El mapa de la vida (33 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Pero el ángel también vio lo que no fue:

La joven, que respondía al nombre de D, bajó por la escalerilla del ATR-42 de EuroLOT que la llevaba desde Varsovia hasta Rzeszów, donde había nacido veintiocho años antes. Tenía una semana de vacaciones y había conseguido un vuelo de oferta. Hizo el trayecto Madrid - Moscú - San Petersburgo - Varsovia. Dieciocho horas de aviones y aeropuertos, pero le compensaba pasar esos días en casa, ahora que llevaba a la familia la Gran Noticia: toda una fortuna. Los días previos había ido al banco, había sacado del bolso su cartera y había ingresado el boleto de la lotería premiado. Le dijeron que en una semana se haría efectivo el pago. Podría disponer del dinero entonces. Y ese entonces ya había llegado. En el mismo aeropuerto la recogió su madre, Danuta, y fueron a casa en autobús sin parar de hablar, como hacían siempre que ella venía. Las dos sonreían con cara bondadosa, eran casi idénticas. D le decía a su madre que con aquel dinero podrían pagar la operación de papá en una buena Clínica de Cracovia, con vistas al Vístula. Al ser privada, lo atenderían mejor, habría más garantías. «Estoy harta de aguantar a médicos en prácticas en los hospitales. Y harta de su jeta de rusos y de sus modales de rusos, como si todavía no hubiera pasado nada en este país desde los comunistas.» «Sí, ya hemos tenido muchos rusos encima, en la familia, sobre todo la abuela.» La madre se rió de su propia ocurrencia aunque se avergonzó enseguida. En la casa Ryszard, el padre, veía un partido de fútbol en la tele, Polonia-Eire, pero miraba una y otra vez hacia la puerta de la calle, y la abuela se había levantado para recibir a su nieta, a la que, decían, le había ocurrido algo extraordinario. «¿Entonces es que ha encontrado un marido en la otra punta de Europa? ¿Cómo son allí los jóvenes?» Rina hacía sus deberes del colegio pero no se concentraba en ellos por la excitación de la llegada de su hermana mayor. A todos sus compañeros de clase les había dicho que ahora su hermana tenía un montón de dinero y que pronto la llevaría consigo a España, donde pensaba poner un negocio de ropa propio. De lo suyo. «Mi hermana tiene mucha suerte, trae siempre alegría a todos. No he visto a nadie con más suerte y más alegría que mi hermana.» D y su madre llegaban a la casa en ese momento. La familia unida. Hubo una explosión de júbilo entre todos.

CENTRO DE DETENCIÓN DE BAHÍA GUANTÁNAMO. El hombre vestido con un mono naranja no duerme.

Ha iniciado una huelga de hambre. Por eso está desde hace unos días en el Campo Cinco-Aislamiento. Para empezarla, se vomitó encima. Luego rezaba durante las comidas para que vieran que ayunaba; con eso ganaba tiempo.

Durante la noche no duerme. Durante el día no duerme.

El sol le quema la cara. Está todo el tiempo acuclillado en una misma posición, debido a las barras que unen sus muñecas con sus tobillos.

Su padre le contaba que Dios derribaba las torres más altas, y que las que no llegaban a erigirse era porque las hundía la soberbia de querer tapar el cielo. Recuerda las palabras de su padre, cuando añadía que no había torres muy altas en América, ni en Europa, ni en China; que él, al menos, no las había conocido.

El hombre de naranja también ha intentado suicidarse. La primera vez que pensó en ello fue un mes después de que lo trajeran al Campo Cinco. Está decidido. Pero no tiene nada para poder llevarlo a cabo. Sólo dejar de comer.

La custodia (así es como se llaman a sí mismos sus carceleros) se releva cada cuatro horas. Es el momento en que lo cambian a él de postura. Unos segundos de pie y de nuevo, rápidamente, en cuclillas otras cuatro horas. Ningún alivio se le permite. Incluso a veces se olvidan de levantarlo.

