Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—No creo que ella lo viviera como tú. Pero, sea como sea, ya ha quedado atrás para Ada. En adelante, tus gustos sexuales te pasarán factura sólo a ti, si no eres consciente de su alcance.
—Lo de la otra tarde en el rellano sólo fue un deseo de hacer el amor con ella una vez más. La última, tal vez. Ya sé que no era el mejor lugar, pero creí que el arrebato desarmaría su rechazo. La deseé y creí que ella entendería algo así.
—Cosas de adultos, como tú dices, ¿no? ¡Por favor, Santiago! ¡Nadie puede entender como un juego lo que es a todas luces una violación, lo llames como lo llames! ¡Y que seas tú, todo un médico de prestigio, quien me diga eso! Me lo pones muy difícil.
—Si te llamo es porque por primera vez en mi vida sentía una imperiosa necesidad de hablar de mi alma con alguien. Por eso te llamo, Olimpia.
—¿Y me has elegido a mí? Tiene gracia. ¿Por qué?
—No sé. Tal vez me parezcas muy cercana a mí. O tal vez vea en ti una inocencia que he perdido, una verdad inquebrantable. Como apenas me conoces, no tengo nada que ocultarte.
—Deliras. ¡Pero no te entra en la cabeza que nadie puede amar a quien le agrede! No quiero saber nada de alguien así.
—Son momentos sexuales de pasión, no agresiones. Es una cuestión de matiz. Y hay otros juegos, y otros lugares específicos para ellos. Pero no quiero hablar de eso ahora.
—¿A qué lugares te refieres?
—Bah, déjalo.
—¡Dime!
—A los de intercambio de parejas y de sexo colectivo. Me han dicho que vas a veces. Te han visto.
—¿Y qué si me han visto? ¿Son ilegales? ¿Inmorales?
—Nada de eso, Olimpia, no te alteres. Son lugares donde puedes fantasear o ponerte máscaras o gozar con alguien una vez y no volver a verlo nunca más, ¿no? Tú lo sabrás mejor que yo. Ser otra, en definitiva, ¿no es así? Ves cómo en el sexo hay todo tipo de juegos.
—No sé quién te ha dicho eso de mí, y me parece una cabronada que me llames para contármelo a estas horas. Además, no sé adónde quieres ir a parar.
—No, no, Olimpia, no es así. No te ofendas. No te llamo para insultarte. No pretendo nada. Te llamo porque creo que tú puedes entenderme de verdad. Creo que tú puedes comprender qué hay cuando se busca algo más estimulante. Algo más físico.
—No, Santiago, eres mi cliente. No quiero hablar contigo de cosas que no sean el divorcio o asuntos profesionales. Debo orientarte y advertirte. Nada más. No somos tan iguales, tú y yo.
—Yo creo que sí. Te vieron en un lugar de esos. En esos sitios me han dicho que a veces se juega a forzar a alguien, a pegarse.
—Me da exactamente igual lo que te hayan dicho, yo no juego a eso. Además, vivimos en una sociedad libre. Yo también soy adulta y dueña de mi vida y de mi sexo. Pero no he violado a nadie ni nadie me ha violado. Nunca lo consentiría. Pero ¿a ti qué te importa eso de mi vida, Santiago?
—Tienes razón, no me importa lo más mínimo. No quiero inmiscuirme en tu vida.
—Creo que no sabes nada del lado femenino, y menos de amor. Las mujeres queremos generosidad en los detalles, porque no la hay en el trazo grueso. Los cirujanos sois más bien de trazo grueso.
—Soy médico y de amor sé lo que hay que saber. Como tú lo sabes. El amor es sólo algo químico. ¿Te lo cuento? Sucede en el hipotálamo, donde se genera la fenitelitamina. Los lazos son cuestión de moléculas que actúan en partes muy concretas del cerebro. ¿Qué más quieres saber del amor?
—El ser amado lo es todo. Tú te estás defendiendo porque tienes miedo a salir de tu esfera de médico y asumir la verdad: no sabes amar.
