El mapa de la vida (31 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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La sirena de una ambulancia al pasar cerca del parque le lleva a Gabriel a otra ambulancia y a otro momento que no ha conseguido borrar. ¿Entonces aquella ambulancia se quedó a vivir en su cabeza? Lo que revive es la velocidad de la ambulancia. Pero allí sí vio visiones. Recuerda la alucinación que tuvo en la ambulancia que iba a La Paz aquella mañana: él estaba convencido de haberse subido a un vehículo distinto, a una monstruosa limusina alquilada por un perverso diablo deforme.

El trayecto fue el mismo para todas las ambulancias, también para aquella en la que llevarían a Ada: el trazado de una larga línea recta desde Atocha hasta el final de la Castellana. Dentro de su cabeza comenzó aquel día un concierto inacabable de sirenas de policía y de bomberos. Una dotación completa de bomberos. Muchas dotaciones completas de bomberos dentro de él. Todos pululaban por sus oídos, entraban en sus orejas como los enanitos de Blancanieves, centenares de enanitos bomberos que se abrían paso a hachazos hasta su cerebro. Aún viven en sus sueños, las noches de pesadilla.

Era consciente, por otra parte, de que estaba en una ambulancia del Samur, porque al médico que lo acompañaba se le encendía y apagaba la cara unas veces de luces naranjas y otras de luces azules. La herida de la pierna, que no habían conseguido cerrar, se puso a sangrar nuevamente. Le inyectaron más morfina todavía mientras alguien maldecía a gritos al conductor. Éste abrió una portezuela corrediza y él vio su cara en el retrovisor: le mostraba sus blancos dientes relucientes con una gigantesca sonrisa y llevaba la gorra de un chófer de alquiler. Un chófer de limusinas.

En la alucinación, el conductor le preguntaba: «¿Quiere que ponga otra música?» Y él quería contestarle que sí, que sí, otra música, por favor, inmediatamente, pero de su boca no salía sonido alguno, le dolía mucho la mandíbula de tanto abrirla para que su laringe emitiera algún sonido con una orden tajante para el chófer, pero no lo lograba; sólo oía sirenas y ruidos de cláxones y melodías frustradas, como en una radio.

Otra ambulancia pasó junto a la suya y todo cambió para transformarse en una extravagante carrera de ambulancias por Madrid, Castellana arriba, hasta el hospital de La Paz. De pronto la carrera se convirtió en un vals de ambulancias que flotaban sobre el asfalto, como las naves espaciales de
2001, una odisea del espacio
. Su mente, debido a los calmantes, alucinaba ese extraño baile de ambulancias que se adelantaban unas a otras en el aire. Una de ellas era la de Ada. La vio pasar a la distancia de un brazo alargado.

Meses más tarde, ya juntos, Ada y Gabriel quisieron revivir con el Fiat aquel veloz viaje. Desearon volver a experimentar un vértigo como aquél, que no podían recordar, un vértigo alucinado. Condujeron a toda velocidad, sorteando otros coches y saltándose los semáforos. Gabriel sacaba un pañuelo de papel por la ventanilla para intimidar a su paso con la misma urgencia que las ambulancias. Ada hacía sonar el claxon de vez en cuando, paralizando a los peatones. Los demás vehículos se apartaban, la gente los seguía con la mirada atónita, los guardias urbanos detenían el tráfico para que pasaran. Cuando llegaron a La Paz, su pulso estaba acelerado y respiraban con ansiedad. Habían recorrido el mismo camino en siete minutos con cuarenta segundos.

Se incorpora sobre la hierba para cambiar de postura. Junto a él hay dos hermosos árboles, con un letrero botánico a los pies de cada uno: un allanto, y más allá una espirea. Su espíritu se asocia a esos árboles protectores. Allanto y Espirea, dioses. Se sabe panteísta, a su manera. Luego se estira, se sienta y se empeña en descifrar las pintadas que hay sobre los paneles del muro de Berlín, en medio del estanque. No es fácil desde donde se encuentra, pero tampoco hay nada que leer: son simples garabatos deslucidos.

