El mapa de la vida (40 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Gamal Sayyid sale en ese momento de la nada, frente a él. No lo ha visto llegar porque bajaba por Villanueva, en la dirección de su casa. A esa hora ya la acera está bastante concurrida, las personas se tapan unas a otras. Camina lentamente, tiene tiempo; viste una camisa blanca que lleva por fuera; está abstraído y le falta muy poco para hacer gestos como si hablara solo. Lo ve cuando cruza por el paso de peatones; mira hacia allí porque suena un
hip-hop
muy potente dentro de un Ibiza detenido en el semáforo con los bafles a todo volumen. Otros miran también. Luego el Ibiza se pierde enseguida por la calle.

Al llegar a la tienda, Sayyid se pone delante del escaparate con las manos en los bolsillos y alza los hombros y el mentón para saludar a Eva. En cuanto advierte su figura al otro lado, Eva deja de mostrarle zapatos a la clienta. Le saluda llevándose dos dedos a los labios y lanzándole un beso. Lo esperaba. Gabriel se fija en que le indica la hora a la mujer y en cómo mueve la cabeza negativamente cada vez que ella pregunta algo. Quiere que se vaya de una vez, lo que no tarda en ocurrir, aunque se irá sin comprar ningún zapato. Desde donde él se encuentra ve perfectamente a Sayyid, pero Sayyid a él no. Delgado y quieto, puede camuflarse en la calle hasta pasar desapercibido. Ya ha pasado por esa situación con él, en la que lo sigue a relativa distancia y Sayyid no se percata de que es observado por Gabriel. Como hace un par de meses, en la Gran Vía.

Cuando se marcha la clienta, él aún espera en la puerta sin moverse, pese a que Eva le hace una señal para que entre mientras saca un pintalabios del bolso. Por primera vez va a verlos juntos. Sabe (por Adrián) que se han encontrado varias veces, que una noche cenaron (el amigo los vio) y ella lo besó. Sayyid estuvo remiso al principio en aquella cena. Se debatía por dentro, pero al final también la besó a ella. Fue un beso en la boca.

Unos días después, fueron a una piscina los cuatro, en casa de una amiga de Karen. No se comportaron allí como tímidos apenas conocidos, según Adrián. Estaban todos en traje de baño. Sayyid simulaba una postura de moderado, incluso se proveyó de argumentos para convencerse de que estaba legitimado para hacer cosas que un
tabligh
no haría, como abrazar a Eva y jugar con ella en el agua. Todo por la Causa. Esto lo aprendió de su época comunista, cuando le decía el profesor Morsi que el fin justificaba los medios. Eva puede ser legítima aunque sea impura, puede besarla y hacer el amor con ella aunque sea impura. El objetivo es más noble y alto. El martirio lo vale. Por eso toda forma de no llamar la atención y de no levantar sospechas le está permitida. Es un durmiente en espera, aletargado, al que Dios ha protegido de todo mal hasta el día que pueda decir con su vida: «Nuestro Señor es el Señor de los cielos y de la tierra. No invocaremos a otro dios prescindiendo de Él.»

Por eso no le cabe la menor duda de que quedan con frecuencia, de que él va a buscarla a la tienda y salen juntos, se ven en la casa de Eva, se acuestan de vez en cuando, probablemente en la zapatería misma, tal vez empiezan a gustarse más, tal vez Sayyid ha dejado aparcados sus escrúpulos temporalmente.

Siente la inhóspita quemazón interior de los celos. ¡Qué absurdo! Cobran cuerpo unos celos que no imaginaba que volvería a tener. Es injusto hacia Ada, pero la verdad es que los tiene. Algo le dice arteramente que, desde una perspectiva muy sexual y muy remota, ama todavía a Eva. Un eco de amor perdido, la visita de alguien a quien ya no se desea ver, un cabo de cuerda aún no soltado.

