Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Cómo y dónde desapareció su cuerpo es un misterio. Según unos, fue arrojado a una fosa de las afueras de Roma como un cadáver más a la mañana siguiente. Según otros, que juraban haber visto el portento, había volado. Pero no sabían decir adónde.
Esta última visión la tuvo Fra Angélico coincidiendo con su propia muerte, también en Roma pero muchos siglos después; por eso no pudo esbozar ni pintar este último cuadro con la muerte de aquella mujer cuya historia, desde niña, había visto pasar ante él en sucesivas visiones a lo largo de su propia vida. Era el 18 de febrero de 1455. Tenía casi setenta años, los mismos que Miriam cuando murió. Por petición suya, llevaron su cuerpo a la iglesia de Santa María
sopra
Minerva. Qué mejor sitio, debió de pensar.
Fra Angélico había pintado en secreto todo lo que le fue dado ver de la vida de Miriam, lo hermoso y lo sórdido, lo erótico y lo doloroso, lo feliz y lo extraño, pero siempre fueron escenas demasiado humanas y terrenales, como era él mismo. Por eso los demás frailes dominicos, escandalizados o compadecidos, aprovecharon sus frescos, con muro y todo, como material de construcción en sus conventos, y de esa manera los escondían, porque no querían destruirlos. Albergaban la duda sobre aquellas visiones entre luces y sombras. Los muros acabaron siendo utilizados como piso de las celdas, pero dados la vuelta y puestos boca abajo. Pensaron así que nadie los vería jamás, salvo desde el infierno. También a él lo enterraron de ese modo. Hasta que llegó Gabriel para revivir su historia.
ADA. La última sílaba de Ada se encadenó a una tos pectoral repetida dos veces que aumentaba su dolor en el costado, cuando dijo:
—¿Por qué te mueves?
—Yo no me muevo —repuso él—. Estoy aquí de pie.
—¡Pero te estás moviendo! ¿Adónde vas?
Trató de incorporarse pero le fallaron las fuerzas.
—¡Ada, te repito que yo no me muevo!
—No mientas, te estás...
En ese momento se sintió mareada, la habitación daba vueltas; inclinó la cabeza hacia un lado y el brazo cayó inerte fuera de la cama. Gabriel se dio cuenta de que algo no iba bien; Ada parecía perder volumen debajo de las sábanas, disminuir. Tenía los ojos abiertos pero, en cambio, la mirada perdida, y había balbuceado una frase que él no llegó a entender. No respondía a sus palabras. No reaccionaba cuando la zarandeó por los hombros.
Salió al pasillo a escape y buscó una enfermera, pero no vio a ninguna. En realidad no vio a nadie, mucha gente se había ido ya a esa hora; sólo a lo lejos había un guardia jurado que hablaba por el móvil pero no se fijó en él. Regresó junto a Ada, que seguía ausente con los ojos abiertos mirando a un punto fijo; pero ahora unas gotas de sangre se desprendían de la nariz y llegaban a la almohada. Llamó atropelladamente por el teléfono de la mesilla.
—¡Oiga, oiga, oiga! —avisó muy asustado—. Venga urgentemente, por favor. Algo le pasa a la paciente.
—¿Qué le ocurre? —preguntó una voz impasible.
—No lo sé. Está peor. ¡Dense prisa!
Mientras una enfermera con expresión inquieta acudía rápidamente hasta la habitación, Ada ya había perdido el conocimiento. En su cabeza empezaron a suceder cosas extrañas, inimaginables para cuantos la iban a rodear dentro de unos minutos: en ella, todo volvía hacia atrás a una velocidad fulminante, se producía un vertiginoso retroceso en las células de su cerebro, las conexiones neuronales habían iniciado un camino de vuelta; de pronto, otra vez la caída. Sin embargo, de improviso se produjo una detención súbita en ese viaje mental y Ada creyó que se encontraba de nuevo en la mesa de operaciones, cuando la voz del anestesista pronunciaba: «Uno, dos, tres, cuatro...» En el quirófano, que había pasado a ser un remanso de lentitud, esa voz sonaba deformada y solemne en el tímpano de Ada. Pero otra vez todo se aceleró más aún y ella sentía el vértigo hacia un origen lejano. Su tiempo se había invertido. Viajaba hacia atrás, hasta nacer.
