciente de que el viento frío le daba en la cara, de que habían abierto los ventanales y estaba en otra parte que no era el suelo de la base de la torre; o mejor dicho, lo que sentía inequívocamente era que alguien lo llevaba como a un ciego, notaba el anillo de su mano sobre su muñeca, y tiraba de él evitando que diera un traspiés.
Quien lo llevaba así había abierto una portezuela y el aire frío le agitó el pelo; subieron por una escalerilla hasta el techo del mirador, cuya superficie estaba combada, ligeramente cóncava; también estaba resbaladiza por la lluvia de todo el día aunque ahora sólo era un frescor húmedo lo que sentía en la cara; la mano que lo guiaba lo aproximó hasta una barra metálica que cimbreaba como si tuviera un motor interior, e hizo que abriese la palma de la mano y se agarrase a ella; se sabía en lo más alto de la cima, veía —pese a la certeza de tener los ojos cerrados— todo Madrid nítidamente; sólo oía un aleteo dilatado a su alrededor, tal vez el mismo que se hubiera oído en Roma cuando murió Fra Angélico, un aleteo de grandes pájaros.
No veía otra cosa que la belleza de la gran urbe a sus pies, las calles brillantes, los edificios heterogéneos, dotados de una majestuosidad inusitada, una luz de oro, un tiempo que se detenía y que iba hacia atrás y hacia delante indistintamente, y las casas eran tanto las del Madrid de los años cincuenta, cuando Gabriel nació, como de pronto pasaban a ser las del Madrid de hoy, las calles conocidas en cuyo recorrido había muerte y vida y muerte otra vez y vida otra vez, el zigzag de la historia.
Estaba excitado viendo todo aquello, experimentando como nunca hasta ahora una inusitada vitalidad. Entonces, alejado el aleteo, abrió los ojos de verdad y se encontró de nuevo —o acaso donde había permanecido en todo momento— a los pies de la torre, apoyado en la puerta, pisando el ralo césped encharcado, en medio de la oscuridad de la zona ajardinada, donde los vagabundos dormían en tiendas de cartones y de donde le llegaba el olor de una hoguera cercana.
Una vez que reaccionó, Gabriel fue consciente de haber vivido una alucinación, o algo parecido a un sueño extrasensorial; pero él no creía en esas cosas hasta entonces, luego tenía que haber pasado algo real, tal vez se hubiera caído, al resbalarse sin el bastón, como le sucedió en el museo, y por ello había perdido el conocimiento y en ese estado letárgico hubiese tenido esa extraña fantasía producida por la pérdida de consciencia. No podía ser otra cosa. Sin embargo, le quedó en la sonrisa durante largo tiempo la maravilla de haber visto la ciudad entera, totalmente abierta como un tesoro desplegado, desde tanta altura. Y sentía que la amaba. Estaba unido a ella, conectado a cada vida, a cada calle de la ciudad, como un órgano a la sangre.
De regreso tomó un taxi. Iba mareado. Poco a poco fue volviendo a la realidad conocida.
—¡Pare! —le dijo al taxista al llegar cerca de la escalinata de la calle Cicerón, de nuevo en Reina Victoria.
Sentía náuseas. Necesitaba serenarse y que lo abandonase el aturdimiento que le impedía pensar con claridad. Estuvo sentado allí unos minutos, en la semioscuridad de los primeros peldaños. En ese momento volvió a telefonear a Ada. Su móvil seguía desconectado. Esta vez dejó un mensaje más largo en su buzón: «Me ha sucedido algo extraordinario, Ada, y quería que lo supieras. He tenido una especie de alucinación, sólo puede ser eso. Pero no estoy loco, por favor, no lo creas. Lo cierto es que no sé decirte qué es, excepto que en todo momento he pensado en ti.» Colgó otra vez.
Se sentía muy débil. Temió que volviera a desmayarse, si es que era eso lo que le había sucedido.
