El mapa de la vida (42 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Sus palabras aumentan mi disgusto. «¡No me habéis dicho nada en todos estos días!», le recrimino. Pero lo peor está en mí: yo misma no he llamado a mi hijo en todo ese tiempo, no he sabido de él desde el lunes. Cinco días son demasiados días, entre un niño y su madre. Un mar de terrores puede llenar esos cinco días.

Quizá el problema estribe en que todavía veo a mis hijos como unos niños. Pero obviamente ya no lo son. Empiezan a vivir su vida, a tener sus propios mundos y problemas. «El reloj de su futuro se ha puesto en marcha», me dice Gabriel. «Cierto que Dani es muy joven aún, por mucho que el domingo cumpla los dieciséis, pero a esos años es cuando ya se quiere ser un hombre», agrega.

Me siento culpable de verdad por haber abandonado a mi hijo, en cierto modo. Si yo estuviera aún en la familia, no se habría ido. «Pero ya es un hombre —repite Gabriel—, está al borde de emprender su vida. Volverá, porque sólo se ha ido un tiempo muy breve para ser él mismo en otro lugar, donde sea. Necesita ver cómo es el esbozo de quien será en adelante. Sin su padre y sin su madre.»

Paula, en cambio, está a punto de la mayoría de edad, en diciembre cumple los dieciocho. Es curiosa la transformación de Paula, decantándose progresivamente en los últimos meses del lado de su padre, de quien se compadece y a quien ha empezado a comprender. Proyecta en él su rechazo hacia mí. La admiración que Dani ha perdido, quizá por la competencia viril de padre e hijo, ha pasado a Paula, que deja crecer en ella una clara transferencia edípica. Eso de que las hijas eligen al padre en despecho de la madre.

¡Pobre Paula! Ignora —ojalá que por mucho tiempo— el daño que su padre me ha hecho como mujer. Nunca se me ocurrió contárselo, al menos mientras fuera tan niña, como siempre la he visto; pero intuyo que, de hacerlo, no me creería, incluso me culparía a mí y no me granjearía su complicidad. Por contra, Paula me reprocha sordamente el dolor que ella cree que yo le he causado a él, con mi huida de su lado. ¡Paula, sólo es un divorcio! ¡Hay miles de ellos! ¡Tenemos derecho a ellos!

«Te paso a papá», dice Paula.

Santiago permanece unos segundos en silencio. No ha querido ponerse, pero era demasiado tarde cuando Paula le pasó el auricular. Por mi parte, sé que es ineludible hablar con él, aunque esté en las antípodas de quien soy ahora. Sigue siendo el padre de mis hijos. Qué curioso: su voz se me había ya olvidado.

«No sé mucho, Ada», dice Santiago sin mediar ningún preámbulo. «Estamos esperando.»

Me desespera que lo diga con tanta parsimonia, como si no fuese algo dramático. Parece que está informando de una afección cardiaca. Le replico furiosa que no sé qué diantre espera.

«No querrás que vaya a la policía, ¿verdad?»

Sí, eso me habría parecido justamente lo normal, ir a la policía. Le digo que tendré que hacerlo yo.

«Aguarda un poco más —dice Santiago—. Sabemos por sus amigos que Dani está bien. No le compliquemos la vida al chico. Le harán preguntas.»

¿La policía le hará preguntas? ¿Qué preguntas? ¿Dónde vive, por qué se ha ido de casa, su padre es el famoso cardiólogo, consume estupefacientes, se toca sus partes, va con delincuentes, lleva algún arma? ¡Maldita sea, joder, qué clase de preguntas se le hace a un chico de todavía quince años, que no sean dime qué quieres, qué necesitas, qué te agobia, qué puedo hacer por ti!

«Estoy seguro de que volverá como muy tarde el domingo. Es su cumpleaños», dice Santiago.

En ese momento dejo de pensar.

