Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—Tal vez fue así —y Ada saltó inesperadamente.
Un salto limpio, elástico, con su cuerpo hacia delante entrando en el aire con la elegancia de un grácil gesto majestuoso, igual que su cuerpo tensado al hacer el amor. Él no lo vio, porque sus ojos permanecían cerrados, pero lo vio porque otros ojos dentro de él se abrieron. Como la otra vez. La siguió detrás, lanzándose al vacío impulsivamente. Su salto se produjo segundos después. Sus pies abandonaron la balaustrada. De eso era muy consciente: sus pies no tocaban ya nada. Su estómago se llenó de culebras.
Fue un corto vuelo, y extraño. Planearon por encima de la plaza de Oriente y del Monasterio de la Encarnación. Desde arriba los tiempos se confundían, el pasado y el presente se mezclaban; si miraba hacia abajo, veía los parterres de la plaza y las estatuas de los reyes y el gran tejado del Teatro Real tal cual estaban ahora. Pero si se fijaba más, veía a una masa de gente arremolinada en las aceras, y veía una especie de desfile militar, y un gran furgón con un ataúd envuelto en la bandera de España que salía lentamente del palacio; y si aguzaba la vista, junto a una farola, entre mucha gente que se empujaba por ver algo o verlo mejor, reconocía a un muchacho que era él mismo, mirando pasar el féretro en el entierro de Franco como lo había soñado muchas veces. Fue una visión momentánea. Los tiempos se confundían. Al mirar de nuevo ya no había nada de eso, se imponía el presente, los coches entraban y salían por el túnel subterráneo que cruza la plaza y va a dar a la calle Bailén.
De pronto, en el aire las manos de Ada lo buscaron. Se asieron fuertemente.
—Allá abajo —dijo Ada— he visto a una niña que era como yo cuando era niña, y que dejaba en ese momento de ser niña, y miraba hacia arriba sonriéndome porque sabía que yo estaba aquí. Era una niña que había perdido algo en el cielo, algo se le había ido para siempre.
Volaban en silencio. O creían que volaban en silencio. Notaba él que su cuerpo extendía cada célula de su piel y que no oponía resistencia. En Ada sucedía lo mismo. Nada en su voluntad les impedía dejarse llevar. Rodillas, brazos, caderas, cada hueso de la columna vertebral, hombros, omóplatos, dedos, los huesos del cráneo, toda su estructura ósea y muscular estaba sintiendo la ligereza de ser llevada como una hoja por la corriente de un riachuelo. O por la fuerza de un soplo a través del aire. A su alrededor los dos percibían el zumbido de un aleteo que no dejaba de sonar.
—¿Cuánto tiempo estará pensando una persona mientras cae? —se preguntó Ada—. ¿Y en qué se piensa en ese tiempo, durante la caída?
—Pero tú y yo no caemos, Ada. Ahora recobramos el conocimiento, nos llega el golpe de aire desde la laringe, por dentro, que desbloquea nuestros pulmones. Una bocanada se abre desde la profundidad. Y sale fuera.
Gabriel volvió a sentir que sus pies se posaban en una parte sólida. La planta del pie advertía de nuevo la dureza de la piedra de la balaustrada del Viaducto; le llegaba, traspasando el calzado, el frío de la rugosa superficie. El vértigo que un poco antes zumbaba en los oídos y la sensación opresiva en el estómago desaparecieron. Soplaba el viento en las sienes y crecían otra vez los ruidos de la calle, el tráfico, las voces de los grupos de turistas, las sirenas de las ambulancias, un grito de adolescentes. Abrieron los ojos. O puede que los cerraran nuevamente.
—¿Hemos volado de verdad? —preguntó ella.
—¿Y qué es la verdad? —preguntó él.
—Mañana hablaré con mis hijos, los llamaré y comeré con ellos. Se lo diré todo, ya son mayores, tienen que entender. Además, tienen derecho a saber y a elegir. Y les contaré las razones de mi decisión. Luego, hablaré con Santiago.