Volvieron imágenes que ya no estaban.
La de una explosión que le arranca parte del cuerpo.
La de un hombre que no conoce en una habitación de hotel que no conoce.
La de su padre esperándola a la puerta del colegio.
La de un corte de pelo por el que habría matado.
La de un beso en la boca a los quince años que le dio un chico que olía a sudor y a tabaco.
La de su madre y ella aterradas en lo alto de una noria, incapaces de dejar de reír y de moverse.
La de una actriz llamada Anouk Aimée a quien no conocía, pero un amigo de su padre dijo una vez que se parecía a Anouk Aimée y tardó siete años en ver una película suya para descubrir cómo era la cara que veía la gente cuando la miraba a ella.
La de ella absolutamente sola en la mesa durante la cena de Navidad del año en que murió su hermano Daniel.
La del abrigo de su madre manchado de barro cuando se arrojó desesperadamente sobre el féretro de Daniel antes de enterrarlo.
La de su hija Paula riendo en sus brazos con sólo dos años.
La de la cara de su hijo Dani cuando reapareció en un supermercado al cabo de unos días perdido.
La del hundimiento de las Torres Gemelas.
La del modo idóneo de hacer una penetración anal.
La de conducir un descapotable por las afueras de Padua.
La de los pies de su padre sobresaliendo en el suelo de entre los mostradores de la tienda familiar cuando le dio el infarto.
La de su cuerpo en la ducha, inmóvil durante una hora, tras la primera violación.
La del aborto que tuvo.
La de una foto de su madre en una cama de hospital después de dar a luz a una niña a la que llamarán Ada Camelia. La mujer, su madre, muestra la niña a la cámara. Es su primera imagen; y ahí, en esa primera imagen de ella misma, es donde acaba su caída después de que el anestesista haya dejado de pronunciar números. Ha caído por dentro hasta llegar aquí. Recordará ambiguamente que hubo un gran silencio, como en los trenes. Pero ahora ya quiere regresar de este viaje. No parece fácil, no encuentra el camino de ascenso. Sintió lo mismo aquella otra vez.
SAYYID. Esa noche recibió la llamada más importante de su vida. Y procedió como se había acordado. La mujer telefoneó. Le dijo que se llamaba Zahra y que era la prima de Alí; buscaba piso, pero tenía poca batería en ese momento para seguir hablando. «¿Puedes llamarme tú, Hamed?», preguntó. Sayyid tenía que contestar afirmativamente y añadir que su batería estaba igual de baja. Los dos colgaron.
De inmediato se puso el abrigo y bajó a la calle para telefonear de nuevo, pero ahora desde una cabina. Marcó el número que se sabía de memoria. Otra vez Zahra al habla. Aunque la llamada se producía desde un teléfono público, mantendrían la conversación en clave, tal como estaba estipulado por Alí. Le felicitó a Sayyid por su próximo casamiento y le recordó el dicho popular de que en todas las bodas debe haber abundante miel. Los dos sabían que el término «boda» equivalía a inmolación y el de «miel» a explosivos. La mujer, con voz afectadamente jovial, le transmitió un objetivo y una fecha. Esto fue lo que hablaron:
Zahra: Me alegro de que tu boda sea el 23 de diciembre.
Sayyid: Gracias.
Zahra: Lo mejor será ir en Metro a la boda, ¿no crees?
Sayyid: No sé.
Zahra: Te recomiendo que te subas en Tribunal.
Sayyid: De acuerdo.
Zahra: Una o dos paradas a lo sumo y ya está.
Sayyid: Sí, una o dos.
Zahra: Será un viaje muy corto.
La voz de Zahra sonaba todo el tiempo desenfadada y amistosa. Repitió dos veces que era un regalo del cielo y que ojalá pronto le ocurriera a ella, «porque quería tener muchos hijos».