De nuevo una bandada de palomas cruza por delante de él. Van y vuelven volando de una zona del parque donde se empiezan a concentrar unas sobre otras. Alguien les echa migas de pan. Es un grupo de tres hombres negros, nigerianos, sentados en un banco.

Se fija detenidamente en la paloma que está más cerca de uno de ellos. Se aproxima y se aleja de la mano del hombre a pasos muy cortos. Tantea por si hubiera comida.

A Gabriel le parece que uno de ellos está hablando con la paloma, que ya no se aleja, o al menos mueve los labios y se dirige a ella con gestos. Casi se cae fuera del banco para acuclillarse junto a ella, que no se espanta; se diría que la imita.

Con un movimiento envolvente muy rápido se lanza sobre la paloma. La agarra pegándole las alas al cuerpo para que no eche a volar. Las demás palomas desaparecen alocadas en todas direcciones. La víctima se ha quedado sola. Actúan deprisa. Un segundo hombre se levanta del banco y le retuerce el pescuezo a la paloma ofrecida por el que la mantiene atrapada entre sus manos.

Gabriel comprende que se trata de esos cazadores de palomas y de pichones, o de patos y pavos reales, de los que ha oído hablar, pero nunca los había visto actuar. Verdaderos furtivos, porque está prohibido matar aves callejeras por razones de salubridad y de propiedad pública. En realidad, si los detienen, pueden acusarlos de robo y de destrucción de la fauna municipal. Multa, cárcel, extranjería, devolución a sus países.

Observa que han metido la paloma muerta en una bolsa de plástico de unas perfumerías. La bolsa está bastante abultada, cae a peso; se han cobrado varias piezas ese día. Las llevarán luego a otros sitios donde alguien se las comerá, tal vez ellos mismos, o las venderán a otros como ellos. Un recurso para la cadena de nutrición de los mendigos y los ilegales. La acción no ha durado ni diez segundos. Luego, han continuado charlando animosamente.

ADA.
¿Qué fue de aquel hombre?

Trato de recordar cómo se llamaba aquel hombre con el que estuve la noche anterior al atentado, el tipo aquel del hotel.

No me sale su nombre. No puedo recordarlo ahora. Y eso que follamos esa noche. Aunque sólo esa noche. ¿Es normal olvidar el nombre de alguien con quien se ha follado?

A veces me pregunto si ese hombre supo alguna vez algo de mí o de lo que me sucedió después. Si supo que aquella mujer con la que estuvo tan breve tiempo, y de cuyo nombre tampoco se acordará ahora, viajaba en uno de los trenes de los atentados y fue noticia. Un cientonoventaidosavo de noticia.

A lo mejor ha pensado que he muerto, pero no en los trenes. Lo de los trenes, claro, no puede saberlo.

No volví a verlo ni a llamarlo nunca más. Desaparecí. ¿Eso es muy normal? Desaparecí del todo.

Aunque tampoco él me ha llamado ni me ha buscado. Tal vez sea él quien haya muerto. ¿Y si hubiera ido también en esos trenes? ¿Y si fuera uno de los muertos o de los heridos? Es extraño, pero me da una gran pena pensarlo.

Vi las fotos. Habría reconocido su cara, me sonaría el nombre... Pero el nombre lo olvidé. Y las fotos que vi no fueron todas, sólo unas cuantas. ¡Qué horror que él hubiera muerto allí y yo no!

La vida debería permitir otro equilibrio. Nos habríamos amado de otra manera, despedirnos... pero apenas si nos llegamos a conocer. No querría que estuviera entre los muertos de ese día. Desnudarse delante de otra persona es ya conocerse algo, se intercambia lo más íntimo, queda en la retina para siempre.