Hoy la custodia se ha divertido menos. Sólo le han meado la cara.

Casi ha olvidado su nombre, o por lo menos ha dejado de oírlo en estos años. Tampoco recuerda habérselo dicho a nadie, ni que nadie se lo preguntara. Cuando se dirigen a él lo llaman de varias maneras: CB1171, Castrito (su nariz es como la de Fidel Castro),
Fuckface
,
Pig
o
Shit
. A todas estas denominaciones tiene que contestar «Sí».

Si algún día llevan a Gamal Ahmed Sayyid «a la Bahía» (es como la custodia llama a ese lugar), el hombre de naranja no tendrá ocasión de verlo, aunque lo reconocería de inmediato: una vez, hace mucho tiempo, le regaló una entrada para ver el partido Egipto-Camerún porque era amigo de otro amigo suyo. Sayyid se ha preguntado muchas veces qué habrá sido de aquel tipo que le regaló la entrada. Pero no se verán porque ninguno de los
veteranos
ve a los nuevos.

Hasta antes de llevarlo al Campo Cinco, el hombre de naranja sólo podía ver a los que ingresaron al mismo tiempo que a él: doce «combatientes» capturados en Egipto, pero él no es egipcio; es yemení. Se ha hartado de decir en estos años que él es yemení. Durante cuatro años no parece que le hayan creído.

La custodia quería que acabase pronto con la idea del ayuno. Lo sujetaban, lo ataban en la plancha de metal que ardía al sol, le abrían la boca y le echaban por un tubo puré de guisantes tibio. Siempre el mismo puré de guisantes tibio.

Luego cambiaron de táctica. Ahora empieza a oír a la custodia una palabra nueva: nasogastria.

«Eso no duele», dice otro de la custodia.

«¡Pero no va a morir cuando él quiera, joder!»

¿Entonces —se pregunta el ángel— era esto lo que le esperaba a Sayyid?

GABRIEL. (Va con el bastón por delante como un ciego de verdad. No se ve absolutamente nada en esa parte del túnel; debido a un apagón que les ha sorprendido en la salida de peatones de un
parking
, caminan casi a tientas. Él y Ada intentan saber si aquel es el buen camino a la calle o se han equivocado de puerta. En ese momento, una rendija de luz va creciendo desde algún lugar del fondo. Es una puerta de las de barra horizontal, como una salida de emergencia. Al tratar de empujarla, apenas cede; comprueban que se resiste porque al otro lado un bulto la obstaculiza. La luz de fuera ilumina con más fuerza al entreabrir la puerta y, de paso, arrastrar el bulto unos centímetros. Es el cuerpo arrebujado de alguien dormido que se ha despertado por el empujón en el costado, nota la traslación, lo están incomodando. Lanza un gruñido áspero, de amenaza. Su voz es ronca, proviene de un sueño de resaca. ¿Quién lo importuna, quién mueve la puerta desde el otro lado? Gabriel lo mira y reconoce otra vez al vagabundo de la casa del Metro, en Reina Victoria, el vagabundo fantasmal de la casa fantasmal, acurrucado en la puerta de la madriguera, vigilante o parásito, cancerbero de la Puerta Oscura. De pronto, Ada dice que se parece a él. «¡Eres tú, Gabriel! —exclama, para luego añadir—: Pero eso es imposible.»)

Para sacarse de encima esa obsesión por el vagabundo con el que se encontraba por la ciudad, no tuvo más remedio que afrontar la realidad e ir hasta la casa de donde lo vio salir la primera vez. La obsesión, además, había crecido, al pasar a ser una superposición: la de él mismo en la identidad de aquel vagabundo. Ada lo dijo: «Se te parece.» Pero ¿qué habrá en ese lugar, qué esperaba encontrar allí? ¿A otros más como él?

