Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—Por supuesto. Tan sólo bromeaba, Gamal. Todo el mundo sabe que los sueños son secretos.
—Claro, claro. Ahora mi obsesión es que mis zapatos brillen más y más. Con eso sueño. Con zapatos brillantes. En El Cairo no tenía zapatos que brillasen. Mis sueños son un buen limpiabotas mental.
Lo sabía. Gabriel acertó. Acertó el ángel.
La camarera puso sobre la mesa dos cervezas negras, de cremosa espuma beis, y tres martinis. La voz de la camarera era una voz joven pero quebrada, de fumadora. Su tez era muy rosácea, como toda irlandesa. Gabriel vio que leía poemas de Brendan Behan al otro lado de la barra.
—¿Cómo son tus sueños? —preguntó el egipcio a Ada.
—¿No eran algo secreto?
—Ya. Sólo es una pequeña curiosidad. Puedes mentir.
—Sueño que caigo durante mucho rato —dijo Ada.
—¿Y los tuyos? —se dirigió a Gabriel.
—Mis pesadillas secretas son horribles. En serio, veo cosas espantosas —dijo él—. Pero prefiero no contarlas. También son privadas.
—Pero sólo dinos qué clase de cosas —dijo Liddell.
—Cuerpos rotos, troceados, tirados por las calles. Me angustio en medio de la noche.
—¿Como después de un atentado? —preguntó Sayyid.
—Exactamente eso. Como después de un atentado.
Ada y él se miraron un segundo. Una mirada palpitante que él dirigió también a Adrián, quien comprendió entonces que no querían hablar de los trenes, al menos por esa noche. Había un aire demasiado jocoso para entrar en la memoria traumática. Sí, cuidado, parecían decir con sus miradas, son amigos nuevos, de esos que querrán saberlo todo. No hables de atentados, Gabriel. Cambia de tema.
Adrián sorbió del borde de su martini seco; se atragantó y empezó a toser. Sayyid, que era quien estaba más cerca de él, le dio unas palmadas en la espalda. Cuando se repuso, contó que conoció a la nueva dependienta de la zapatería de Eva. Gabriel tardó en caer en la cuenta de que se trataba de Martes.
—No me gustaría morir ahora que he conocido a esa chica. ¡Me gusta esa chica! —dijo con énfasis—. La verdad es que me sorprendió mucho. Ha sido todo un flechazo.
La describió como él la recordaba del hotel Medina. Pelo muy corto, como Jean Seberg en
À bout de souffle
pero morena y menos fría, también menos sofisticada. Comprendió que le gustara.
—Y he de confesar algo: antes yo era una persona diferente, hasta que conocí a la nueva dependienta de Eva —prosiguió.
—Exageras —dijo Gabriel.
—No exagero. Se llama Cloe, lleva un
piercing
en el labio, aquí arriba. Se parece un poco a Eva.
Adrián también se dio cuenta del parecido, como le había sucedido a él. Entonces recordó que a su amigo siempre le gustó Eva. Y que Adrián no sabía que él también conocía a Cloe.
—¿No querrás decir que ya has...?
—¡Ni hablar! Digo lo que digo. La he visto, sólo eso. Hablé unos minutos. Y me he vuelto loco por ella. Así de claro. Desde entonces, sólo deseo volver a verla. Es una obsesión de esas privadas, como los sueños de Sayyid.
—¡Eh! ¿Una aventura tan pronto?
Como contestación, prorrumpió en una carcajada.
—¡Pero si la conocí esta mañana! Escucha, Gabriel, no es una aventura, créeme. Me ha sorprendido mucho. Y mucho es mucho.
Ada lanzó un dardo contra la diana del fondo. Fue directo hasta el centro. Luego lanzó otro, pero salió fuera; se clavó en el marco de la foto de Lincoln Place.
—Hablo —dijo Adrián— del punto exacto de inflexión de cuando se conoce a alguien por primera vez. Es el momento mágico, fundacional, de una posibilidad. Pura metafísica. O se materializa o no se materializa. No hay más extremos.