Al ir a levantarse, echando de menos el bastón, se fijó en un hombre de su misma edad, bien vestido, o decentemente vestido, que buscaba y rebuscaba y luego clasificaba en un gran cubo de basura gris de tapa naranja. Tenía a sus pies unas bolsas de plástico de Carrefour en las que iba metiendo los objetos y la ropa o cualquier otra cosa con rango de útil. Estaba lejos y no podía ver qué metía en las bolsas. Apenas si distinguía su aspecto, porque su cara, volcada hacia el cubo casi por entero, le era esquiva. Se desenvolvía concentrado en su tarea, sin inmutarse por la presencia de los demás transeúntes que pasaban a su lado sin reparar en él. Para el hombre era sólo un trabajo; para los demás, algo propio de un indigente. Él ya había visto individuos así otras veces, escarbando en la basura como si estuviesen en una especie de supermercado, eligiendo con cuidado los productos, mirando con atención los prospectos, adoptando maneras de una bizarra exquisitez. Pero en esta ocasión tuvo una punzada de miedo y de piedad. Pero sobre todo de miedo. Aquel hombre, vestido como
él
, hurgaba en
su
basura, en
su
mierda.
—Una corriente nueva nos arrastra hasta el final o hasta el principio, quién sabe —dijo para sí.
En ese momento sonó el móvil. Por fin era Ada.
ADA. Hicieron el amor por primera vez en el coche, en el garaje de casa de Ada, seis semanas después de haberse conocido. Hasta llegar a ese día hubo antes una multitud de pequeños roces físicos que fueron sedimentando el deseo. Primero fue un contacto por descuido, al salir de un bar, al entrar en un coche o al ir a pagar en un supermercado, una cata de la piel, de su suavidad, de su temperatura, como la prueba de un manjar; tal vez fue el roce de los brazos, o el tacto prolongado sobre la mejilla para retirar una pestaña desprendida. Había en ello algo de inaugural, de juvenil o de ansioso.
Cierta noche, Gabriel la acompañó en un taxi hasta su casa; luego él continuaría a su hotel; en la parte de atrás del coche, donde iban, dejó la mano sin ninguna intención apoyada sobre el asiento; ella puso la suya sobre la de él; ninguno de los dos la retiró. Si uno de los dos lo hubiera hecho, tal vez no habría tenido lugar nada de lo que luego iba a suceder en sus vidas, pero ni Ada ni él retiraron su mano; por el contrario, empezaron a modular leves presiones de unos dedos sobre los otros, las manos habían iniciado un lenguaje propio. ¿Por qué calles pasaban, qué hora era? Tan sólo pensaban en que cada segundo que permanecían unidos sus dedos era una respuesta a la pregunta no dicha acerca de un inconcreto «¿Me quieres?» que aún era pronto para pronunciar. «¿Quién es ella para ti, quién eres tú para ella?», se decía Gabriel.
La vez que se acostaron, sin embargo, hubo mucha ropa entre ellos. Fueron a la calle de Ada; ella aparcó junto a la puerta de su casa pero sin ninguna intención de que Gabriel subiera, ni ninguna posibilidad tampoco de hacerlo: en la casa estaban su marido y sus hijos. Ada lo besó en la boca largamente y le pidió que bajasen juntos al garaje. La luz estaba apagada, apenas llegaba algo de claridad por algunas rendijas de la puerta que daba a la escalera, y eso siempre y cuando algún vecino entrase o saliese de la casa. Oían el eco de los pasos y el ruido del ascensor. Se besaron con desesperación, querían llegar a la piel, besar las pecas, los lunares, las pequeñas y hermosas imperfecciones. Ada le dijo que hacía más de un año que no se acostaba con su marido.
—Dormimos separados, no hacemos el amor nunca, aunque él me lo pide, me lo suplica casi, pero yo no puedo ya, y además no quiero —dijo.
Por su parte, él le rogó que no le contase nada, ya que no había nada que decir sobre sus vidas sexuales. Tenía una clara convicción de que todo acerca de ese asunto pertenecía ya al pasado. Se abrazaron más; ella le abrió el pantalón y él le quitó el sujetador. Sintió su pecho derecho; en el izquierdo había un vendaje, sobre el que a su vez había una prótesis de silicona envuelta en una tela de seda, sujeta también por otro vendaje. Cuando su mano lo tocó, Ada se la retiró y luego le cogió la cara con sus dos manos, buscando su mirada en la suya; apenas si se veían, pero los dos percibieron el brillo de los ojos del otro frente a frente.
—Quiero verlo —dijo él.
—Otro día. Tal vez no te guste.