Una noche se llegó al caserón de la calle Reina Victoria. Un bloque exento, oscuro y tenebroso; no ofrecía dudas de que estaba en ruinas. Hubo de saltar por una parte abierta de la valla cuyos ladrillos se habían desmoronado hacia dentro. A ese lado interior, crecían matas y hierbajos, se pudría la basura arrojada allí desde la calle y había ropa vieja tirada por el suelo. En cuanto a la casa en sí, las puertas y las ventanas estaban cubiertas con tablas y se evidenciaba su abandono. Pero por algunas aberturas podía caber un cuerpo. Gabriel entró por una de ellas.

Una vez dentro, las habitaciones que se encontró estaban vacías y sucias. Había una escalera que llevaba al piso superior, pero se interrumpía hacia la mitad. No se podía seguir por ella. En cambio, la que llevaba al sótano parecía estar en buenas condiciones. Descendió por unos peldaños de piedra muy verticales. Estaban adosados al lateral de una pared que formaba un estrecho cuadrado a medida que se hundía como en un pozo; de lo más hondo ascendía una tímida claridad.

No se divisaba nada delante de él mientras bajaba y encendió una linterna. Apestaba a moho y a cloaca, pero enseguida se acostumbró a ese olor nauseabundo; también lo envolvía un denso aroma acre, mezcla de tabaco y orina. En ese sitio todo se mostraba polvoriento y olvidado. Cuando se detuvo por prudencia, se magnificaron unos ruidos en eco cuyo origen se le escapaba, podían ser voces o golpes metálicos. Voces pidiendo ayuda, tal vez. A veces se confundían con el pasar veloz de las ruedas de un coche por la calle.

Al final de la escalera se percató de que el sótano tenía forma de cripta abovedada. En ella se abría una galería en forma de tubo que trepidaba cuando pasaba el convoy del Metro al otro lado de la pared, dejando en suspensión partículas de polvo y yeso. La oscuridad se iba disipando paulatinamente a medida que Gabriel se habituaba a ella, pero no veía con nitidez porque ante sí el haz de su linterna era muy corto.

Le pareció percibir el palpitar de una respiración. Enfocó con su luz en un rápido giro y, apenas a un palmo de su cara, surgió un rostro de barbilla prominente. Aquella visión lo asustó y retrocedió angustiado. Apenas de su garganta salió una seca exclamación de estupor. Frío, sin expresión alguna, tranquilo, el hombre enfocado no se inmutó al verlo. Sólo lo miraba como uno más. Tenía los labios agrietados y una camiseta de deporte.

Entonces Gabriel dirigió la linterna a lo largo del pasadizo: el espectáculo que había detrás lo llenó de incredulidad y de estupefacción a la vez. Vio otras cabezas que se giraban hacia él y tosían, gimiendo entre suspiros y resignación. Había allí una hilera de hombres y mujeres, vestidos de todas las maneras posibles, unos bien trajeados y otros sólo harapientos, gente de varias razas y países. Algunos, molestados por el foco de la linterna y creyendo erróneamente que los estaban grabando, se tapaban la cara y maldecían en voz baja la llegada de la televisión. Todos esperaban que sucediera algo desde hacía muchas horas. Estaban hambrientos y llevaban encima cuanto poseían.

Se adentró por ese túnel, y luego por otro a la derecha, con forma de herradura en el que, colgadas del muro, se disponían bombillas de pocos vatios cada cierto trecho, pero muy separadas unas de otras, hasta el punto de dejar grandes tramos a oscuras donde se apiñaban aquellas personas.

¿Cuántas pudo contar? Calculó que varias decenas. No podía abarcarlos con la vista. La mayoría de los que se hacinaban en ese lugar estaban listos para salir y perderse en la ciudad en el momento oportuno. Tal vez esperaban una sola orden, una palabra en cualquier idioma. Pero también había vagabundos sin techo y mendigos, como los que había visto en Berlín. Alguno más bien demenciado hablaba solo, insultando en voz alta, pero a nadie en concreto; ninguno le dirigía la palabra.