Gabriel me ha dicho: «Prefiero que tú estés viva. Las cosas siempre podían haber sido de otro modo, pero prefiero que la que esté aquí seas tú.»

Tengo derecho

«¿Qué me pasará cuando me operen, Gabriel?»

«Serás una mujer completamente nueva.»

«Tengo miedo a morir», digo muy bajito, al cabo de un instante.

«Pero no morirás allí, amor mío.»

«¿Cómo puedes saberlo?»

«No, no puedo, es verdad. Nadie puede.»

«¿Y qué día es hoy?»

«No sé. Jueves, creo. Qué importa el día. ¿Tienes prisa?»

«Me gustaría ya estar en otra parte. Mientras tanto, quiero recordar cada día como único. ¡Hoy es este jueves y no otro, y estamos juntos!»

«¿Quieres que vuelva a ser otra vez jueves, pero el de hace un mes o el de dentro de un mes, quieres repetir el tiempo?»

«Creo que sí, Gabriel, creo que tengo mucha prisa», le digo.

También le confieso que tengo miedo a perderme lo mejor de la vida, como si fuera a llegar tarde a algo muy importante para mí. No sé por qué tengo la sensación de que me acucia el tiempo. Ojalá supiera explicárselo mejor, es algo inconsciente, de alma.

Es esto: llegar tarde a mi derecho a ser feliz. Ver crecer a mis hijos. Vivir mi historia con Gabriel. Olvidar muchas cosas terribles y sustituirlas por otras mucho mejores. La plenitud, la calma. No sé. A todo eso tengo derecho. ¿Acaso espero un turno?

¿No está él en mi vida para darme ese derecho?

«Serás feliz cuando pase todo esto, la operación, el divorcio, todo, Ada. Hasta yo puedo ser tu pasado», me dice.

«No, Gabriel, tú no puedes pasar ya.»

SAYYID. Nada más salir de su casa, dos policías lo empujaron violentamente contra la pared. Se puso rígido, envarado; se diría que evitaba rozarse con los policías, como si le repugnase que lo tocaran, lo que era del todo imposible en su situación. Temió que no pudiera dominarse y se lanzara contra uno de ellos, pero intuyó que podrían dispararle; no se lo iba a poner fácil; con un poco de jaleo por su parte a ellos ya les habría bastado: vaciar su cargador por agresión de un lo que fuera, un chorizo, un islamista, un ilegal, o todo junto. Así se lo dijo uno de ellos: «¡Ni te muevas, moro, o te dejo seco!» Sayyid sólo pudo decir que quería marcharse porque no había hecho nada.

—Tal vez me confundan con otra persona, si no es por racismo —dijo con un gesto que no pudo evitar que fuera despectivo. Mal camino. Eso complicó las cosas.

—¿Cómo dices, cabrón? —dijo uno de los policías—. ¿Tú me llamas racista a mí, tú, cacho mierda?

Le pidieron el pasaporte de mala manera. Siempre lo llevaba encima, así que se lo mostró. En ese momento uno de ellos le empujó la cara contra la pared y le hizo una llave para sujetarle el brazo contra la espalda; su nariz se raspó con el estriado del cemento, dejándole una pequeña herida.

—¡Ahora dirás que eso te lo hemos hecho nosotros! Mira por dónde a lo mejor te hago más grande esa herida de nada —dijo un policía.

—Seguro que tienes algo escondido. ¿Farlopa? ¿Caballo? ¡Sácalo! —gritó el otro.

—¡No llevo nada! Míralo tú mismo —dijo Sayyid, sin darse cuenta de que los empezó a tutear.

Añadió que odiaba la droga, pero volvieron a empujarlo, esta vez golpeándole en el hombro. Uno de los policías lo sujetó por el cuello y le obligó a agacharse.

—Casi besas la acera llena de mierda de perro, mamón. ¡Y a mí tú me llamas de usted, imbécil, o te doy de hostias hasta hartarme!