Gabriel me dijo una vez que un día se cruzó con Santiago en la calle. Lo tuvo a mano, quería pegarle, atacarlo, pero no lo hizo. Me dijo luego: «Ese día Dumah no apareció en mí.» Lo estuvo siguiendo por varias calles, como los detectives, observó cada cosa que hacía, dónde entraba, cuánto tiempo estaba en los sitios, con quién se veía (sólo el sexo y la apariencia, porque no los conocía), qué compraba en cada tienda, cuánto dinero sacaba de un cajero. Cosas sin el menor interés para mí. Gabriel esperaba encontrar fuerza en su interior para vengarme, pero no fue capaz. Los ángeles no son siempre vengadores. Al final se acercó a él; le preguntó algo trivial, una mera indicación; era sólo una excusa para tenerlo cara a cara; no lo reconoció. Nunca se habían visto, en realidad.

Siempre me sucede que a una cosa desagradable sigue el pensamiento de otra agradable, y viceversa. Busco cosas agradables de Santiago: el zumo de los domingos en la cama, las cenas a diario con los niños, toda la familia unida, los discos de Shostakovich, el viaje a Hanoi del 95, su cara de enorme alegría sosteniendo a Paula en brazos el día que nació, su manera sensual de secarme después del baño. Cosas que ascienden por el respiradero del olvido, para pacificar mi odio.

«Sé mejor que nadie que es su cumpleaños. ¡Soy su madre!», digo, agotando mi paciencia. «¡Mierda! ¿No has pensado que tal vez le ha pasado algo malo y no nos puede avisar, joder?», le grito a Santiago.

Enigmas en mi cabeza: si se fue de casa, ¿por qué no me ha llamado a mí? Si discutió con su padre, ¿por qué se ha enfadado también conmigo? Ese tono de voz paralizada de Santiago, ¿no será una manera torva suya de sacarme de quicio, de usar a Dani para hacerme daño?

«¡No haces nada para buscarlo porque sabes que eso me mata!», vuelvo a gritar. Ahora estoy colérica. No me entra en la cabeza que siga hablando con él.

Colgamos. Los dos. Cuando me serené, recordé algo que leí en Spinoza: «La mayor parte de los errores consiste simplemente en que no aplicamos con corrección los nombres a las cosas.» Pero no siempre sabemos el correcto nombre de las cosas.

Había necesitado descargar la tensión y lo había hecho. Sé que si continúo con esa conversación, sería una ficha de dominó empujando a otra y luego a otra y así hasta el infinito de una cadena de reproches y de odios acumulados.

Me imagino a Santiago descorbatado, con su americana puesta y su media sonrisa paternalmente perversa, a punto de salir hacia el hospital o regresando de él. Ya no lo respeto en absoluto. ¿Les habrá dicho ya a los chicos que está deprimido, que empuña esta mala racha de su vida compadeciéndose de sí mismo? Estoy segura de que por eso explota con Dani, porque quiere volver a explotar conmigo. Pero yo ya no estoy. Necesita golpear de vez en cuando a alguien amado, sentir que es él quien domina. Pero ya no domina nada.

Al final se ha instalado en nosotros el concepto «ruptura conyugal», como dijo la abogada. Gracias, Olimpia, por encontrar las correctas palabras que lo alejan todo.

Disolución

Unas horas más tarde llama Paula de nuevo. Un amigo de Dani lo ha visto en un japonés. Ella va hacia allí ahora.

Salimos en dirección al restaurante japonés. Se trata del Nippon, en la calle de Los Madrazo. Conocido. Ojalá el Fiat fuera un reptil alado.

Vamos en el coche en busca de Dani por una ciudad detenida, congelada, pintada.

Vamos en el coche casi a la misma velocidad que el día en que reprodujimos la carrera de las ambulancias hasta La Paz.

Madrid es triste cuando vas con angustia por sus calles. Se parece a una sustancia viscosa por la que penetras con dificultad. Se adhiere a ti con fuerza. Tienes que sacudirte la falta de futuro que transmite la ciudad cuando se hace tan densa. Dudas un instante: ¿habrá otra calle nueva más allá de esta calle que ahora termina?

Miro a Gabriel a mi lado. No me habla, sólo retiene mi mano en su mano, a veces la lleva a mi muslo, y me sonríe brevemente. La tensión nos obliga a cierta distancia, pero no me agrede su silencio. Es dulce e innegable su respeto.

