El mapa de la vida (50 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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En ese momento, uno de los guardias, el alto, hace un movimiento ambiguo con la mano. Confundido, el hombre del traje de payaso serio dispara la pistola de señales. El guardia alto se impulsa hacia un lado y casi cae a la vía, pero esquiva el proyectil con agilidad. Sin embargo, en su trayectoria hay alguien más: un muchacho de doce años, a quien la bengala da de lleno en el pecho. Una fatalidad, no debía estar allí, había salido demasiado temprano de casa para ir a clase.

El chico cae hacia atrás, soltando los libros de texto que lleva en el brazo. Los auriculares del
iPod
se desprenden de sus oídos. Su mochila le amortigua la caída. Todo es muy rápido. El proyectil le ha quemado la ropa, produciendo una llamita, y luego la piel, y le ha hecho una gran herida que le afecta a los pulmones. Un hombre le quita la bengala ardiente y la arroja a la vía.

Sigue en el suelo cuando los guardias de seguridad reducen al hombre del traje de payaso serio con brutales golpes de porra en la cabeza. Éste profiere chillidos agudos; a algunos de los pasajeros, conmocionados aún por lo que está sucediendo, el hombre les da lástima. El chico es atendido en el suelo por dos mujeres que se identifican como auxiliares de enfermería y por uno de los guardias. No comprende qué le ha pasado ni dónde se encuentra; al caer, casi al rozar el suelo, alguien le ha oído decir: «Mamá.»

Pero su madre no está desde hace diecinueve meses, cuando murió en otra estación, la de Santa Eugenia, y en otro tren, uno de Cercanías, justamente tres días antes del cumpleaños de su hijo pequeño.

El muchacho mira al techo y cierra los ojos desmayado. El ángel sabe que es un desmayo como el que tuvo su madre cuando perdió la mandíbula antes de morir desangrada en aquel tren. Por unos minutos, los dos desmayos están fundidos en una sola imagen sostenida en el tiempo, ojo sobre ojo, boca sobre boca, pómulo sobre pómulo. No respiran. Los médicos forenses dijeron que la mujer permanecía inconsciente cuando murió. Se llamaba T, era ama de casa y tenía cincuenta y cuatro años.

El chico, en cambio, abre los ojos en la ambulancia que lo lleva al hospital. Cree haber visto a su madre, pero enseguida se le borra esa impresión. En cuanto al moldavo del traje de payaso serio, Gabriel pudo averiguar que fue expulsado del país.

INTERSECCIÓN. Schmiechel llamó finalmente al móvil de Gabriel. Él sabía que lo acabaría haciendo, no se sorprendió. Cogió el teléfono y subió a la azotea para hablar a solas.

—¿Gab?

—¡Ah! Hola, Paul.

—¿Cómo estás, amigo?

—Esperaba tu llamada.

—Me lo he pensado un poco antes de llamarte, no creas. Tu email era bastante escueto y cortante. Imaginaba que estarías molesto por lo de Eva.

—Sí, la verdad es que lo estaba, por lo de Eva y por todo lo demás. Pero ya ha pasado. Ahora me da igual. ¿Qué quieres?

—Vale, no estás muy simpático. Lo comprendo, lo comprendo, vale. Vamos al grano, aunque siento mucho ese enfado, Gab, de veras.

—Vamos al grano, Paul, por favor.

—Ok. ¿Qué me dices de ese rediseño para Budapest?

—Te digo que no. No lo haré. ¿Sólo querías hablar conmigo para eso? Te podrías haber ahorrado la llamada.

—Te lo podemos pagar mejor que nunca. ¿No necesitas dinero?

—No me interesa. Buscaos a otro. En realidad, ya no trabajo en lo de antes.

—¿Ah, no? ¿Y en qué trabajas ahora?

No se le ocurría nada que pudiera pasar por lógico. Pensó decirle que ahora trabajaba en una especie de investigación. No mentiría: al fin y al cabo era lo que hacía por Madrid, investigar la ciudad. Desistió de darle pistas; si no, vendría detrás una cadena de preguntas por su parte. Schmiechel era un perro de presa.