(¿Cómo era posible que sintiera esos celos, si Ada y él se amaban como nunca creyó que pudiera ser el amor? Aunque Eva jamás entenderá ese amor, porque reivindicaba los años gastados al lado de Gabriel como el mejor amor que en ese tiempo de sus vidas fueron capaces de darse uno a otro, y seguramente estaba en lo cierto. Pero todavía el pasado de Ada no dejaba de ser un microcosmos misterioso para Gabriel, una pequeña multitud de incógnitas pendientes, como casillas por marcar:

¿Cómo fue su infancia?

¿En qué colegio estudió de niña?

¿Quién fue el primer chico que la besó?

¿Qué sabores detesta?

¿Qué música prefiere?

¿Qué viajes hizo en la adolescencia?

¿Cómo fue su primera noche fuera de casa?

¿Y el nombre de su primer amor?

¿Cuál fue su primer trabajo?

¿Qué ropa llevaba a los veinte años?

¿Le gustaba el rock a los veinte años?

¿Qué piensa del aborto?

¿Qué música le gustaba bailar?

¿Cuándo nació su pasión por Giotto?

¿Y por qué por Giotto?

¿Qué sintió al parir?

¿Le gustaba que su lengua entrase en su oreja?

¿Qué le gustaba de su padre?

¿Cuándo se masturbaba?

¿Cuál es su restaurante favorito en Florencia?

¿Ha fumado alguna vez?

¿Cuál es su manía inconfesable?

Aún no conocía de Ada todas esas cosas tan personales, las que, sumadas, conforman el yo verdadero que carga con las cicatrices y con las marcas congénitas, cuando se quita la máscara protectora. En cambio de Eva conocía muchas de esas cosas a la perfección, había sido su mapa —y él el de ella— durante muchos años, desde que la conoció abandonada por su primer marido. Cosas privadas guardadas como en cajas secretas que dibujaban ese territorio que ahora empezaba a ser posible descubrir entre ellos (con Ada) y olvidar por separado (con Eva). Porque Ada tampoco tenía el mapa de su microcosmos, al menos como durante aquellos años creyó tenerlo Eva. Eran cuestiones de las que todavía no habían hablado, Ada y él. Además, apenas llevaban cumplido un aniversario. Era lógico que en alguna parte de su cerebro se acumularan preguntas como aquéllas. Preguntas acerca del vacío que se deja a un lado, al comienzo de una relación amorosa, para llenarlo después con los años.)

Pero el caso es que está allí, espiando a Eva. Porque siempre queda el conflicto, en una pareja, como un poso que no se va. Ésa es la razón. En el amor, nada se resuelve fácilmente, no existe el pasar página, el borrón y cuenta nueva, el todo ha quedado atrás. No. Son sólo frases hechas. En el amor siempre permanece el conflicto. De pronto ahora el conflicto es: Eva con otro hombre. Gabriel cree que lo tenía superado. Pero, por mucho que lo supiera, al ver a Eva con Sayyid, se pregunta si sería ingenuo pensar hasta qué punto un hombre puede amar a dos mujeres a la vez. Lo dice por él mismo. O si una mujer puede amar a dos hombres simultáneamente. Pero eso le parece monstruoso y vengativo por parte de Eva. Sin embargo, cree que él sí sería capaz. Echa de menos algo muy intenso de Eva, algo que conoció en una época y se evaporó. No sabe qué es, quizá su presencia física, pero al verla de lejos recuerda que hubo un tiempo en que estuvieron muy cerca.

Eva habla con Sayyid mientras caminan por Serrano y él sonríe. Puede atraerlo, si se lo propone. Le mete la mano por la cintura, le acaricia el pómulo y la mejilla, se pega a él. Entonces Sayyid le sujeta el brazo, duda si apartarlo suavemente, pero desiste. Un forcejeo viejo como el mundo. Finalmente se deja llevar por el encanto maduro de Eva. Él ve esos besos. Para compensar, Sayyid le pasa el brazo por el hombro, ella responde acurrucada. Él, siguiendo sus pasos sin que lo vean, la desnuda con la imaginación; siempre puso el nivel muy alto.

