El mapa de la vida (54 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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«Me han dicho que, dado su historial de injertos y operaciones en ese costado, la oscilomicina iba orientada a acelerar el proceso de cicatrización. Un riesgo que valía la pena correr, en mi opinión. Es un producto nuevo.»

Esa medicina que ha errado su razón de ser me ha causado un pequeño trombo en el cerebro; la coagulación me ha afectado a la memoria y al sueño, pero también —dice el médico joven— podría haberme matado, si en vez de dormirme, el trombo hubiera tenido lugar en el corazón.

«¿Le han hecho un electro?»

«No. Ya lo dije. Figura en alguna parte del expediente.»

«Qué raro.»

«¿Entonces me he salvado de morir?»

«Era muy remota esa posibilidad. Pero se puede decir así», dice el médico joven.

Por tanto, lo afirmo: me he salvado de morir otra vez.

«Ignoraba que el exceso de memoria daba sueño», le digo.

«En realidad», dice el médico joven como si impartiese una clase a una alumna, «es lo que técnicamente conduce al olvido. El olvido no es otra cosa que, en cierto modo, la memoria dormida. Una desconexión con el pasado. Así de simple».

Al deshacerse el trombo por sí solo, me he despertado. Seis días nada más; podrían haber sido seiscientos o seis mil. «Así de simple», repetirá el médico joven por tercera vez al tratar de explicarme lo que me ha sucedido.

Esta vez he caído por dentro de verdad. Lo sé. Ha sido algo real.

«Ha tenido suerte», me dice el médico joven al despedirse de mí en la puerta de la Clínica, «podía haber estado inmersa en ese sueño durante años». De pronto eso me aterra: ¡me habría perdido la vida de Paula y de Dani, la vida que me toca con Gabriel!

Desde nuestro coche, con los papeles invertidos —conduce Gabriel, yo pongo mi mano en su muslo—, de regreso al apartamento, llamo a mis hijos, que aún no saben nada, y a Bibi, mi hermana que tanto se preocupará. Gabriel, que no ha dejado de estar a mi lado día y noche, decidió no avisar a Paula ni a Dani todavía. Un día más y lo habría hecho, pero aguantó, como yo misma le habría pedido, aunque una cosa así es difícil de ocultar por más tiempo. E injusto.

«Paula, he estado enferma esta semana.» Le cuento a bocajarro lo de la operación, y también lo de mi caída en el sueño, los seis días dormida, el súbito despertar, etcétera. Paula se enfada, me reprocha no haber confiado en ella, levanta la voz.

«No quería preocuparte», le digo, pero es una mala excusa. Quiere verme. «Ven a casa con Bibi, ella te dará los detalles de lo que me ha ocurrido, porque en realidad yo no estaba allí, sólo mi cuerpo. Sí, a casa de Gabriel, pero es mi casa también, ya lo sabes. Díselo a Dani. O espera, mejor lo llamaré yo.»

Llamo a Dani y se lo cuento todo como he hecho con Paula. Mi hijo me dice que me he convertido por unos días en la bella durmiente. Aún es un niño, pese a todo. Nos reímos, pero enseguida rompo a llorar. Mis hijos nunca me han visto llorar, es raro que los hijos vean llorar a sus padres. Les causa indefensión. «¿Estás llorando, mamá?», pregunta Dani tímidamente. «¡Claro que no!», le digo. «Un beso.»

En cuanto a Santiago, evito decírselo todavía. Pero recuerdo que Aranda está al corriente y él puede haberlo llamado. Lo deduje de la visita del doctor Collar, cuando vino a verme al poco de despertarme. Ese día se disculpaba una y otra vez y le echaba la culpa a la medicación; era una manera de eximirse de cualquier responsabilidad. Se limitaba a hablar de lo bien que había ido todo en el quirófano. Le quité importancia a lo ocurrido, bromeé al decirle que «el resto había sido como un sueño» y cosas así.

