El mapa de la vida (56 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Puede esperar aquí, en esta sala. Será cosa de una hora como máximo, en lo que la preparan.

Se despiden en el vestíbulo; busca un café en la máquina de las bebidas. Unos camiones a lo lejos cargan y descargan en una obra cercana. Crece su ruido. A Gabriel le resulta obsceno ver la ciudad cambiante y viva, cuando debería estar paralizada.

Son las siete. Al ver la luz clara y cenital de un día nuevo, tiene la impresión de haberse quedado en un lugar fuera del mundo. La tierra va por un lado y él por otro. Recuerda una novela de Verne en la que se desprende un trozo del planeta Tierra y vaga por el espacio. Así se siente él. Por el espacio.

La enfermera de la primera vez aparece de nuevo. Lleva algo en la mano.

—Tiene que firmar en estos tres impresos. Ella le autorizó. Es un formalismo inevitable.

Inevitable es una palabra muy socorrida, se emplea demasiado. Es la palabra de la enfermera; él no cree que a él se le hubiera ocurrido pensarla. Firma los papeles dócilmente. Es la persona autorizada que Ada dejó dicho para casos extremos, imposibles. Como éste. Antes pregunta la fecha. La había olvidado por completo. A partir de ahora ya no lo hará.

Sin embargo, la palabra exacta para ese momento, la palabra que le corresponde y en la que piensa, es tan sólo una, una en la que se va a sumergir durante mucho tiempo, un mar que lo va a cubrir por entero: aflicción.

No han avisado a nadie más, él sigue siendo el único contacto. No obstante, ahora tendrá él que hacer las llamadas: a Bibi, a Paula y a Daniel; ellos se lo dirán a Santiago. Llamará a Adrián. Bastará con eso. En realidad, comprueba que no sabe mucho del pasado de Ada, nunca respondió a aquellas preguntas sobre los detalles tipo: «¿Cómo fue tu infancia?», «¿En qué colegio estudiaste de niña?», etcétera, que explican quién se es. En última instancia, el amor es atemporal y todo lo deja para otro día.

Piensa en un sentimiento que vendrá: el vacío que queda en la cama cuando ha muerto la persona con la que se comparte. Es un momento triste muy duro. Nunca más pegará su cuerpo al cuerpo de ella, nunca más se unirá el de ella al suyo.

Daría lo que fuera por haber muerto en los trenes. Pero ¿podía haber elegido? ¿Tenía derecho a ello? Aflicción.

ADA.
¿Juego o misterio?

Gabriel me dijo una vez que algunos ángeles no mueren, y que otros, en cambio, sí.

Creérselo.

«Son invenciones humanas», añadió. Pero yo me pregunto: ¿qué pensaría Spinoza de esto?

SAYYID. Cuando acabó la oración de
magrib
, el sol se había puesto. Había muy poca luz en la habitación, incluso frío, pero le parecía bien así. Ni buscó el interruptor ni se preocupó por la hora. Recogió la alfombrilla y volvió a colocarla en su sitio en posición vertical, junto a una pata de la mesa. Inspiró profundamente y exhaló el aire dejando caer los hombros; dio un suspiro; desde hacía unos días le costaba más controlar su ansiedad. Fue hasta la cocina a prepararse un té con miel: no tenía hambre, no podía tragar nada, le valdría de cena. Faltaban aún un par de semanas para la fecha elegida, pero le invadía una sensación de zozobra, nueva para él. Quería ver el paquete, abrirlo, saber con qué se iba a enfrentar. Era lo mínimo; consideró que debía haberlo hecho mucho antes. Le torturaba que no fuese capaz de montar el explosivo en el último momento. Por primera vez apareció la fisura de no haber sido instruido suficientemente. ¿Por qué creen que él valdrá para esto? ¿Por su determinación? Aunque, como le dijeron, sólo tenía que seguir el esquema que había en su interior, necesitaba verlo todo previamente, al menos sólo una vez. Todavía pesaba en él un ápice científico, en el médico que era.