Y sin embargo Sayyid miente. Sabe que el problema es él, su ansiedad y su incomodidad ante el sexo: partirá pronto, no tiene sentido comprometerse con nadie, crear falsas esperanzas, ni tampoco él quiere enamorarse, y de ella podría hacerlo. Desde que Adrián se la presentó, a Sayyid le ha gustado mucho Eva, pero ha de reprimir esa tentación, no le está permitido, no puede crear falsos vínculos ni ídolos equivocados; aunque todavía no se lo ha dicho a ella así, con esa claridad. Ha estado esperando la oportunidad, que no llega. Se lo dirá en otra ocasión.

Escurridizo e impenetrable, Sayyid ha venido a despedirse, en cierto modo, pero no lo está haciendo, una vez más. En lugar de ello, bajan por la calle como dos enamorados que se cuchichean leves obscenidades compartidas. Se evade de su responsabilidad y, aunque trata de acallar su hipocresía, se recrimina esa actitud cobarde. Domina la contradicción que lleva dentro de su mezcla de marxista muerto y
tabligh
renacido. Encuentra cierto placer en continuar todavía con aquel teatro que se inició al azar. No dirá nada hasta el último momento. Se engaña al guardar la esperanza de que, en otras circunstancias, tal vez ella lo hubiera seguido en la vida y en la fe. Ahora ya no tiene sentido esperar nada de nadie. Ella lo odiará cuando llegue el día y vea las noticias; cuando todo haya concluido y sepa de verdad quién era él.

(L). Había sido muy feliz. La más feliz de toda su familia. Y vivió más que muchos de sus hermanos y primos, algunos de los cuales, como dos de los mayores y tres de los pequeños, no llegaron a cumplir los veinte. Cuando L, la recepcionista en un concesionario de Volvo, peruana, murió, tenía ya veinticuatro años, y todo le había sonreído en la vida: conoció a sus padres, los quiso mucho, tuvo ropa y comida cuando era niña, se vino a España a estudiar, encontró pronto trabajo en una buena empresa, se enamoró, se embarazó y murió feliz con su hijo todavía en su seno (como quiso morir una vez Miriam en Bethlehem antes de dar a luz), porque la vida le ahorró el dolor de saber lo que les ocurrió a ambos en el tren que estalló en El Pozo a las 7:39 horas.

El novio era también peruano, limeño, y trabajaba por libre de cerrajero. Se ganaba con ello un buen sueldo porque además era bastante pícaro. Le hablaron una vez de un truco habitual en la profesión y se metió a aplicarlo con abusiva frecuencia, lo que le resultó muy rentable. El truco consistía en obturar con silicona las cerraduras de los portales y de los pisos, y luego poner cerca de la puerta una pequeña pegatina con su número de teléfono donde destacara, bien grandecita, la palabra clave de «Cerrajero», para que no tuvieran más remedio que llamarlo a él con la máxima urgencia. Nunca lo pillaron
in fraganti
.

Cuando después de la autopsia le dijeron que L estaba embarazada, se abandonó. Pasó unos meses dando tumbos por El Pozo y Villaverde, bebiendo y llorando por los bares y los puticlubs, donde daba tanta pena oírle gimotear sobre su desgracia que también las putas lloraban, abrazadas a él al borde de la cama todo el rato, sin consuelo. No quería olvidar el último beso que ella le dio cuando se despidieron aquella mañana, en la calle Novecento. Ya no la vería luego, no habría más luegos nunca más. ¡Y si él hubiera sabido que llevaba un hijo suyo en sus entrañas! Porque el novio de L siempre quiso tener un hijo con ella, la quería, era su mujer. Cuando cayó tan bajo que se arrastraba suplicando un trago de cualquier botella, L se le apareció en sueños —fue lo que dijo en Lima después— y le dio la idea que lo acabó salvando.