—El amor acaba siendo cosa de pólvora y cerillas.
—¿Qué sabes de mí, qué se yo de ti? ¿Qué sabemos uno del otro? Esta conversación es tan estúpida a estas horas de la noche... En muchas casas ya se están levantando para que la vida vuelva a comenzar, y tú y yo hablamos de amor por teléfono sin amarnos. ¡Qué imbéciles somos!
—Pero hemos amado, ¿no? Y nos han amado. ¿Acaso a ti no?
—¿No era sólo cosa de química o de pólvora?
—Sí, eso he dicho. Pero a veces tiene que ver con algo más. Con el encuentro. Con un golpe de fortuna. Con la fatalidad. No sé, con determinadas cosas que no siempre están ordenadas ni al alcance de cualquiera.
—Podría decirte la verdad, pero sé que no te importa.
—Ah, Olimpia, ya comprendo: siempre estará esa casilla vacía, ¿no?
—Puedes llamarlo así, pero insisto en que no es de tu incumbencia.
—Pues precisamente a eso es a lo que vale la pena jugar. En eso es en lo que los dos somos protagonistas del mismo cuento. Aunque cada cual en su vida. Perdona otra vez por haberte despertado. Buenas noches, o buenos días. Sólo quería decirte que no soy la bestia que Ada te habrá dicho que soy. Pero tampoco soy inocente: conozco mis pecados. Creo que la sigo amando. Perdona mi llamada.
—¡Espera! No cuelgues. No es verdad lo que dices.
Pero ya era demasiado tarde.
Unos días después, Ada recibió una llamada. Era Olimpia. Hacía una horas que había salido del hospital.
—Hola, Ada.
—Hola.
—Sólo quería decirte que todo había ido bien y que no era cáncer lo que han encontrado.
—Me alegro mucho, de veras. ¿Han encontrado algo preocupante?
—Nada serio que valga la pena comentar. No sé por qué te llamo a ti para decirte estas cosas tan personales. Disculpa.
—No hay de qué. Tal vez me llamas porque ya no serás como yo cada mañana, en el espejo. Eso es bueno.
—Lamentablemente creo que por mucho que me esforzara nunca llegaría a ser como tú, Ada.
—¿Habrías querido ser como yo?
—Querría amar como creo que amas y que me amaran como creo que te aman. Alguien me dijo hace poco que esa casilla la tenía en blanco. Querría tener suerte.
—¿Entonces crees que yo he tenido suerte?
—A veces creo que sí. Olvídalo. En cuanto a tu divorcio, empezará a tramitarse después del verano, seguramente.
—Gracias por llamar. De verdad que es maravilloso lo que te han dicho los médicos. Y sí, tienes razón: he tenido mucha suerte.
—Por cierto, Ada, ¿tú y Santiago teníais una agenda familiar en casa?
—No, que yo recuerde. Pero siempre quisimos tener una. ¿Por qué? ¿Es importante?
—No, no, sólo es por curiosidad.
ADA.
Viajes felices
Hacemos viajes cortos, de uno o dos días, en busca del mar. En la orilla, oír el feo graznido de las gaviotas desvía cualquier angustia de mi atención. Y el mar nos reconcilia con todos los peces habidos y por haber. Remoto deseo de ser agua.
Cuando viajamos en avión o en tren (donde supero mi fobia gracias a que Gabriel no me suelta ni un instante) seguro que la gente nos mira: siempre estamos besándonos y riéndonos, como si nos hubiéramos desgajado del mundo que nos rodea.
El vello de mi nuca se eriza al paso de su mano: escalofríos de placer. Es una terapia para mujeres heridas.
Son viajes felices a la costa, en donde lo que más nos gusta es perdernos durante horas por las pequeñas playas y rodar juntos sobre la arena.