Ese mismo policía le dijo que el pasaporte no valía.

—Sí, creo que es falso —dijo el compañero.

Sayyid, dominando su nerviosismo y tratando de aplacar su ira creciente, les dijo que estaban equivocados; el pasaporte era auténtico y además podían comprobar que tenía permiso de residencia y de trabajo en el país. El policía volvió a la carga: lo empujó de nuevo y lo provocó diciéndole que mentía, que era un camello o algo peor. También agregó que todos esos eran iguales.

—¡A lo mejor eres de los que ponen bombas! ¿O no?

—¡Podemos ficharte ahora mismo y te cagas!

—Yo no he hecho nunca nada.

De pronto cambiaron; aquello ya no les divertía y, con un tono más amable, le dijeron que todo acabaría para él si les suplicaba que le devolvieran el pasaporte con mucha educación.

—En tu país no tenéis educación, ¿eh? ¡Eso es lo que os falta!

Tragó saliva y las ganas de revolverse contra ellos. Quería escupirles a la cara pero detuvo el impulso. Entonces les preguntó si sabían ellos cuál era su país.

Los policías primero se rieron, tal vez para que se confiara, pero enseguida se pusieron muy serios y volvieron a apretarle el cuello mientras gritaban: «¿Acaso te crees tú, moro de mierda, que nosotros no sabemos leer?» Sayyid les dijo que por supuesto que creía que los dos sabían leer.

—Más bien creo que eres tú el que no sabe leer, pardillo —dijo uno de los policías.

Se estaban pasando y eran conscientes de ello, pero Sayyid prefirió darles la razón. Quizá así lo dejaran en paz y se largaran.

—Es verdad, yo no sé leer.

—Entonces, ¿en qué trabajas, moro?

—En un hospital.

—¿En un hospital, moro? ¿Y qué hace en un hospital un moro que no sabe leer?

—Lo que le mandan.

—Bien, bien. Eso está bien —dijo el policía—. Seguro que te han puesto a barrer. ¿A que sí?

—Sí, barro el hospital.

—¿Todo el hospital, morito?

—Sí, barro todo el hospital.

—Así me gusta. Pero mírate: venir aquí a barrer, ¿no te parece un trabajo de mierda?

—No, no es un trabajo de mierda. Me gusta barrer.

Sayyid se sintió más humillado porque pasaba gente por la calle y algunos eran vecinos suyos. Lo reconocían. ¿Lo estaría viendo Lorenzo? Ojalá el niño no dejara su descansillo ahora, no bajara a jugar a la calle ahora, ni se asomara a la ventana ahora.

De buena gana mataría en ese instante a los policías, los aplastaría a puñetazos, no tendría ningún escrúpulo, y Dios lo bendeciría pues el Señor dijo «A todo hombre le hemos atado al cuello su suerte». La suerte de los dos cerdos pendía de su cuello, y si los hubiera matado habría sido voluntad de Dios. Pero se contuvo porque su momento no había llegado. Sólo le consolaba recordar que esa situación, ante muchas policías de otros países, ya la había vivido de manera similar. Humillación tras humillación. Por ser creyente, por musulmán, por tratar de ser bueno.

Era un moro de mierda, era un pobre de mierda, aunque supiera quién marcó un gol contra Camerún en el Estadio Internacional de El Cairo, hubiera leído a Karl Marx letra a letra y pudiera ser un magnífico médico que les diagnosticase cualquier enfermedad a los hijos de los dos policías que ahora lo tenían inmovilizado sin saber por qué. No tenían ni idea de quién era y qué iba a hacer. En el fondo eran dos necios con pistolas. Las pistolas cambian a la gente, se dijo.

Tuvo que rogarles que le devolvieran el pasaporte. En ese momento, de manera disimulada, uno de los dos policías le metió un puño en el estómago sin golpear, sólo empujando el brazo justo en ese punto en que se le deja a uno sin respiración.

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