Cuando Collar ya se iba, le rogué que no le dijera nada a Aranda, dada su amistad con Santiago, pero me advirtió de que sería imposible: Aranda estuvo al tanto de mi situación todo el tiempo. Además, era su deber, porque él propuso el tratamiento con oscilomicina. Fue Collar quien me confesó, abrumado, que todavía la oscilomicina era un producto en fase experimental, arriesgado, como me confirmará luego el médico joven. Ante eso, me quedé sin articular palabra. No tenía más elección que callarme.

Sin embargo, cuando llamo a Olimpia desde el coche y le cuento lo que me ha pasado, me dice que está segura de que Santiago no sabe nada. «Mejor así, lo prefiero. No le digas tú tampoco nada. Total, lo que me ocurra a mí ya no es cosa suya.»

Quiero preguntarle cómo se encuentra ella, qué tal le va, pero parece tener prisa en colgar. Dice algo de unos papeles que me ha enviado a casa y que los veré en cuanto llegue. Un sobre grande. Debo firmarlos pronto. Nos despedimos.

Durante días y días

Cuando estaba inconsciente en la habitación, oía voces, pero sólo identificaba la de Gabriel. No recuerdo lo que decían otras personas, como los médicos o las enfermeras, ni siquiera lo que decía mi hermana Bibi en mis sueños. Tampoco recuerdo si se referían a mí o a esas otras personas.

En esos días, alguien pronunció la palabra «nasogastria». Tenían un cuidado extremo al introducirme la sonda por la nariz.

En una ocasión oigo la voz de Gabriel a mi lado, muy cerca, que me susurra (o acaso se lo susurra a alguien que le ruega que descanse o que se vaya a casa hasta que haya otras noticias sobre mí, pero en todo caso la voz de Gabriel es susurrante): «Estaré aquí sentado, una y otra vez, durante días y días.»

Ya en el apartamento, todo transcurre con normalidad. Husmeo con los ojos en busca de un cigarrillo. No hay ninguno. Me resigno.

«Debería ir a buscar una farmacia para comprar las medicinas que te han recetado», dice Gabriel. Le suplico que se quede, que lo deje para mañana.

Esa noche, como es de esperar, no tengo sueño y paso la noche en vela. Gabriel tampoco logra dormir. Viene junto a mí.

«¿Crees que a veces quiero demasiadas cosas?»

«No, no lo creo.»

Hemos cambiado el dormitorio por el suelo del salón. Permanecemos a oscuras mirando hacia las luces de la ciudad y hablando en voz baja. A veces, Gabriel se levanta y va a la cocina para comer algo. Yo no tengo apetito.

Veo en la entrada el sobre alargado marrón. Serán los papeles que tengo que firmar, identifico el logotipo del bufete de Olimpia Vergara. Olvido pedir a Gabriel que me los acerque, en una de sus idas a la cocina; los firmaré al día siguiente, sin prisa.

Gabriel y yo hablamos de lo que haremos cuando mi operación quede atrás y me recupere de esta situación, como la llamó el médico joven.

La palabra nos parece oportuna y neutra: ahora estamos en medio de la
Situación
.

Mi ánimo en ese momento se empeña en ser positivo; sólo quiero que mis heridas nuevas cicatricen y pueda hacer el amor con Gabriel durante otros seis días sin parar, los mismos que me han escamoteado en la clínica.

Me deprime pensar que nos pasamos la vida compensando lo que se nos escamotea por todos lados.

«Eres el amor de mi vida», le digo.

«Lo sé.»

Me acaricia el cabello como sólo él sabe hacerlo. Tenemos un lenguaje común, una simetría que compartimos.

Le confieso por primera vez que me gusta su idea del viaje insospechado, de irnos fuera de aquí, aunque sea camuflándonos en otras vidas en la misma ciudad. Todos nos creerían muy lejos, pero estaríamos ahí, en cualquier calle, sin haber salido del mismo entorno, transformados. Me habla de ese Parque de Berlín como de un punto de partida, aunque para ese Ronie haya sido uno de llegada. Me quiere hablar de Ronie, pero en realidad Gabriel no sabe mucho de su vida.