Aquellas palabras de Ada dichas en voz muy baja pero decididas, dentro del Fiat, en la penumbra de un
parking
, devolvían realidad a las cosas. En esa época empezaron a amar los refugios de los
parkings
. Le había rodeado por la cintura con sus brazos y la cabeza de Ada reposaba sobre su pecho. Él le acariciaba el pelo y le besaba la frente en silencio.
Se había ensimismado pensando que aún vendrían momentos difíciles, incluso insoportables. Prepárate, se dijo, ten respuestas. Transcurrieron unos minutos antes de que Ada le preguntase lo que él se esperaba desde hacía tiempo.
—Gabriel, necesito saber algo.
—¿Qué?
—Necesito que me lo digas.
—¿Qué es?
—Dime si somos ángeles.
—No, no lo somos —respondió con demasiada rapidez, sin meditar—. Pero tal vez sí.
—No podemos ser ángeles si nos amamos.
—Entonces debemos de ser ángeles anómalos, ¿no crees?
—Sí, quizá sea eso lo que somos.
ADA. Ada hizo lo que prometió. Habló antes con sus hijos. Se citó con ellos para comer en el Vips de Ortega y Gasset. Era un lugar grande y anónimo, cerca de la casa que ya no era la suya, que pertenecía ahora sólo a sus hijos. Fue un viernes. Primero llegó Paula y luego entró Dani. Los dos intuían de sobra lo que su madre iba a contarles, porque desde que salió de casa fueron sus cómplices telefónicos y entendieron que era bastante profunda la brecha abierta en el matrimonio de sus padres. Habían decidido entre ellos no interponerse en algo que, en el fondo, sólo les concernía en parte.
Llegaron al restaurante por separado; prefirieron parecer distraídos con asuntos triviales y esperar a que ella les anunciara la decisión que había tomado, aunque sabían que se trataba de una confesión probablemente obvia. Ada no tardó en decírselo. Se iba a divorciar de su padre. O mejor dicho: ya se consideraba separada de él, ya no se sentía vinculada por ningún compromiso. No pensaba regresar a casa; sólo había cuestiones prácticas que debía resolver, en muchas de las cuales ellos ya habían colaborado por medio de su tía Bibi, la intermediaria. Paula y Dani empezaron a comer en silencio. Ada evitó los rodeos.
Paula preguntó, consciente de entrar en una especie de terreno minado, cuáles eran las razones de la separación, a sabiendas de que en realidad carecían de importancia porque era la decisión de su madre y la admiraba por ello; Dani asintió con un movimiento de cabeza, corroborando la pregunta de su hermana.
Primero creyó Ada que era porque se había enamorado de otro hombre. Había tenido la suerte de poder amar de nuevo y de ser amada. Les recordó a sus hijos que además su cuerpo estaba lleno de cicatrices y de mutilaciones. Se las había ocultado, pero eran dolorosas mutilaciones. Eso le había afectado mucho como mujer. Trató de explicarles que su forma era otra ahora, y eso era duro cuando estaba frente a un espejo. Pero no siguió por este camino, al fin y al cabo no era a unas amigas a quienes tenía delante, sino a sus hijos, que la escuchaban en silencio y recomponían un nuevo mapa familiar.
Ellos no tenían por qué comprender cada matiz psicológico de su diálogo con su quebrado cuerpo cada vez que se enfrentaba con él desde que empezaron las operaciones. Y a ese hombre que había conocido en las más extraordinarias circunstancias, quien también provenía del mismo lugar que ella, el punto cero de su biografía, su cuerpo le parecía un lugar maravilloso para amar y para vivir, fuese como fuese, sencillamente porque era el suyo.
—¿Comprendéis lo que eso significa?
Esta parte les pareció demasiado íntima a Paula y Dani y le pidieron a Ada que no se extendiera en ella. Les incomodaba un poco imaginarse a su madre meramente como mujer; también les dolían aquellas cicatrices que no habían visto.