Gabriel conoció a Eva durante la primavera de su primer encargo laboral, la ampliación de una curva peraltada de la montaña rusa de un parque de atracciones austríaco. Ella ya conocía a Adrián. Fue él quien los presentó y aquella noche los tres bebieron mucho. Despertaron todos en la casa de Gabriel, y allí pasaron la dura resaca. Cuando Eva abrió los ojos, se abrazó a su cuello suplicándole que le hiciera litros de café. Luego le dijo que no quería estar sola. Le gustó Eva. Se quedó en su casa una semana. Una noche de aquellos días se acostaron. Salieron los tres muchas veces, pero Eva se enamoró de Gabriel y Gabriel de ella. La vida, desde entonces, se llenó de años juntos.
Archie Souza canturreó una samba:
«...Você tem razão, não importa o dinheiro
...»
—Llegados a ese punto, las cosas nunca son naturales —continuó Adrián—, siempre hay algo que las causa y hay algo que van a producir. Todo viene por algo y va a alguna parte.
—Ya —dijo Gabriel—. Pura metafísica.
—Cloe va a cambiar algo en mi vida, os lo juro, no lo olvidéis.
—Te has enamorado, querido. Te va a doler —dijo Ada.
Souza cantaba:
«... O rosto dos outros homens, o nome da doce Maria
...»
Enamorarse. Zumbó la palabra por la cabeza de Adrián como el chasquido de un látigo.
—Sí, tal vez sea eso —admitió Adrián—. ¡Pero yo qué sé! Apenas si la conozco y, además, no tengo ni idea acerca de qué pensará de mí.
—Pues eso te va a quitar el sueño. ¿Entiendes lo que quiero decir? —sondeó Ada.
—Mucho, sí. Seguro. Adiós sueño, adiós tranquilidad. Pensar en ella es un taladro en la cabeza que no deja de perforar y perforar, una y otra vez.
—Tendrás que preguntárselo.
—¿El qué?
—Lo que piensa de ti. Tendrás que provocar algo. Una cita, por ejemplo.
—Sí, lo haré. Aunque trabaja a media jornada tan sólo.
Por tanto Eva, coligió Gabriel, no le dio el empleo a tiempo completo. ¡Media jornada tan sólo! Martes no podía saber que era una especie de moneda de cambio de ciertas concesiones, de ciertas conciencias.
—¿Y temes perderla?
—Eso lo temo mucho más. Si de pronto desapareciera, iría al fin del mundo a buscarla. Aunque sólo fuese para preguntarle qué piensa de mí y si en otra vida podríamos haber hecho algo bonito juntos.
—Te ha dado fuerte, ¿eh? —concluyó Ada.
—Sí, lo reconozco.
—¡Para, para, para! Yo prefiero explicarme las cosas racionalmente —replicó Liddell, que había permanecido largo rato callado—. No sabes nada de ella. Sólo sabes, en tu vientre más que en tu cerebro, que te gusta. Reflexiona con calma. Si no de qué vale pensar. Incluso en el amor hay que pensar.
—Los egipcios pensamos más las cosas —dijo Sayyid.
—Sí, a veces durante bastantes siglos —bromeó sarcástico Adrián—. Pero tienes razón, tengo que pensar. E ir poco a poco. El siguiente paso será una cita.
—Por descontado —dijo Ada—, una cita pronto. Te conviene, para despejar incógnitas.
Souza seguía:
«... Ele lá, amando, ele lá, oferecendo, ele lá, morrendo
...»
Ahora la camarera había cambiado de disco. Sonaban los escoceses de Franz Ferdinand. Souza dejó de cantar. Aquella nueva música no le gustaba.
—Una vez vi una foca luchando con otra foca —dijo Liddell dirigiéndose al brasileño—. Fue en el zoo de San Francisco. Usaba la cabeza para cegar a su oponente a base de golpes. Aunque, como dice Archie, tal vez fuese para quedarse ciega ella.
—Es un espectáculo muy cruel.
—Una foca trataba de morder la mandíbula de la otra foca y desgarrarla.