Se había convencido con este razonamiento: si Allah quisiera que no hiciese lo que iba a hacer, le cambiaría el sentir de su corazón y le daría una señal, como hizo con el Profeta. «El Señor de las Señales y de las Escaleras Ascendentes siempre muestra lo que hay que hacer», le había dicho Alí por teléfono uno de esos días pasados. Últimamente había vuelto a llamarlo con frecuencia. Cuando pensaba en Alí se acordaba de aquel yemení, amigo de un amigo, que le dio la entrada para el partido de fútbol Egipto-Camerún. La voz nasal y siseante de Alí le recordaba a la de aquel individuo; su semblante parecía el de un hombre honesto. Cambió el partido por un combate de boxeo, eso fue lo que pasó; para Sayyid, aquel hombre salió perdiendo, pero se libró de la carga policial del final. ¿Dónde estará ahora y qué será de él?

Deambuló por la casa vacía y angosta. En algunos cuartos, con las luces apagadas, las farolas de la calle proyectaban su sombra sobre los muebles. El de Fred estaba recogido y vaciado. Hacía unos días que se había marchado de la casa. Lo hizo de buenas maneras. Encontró otro piso que podía permitirse. Cuando le preguntó a Sayyid si eso le suponía un grave trastorno, al tener que pagar él solo todo el alquiler, éste le mintió diciendo que en realidad podría mantenerse con sus ingresos, aunque buscaría pronto a alguien más, incluso ya había visto a gente candidata para ocupar su sitio. Fred se fue tranquilo. No le caía mal su raro compañero de piso. Dejó algunas cosas para tener que volver a saludarlo y tomar algo juntos.

Volvió a pensar en su madre; cuando le hablaba de
Buraq
, el caballo alado, y él se burlaba, ella le reñía. «Hay que sacar una lección siempre, Gamal, de cada palabra y hecho del Profeta. Siempre hay que hacerlo.» Luego, un rato después, volvía a la carga: «Hijo, todos podemos tener un caballo que te lleve hasta el cielo, todos tenemos un
Buraq
. Hay que buscarlo y encontrarlo. Y no siempre sabemos distinguirlo de los demás caballos.» En ese momento él le preguntaba a su madre: «¿No es el que lleva alas?» «Sí, pero, ¡ojo, Gamal!, las alas no siempre se ven. Como le ocurrió al Profeta, que tampoco las vio, y sólo cuando estaba ya montado en el caballo supo que surcaba el cielo.»

A Sayyid le gustaba cómo su madre aderezaba a su modo las historias sagradas del Profeta, las sazonaba como si fuesen un plato más de los que cocinaba tan bien. Este atentado, con él mismo como ofrenda de sacrificio, será para Sayyid su particular subida al cielo, como la de Muhammad; cumplirá su identificación con el Profeta. Intelectualmente había logrado superar los escrúpulos de su pasado marxista; ahora era un fiel y ciego creyente. La triacetona triperóxida será el caballo alado de Sayyid. Los modernos
buraqs
de hoy son las bombas justas y necesarias, se autoconvencía, él, carne de bomba y de justicia. «Lo que se tarda en vaciar un cubo de agua», decía su madre, tal como rezaba la leyenda. Decidió aplicar esta medida temporal a su atentado. El cubo lleno de agua se inclinaba, empezaba a derramarse. La última gota hará boouuumm cuando llegue la hora marcada.

Aunque era un poco tarde, bajó a buscar a Lorenzo. Confiaba en hallarlo, como siempre, en el rellano de su piso, o como mucho en el portal. Sin embargo, no estaba en ninguno de los dos sitios; salió hasta la calle y torció por la esquina, pero no avanzó mucho; oteó a derecha e izquierda sin verlo y regresó al portal. Subió otra vez por las escaleras y al pasar por la puerta del tercero, ésta se abrió: Lorenzo sacó la cabeza.