—Déjalo. Nada que ver con lo tuyo. ¿Qué me dices de Eva?

—¿De Eva? ¿Pasa algo con ella?

—¿Vendrás a verla?

Hubo un silencio por parte de Schmiechel.

—Oh, sí, probablemente, ya te dije en el email lo que siento por ella. Pero Eva aún no sabe que iré. Tal vez la sorprenda con mi llegada. Me acercaré pronto por Madrid.

—¿Negocios otra vez?

—No, sólo Eva.

—No creo que te esté esperando, Paul.

—No, no me espera, es verdad, pero quizá se alegre de verme.

Ahora el largo silencio era por el lado de Gabriel. Se recreó en prolongarlo.

—¿Hola? ¿Se ha cortado? ¿Gab?

—¿Sí?

—Parecía que no seguías en la línea.

—Me preguntaba si sabías con quién está ahora.

—¿Quién, Eva?

—Sí, ella.

Schmiechel carraspeó. Gabriel había acertado de lleno: Paul no sospechaba esa pregunta.

—¿Está con alguien? ¿Aquel médico egipcio del que me hablaste?

—Sí, con él.

—No puede ser. No te creo, Gab.

—Créeme, Paul. Los he visto juntos y también los han visto juntos otros viejos amigos. La cosa va en serio. Y es más joven.

—¿Quieres decir más joven que tú?

—No. Quiero decir más joven que tú, Paul.

—Samuel Beckett decía: «He aquí al hombre íntegro arremetiendo contra su zapato cuando el culpable es el pie.»

—No tienes nada que hacer, Paul. Déjate de citas de crucigrama. Tienes cero posibilidades. Lo siento por ti.

Otro silencio. Esta vez mucho más incómodo. A Schmiechel le habían escocido mucho aquellas impertinencias. Estaba siendo muy cruel. Volvía a ser Dumah. No sabía por qué le quería hacer ese daño. Se arrepintió, lo imaginaba más viejo aún y más ridículo metido en su ropa cara y antigua.

—Entonces, Gab, no contamos contigo para la atracción de Budapest. ¿Es correcto? ¿Lo puedo decir así en Tawalthorn?

—Bien, Paul, siempre directo al grano. Así esta llamada es profesional y la podrás imputar a gastos. Sí, es correcto.

—Bueno, pues... cuídate, Gab. No creo que vuelva a llamarte nunca más. No veo la necesidad. Quizá en mi jubilación.

—Lo sé. Cuídate tú también. No te echaré de menos.

Schmiechel colgó en Zúrich o dondequiera que estuviese.

Ese mismo día, Sayyid pulsó el timbre de la puerta del tercero. Le abrió una mujer de tez morena.

—¿No está Lorenzo? Creí que me abriría él. Hace unos días que no lo veo por aquí.

—Sí, sí está. Pero está enfermo.

—¿Muy enfermo?

—No sé, no creo, sólo está en la cama con fiebre.

—¿Es algo serio? Soy médico.

—No, sólo tiene un resfriado. Pero si quiere pasar, adelante. Parece que lo conoce.

—No, mejor no, gracias. Otro día. Él y yo nos vemos en la escalera algunas veces. Bien. Entonces me dice que ya le viene a ver un médico, ¿no?

—Sí, ha venido un médico. Verá, yo sólo soy su tía. Su madre ha salido, pero creo que sí vino un médico ayer. ¿De verdad que no quiere pasar?

—No, de verdad, gracias.

—De todos modos, Lorenzo está dormido, así que para qué.

—Bueno, sólo quería saber por qué no lo veía últimamente. Es un niño especial. Me voy.

—Usted es el vecino de arriba, ¿no? Extranjero también.

—Sí. Extranjero.

—Lorenzo habla de usted a veces.

—Ah. ¿Y qué dice de mí?

—Que es un hombre al que no le gustan los gatos.

—No, no me gustan.

—Y que no tiene madre.

—Sí, es verdad, mi madre murió.