«¿Por qué me fascinan los animales? —se preguntó él mientras hablaban los amigos de Adrián—. ¿Acaso es porque los ángeles son también animales? Los ángeles son humanos, una variante de lo humano, pero también son una variante inexplorada de lo animal, una variante de la misma clase que los leones, los tigres, las vacas, las serpientes o los erizos. O los unicornios.» Pero éstos, a diferencia de los ángeles, Gabriel sabe claramente que no existen, son pura fantasía.
—¿Cómo es el fondo marino, Archie? —preguntó Ada.
—En Internet tengo una conexión con medio mundo sobre eso precisamente, y con todos los acuarios. Si visitas mi página web lo verás.
—¿Y qué se ve en el fondo?
—He hecho muchas fotos del fondo marino. También cuelgo en la web fotos de animales marinos muertos que encuentro en el fondo del mar. Y hago que se miren entre ellos. Los pongo juntos, uno frente a otro, y los fotografío.
—¡Qué macabro! –dijo Sayyid.
—En efecto. Es una especie de cementerio marino.
—¿Como el del poeta? —preguntó Ada.
—¿Qué poeta?
—Es igual, olvídalo.
Liddell, por su parte, se puso serio; les relató que había realizado un documental en Bagdad, hacía medio año, para una cadena de televisión franco-alemana.
—En plena guerra de Irak. Filmé cosas horribles en un mercado de pájaros. Ves cuerpos mutilados por todas partes hasta hacerte insensible. Pasas el umbral de los cuerpos mutilados y luego ya nada. Algo así deben de ser tus pesadillas, Gabriel —dijo el norteamericano.
Gabriel movió la cabeza en señal de aprobación. Repitió para sí: «El umbral de los cuerpos mutilados.» Liddell hizo una pausa, para luego continuar:
—Pero aquello no fue lo más horrible del mundo. Es como en todas las guerras. La clave para hacer esa digestión es ir a muchas guerras. Te acostumbras. Aunque siempre hay algo en alguna parte que suena a nuevo. Y algo que suena a «Ya lo he visto». En la guerra, sólo ves el rabo de las ratas. Parecen largas lombrices espasmódicas de las que sólo captas el último movimiento. Y ves mucho humo y mucho polvo. Y también hay mucho silencio súbito, que da miedo, pero enseguida pasa. Y de pronto, lo sacude todo una corriente que parece dirigirse hacia ti y hacia lo que ves, una corriente de sangre que llega de golpe, toda la sangre en un minuto, igual que si te arrojasen un caldero de agua a la cara. Y luego, de nuevo, otra vez nada, polvo, vacío y rabos de rata escabulléndose.
Se produjo un silencio entre todos. Las palabras de Liddell, tan desprovistas del envoltorio de la piedad, dichas como si describiese un juego de su infancia, resultaron demoledoras. Así acabó la conversación; ya se hacía tarde. Como un presagio, comenzó a sonar en el Finnegans una rara versión de
Oblivion
de Astor Piazzola.
—Siempre me sobrecoge el alma oír ese bandoneón tan desesperado. ¿Nos vamos? Pidamos la cuenta —dijo Adrián.
—¡Antes brindemos con tus amigos! —dijo Gabriel—. Las despedidas las cierra un brindis.
—¡Brindemos! —dijeron todos.
—¿Por qué brindamos? —preguntó Liddell.
—Cada cual por lo que le venga en gana, Fred —contestó Adrián—. ¡Yo por el fin de las focas asesinas y las ratas cobardes! —exclamó.
—¡Por las bellas dependientas y los sueños secretos! —exclamó Ada.
—¡Por los zapatos brillantes y la luz de El Cairo! —exclamó Souza.
Chocaron los vasos de cerveza con las copas del martini. Sayyid y Gabriel se cruzaron la mirada, sonrientes, al alzar sus bebidas. Luego Gabriel le lanzó un guiño cómplice a Ada.