Me he hecho una piloto experta en conducir por Madrid con una sola mano. Y un manotazo es lo que necesito para quitar de en medio a los coches que van delante.

Sin saber por qué, lo que pienso en ese momento es en las cosas que me gusta hacer con Gabriel. Me gustaría ducharme con él ahora mismo. Que el agua, al follar en la ducha, se lleve las preocupaciones. «En cuanto veamos a Dani, hagamos eso, por favor, Gabriel.» Pero esas palabras no salen de mi boca. ¿Mis hijos habrían podido separarnos? Tal vez sí. El amor es egoísta.

Nunca he sabido qué pensaban en realidad mis hijos de Gabriel. No quieren tomar partido, ni yo tampoco les pido que lo hagan. Cada vida es un mundo. No saben nada de su pasado, como lo de las montañas rusas. Tal vez les interrogue su cojera, pero nunca me han preguntado por su causa. Desconozco si saben que también estuvo en los trenes. Dani, más inocente y tímido, no encuentra nunca tema para hablar con él. Paula, al principio, tonteaba un poco porque necesitaba afirmarse, incluso pillarlo en un renuncio y desmontar como una farsa su amor hacia mí. Pero ¿qué sabe Paula del amor salvo que en el fondo es una apuesta por la dependencia y los problemas?

Cuando llegamos al japonés, Paula está en la puerta, esperándonos. Está sola, sin Dani. «Falsa alarma. Dani no está aquí. Pero ha estado. Mostré una foto al camarero y lo reconoció.» No sé dónde meter mi tristeza y mi desolación. Pero también hay alegría en esas palabras de Paula.

¿Nadie entiende en ese momento que para mí es prioritario encontrar a Dani? La desaparición del hijo es para una madre el reinado de la Reina Final; una reina cruel a la que tiene que destronar como sea. Cuando un hijo desaparece la realidad se diluye, se acaba, finaliza como finaliza un libro o termina el cabo de una cuerda; las cosas se van por el desagüe como la mierda, y todo se para de golpe.

Más enigmas en mi cabeza, sencillos, elementales e incómodos enigmas de madre: cuándo ha dejado Dani los videojuegos de Nintendo, cuándo se cambió de móvil, cuándo ha puesto esa foto porno como salvapantallas, cuándo se hizo Paula ese tatuaje en el hombro, cuándo diablos dejaron los juguetes. ¿Por qué no vi que dejaban para siempre los juguetes?

Comemos con Paula casi en silencio. La miro comer sin apenas probar bocado. Tiene prisa, ha de ir al gimnasio. Recuerdo su sudor y caigo en la cuenta de que mi hija hace tiempo que ya no me habla de sus cosas íntimas, esas conversaciones luminosas y triviales de madre e hija, cosas acerca de la regla, de las pulseras, de las braguitas que se compra, del deseo que siente, de los ojos derivados que tiene que ignorar por la calle, del sexo en abstracto y del sexo en concreto. ¿Cómo será la vida sexual de Paula, o cómo será a partir de ahora? Entonces siento un inédito rubor al pensar que mi vida sexual es mucho más intensa que la suya.

«¿Por qué ocurre todo esto, Paula?», pregunto. «¿A qué te refieres?», responde. «A este distanciamiento para el que no tenemos repuestos.» «Se debe a que crecemos, mamá», dice. Pero sé que quiere decir: se debe a que te enamoraste, y se debe a que los matrimonios no son ninguna garantía del paraíso, y se debe a que Dani es un capullo.

«Te crees muy madura, cielo. Pero no entiendes todavía nada de la vida», le digo con ganas de humillarla, pero es un error que lamento nada más decirlo porque es la frase odiosa que diría toda madre odiosa, la frase manida, agazapada y traidora que espera a una generación tras otra; me repugno a mí misma por pronunciarla, porque confirma el inevitable abismo que hay entre las dos. «Perdona, Paula, cariño mío, no quería decir eso. Es una estupidez. De verdad que es la frase más estúpida que podría decirte alguna vez. Claro que lo entiendes todo de la vida.»