—También dice que es un soldado o algo así. ¡Un espía, eso ha dicho! A él le encanta jugar a eso, a ser espía y vigilar a la gente.

—Ya le digo que sólo soy médico. Me voy.

—¡Claro! Es que nosotros nos reímos cuando Lorenzo lo dice. ¡Un espía en nuestra casa! ¡Qué pavada! Pero él dice que los dos son espías y que tienen mensajes en clave y esas cosas. La verdad, es de risa, tan mocoso y tan serio.

—Dígale que pregunté por él. Cuando se ponga bueno, que suba a verme, si quiere. Los espías siempre tenemos secretos nuevos entre nosotros.

—No me haga reír. Y no le meta eso en la cabeza.

Después de hablar con Schmiechel, esa misma tarde Gabriel hizo una llamada muy distinta.

—Comisaría Superior. Dígame.

—Hola, buenos tardes. Quería hacer una consulta.

—¿Una consulta sobre qué asunto?

—Sobre un tiroteo. Verá, el otro día hubo un incidente con un arma en el Metro y creo que hirieron a un niño.

—¿En qué estación de Metro ocurrió eso?

—En la estación de Tribunal, por lo visto. Quería saber...

—Mire, tiene que llamar a otro número. Aquí no atendemos estas llamadas. Le daré el de la Comisaría de Distrito. Tome nota.

—¿No me puede pasar usted?

—No. Tome nota.

Hubo una breve interrupción y sonó el ruido de un contestador automático. Una voz grabada de mujer dijo el número dos veces: 91447447. Lo marcó de inmediato.

—Comisaría del Distrito de Centro. ¿En qué le puedo ayudar?

—Verá, llamo por un incidente que ocurrió hace unos días en la estación de Tribunal.

—¿Qué tipo de incidente?

—Un hombre sacó un arma y amenazó a los pasajeros. Creo que resultó herido un niño.

—¿No recuerda el día exacto?

—No, pero tal vez fuera hace tres o cuatro días, no más. Vino en la prensa.

—¿El niño murió?

—No, el niño vive, según los periódicos. En realidad quería informarme acerca del hombre que disparó.

Oía el teclado de un ordenador y una profunda aspiración. El policía estaba buscando en el registro.

—No tenemos constancia de un tiroteo en la estación de Tribunal, lo siento.

—¿Y de ningún otro incidente en ese sitio?

—Hay una detención por parte de los guardias de seguridad. Pero ellos no sacaron sus armas, por tanto no figura como tiroteo. Un hombre hirió a un muchacho. El informe no indica cómo. Lo trató el Samur.

—¿Indica el informe de dónde salía ese hombre?

—No le entiendo.

—He leído en la prensa que algunos testigos decían que salía como del túnel. Ya sé que no es muy lógico, pero lo decían.

—Tal vez fuera personal del Metro.

—El periódico no dice nada de eso. ¿Hay pasadizos secretos en el Metro, quiero decir partes que no se conozcan o estén selladas?

—Lo ignoramos, eso se lo tienen que decir en la Compañía Metropolitana o en la Concejalía de Transportes. Llame al ayuntamiento.

—Pero ¿no quieren investigarlo ustedes?

—Sólo investigamos a raíz de la denuncia de un delito.

—Hay un delito. El hombre disparó contra el chico. Casi lo mata. Fue con una bengala, según la prensa. Tiene que ser un delito, ¿no?

—No hubo denuncia.

—¿Y qué ha sido de él?

—¿Del hombre? Ya lo tengo en pantalla. Lo estoy leyendo ahora. El hombre tuvo un trastorno transitorio. Fue reducido. Se le curaron las heridas y se le puso bajo custodia de la embajada de su país. Aquí consta que fue expulsado. En el informe indica que se presentó como payaso de circo. Ésa debía de ser su profesión.

—Eso no es lo que me interesa.

—¿Entonces qué le interesa? Me está haciendo perder el tiempo.

—Me interesa saber de dónde salió.