Salieron todos juntos por la puerta lateral del Finnegans. En la calle se iban ya a dispersar después de una breve despedida, cuando vieron el grafiti de la pared. Estaba medio tachado. Alguien había escrito:
APRENDE:
DIOS ES MUJER Y CALVA,
FIRMADO:
UNA HIJA DE MAHOMA
Enfrente había un locutorio telefónico y de Internet. Se llamaba, según indicaba un cartel luminoso en la puerta, Locutorio Kerbala. Gabriel se fijó en el hombre que estaba apoyado en el quicio de la puerta, tal vez fuese el dueño o el encargado. Parecía esperar sin prisa. Era magrebí. Al igual que ellos, miraba el grafiti y luego miraba hacia donde ellos estaban. Su cara hizo varias veces el recorrido. Sonreía con malicia.
Observó Gabriel, sin embargo, que delante del locutorio pasaba en ese momento un vagabundo viejo con un carrito metálico, de supermercado, en el que metía alguno de los cartones de embalaje que había en la acera; cartones que al poco rato un gran camión de gitanos recogería de allí; cartones que por una noche le valdrían al viejo vagabundo para hacerse una cama en un cajero automático. Sintió de nuevo que algo le unía a aquel hombre, algo que no sabía definir. Había un destino común entre ellos, pero no lograba descifrarlo. Lo veía a él y se veía a sí mismo en él. ¿Por qué otra vez? ¿Por qué le ocurre eso? Agitó la cabeza para despejarse. Volvió a mirarlo de nuevo. Juraría que aquel hombre era el mismo vagabundo que hacía unos meses vio salir de la casa abandonada en el descampado de la calle Reina Victoria. ¿Era verdad? ¿Lo había visto ya otras veces? ¿Qué le sucedía? ¿Veía visiones?
Entonces, después de que el vagabundo se perdiera de vista por la esquina, Sayyid hizo algo sorprendente, ajeno a todos. Cruzó la calle, indeciso y pensativo. Se acercó a la pared próxima al locutorio y empezó a mear sobre el grafiti. Luego, cuando acabó, sin darse la vuelta y sin más despedida que un brazo levantado, se fue calle abajo, definitivamente vencedor.
GABRIEL. Por esa época tuvo lugar el breve viaje de Schmiechel, de la Tawalthorn. Cuando estuvo frente a él, Gabriel se alegró, o más bien se sorprendió. Ahí estaba el viejo Paul Schmiechel, recién llegado de Zúrich, con su habitual nerviosismo y su eterna corbata, y él lo había olvidado. «Creo que he pillado una enfermedad o algo por el estilo», decía, refiriéndose a su pulso tembloroso. Era como tantas otras veces, Schmiechel siempre venía a verlo; sólo que en esta ocasión el motivo lo incomodaba y no podía disimularlo. La semana anterior le había anunciado su visita por email, y le intrigó que viniera; no se veían desde hacía ya dos años; pero luego olvidó por completo esa visita. Por eso recibió con un sobresalto su llamada para citarse cuando aterrizó en Madrid. Recordó Gabriel en ese momento el motivo de su viaje. No supo reaccionar, quizá porque en el fondo se había desentendido ya de su trabajo, como si su mente se hubiera independizado por su cuenta de todo su mundo anterior a los trenes. Le dijo a Paul que él se pasaría por su hotel.
—No es fácil para mí, Gab, me sabe mal después de tantos años —dijo Schmiechel, sin dirigirle la mirada, realmente turbado, cuando se sentaron en el
pub
inglés del Hotel Palace, donde solía hospedarse siempre que venía. Era el único que lo llamaba Gab. Lo hacía desde el primer día que se conocieron. Le recordaba el nombre de su mejor amigo de la infancia.
Hablaba con él pero Gabriel seguía aún en un momento previo a que hubiera empezado a hablar, seguía en el abrazo que se dieron al verse. Schmiechel era alto, calvo, de ojos pequeños y desconfiados; su invariable barba blanca sin bigote, bien recortada, que le circundaba la mandíbula, le daba el aire de un reverendo mormón, conveniente al aspecto puritano y algo anticuado que recordaba de él.