—Pero luego —prosiguió Ada—, me di cuenta de algo más grave y capital en mi vida: ya no amaba a vuestro padre, al menos no lo quería como hombre, se había disipado la ilusión por vivir con el hombre del que me enamoré hace muchos años, ya no lo deseaba, y también era muy cierto que ya no lo soportaba.
No lo culpaba a él, hacía mucho tiempo que había dejado de ser el hombre de su vida, y no descartaba en absoluto que la asunción de esa realidad sentimental tramposa fuese recíproca, no lo sabía aún, porque no lo había hablado con Santiago todavía, pero los atentados y las operaciones que vinieron después precipitaron la crisis, destaparon el pastel ya podrido.
Fue consciente de que nada podría ser igual a partir de entonces. Por un lado, entendió, como nunca lo había hecho, la importancia de la vida: Ada aún vivía, aún se sentía viva, porque podía haber estado muerta. Se sentía capaz de todo, como una atleta a punto de echar a correr al máximo de sus fuerzas.
Y por otro lado, tuvo el inequívoco convencimiento de que esa vida era muy corta, extremadamente corta, y de que no había que mentirse más. Cierto era que no amaba a Santiago, pero podría estar a su lado mucho más tiempo, años enteros, con tal de estar con ellos, con sus hijos tan queridos y por los que daría la vida, pero ahora habían crecido mucho, ya podían y debían ser ellos mismos y no la necesitaban como cuando eran niños. «Y además, si me necesitarais, estaré ahí, inmediatamente a vuestro lado, muy cerca, lo sabéis.»
Lo sabían, tranquilizaron a su madre; Dani le tomó la mano y se la apretó; Paula le acarició el cuello.
Podía decirles a sus hijos que con Santiago no todo había sido maravilloso. Aunque ya estuviera acabado y quedase lejano, había mucha mierda debajo de la alfombra de su matrimonio, durante todos esos años juntos. Podía contarles lo del aborto, o referirles momentos crueles y amargos, de cuando ellos eran niños, que había olvidado menos de lo que imaginaba; o las humillaciones, con violencia de por medio incluso, que iban y venían por su mente como pequeños horrores privados; o podía indisponerlos contra su padre, algo que no sería muy difícil, más bien todo lo contrario, ya que Paula no se entendía con él y siempre discutían debido a lo muy contrapuestos que eran en ideas y en carácter, y en cuanto a Dani, ya lo empezaba a desmitificar como padre por pura necesidad de afirmación. Podía también, pero no lo hizo, hablarles de Gabriel, contarles cosas de su trabajo o de su personalidad, relatarles algún detalle de su breve historia común, definirlo como un hombre bueno, mejor de lo que era, exagerarlo ante ellos. En cambio Ada no les dijo nada de ellos dos, ni habló en contra de Santiago ni en favor de Gabriel. Se limitó a pedirles que cuidaran de su padre. «Hacedlo por mí.»
Paula y Dani asintieron. Después creyeron que su madre no debía continuar hablando del asunto. Estaba todo dicho, no necesitaban más. Ellos tal vez podrían sacar sus propios rencores hacia su padre, pero optaban por guardárselos. Otro día se confesarían a tres bandas; ahora no. Paula le pidió a su madre que lo dejase, que no siguiera explicándose. Ya no era preciso, todo lo que agregara en adelante sería demasiado privado. Dani no quería saber, se ruborizaría, y ella también. La entendían, no debía preocuparse, y estarían a su lado en todo. Hasta la envidiaban. Eso bastaba y cerraba el capítulo Divorcio en sus vidas. «Ahora háblalo con papá. A nosotros, en cambio, háblanos de otra cosa, por favor. Háblanos de Giotto.»