Después de tantas precauciones para esta conversación, Sayyid comprendió que Alí estaba muy preocupado por los chivatazos. Temía que la policía hubiera conseguido meter infiltrados en la célula, como ocurría en Cataluña. No había que fiarse de nadie ni de nada. Ya pasó por ello en El Cairo, en la época de Morsi. Las delaciones estaban al cabo de la calle. Sin embargo, no comprendía Sayyid el motivo de volver a repetir el atentado en un tren, un vagón de Metro por Tribunal en esta ocasión. ¿El símbolo oculto era que «tribunal» remitía a juicio, y la bomba era una sentencia? Sabía que no debía descartar ese mensaje simbólico. Sin embargo, las órdenes que le daban no le gustaban del todo. Lo del Metro ya lo habían hecho en Londres. No tendrá tanto impacto en los medios esta vez. Además, en esa misma estación hacía unos días que había habido un suceso dramático; salió en la tele: un individuo vestido de payaso disparó contra un guardia, pero por azar le dio a un muchacho. Aunque no hubo muertos, extremarán la seguridad, habrá más vigilancia, pensó con lógica Sayyid.
Para él, aquélla no era una buena opción. La consideraba algo sórdida,
underground
incluso, cosa que irónicamente era por naturaleza. Atentar en el Metro le traía demasiado a la memoria aquellos cómics americanos de los años sesenta que leía de niño en su barrio de Heluan. En cuanto a los objetivos que él había elegido en un principio, terminó por desecharlos definitivamente: ni el estadio de fútbol ni la Fnac en Callao le convenían, en ambos lugares el resultado sería incierto.
Últimamente había pensado en otro sitio mucho más impactante: el Museo del Prado. Era el valioso corazón de Madrid. Seguro que a Alí le parecerá mejor plan que el que le ha marcado y rectificará de inmediato. Sólo tenía que pronunciarlo. Pero mientras hablaba Zahra, se limitó a decir que sí a todo, sin expresar aún su opinión. Ni siquiera para despedirse. No quería dar pistas. Un sexto sentido lo previno: mejor actuar por su cuenta, dejarse llevar por la intuición.
Siempre se había persuadido de que, cuando llegase el momento, él tomaría las riendas. Ese momento había llegado. El material estaba en su poder, lo guardaba Lorenzo, su mejor aliado en estas circunstancias, pero ahora la fiebre lo apartaba de él, y el crío no le había dicho dónde ocultaba el paquete que le dio. Tenía que volver a ver a Lorenzo como fuera. Sobre todo ahora que la acción se precipitaba. Temió que lo agarrotara la cobardía, si dejaba pasar esa fecha.
La vez que tuvo la idea de hacerlo en el Museo del Prado, se acercó hasta allí, entró con una riada de turistas extranjeros en torno a una banderita y lo primero que vio fue el cuadro de
La Anunciación
. Lo paralizó su belleza, pero no sabía si era eso lo que le cautivó u otra cosa más intensa que no sabía nombrar y que hasta entonces no había aparecido en su vida. Ante el inédito placer que le causaba aquel cuadro lo abatió el desánimo y se vio como un destructor, algo que ninguna vez se paró a imaginar frente a seres humanos. Si mataba a personas, se aproximaba al martirio que Allah, el Clemente, el Misericordioso, bendecía. Si destruía ese cuadro, era un ser despreciable.
Nunca lo había visto; siempre había estado alejado del arte occidental. Argumentaba que la pobreza no va a los museos y que la pintura es una muestra de decadencia. Morsi decía algo así, los
ulemas
lo secundaban a su manera. Había junto al cuadro de Fra Angélico grupos de visitantes de todas las edades y de todos los países, incluso clases enteras de alumnos. Recordó que el Profeta prohíbe el
Yihad
contra mujeres y niños, pero algunos
ulemas
lo interpretan de otro modo: si esas mujeres y niños son infieles, el precio a pagar por su vida es el regalo del perdón de Dios. Se convenció Sayyid de que si Dios le había dado esa idea, era porque significaba un buen camino. No debía apartarse de su inspiración. También quiso recordar las palabras del Profeta que él rumiaba a todas horas, como una jaculatoria, ante la duda y la adversidad: «El Señor dispondrá vuestro asunto favorablemente.» Repitió cada sílaba, como siempre hacía: «Fa-vo-ra-ble-men-te.» Así entraba en un sosiego hipnótico. Por eso no veía un obstáculo en aquella multitud de personas mirando las grandes pinturas, sino una indicación. Explotar ante el lienzo de aquella imagen de la Virgen pintado por ese gran maestro italiano —Sayyid no retuvo el nombre— era, además, un mejor símbolo para todos los infieles que la estación de Metro de Tribunal. Por un segundo, comparó la energía concentrada de su acto con la del derrumbamiento del World Trade Center.