Lo digo sintiéndome culpable, a sabiendas de que ahora es ella quien ha ocupado mi lugar en la familia. Las hijas son las madres cuando las madres no están, repetía mi abuela.

Mientras hablamos pienso cuánto ha cambiado Paula en un año. ¿Es el suyo el mismo cuerpo que tantas veces he visto desnudo, que ha crecido y crecido y crecido? Se parece a Isabelle Adjani. ¿Alguien de su edad conoce a Isabelle Adjani, la musa de Truffaut? ¿Alguien de su edad conoce a Truffaut? ¿Alguien se acuerda de quién fue Truffaut?

Me pregunto si algún día, en algún sitio, pasaremos por ser amigas o hermanas, y hasta cuándo podrá ocurrirnos eso. Con mi madre me parecía imposible, impensable incluso, pero sé que es el deseo de todas las madres con hijas.

Vuelvo a encender un cigarrillo. Paula me pide otro. Titubeo, pero al final le regalo toda la cajetilla que encontré en la bolera. Enseguida noto el mareo.

Paula acaba de comer muy rápido, me da un beso y se despide de Gabriel con un «
Ciao
!». Desde la puerta del restaurante, se gira y dice: «Mamá, Dani está bien. Sé que lo está.»

Quiero cerrar mi espacio como si fuera una cerca idílica o un templete renacentista. En Vitoria, de niña, viví un año cerca de una fábrica de caramelos; mi ventana daba al muro de la fábrica, cuyo ruido me despertaba a medianoche. Yo siempre decía: «Buenos días a medianoche»; hacía una mezcla de lo diurno con lo nocturno, pero no me comprendían; me levantaba a montar una cabaña con las sábanas y un paraguas. Echo de menos aquella cabaña. Ahora soy el centro de un círculo en el que convergen unos hijos, un ex marido, un amor nuevo, una vida rectilínea en la que el pacto es no mirar atrás.

Dislocación

Dani no apareció hasta varios días después, justo el día de su cumpleaños, en un supermercado muy cerca de nuestra casa. Había ido hasta nuestro portal, pero no se decidió a marcar el portero automático del piso. Quería sentirse en mis brazos sin tener que explicar nada. Nos vio salir del ascensor y se apartó un poco, hasta un
fast food
cercano. No reparamos en él. Nos siguió hasta el supermercado. Esperó en la puerta. Cuando estábamos en la fila de la caja para pagar, lo vi. Me acerqué lentamente a él, le acaricié las mejillas y le pregunté al oído si estaba bien. Dani asintió. Iba a abrir la boca, pero le dije: «No digas nada ahora, mi vida.»

Regresó de su pequeña aventura. Luego, más tarde, quise saber dónde había estado. Me dijo que por ahí, en casa de algún amigo, pero cuando le insistí para que me diera una respuesta más concreta, Dani respondió con una pregunta inquietante: «Mamá, ¿conoces a un tipo llamado Ronie, un pianista rubio que ya no toca?» No supe de quién me hablaba. Gabriel sí.

GIOTTO. El segundo derrumbamiento se llevó esta vez cuarenta y siete almas debido a la atrevida idea del capataz Cacace de aumentar el número de operarios en el terraplén y el foso, así como en las pulidoras de mármol contiguas. Tras ello, Giotto aborreció la torre que no conseguía erigir. O está maldita o es él quien necesita airear su mente, pensar mejor. He aquí por qué no mira atrás cuando se refugia por instinto en la corte de los Visconti milaneses; intentará olvidar el embrollado encargo del Comune florentino metiéndose de cabeza en otros trabajos. Si se para, a su edad vendrán los achaques, el reúma que lo acosa. El
Signore
de Milán, el titánico Azzone, le ha pedido un diseño para rehacer el viejo arzobispado de la ciudad, aunque obviamente no es más que una excusa para tenerlo cerca, en una corte que quiere imitar en todo a la francesa. Giotto imagina enseguida un palacio sin torres, de dos plantas, incluso lo exige como condición para mover un dedo; con natural indiferencia, Azzone, ajeno a los prejuicios del maestro, no duda en aceptarlo.

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