Estuvo a punto de decirle al policía que él sí sabía de dónde había salido, incluso podría jurar que ahora ese hombre no estaba de vuelta en su país, que tal vez debería investigar qué daban de comer a las fieras en el zoo.

—¿Sabe cómo es el circuito de la comida que dan a los animales salvajes en el zoo?

—¿Qué?

—No, perdone, es una pregunta más personal de lo que parece.

—Mire, llame al zoológico. Nosotros no sabemos nada de eso. Y estamos muy ocupados.

Lo dejó estar. Tal vez se metiera en líos para nada. El policía quería acabar ya.

—Tomo nota de lo que me dice y pasaré un parte para que lo averigüen. Puede que sean obras en el Metro y se les cuele algún ilegal de los muchos que hay por esa zona, como por lo visto era ese hombre. ¿Lo conocía?

—No.

—¿Y al niño?

—Conocí brevemente a su madre.

Tres días antes llamaron de la Clínica.

—Por favor, ¿la señora Zubiri?

—Soy yo. ¿Qué desea?

—Llamo de Ruber Internacional. Es en relación con su ingreso. Ya hay una fecha programada. Nos ha dicho el doctor Collar que lo estaba esperando, ¿verdad?

—En efecto.

—Hemos elegido el 22 de noviembre, a las once horas. ¿Le viene bien ese día?

—Espere un minuto. Sí, sí, me viene bien. Es el martes que viene, ¿no?

—Sí, ese martes. ¿Alguna duda o alguna pregunta?

—Ahora no se me ocurre ninguna. Sólo ésta, quizá: ¿podré ir acompañada?

—Por supuesto que sí, no hay ningún problema. Ah, debe venir en ayunas. Recuérdelo. Y traiga el historial. Bueno, no, el historial ya está aquí, perdone, me he despistado.

—¿Sabe si será el propio doctor Collar quien haga la operación?

—Sí, en la hoja que me han pasado es lo que pone. Él y un ayudante. También el doctor Aranda, como observador, a petición suya. Muy bien, no lo olvide: el martes 22 la esperamos. Adiós.

—Muchas gracias. Allí estaré. Adiós.

En otro lugar, otra llamada:

—Olimpia, soy Santiago.

—Hola. Te he reconocido.

—¿Quieres tomar algo?

—No, estoy trabajando en el bufete. No me apetece tomar nada. Prefiero estar sola. Además, ya hemos hablado de esto. Me refiero a lo de cenar, salir y todo eso.

—No. Olvídalo, no es lo que te imaginas. No te llamo por eso. Es otra cosa.

—Porque ya sabes que no tengo aventuras con clientes. No salgo con ellos.

—No te llamo para salir.

—¿Qué buscas, entonces?

—En realidad sólo quería comentar con alguien que hace un minuto sentí algo. Nada más.

—¿Y qué es lo que has sentido tan especial?

—La punzada aguda de haber cometido un error irreparable.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—No, en la vida. Un error irreparable en la vida.

—¿Y me llamas sólo por eso?

—Sí, sólo por eso. Ha sido un dolor muy intenso. No sé si sabes de qué te hablo. No importa que no lo sepas. Eres muy joven. Quería decírselo a alguien y, ya ves, resulta que cuando me ocurren estas cosas, lo único que tengo a mano es tu número y te llamo.

—No, nunca lo he sentido todavía.

—Es un momento terrible y muy solitario, un duelo cara a cara con uno mismo.

—Suena a película.

—No, no, espera. Hablo en serio. Lo peor, Olimpia, es que, cuando sucede eso, y estás cara a cara contigo, te das cuenta de que no sabes de qué error se trata, y te sientes extraviado en el pasado como un niño. ¿Comprendes?

—No demasiado. No he pasado por ello.

—Iré a tomar una copa o dos. ¿Seguro que no vienes?

—No, no voy. Te lo he dicho, me quedaré en el despacho. Ya te he escuchado. No debe ser fácil, supongo. Me refiero a lo que dices del error. Pero mejor dejarlo aquí, a distancia.

—Tal vez. No importa mucho. Ya pasó.

ADA.
Qué me va a ocurrir exactamente.