La idea, unida a la proximidad de la fecha, lo exaltó: se sintió eufórico, pero también vio renacer su habitual retraimiento, por miedo o por vergüenza. Tuvo que convencerse de que ahora era una especie de actor: iba a salir al escenario, a un brutal escenario. No se planteaba que podía ser tan sólo un asesino. Se sentía como el nombre de su ciudad, «la fuerte», «la victoriosa», la inmensa y amada ciudad de El Cairo. Cuando le paralizaba su timidez, su madre siempre le decía: «Si algo va mal en tu estómago y tus pies no responden, mira hacia atrás y verás todos los siglos de tu lejano origen, siéntete orgulloso de él.»
Eso hacía ahora, mientras subía de nuevo a su piso después de haber hecho la llamada desde la cabina: se vio como el niño humillado en la pobreza de su ciudad que sacaba la cabeza de entre la basura y el estiércol para vengar a los que quedaban hundidos debajo. Dudó si volver a preguntar en el tercero por la fiebre de Lorenzo. Tal vez su insistencia podría hacer sospechar algo a su familia, sería un error entre espías. Pasó de largo. Aguardaría con impaciencia un par de días más.
En casa, en el viejo libro de Frantz Fanon que siempre lo ha acompañado, trató de buscar alguna frase que le diera coraje frente a la idea que empezaba a imponerse, la de morir en público. ¿Se atrevería finalmente? ¿Daría el paso? ¿O volvería corriendo a casa y se metería debajo de la cama, como una mujer? Pero no encontró en Fanon ninguna frase digna de la ocasión. Eddin le dijo que cuando llegase la fecha sólo debía leer el Corán, sólo la palabra del Profeta lo aliviaría y lo inspiraría. Las oraciones y la pureza tenían que llenar los días previos a su «boda». Sin embargo, la obsesión por ese hecho atroz de ser despedazado entre la multitud le atenazaba el pecho y las sienes, como si ya se le acelerase el pulso. Se lo planteó por primera vez cuando empezó la segunda Intifada, en septiembre del 2000. Ahora había llegado la hora decisiva de culminar una misión para la que comprendía que había nacido. Él lo iba a realizar. Otros muchos también soñaban con ello. Él debía aceptar el don.
Hizo cálculos y más cálculos en su plan sobre el Prado: visualizó la ropa holgada que debía ponerse y el medio de transporte que debía emplear; determinó la hora de llegada (las 11:45); ensayó poner la mente en blanco; proyectó llevar auriculares de música bastante evidentes para evitar que nadie se dirigiera a él con preguntas triviales que lo desconcentraran; ensayó de nuevo poner la mente en blanco; previó la hora de máxima afluencia de gente en el Museo (las 12:15): ésa sería la hora adecuada; eligió la ubicación en la sala principal; la mente en blanco otra vez; no hay que perder mucho tiempo allí, se dijo; hay que concentrarse en todo momento por medio de las oraciones que tiene que repetirse sin parar, sin dejar que entre una palabra blasfema; la mente en blanco, la mente en blanco, la mente en blanco; tomada la decisión, el pulso acelerado, el corazón palpitando colérico y saturado de adrenalina, se situará delante del cuadro, mirará hacia el cuadro del pintor italiano, hacia los ojos del ángel o los de la joven, la mente en blanco, la mente en blanco, y accionará un botón. Todo habrá acabado entonces. Nada más. A partir de ese instante, sólo se produciría la tranquilidad prometida.