«Me sentiré mejor mañana por la mañana», le digo a Gabriel, algo fatigada.

Sin embargo, al día siguiente todo empeora. La
Situación
no sólo no se ha mitigado, sino que enseña sus garras. A primera hora de la mañana vuelvo a tener una incontrolable somnolencia, los párpados pasan a ser de plomo; esto es normal, me lo han advertido ya, pero lo anormal es la hemorragia.

Mi flujo sanguíneo se vuelve un caos.

Empiezo a sangrar abundantemente: primero el hilillo brota por la nariz, como en la clínica, luego otro, más ancho, se abre camino por un oído, y un tercero sale por el lagrimal. Enseguida llega lo peor: una de las cicatrices se abre, algo ha reventado en la costura de mi pecho. El
shock
es el de una hemorragia generalizada.

Busco toallas de papel, pero no sé por dónde empezar a aplicármelas.

De repente, me sobreviene una crisis térmica. Regresan los temblores. Gabriel me abraza y me frota con fuerza, pero su energía es insuficiente para que recupere el calor. Estoy helada pese a que la calefacción de la casa está a tope. La hemorragia crece y yo tirito. Es obvio que algo agudo me está pasando.

Gabriel llama a una ambulancia del Samur. Diez minutos más tarde estamos de vuelta en la Ruber. Voy tapada por una manta térmica y temo desvanecerme otra vez de un momento a otro. «¡Veinticuatro horas tan sólo de libertad!», intento bromear por el camino, pero mis palabras salen rotas de mi boca.

Gabriel no sonríe, se concentra en dominar su ansiedad; no imaginaba este regreso tan inmediato. A ratos me mira incrédulo mientras me toma de la mano. Todo su ser se resiste, se convulsiona por dentro. Sé que su mirada, cuando se encuentra con la mía en el traqueteo de la camilla en la cabina, dice que, como yo, odia las ambulancias. Oímos la sirena. Es un sonido espantoso.

Ahora, en este momento en que escribo, estoy otra vez ingresada. La hemorragia, al parecer, ha remitido. Los médicos están desconcertados, pese a haberla contenido a tiempo. No le encuentran explicación. Tengo la sensación de que el verdadero sueño ha sido creer que salía de aquí. Y he despertado donde estaba: en la misma cama de la misma clínica.

Y sin embargo, algo me apremia, pero no sé qué es...

GIOTTO. La torre, para satisfacción del Comune, por fin avanzaba. Construyeron el primer cuerpo, el que tenía que ser el más robusto, con los contrafuertes en forma de pilastras poligonales. Mucho hablaron en Milán Giotto y Baldasarre acerca de esas pilastras, y del ingeniero aprendió el grosor y la profundidad que debían tener. Ahora sí parecían sostenerse, lo que le daba gran solidez al campanario, y permitiría a los restantes cuerpos ser a cual más liviano, con altísimos ventanales góticos. Luego, en sorprendente poco tiempo, levantaron el segundo cuerpo, llamado «el de las estatuas» por las hornacinas exteriores que Giotto previó ubicar alrededor. Pero justamente aquí regresaron los problemas a la torre.

El 17 de septiembre muere el obrero Simone Roncegli, nacido en Rosso de Lucca, casado con Rinalda. Y el 21 Paolo Techino se precipita al vacío desde un andamio y cae encima del cuello de Apulio Cardone, que queda impedido para toda la vida, mientras Techino fallece en su casa al día siguiente. Era de Brescia y su mujer, Eugene, lo llora sin consuelo. Esa misma semana, la
malfattrice
se llevará otro muerto más, un aprendiz de dieciséis años, Zacco, bastardo. También hay heridos de vez en cuando y siempre familias rotas.