Es la noche anterior a la operación. Gabriel duerme. Yo no puedo. Nunca puedo en noches así. Anoto lo que siento, y empiezo por esta frase, repetida muchas veces en vísperas como ésta: «¿Qué será de mí mañana?» Dramatizo, lo sé, siempre lo hago. También sé que no pasará nada, porque estará él.

Nunca hasta ahora me había despertado en mitad de la noche, incapaz de dormir porque al día siguiente tenía que pasar otra vez por el quirófano, y había visto al hombre que amaba a mi lado, con su brazo estirado, posado sobre las sábanas mientras buscaba mi cuerpo acurrucado de madrugada. El brazo grácil y aventurero de Gabriel.

En todas las operaciones anteriores, o estaba Santiago o estaba sola. En las que hubo después del atentado, casi todas en el hospital, siempre estuve sola.

Tres o cuatro veces en mi vida he tenido esta sensación de autoengaño premonitorio. «No pasará nada, no pasará nada», me he cansado de decirme en esas ocasiones.

Lo único que pasaba en realidad era que mi cuerpo se iba transformando en un cuerpo diferente. Eso es lo que pasaba. El espejo me lo decía, y yo le suplicaba a mi cerebro: «¡No mires!»

Me han operado ocho veces en la vida, de las cuales cinco han sido después del atentado. La de mañana es la novena vez que mis neuronas superarán la anestesia, la sajadura del bisturí, el mal sabor de boca del despertar, y el nauseabundo mareo que me dura veinticuatro horas.

Me he acostumbrado a la sensación de quemazón y tirantez en mi pecho, después de cada sutura. Me quitaron también algunos ganglios en alguna de esas operaciones. Por eso mi brazo izquierdo retiene líquidos y se hincha.

Creo que estoy preparada otra vez para el dolor. Pero no resisto el dolor como antes, como cuando di a luz a mis hijos.

Los trenes me han resquebrajado por dentro, en materia de dolor.

El doctor Collar me ha explicado cómo será esta novena operación. «La tarea que nos espera por delante no reviste ninguna complicación, estese tranquila.» Fue lo primero que me dijo cuando lo llamé hace unos días para que me diera cada detalle.

Esa vez vuelve a ser paternal conmigo, pero sus palabras me suenan a manido protocolo de médico viejo. ¿Qué cirujano te avisa de una complicación? Ninguno. Si las hay, ya las justificarán luego como insalvables. Otra vez pienso en suplicar.

Luego ha pasado a relatarme el proceso: «Habrá varias sesiones, como ya le dije la primera vez, o sea, varias operaciones: en la primera, ya que va a ser de expansión cutánea, le estiraremos la piel y le colocaremos un expansor, que es como un globo, debajo del músculo.»

Le he aclarado que en mi caso no existe músculo, sino injertos sobre injertos. Colgajos. ¿No es ésta la palabra para esas porciones de piel o de carne que cuelgan en la herida?

«Doctor, se va a encontrar con un hundimiento, como una pequeña depresión, ¿no se acuerda?, quiero decir que no hay mucho músculo ahí», le digo.

Él se extraña: había vuelto a olvidar el jodido origen de todo el asunto, sin embargo no le ha dado ninguna importancia. Ha dicho: «Si hemos de hacer más injertos para rellenar, los haremos. Por favor, no es más que una simple operación de estética.»

No sé si me está tomando el pelo.

Prevenciones y advertencias

A continuación ha llegado el turno de las prevenciones y las advertencias. «No se alarme, pero a veces, no siempre, puede sobrevenir una contractura capsular.»

«¿Qué es eso?», pregunto.

«El expansor se pone rígido», responde Collar. «Duele un poco, como un pinchazo fuerte pero pasajero. Puede acompañarse de supuraciones indeseadas. Ninguna de las dos cosas es motivo de preocupación, créame.»

«¿Cómo que no habría de preocuparme?», exijo saber, sobre todo si ya me avisa de un dolor que va a llegar fatalmente.