Una corriente de ternura aceleró su deseo. Él puso el índice sobre los labios de ella para que no tuviera que explicarle nada. De pronto, bajó su cara por su cuerpo y besó ese vendaje. Amó en ese momento el pecho que no estaba, el pecho arrancado por la explosión. Luego abrió sus piernas y ella se dejó. Acarició su sexo, como ella hacía con el suyo. Una fuerza casi olvidada en ambos los impulsaba. La suavidad de su vientre lo maravilló y lo excitó más. Sobrevino un temblor, tal como estaban uno sobre el otro; Ada se relajó, dejó escapar un gemido; luego el grito ahogado en la garganta, los labios abiertos de puro placer, como un acceso de vida oculta que se abría paso aceptando la idea de que cualquier maldición o bendición importaban poco allí, mientras los dos eran el centro de un mundo violento y pasional, doloroso y expuesto. Sintieron, al amarse, una acerada clarividencia, como un don que brotara de pronto.
Estuvieron una hora haciendo el amor en aquel coche, sudando y entreviéndose en la penumbra. Ella acarició levemente las cicatrices de su pierna. Gabriel sintió un insólito pudor. «Temo que se abran», dijo Ada. Él la besó de nuevo por ello. Cuando se fue, le ardían los labios y todo su cuerpo estaba estremecido. Hubo una sonrisa en la boca de Ada como jamás había visto, al despedirse. Quiso llevarlo al hotel, pero Gabriel le advirtió de que si lo hacía, la retendría a toda costa y amanecerían juntos, y en su casa la esperaba Santiago, y los niños, por la mañana, harían preguntas.
En el taxi recibió un mensaje en el móvil. «Te amo», escribió Ada. Hacía cinco minutos que se habían separado; él también quería estar a su lado otra vez, la echaba de menos ya. Quería su olor, quería volver a sentir la pasión que los sacudió en el coche, quería repetir el sabor de su sexo en su boca, conservar el tacto de su espalda en sus dedos, la consistencia de sus muslos, la delicada blandura de su ingle. Le contestó: «¿Los ángeles pueden amarse?» El deseo y la atracción que habían experimentado avanzaban ahora, lo sabían, hacia una preocupación y una búsqueda por estar con el otro a cualquier precio. Eso era el amor, una señal, una alegría. Tu mirada. Tu barbilla. «Claro. Somos otros ya», fue su respuesta.
EVA. La voz de Eva lo emocionó. Sus primeras palabras no eran de reproche ni de odio. Su voz era extremadamente cálida, el tono adorable que Gabriel bien conocía. «Gracias por llamarme. Iba a volverme una loca perfecta, de manual, de esas que se pasan el día mirando álbumes de fotos.» Fueron sus palabras primeras, antes de que él pudiera decirle dónde estaba y pedirle perdón por su silencio.
—¿Qué hiciste durante todo este tiempo?
—Desesperarme. Hasta que me llamó Adrián y me dijo que estabas bien. —La voz de Eva sonaba ahora fría, parecía haber pensado mucho en qué voz poner cuando él la llamara, en cómo cambiarla poco a poco, en dar paso meticulosamente a su habitual halo de rencor.
—Te sorprendió mi marcha, supongo.
—Típico de ti. ¿Sorprender? Sencillamente me mató. No sabía qué hacer. Adrián tampoco sabía nada, hasta Karen me animó a ir a la policía. Mis padres también lo pensaron.
—¿Por qué no fuiste?
—Porque sabía que volverías, que aparecerías cuando menos lo esperásemos. Y si no, aparecería tu cadáver.
—Pero la verdad es que no sabías qué hacer, ¿no?
—¿Cómo iba a saber qué hacer? No me dejaste más que una carta y un mensaje en el móvil.
—Eva, quiero que sepas que eres maravillosa. Pienso en ti y en todo lo que hemos hecho. Hay una historia nuestra que ahora no vemos, pero no seríamos quienes somos sin ella, sin lo que nos hemos dado el uno al otro. Me has dado mucho.
—Puede que la vida, pero me temo que ahora eso es cosa mía. ¿Me equivoco?
—No sé. Si leíste la carta sabrás qué me pasa, por qué me siento atrapado.
—Sí, la leí, pero no sé qué te pasa
exactamente
. Supongo que ahora me dirás que nada de rencor, que superemos la evidencia de la separación. Podré hacerlo, ya he ejercido de viuda.
Eva estaba dolida. Se lo esperaba, se lo merecía.
—¿Por qué ese cinismo? Ojalá me comprendieras. O nos comprendiésemos. Te ruego que no estemos contra las cuerdas, no salgamos pegándonos con todo. Nos hemos amado mucho. ¿Eso no cuenta?