—Tengo que hablarte. ¿Puedes salir? —le dijo Sayyid, mirando de reojo hacia el interior.

El niño, sin inmutarse, seguía con la cara metida entre la hoja de la puerta de la calle y el marco. Parecía escrutar la situación, sopesar algún beneficio. Sayyid se impacientó, pero no dijo nada; sólo por un instante lamentó su decisión de haberle dado a ese niño un paquete tan importante. Una irresponsabilidad.

—Sí, vale —dijo Lorenzo saliendo de casa con un chándal azul y cerrando la puerta tras de sí.

Sayyid ascendió unos peldaños para que el niño lo siguiera. Quería apartarse del ángulo de visión de la mirilla, por si sus padres o su tía sentían curiosidad por saber con quién hablaba el pequeño.

Le pidió a Lorenzo que le devolviera el paquete que le había dado a guardar. Ahora lo necesitaba.

—Creo que es el momento de que lo saques del lugar secreto.

—No está allí —dijo a la vez que sacudía la cabeza en ademán negativo.

Sayyid se asustó, no podía dar pábulo a lo que oía, era lo único que no se esperaba; el sobresalto le hizo perder la calma. Se puso nervioso y zarandeó al niño.

—¡Cómo que no está allí! ¡Mira bien!

—No está donde lo puse.

—¿Entonces dónde está? ¿O no sabes dónde está?

Lorenzo se quedó callado, sin quejarse; las manos de su vecino habían dejado la huella de los dedos en los brazos, al apretarlo, y sentía ahora una molestia creciente, algo similar al dolor.

—Me has hecho daño.

—Perdona, Lorenzo —se distendió y le pasó la mano por la cabeza con una sonrisa nerviosa—. Entre amigos esto no se hace. Digo lo de empujarse. No lo volveré a hacer. Pero es que es un paquete importante para mí.

—¿Te lo dio tu madre?

—Ya te dije que mi madre murió —dijo Sayyid, armándose de paciencia.

—Ya. Pero no sé por qué no puede habértelo dado aunque esté muerta. A veces las madres muertas dan cosas.

No tenía ganas de entrar a comprender el acertijo que el niño le planteaba, no entendía a qué se refería, pero prefirió acabar siguiendo su discurso. Sería más fácil.

—La mía no lo hace así.

—¿Qué hace entonces?

—Me visita con los recuerdos. Me trae recuerdos. Si me das el paquete, es posible que luego te cuente cuál ha sido el último recuerdo que me ha mandado.

—¿Cuál? Dímelo primero.

—Primero el paquete. Es importante.

—Pero ¿de qué va el recuerdo?

—Va de un caballo con alas.

Los ojos de Lorenzo se iluminaron, tan abiertos como su alma, sin dejar de pestañear. No imaginaba una cosa así; era obvio que la historia le fascinaba y quería conocer lo que contase de un animal tan fabuloso. El precio era el paquete. Dejó de fingir.

—Te estaba haciendo una broma. Sé dónde está el paquete.

Sayyid suspiró aliviado.

—¿Por qué me has mentido?

—Lo cambié de sitio, sólo eso. Iba a decírtelo, pero te enfadaste.

—No me enfadé tanto, pero me diste un buen susto.

—Los espías cambian de sitio sus secretos.

—Me parece que has hecho muy bien, Lorenzo.

—Sí. Ya no me cabían más cosas en ese sitio. Ni en el otro. Tengo dos.

—¿Y dónde lo tienes ahora?

—En otro sitio secreto. Los espías no se dicen los secretos entre ellos, aunque a veces sí, si son amigos.

—Por supuesto. Yo creo que ésta es una de esas veces. Y tú y yo somos amigos.