En uno de esos viajes a Valencia me llaman al móvil desde la Clínica Ruber Internacional. El doctor Collar me propone una fecha para operarme: noviembre. Ya me dirán el día, falta sólo eso. «Noviembre es un buen mes para cambiar de cuerpo», le digo con un suspiro agudo que pretende ser frívolo y ajeno.
¡Otra operación! ¿La última y definitiva? Acepto, aunque al colgar se produce en mí el chasquido de un temor que trato de disipar de mi cabeza, como si poseyera un secreto pero no recordara quién es su propietario.
Sentí cierto alivio al tener una fecha clara y concreta para operarme. De pronto existen en mi vida los conceptos de «previo» y «posterior» como mundos inmensos que compartir con Gabriel sin un minuto que perder. O sea, más viajes.
Escribir en el reverso de las fotos: «Cuerpo de Ada ANTES de la reconstrucción / Cuerpo de Ada DESPUÉS de la reconstrucción. »
En otro viaje, esa vez a Asturias, llama Paul Schmiechel. «Sólo quería saber cómo andas, Gab, si tienes proyectos nuevos, si serías receptivo a nuestras propuestas», dice el hombre de la Tawalthorn. Gabriel le dice con tono displicente que sigue pensando. Está seco con su amigo, sin bromas. Al otro lado oigo que Schmiechel le pregunta por Eva. «Creo que sale con un médico egipcio.» «¿Te parece buen tipo?», pregunta Schmiechel. «Oye, ¿eres su padre o qué? Sí, claro que parece buen tipo. ¿Por qué no iba a serlo? Pero te recuerdo que es su vida, no la mía», responde Gabriel irritado. «El mundo ahora está confuso», dice Schmiechel.
Los viajes con Gabriel son de los días más felices a su lado. Pero quizá sean también los días más felices de toda mi vida. Ya sé que esto nunca se puede decir sin parecer frívola, además están mis hijos, que me han hecho muy feliz, pero si soy realmente sincera, ese estado expansivo de la plenitud que se llama felicidad, como cuando estás sola y desnuda del todo, únicamente lo alcanzo cuando viajo con Gabriel.
En esos viajes con él no hay más que presente, no importa qué eslabones haya habido en la cadena hasta llegar a ese último aro: sólo me agarro al que estoy tocando.
El sentimiento de presente es muy libre, si se alcanza. Exige de mí toda la energía para convencerme de verdad, sin trampas, de que no hay nada después ni ha habido nada antes. Me integro en otra realidad.
En un viaje decidimos hacer una lista de momentos felices de nuestras vidas. No salen tantos. «Ya sé lo que pasa: la felicidad estaba por llegar», dice Gabriel.
Después de que llamara el doctor Collar en aquel viaje, pensé en algo en lo que nunca había pensado jamás: en cómo sería morir al lado de Gabriel, morir juntos.
Es algo que les sucede a las personas que, como nosotros, tienen heridas que se han llevado parte de su cuerpo: somos los «incompletos».
No sabría decir realmente por qué, pero me alegra que Olimpia sea una mujer «completa». Cuando me llamó y me dijo que no era cáncer y que estaba bien, se me quitó la opresión de verla y sentir lástima por ella. Ya no la miro como a una hija.
Ahora lo que puedo sentir es envidia de su cuerpo completo, de su pecho perfecto y moldeado, y de su insolencia. Ha pasado al bando de las mujeres normales que respiran tranquilas.
¿Por qué me ha preguntado si hubo en casa una agenda familiar? Le he dicho que no, pero sólo después de hablar con ella recordé que sí hubo una: en realidad era mi agenda, con mis teléfonos, a la que Santiago fue agregando teléfonos de amigos suyos, de personas nuevas que a veces ni yo conocía. Se convirtió en algo gracioso: nunca sabíamos dónde estaba aquella agenda y mis hijos empezaron a llamarla «la auténtica APP» (Agenda Permanentemente Perdida). Aparecía cuando no la necesitábamos, y casi siempre aparecía en el cajón que le correspondía, donde se suponía que debía estar siempre. Era una agenda familiar que viajaba sola, y hacía viajes felices con otras agendas APP, cuando más la necesitábamos.