Cuando sus hijos se fueron del restaurante, Ada se quedó paralizada sin probar el segundo café que había pedido. Estuvo un buen rato ausente, como petrificada. Se fijaba desde dentro en la gente que pasaba por la calle; algunos, creyendo conocerla, le devolvían una mirada interrogante por los ventanales. Ella no apartaba la vista de un punto fijo. Ya sabía lo que la esperaba, conocía cada palabra que se dirían, sobre todo después de tanto tiempo sin dormir juntos, pero tenía que hacerlo, no había más remedio que pasar por ese trance amargo. Sin embargo la paralizaba un recuerdo oscuro, borrado alguna vez de su sufrimiento: el de la primera vez que Santiago la violó.
No se lo había inventado, por supuesto, había ocurrido realmente, podía jurarlo, aunque siempre se las había arreglado para ocultarlo a todo el mundo, incluida ella misma, por el procedimiento psicológico de una especie de bloqueo quirúrgico, medido y circunscrito a los hechos escuetos de aquella horrible noche; es más: evitaba ese recuerdo en su cabeza para no toparse con él de manera indeseada. Pero ¿qué más podía hacer, salvo rebajarlo, quitarlo de su angustia, minimizarlo como un mero y brutal defecto de su marido?
Al revivir ahora aquellos momentos, aún para ella brumosos como un mal sueño, se sentía incapaz de moverse; se encontraba igual que como le sucedió aquel año, en el largo rato posterior a la violación, en su casa, a oscuras, porque Santiago, después de perpetrar el asalto en el sofá del salón, se fue a la cama y apagó todas las luces de la casa, en la creencia de que tal vez ella, cansada del arrebato sexual que él consideraba compartido, se había quedado dormida. No, sólo estaba paralizada, temerosa, humillada, sin un destello racional. Pero ahora, en el restaurante, después de haber hablado con sus hijos, se enfrentaba con ello por fin, y no escatimaría en su mente ningún detalle, por mucho que la afectara después.
Transcurridos unos minutos, reaccionó de pronto y pidió la cuenta. En ese momento le escribió a Gabriel un mensaje en el móvil («Es habitable la noche si estás tú»), pero no se lo envió todavía, sino que lo guardó como borrador. Salió a la calle; el gélido viento invernal le produjo un escalofrío por todo el cuerpo, pero la despejó y le aclaró las ideas. Tenía el coche a varias manzanas de allí, cerca de Serrano. Fue caminando con el viento de cara hasta donde lo había aparcado.
Mientras tanto, desvió su atención hacia sus hijos; pensaba que le gustaban como eran, los encontró fuertes y muy sensatos. Se apiadó un poco de Santiago y del futuro que tendría. Más le valía a él no equivocarse con sus hijos o los acabaría perdiendo. Cuando llegó al coche, respiró hondo antes de entrar; el manojo de llaves tintineaba en su mano. Había decidido hablar con su marido desde el Fiat. Así se sustraería a cualquier mirada indiscreta y podría llorar o elevar la voz cuanto quisiera, si le venía en gana. La primera conversación con Santiago, después de varios días, tenía que ser inevitablemente dolorosa.
Ella habría querido olvidarlo, pero no podía. El fantasma había regresado después de mucho tiempo y ahora no se le iba de la cabeza. Los hechos existían ya sin maquillaje. Volvió a aquella noche de la primera violación. Ada y Santiago habían discutido por una nimiedad, una tontería que acabó en un desgarro. Todo fue por la ropa. Ada estaba vestida con una camiseta de tirantes muy finos, sin sujetador, lo que le marcaba el pecho de modo evidente, y una falda de color cereza bastante corta. Los colores que a Ada le gustaban entonces eran el cereza, el ciruela, el mandarina. Era verano y ella pensaba salir esa noche al cine. Iría sola, como siempre; su marido ya sabía lo mucho que eso le gustaba. Por otra parte, no entrañaba nada nuevo, sino lo habitual en ella. Él, inusitadamente, se puso a recriminarle que la ropa que llevaba era inadecuada; lo hizo con una violencia que crecía a cada frase.