Reunió fuerzas y dinero, vendió todo lo que tenía para sacarse un pasaje de avión de regreso a Lima y todavía reservarse aparte una cantidad para cumplir su objetivo. Antes había escrito a todos sus parientes y a los de la familia de L, y a quienes no sabían leer los llamó por teléfono desde las cabinas callejeras de El Pozo. A cuantos pudo avisar, lo hizo, para asombro de quienes lo escuchaban al otro lado del océano; y a quienes no logró contactar, rogó a los demás que les advirtieran de la noticia: iba para allá para celebrar la gran fiesta del bautizo de su hijo.

No se había vuelto un cínico, ni seguía borracho, ni le había afectado tanto la muerte de L que le llevaba a disparatar; no se trataba nada de eso, pese a la apariencia. Era sencillamente que quería tener en esta vida la felicidad de compartir la alegría de un nacimiento. Aunque fuera de mentira. Y estaba por verse si en realidad era un nacimiento de mentira, porque L, de haber vivido, habría traído a este mundo a ese hijo y a varios más, de proponérselo: sólo había que imaginárselo. Más que una mentira era un homenaje —también esta palabra volvió a dictársela L en otro sueño—. Y qué mejor marco para la alegría que las dos familias juntas en torno a una mesa, después del bautizo. No hacerlo —y esto fue lo que le dijo finalmente L desde el otro mundo— sería dar por buena a la muerte, cederle el sitio del triunfo de la vida. No había vivido veinticuatro años tan felices para llegar a eso.

Por tanto, el novio de L llegó a Lima, montó una fiesta como la habría montado la propia L y como si hubiera nacido el niño. Que todos se lo creyesen por un día no sería pecado, sería, en todo caso, algo bonito y memorable. Las mujeres le hicieron la ropita al bebé, el cura simuló el rito del agua, los padrinos se unieron las manos dejando un hueco en medio, los invitados se vistieron con toda la elegancia de que fueron capaces, la banda llevó sus instrumentos, hubo baile al final, y todo el mundo sonreía y felicitaba al padre, que los recibió uno a uno a todos en la cabecera de la mesa, junto a una silla vacía. La única condición, respetada escrupulosamente, fue que se hiciera todo en absoluto silencio: era el tributo a la ausencia, tristísima, de L. Se hacían gestos, pero nadie hablaba; muecas, pero no saltaba la risa; la banda tocaba pero no salía música; la gente hacía como que bailaba; se movían los labios y se ejecutaban los movimientos festivos, pero era una pantomima magnífica y general. Lo único que no se atrevió a hacer el novio de L fue ponerle un nombre a la criatura. Dijo que esperaba que L volviera a aparecérsele y le dijera cómo llamarlo, aunque él estaba convencido de que era un niño.

SAYYID. Por tercera vez en un mes, Eva y Sayyid acudieron con Cloe y Adrián a la piscina de la amiga de Karen. Se habían cambiado en el piso de la amiga antes de bajar y Cloe se disponía a hacer una foto, pero, al ver entrar en el jardincillo interior de la urbanización a la asistenta con unas toallas, le pasó a ella la cámara y corrió hacia el grupo, donde la esperaban los brazos abiertos de Adrián. La asistenta deslizó las toallas en la hierba, pero no supo encontrar el botón y se demoraba en hacer la foto.

—¿Podemos dejar de sonreír ya? —preguntó Eva, sujeta por el talle por Sayyid, que aspiraba el aroma de su cabello.

—No, ni se te ocurra —protestó Cloe—. Todos inmóviles.

—Hace tanto calor para ser septiembre que ya quiero darme un chapuzón —replicó Eva.

Hubo un momento en que todos reían.

—Es el último día bueno de sol. Aprovéchalo. Para mañana anuncian cambios —aseguró Adrián, que no se había quitado todavía el polo, aunque sí los pantalones.

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