¿
Por qué no
?
En los viajes, Gabriel y yo vivimos en un mundo sólo para los dos. También se acerca eso a la felicidad.
Una vez Gabriel me habla de una chica que conoció en la Universidad. Se llamaba Pilar. Pasaron un invierno y parte de un verano juntos. Idearon vidas futuras, quiméricos paraísos. Se veían viviendo en una cabaña o en una de esas caravanas americanas alargadas tipo roulotte. Tener el mundo reducido a una caravana así, que puedes llevar a cualquier parte, da libertad, como en las islas desiertas.
«La vida en ellas es un viaje maravillosamente sedentario», dice Gabriel. «Es como estar yendo siempre a alguna parte sin moverte nunca.»
Todo fue porque él y su amiga de entonces encontraron un hospital del ejército abandonado en la sierra valenciana, un lugar donde había habido barracones para curar tuberculosos y tísicos. Tenían cerca un pozo de agua potable y además un riachuelo corría por la parte baja del campo, era un lugar idílico, aunque los barracones daban demasiada sensación de campo de concentración o de cuartel. Comer al aire libre, leer, acariciarse, dormir al raso, jugar a ser robinsones, hitos de su sueño.
«¿Por qué no hacemos eso?», le digo yo cuando me lo cuenta. «Estoy muy resuelta a hacerlo.»
«¿Vivir en un parque, como vagabundos?», me pregunta Gabriel, pero su mirada delata que es algo que ya ha pensado él antes y con agrado. «Sí, seguiría siendo Madrid y los demás creerían que nos habríamos ido muy lejos, a otro país. ¿Te imaginas? La perfecta desaparición. ¡Y estaríamos al lado!», le digo yo.
Para Gabriel el Jardín, así en abstracto, es un lugar deseado porque es un lugar para perderse, un jardín es un útero, un lugar para la regresión, para quedarse, o desear reiniciarlo todo. Jardín = página-en-blanco.
Gabriel opina que la vida de vagabundo debe de ser dura. «Siempre quise hacerlo», digo yo. «¿Crees que podríamos intentarlo?», repone Gabriel. Todo quedará en el aire hasta la operación.
SAYYID. Minuto cero, metro cero. Ni un paso adelante aún. Antes que nada, Gamal Sayyid se lleva las manos a la cara y se tapa por un segundo los ojos con ellas. Se dispone a continuación a dar un primer paso para adentrarse por el bosque rectilíneo y ligeramente serpenteante de la Gran Vía. La mente un poco insegura, se confiesa, porque por la mañana, nada más levantarse y atender la llamada de Alí, han surgido incertidumbres que lo están minando calladamente. Pero su boca necesita humedecerse, bebería algo de buen grado, lo hará en cuanto vea un bar que no parezca caro. Vuelve a pasarse las palmas de las manos por los ojos sin tocarlos.
Sólo Gabriel lo observa hacer esas cosas desde la acera de enfrente, donde está por casualidad cuando lo descubre al otro lado, pasada la iglesia de San José, junto a un comercio de souvenirs, carretes de fotos y camisetas de casi todos los equipos de fútbol del mundo, incluido el Zamalek, cosa que Sayyid ignora (e ignorará el resto de su vida); desde allí se ha desgañitado y ha hecho todo tipo de gestos y aspavientos para captar su atención, pero el ruido de tráfico incesante y su mirada puesta en otros asuntos, impiden que lo vea o lo escuche, así que decide observarlo detenidamente. Qué hará. Qué movimientos. Con qué intenciones.
—Pero ¿no crees que un tipo como ése puede complicarnos nuestros planes? Ni siquiera es creyente —le zumban como moscas alrededor las palabras que Alí le había dicho por teléfono apenas una hora antes. Al pronunciarlas, dominaba su impetuosidad; tal vez Sayyid lo percibiera.