«Si eso ocurriera, abrimos otra vez y sustituimos el expansor capsulado por otro nuevo. Tan sencillo como eso. No es más.»

Sigo creyendo que me toma el pelo.

«¿Y qué hago con el dolor?», pregunto. Collar responde mecánicamente: «Le daremos Nolotil inyectado.»

Me cuenta que el expansor se irá rellenando cada cierto tiempo de suero salino, mediante una válvula que colocarán bajo la piel. «Pero de esto ya hablaremos pasada la operación. Todo va orientado a que el músculo pectoral se dé de sí y luego podamos retirar el expansor y colocar en su hueco la prótesis mamaria de silicona que hayamos elegido. Por cierto, ¿ya la ha elegido, no?»

«Sí, ya lo he hecho», contesto. La elegí hace unos meses, un día que volví sola a la Clínica, sin decir nada a Gabriel ni a nadie. La elegí sola, por pudor.

Fue como ir de compras a elegir un vestido que tal vez no te queda bien, pero que tienes que comprar obligatoriamente: tu fondo de armario ha quedado obsoleto o te lo han saqueado. En mi caso, me robaron ese pecho. La enfermera que me atendió me pedía que me sujetara la prótesis con mi mano, se alejaba un poco y movía la cabeza: «Ésta no, ésta sí, ésta mejor, ésta muy pequeña...» Parecía que me probaba ropa en una boutique.

Collar también me hace una advertencia: dentro de unos meses tal vez me percate de que no existe una total simetría con la otra mama. «Muchas se asustan, no se reconocen. Pero eso es absolutamente normal, sólo lo notará usted, los demás ni se fijarán. Será insignificante, casi como les sucede a las no operadas. Ya sabe que los pechos jamás son simétricamente idénticos.»

El mundo de golpe se me representa sencillo y elemental. Se divide entre las operadas y las no operadas. A partir de ahí se abren todas las demás ramificaciones del universo femenino.

«Afortunadamente, las mujeres somos asimétricas por definición», le digo.

Le pregunto luego cuántas operaciones en total habrá que hacer. «Si todo va bien, tres. Pero la más larga y complicada es la primera. La razón es que en su caso vamos a aplicar una técnica mixta, ya que injertaremos también parte del tejido del costado, muy poco, para fortalecer la base, y habrá que rehacer la aureola y el pezón, etcétera.» Mientras habla, pienso que me espera un largo camino.

Mañana toca afrontar la larga y complicada, la primera.

Leí una vez en Spinoza: «La alegría nunca es directamente mala, sino buena; en cambio, la tristeza es directamente mala.»

Pronto amanecerá. Me siento en la cama. Estoy desnuda, como cada noche. Con suavidad despierto a Gabriel para decirle: «Amor mío, a partir de mañana nunca más me verás así.» Al decirlo, me echo a llorar, quizá de esa alegría que es directamente buena.

GABRIEL. Llegó aquel martes 22 de noviembre, el día de la operación. Por la mañana, Ada despertó a Gabriel muy temprano, aún era de noche en la calle, y le pidió que le besase el hueco de su pecho. Los labios de Gabriel recorrieron esas cicatrices por última vez. Ella se puso a llorar. Él la animó. Sonaba en la radio de algún vecino una canción de los Beatles cuya letra conocía de joven:
Are you gonna be in my dreams tonight?
¿Estarás esta noche en mis sueños?

Fueron los dos solos. Ada no quiso avisar a nadie de lo que le iba a ocurrir ese día. Condujo ella hasta la Clínica. Bromeaban durante el trayecto. Esa mañana había demasiado tráfico en algunas calles, los cinturones de la ciudad estaban atascados y se encontraron con largas retenciones; se habían anunciado lluvias y el asfalto estaba húmedo, pero no se dieron cuenta de cuándo había llovido. Aun así, llegaron a la zona de Mirasierra muy pronto. El ingreso estaba previsto para las once, pero eran las diez cuando aparcó el Fiat en el pequeño
parking
del bulevar de entrada. ¿Cómo era aquella otra canción sobre bulevares, de Delerue?

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