Lorenzo no contestó; se dio la vuelta y bajó los peldaños que había subido. Parecía que volvía a su casa. Sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura, pero antes de entrar dijo:

—No he abierto el paquete. Aunque se me cayó y el cartón se ha roto por un sitio, yo no he mirado dentro.

Sayyid se alarmó pero se contuvo. Notaba que una corriente de ardor frío le subía hasta la cabeza. Pronto rompería a sudar; apretaba involuntariamente los puños para dominarse. No varió su sonrisa.

—No pasa nada, chico. No creo que eso sea un problema. Entre espías puede haber algún secreto compartido, como los que tú y yo tenemos.

—Vale, ahora te lo subo.

—¿No es mejor que te espere aquí? —preguntó, pero enseguida creyó que sería más conveniente no hacerlo; cualquier vecino podría verlos mientras el niño le daba el paquete y eso parecería más extraño que si se lo entregaba estando él en su casa. Podrían pensar mal. Sería mejor que subiera.

—No, prefiero dártelo arriba. Te llevaré algo más.

—Como quieras. Hasta ahora.

Lorenzo giró la llave y entró en su piso. Sayyid estaba más alterado de lo que creía y había echado a temblar, las palpitaciones se habían acelerado y en las escaleras notaba un remusguillo en las piernas. A la ansiedad por abrir el paquete con los explosivos se unía la incertidumbre sobre la discreción de Lorenzo acerca del secreto compartido. Toda su angustia en ese momento se concentraba en que el niño no tardase en subir.

Al cabo de unos minutos, sonó el timbre de la puerta. Sayyid abrió. Allí estaba Lorenzo con el paquete dentro de una bolsa de plástico de El Corte Inglés usada; él no le había suministrado esa bolsa, cuando le confió el paquete, sino que era aportación del propio Lorenzo. Eso le hizo pensar que el niño tal vez hubiera manipulado el paquete en más de una ocasión. Un riesgo enorme. Podría ser que, al dejarlo caer, se hubiese abierto demasiado y la solución de la bolsa le permitía recuperar la integridad del paquete, reunir sus piezas, si es que era eso. Una preocupación más, pero mantuvo la calma. Llevaba también una cajita de bombones con una paisaje alpino en la tapa.

—Me los regaló mi tía si me ponía bueno. Los he guardado para ti.

Sayyid no supo qué decir. Cogió la cajita de bombones y la abrió.

—A mi tía le dije que me los había comido todos.

—¿Quieres uno? —le ofreció la caja abierta. Había seis bombones.

—Bueno —Lorenzo tomó uno—. Pero ¿no quieres tu paquete?

—Sí, por supuesto, pero es mejor tu regalo. —Hizo como que el paquete pasaba a un segundo plano, ante el regalo de los bombones.

Lorenzo sonrió mientras dejaba la bolsa en el suelo, a los pies de Sayyid. Éste la levantó con suavidad y, sin que se diese cuenta el niño, comprobó que dentro el envoltorio estaba rasgado y la caja abierta por una esquina. No se veía nada de su contenido ni había más desperfectos.

En ese momento Lorenzo entró con naturalidad en la casa. Dijo que nunca había estado en ella. Literalmente se le coló entre las piernas. Sayyid no pudo impedírselo, ya se había metido hasta el fondo, casi hasta su habitación, pero se detuvo antes de entrar en ella. Sayyid cerró la puerta de la calle por dentro, no quería comentarios de los vecinos, y se fue detrás de él.

—¿No deberías volver? ¿No te esperan para cenar?

—Sí, ahora bajo. Sólo quería ver tu casa.

Sayyid llevaba todavía la cajita de bombones en la mano.

—¿Quieres otro?

—¿Y tú no quieres uno?

—Sí, claro. Pero lo tomaré después de la cena. Espera. Voy a dejar mi paquete en la cocina.

—¿Es que es algo de comer?

—No, no, claro que no. Es otra cosa. Pero me viene más cerca dejarlo en la cocina.

—¿Y no lo vas a abrir?

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