Un día, el más extraordinariamente hermoso que creyó haber vivido, Giotto notó su propio aliento pútrido. Otro presagio por escrutar. Se sintió desanimado por ello. Lo interpretó a la baja, con excesiva fatalidad y melancolía, como la confirmación de que no verá jamás la torre acabada. La contraposición de la belleza de aquel día de otoño con el mal hálito de su boca no le permitía hacer otra lectura del futuro. La torre maquinaba contra él, era su enemiga, nunca podría vencerla, ésa es la verdad que habrá de asumir. Aquella torre, aún inexistente, había ganado sin nacer siquiera, y si algún día nacía, sería ya sobre las hierbas de su tumba. Esto fue lo que adivinó el maestro al percibir su propio aliento.

A los pocos días, volvió a repetírsele la halitosis. Su hija Chiara le había preparado uno de sus platos preferidos,
martinacciata
con cebollas guisadas. Siempre se había perdido por un guiso de caracoles. Giotto tuvo una mala digestión y se vio obligado a pasar varios días postrado y lamentándose de su estómago enfermo. Interpretó de nuevo aquella dispepsia como el mensaje de que en adelante todo placer se vería frustrado de inmediato.

Comenzó a lamentar ser tan viejo. Pero no por la torre, a la que ya daba por perdida, sino porque nunca podría volar como soñó. Y la vejez lo encerró en sí mismo. Cuando miraba hacia el lugar donde siempre quiso ver la torre, pensaba ahora en otra cosa muy diferente y, elevando el cuello hacia el cielo vacío, decía:
«Dove c’è l’uccello
?», pero todos se quedaban atónitos porque nadie sabía a qué pájaro se refería.

No llegará a ver las ventanas góticas que proyectó y que tanto le gustaban. Al poco de iniciarse el tercer cuerpo, el Campanile se vino abajo por tercera vez. Había llegado demasiado lejos, ciertamente. La
malfattrice
lo había engañado otra vez como una mala pécora, lo había puesto caliente como un toro, se lo había llevado a la cama con embustes, le prometió el éxtasis de la mayor fornicación... y en el momento en que ya no podía más de deseo, se había disuelto en la nada.

Entonces Giotto lo paralizó todo, suspendió las obras, asumió la derrota y se presentó ante el Comune y los priores de los gremios para dimitir. Devolvería el dinero que le habían adelantado, onza a onza. No le pidieron que se quedara. La despedida fue cortés y respetuosa, pero rápida: cerraron enseguida la puerta en cuanto salió de la sala plenaria. Dejaba aquel encargo que tantos sinsabores le había dado y tanta desgracia había traído a sus conciudadanos. Dejaba también la ciudad, se retiraba a Mugello, o al huerto de los franciscanos de Asís, a morir en paz.

Si algo lo retuvo un poco más en Florencia fue, sin embargo, la noticia del fallecimiento de su amigo Baldasarre en Milán. Le informaron de que le había legado un gran cofre con todos sus escritos. La valiosa herencia, de valor incalculable para el pintor, estaba de camino. ¿La recibirá a tiempo? El tiempo es lo que le falta. Se muere de curiosidad por saber qué habrá en aquel cofre, y si será cofre o baúl. Por la tardanza en el tiempo invertido en recorrer la distancia de las dos ciudades, promete ser de gran tamaño. Pero se retrasaba. Al final, al cabo de casi un mes sin que apareciesen los portadores del legado, desilusionado una vez más (¡cómo no leer un mal presagio en esa nueva frustración!), dio órdenes de que si llegaba algún día, se lo enviasen a Mugello... si aún estaba vivo.

En cuanto a su capataz, Gabrielle Cacace, desapareció misteriosamente, igual que había llegado. Giotto quiso despedirse de él, pero no lo encontró. Dicen unos que quedó irreconocible entre los cuerpos aplastados del tercer derrumbe. Muchos otros dicen, en cambio, que se puso un arnés con un invento volador y se mató al saltar desde un tejado, en una calle cerca de San Marcos. Otros, muy pocos, incluso juran que salió volando y que llegaron a verlo.

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