Esperaban sentados en el suelo, esperaban sobre bidones viejos y cajas de refrescos vacías, sobre fardos y maletas, pegados a la pared, hablando entre ellos aunque con mucha prevención, o masticando un silencio tenso. No vio al viejo por el que estaba allí, en aquella casa. Eso lo desalentó, pero lo que tenía ante sus ojos era tan inesperado que enseguida se olvidó de él.

Un hombre sangraba por la nariz. Lo habían golpeado fuera, quizá la policía, antes de entrar en el sótano; iba perfectamente arreglado con traje y corbata. Una mujer besaba sin cesar una foto de carnet. Otro, un hombre menudo, recitaba frases moviendo la cabeza de un lado a otro, con los nervios de un ensayo teatral. Parecía gente que se presentara a un
casting
esperando una oportunidad de salir a escena. Nadie ponía orden en aquella corriente de personas. Era un ambiente espectral. Luchaban contra la desesperanza sin reconocer dónde se hallaban, pero evitaban hundirse. Alguien dijo que aquel lugar lo llamaban «la Escuela».

Algunos vivían allí mismo, dormían, cocinaban y fornicaban en esas galerías. En la ciudad, los pisos vacíos eran caros y nadie se los arrendaba. Se metían en casas deshabitadas, edificios en espera de rehabilitación, en obras paralizadas desde hacía muchos años. Pero antes pasaban por «la Escuela». Todo el mundo sabía por qué estaba allí. No se asustaban de nada. Se sentían fatigados pero pronto sonaría la hora de la huida, un último esfuerzo. ¿Quiénes eran? Nadie dijo su nombre.

Su mirada macilenta indicaba que a Gabriel no le hacían demasiado caso. Alguno hasta lo evitaba, podía ser un infiltrado de la policía o de alguna de las mafias de inmigrantes rivales que venían a llevárselos a horas convenidas. No se dirigían a él por miedo.

Ciertamente que eran libres de salir e irse, si querían largarse, pero sabían que fuera no existía mejor vida que en «la Escuela». Fuera, además, los podían mandar de vuelta a la mínima. Por eso, para ellos, cualquier documento valía oro; es lo que esperaban, al final de todas las calamidades. Un permiso de residencia, tres mil euros; un carnet de trabajo, tres mil quinientos; un carnet de conducir, mil; lo que fuera, con tal de tener una falsa vida nueva, se corría la voz entre ellos en aquel sótano.

Ahora la única oportunidad era ésta: una vez por semana los recogían en camionetas y los repartían por las calles de Madrid, en pisos patera o en chabolas de extrarradio, por Santa Catalina o Las Mimbreras; se diluían por la ciudad. O por más dinero los llevaban a otras ciudades más lejanas y hasta a otros países. Valía la pena.

Unos cuantos volvieron a preguntarle si era periodista de la televisión. Fue inútil negarlo repetidas veces: ellos creían que sí. Le pidieron que no les sacara, pero que denunciara el lugar; era un nido de ratas. Enseguida otros mandaron callar a los disidentes y a Gabriel le dijeron que no revelase a nadie lo que veía. Así salvarían su vida. Si no, estaban perdidos: la policía o las mafias acabarían con ellos de algún modo.

De pronto hubo un revuelo que se convirtió en un rumor acerante. Muchos se pusieron de pie y dieron unos pasos. Los hombres y mujeres que hasta hacía unos minutos esperaban en esa sórdida caverna, indolentes y paralizados, empezaban a desaparecer, a fluir hacia alguna parte. La sala de espera se vaciaba, en «la Escuela» acababa el curso, las puertas del paraíso se abrían. Salían de allí.

Arriba comenzaban a meterlos en las camionetas de reparto; les guiaban tipos con pasamontañas. «No hay que joderlos o te dejan fuera», ésa era la consigna que corría de uno en otro en el túnel, hacia atrás, como en un relevo. Los que iban con pasamontañas pertenecían a una mafia argentina. Todos tenían el mismo acento. Exigían prisa, «rapidez, rapidez, rapidez», decían, y no eran amables. En contados minutos las dos galerías del sótano se quedaron vacías. Todos se habían volatilizado.

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