Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
El mundo se había detenido dentro de la cueva. Qué más les daba. El cuerpo del joven lucía marcas rojas recientes. También el suyo. Marcas de las manos cuando presionan, remotas huellas de un abrazo y de unos dientes. Metía su nariz en el cuerpo del joven como si fuera la primera vez que se enfrentara a su olor, pero era el olor que la acompañaba siempre, en el que se abstraía y que la paralizaba en mitad de las duras tareas de la casa, cuando llenaba ánforas de agua, esquilaba ovejas, limpiaba candiles de aceite, apiñaba leños para el horno y tejía mantas para su hijo. Amaba ese olor que la transportaba a su otro mundo. Se había hecho una mujer demasiado rápido, ya no sentía ninguna vergüenza.
Le preguntó al joven si quería que detuviera su mano. Él le dijo que no.
La cueva del desierto en la que estaban era fresca, y ambos lo agradecían. Permanecieron desnudos sobre el suelo de arena compacta, sudorosos y colmados después de haber hecho el amor. Sus músculos relajados conservaban aún la extenuación de la pasión imperiosa; la pasión que nacía en esa frontera entre el final de un largo año sin haberse visto y el inicio de otro en que no se verán. Amaban esa isla del tiempo en sus vidas, pero Miriam nunca sabía cuándo iba a ocurrir ese momento de dicha, porque sucedía cuando el ángel lo quería. Ella siempre estaba preparada para ir a su encuentro en el desierto, donde a veces lo esperaba durante días y días, sin verlo aparecer. En ocasiones creía que se trataba de figuraciones suyas.
Ya hacía tres años que había muerto Yosef y, tras ser perdonada por la familia de su marido y acogida de nuevo por la suya propia, Miriam se había casado hacía poco con un hombre llamado Simón, mercader de ungüentos y muy devoto, tan bueno como el anciano Yosef. Simón provenía de Rakkat, en la ribera del Genesareth, y había llegado a Nazareth con una caravana siria cuando era un niño; había hecho negocios con Helí, el padre de Miriam, y era su amigo. Ella no lo amaba.
Recostada sobre el joven en la cueva, le hablaba de que sentía que había llegado a la mitad de la vida y que, sin embargo, sentía igualmente que sólo había vivido una sola experiencia única, larga y continua, como si fuera una piedra lanzada que aún estuviese en el aire sin haber caído todavía. No sabría ponerle nombre a esa experiencia, tal vez la palabra «madre» fuese la adecuada. O tal vez la de «desgracia». O la de «amargura». Si bien la exacta era «incomprensión». Pero el ángel le dijo que no había llegado a su cénit, que su futuro llenaría aún dos veces más su edad de hoy. Y que la palabra adecuada para explicar su corta vida debería ser «curiosidad». Miriam se alegró en el fondo porque cuanto más viviera, más lo vería a él.
Se notaba temblar, pero no de frío, sino de estremecimiento por el deleite de estar allí. Oía que fuera de la cueva decían su nombre, alguien la estaba buscando; pero no la hallarían fácilmente porque estaba muy dentro de la caverna, y ella no pensaba responder. Se desentendió de esas lejanas voces. No quería salir todavía.
Miriam también le dijo al joven que había aprendido a tocar un instrumento, una especie de flauta dulce. Su pequeño se reía al oír aquella música y agitaba los brazos. La risa de su hijo era hermosa, pero también era lógico que ella pensara así, todo lo de su hijo era hermoso. Y quería que siempre lo fuera, aunque de pronto se dio cuenta de que eso sería más bien extraño, en el duro mundo en que vivían, donde había aprendido cruelmente las penalidades que aguardaban en el camino. Por eso, cuando averiguó que los hijos de Yosef querían quitarle al niño para borrar su delito con algo terrible, entre lo que podía estar su muerte, ella se casó con el viejo amigo de su padre. Quería evitar caer en el abandono de esas viudas vestidas de negro y apartadas de la vida pública. La aterró mucho que sus hijastros se llevaran al niño a hurtadillas, por la noche, y lo dejaran morir de frío en el desierto, o cosas por el estilo, poniendo fin así al fruto del adulterio, como se murmuraba en las casas de Nazareth. De ese modo, con la nueva boda, se cerraba la herida, zanjados pasado y presente en el ritual nuevo, y en la ciudad cesaron las habladurías. Aunque algunas patrañas posteriores crearon su fama de loca visionaria y eso atrajo a otra gente por la casa, sobre todo a falsos magos y a falsos profetas, quienes veían en ella a una igual.
A Miriam, en cambio, casada por segunda vez, se le iban las horas y los meses en añorar la niñez que se le había quedado atrás, ese tiempo en que se sabía parte del mundo sin tener que preguntarle a su madre Hannah qué era el mundo; era aquél un tiempo de fiestas y danzas pero ahora sólo danzaba con el joven, cuando venía. ¿Era eso ser mayor?
También se le iba el día en anhelar ese encuentro, tan breve y anual, con el amado. Si su marido la tomaba, ella pensaba en el ángel, sólo deseaba al joven, cerraba los ojos y lo veía en su cabeza, y aunque respetaba la voluntad de Simón, la verdadera libertad la tenía con él, y libre estaba siendo ahora, en sus brazos, en aquella cueva.
Nunca se desnudó por completo ni ante Yosef ni ante Simón, pero sí lo había hecho muchas veces ante el joven ángel. «Con quien quiero unir mi cuerpo es contigo», le decía a él entre besos, y parecía el salmo de un compromiso. «No me importa lo que venga, no lo quiero ni oír. No me lo digas más. El ahora es lo que existe y lo que cuenta para mí, y tú, mi amor, eres siempre mi ahora», añadía, soltando una risa entre pesarosa y excitada. Luego decía que sabía que se hacía mayor porque quería que las cosas se repitieran, pero a la vez la asustaba que algunas se repitieran de verdad.
Todo eso por supuesto apenaba al joven ángel, quien sólo podía darle a la muchacha que amaba un atisbo de esperanza: «Ya es tarde, pero no del todo. Confía una vez más.» Pero en realidad el ángel hacía mucho tiempo que no sabía en qué debían confiar ninguno de los dos.
Después del silencio en que se sumieron, en voz baja, Miriam, interpretando el pensamiento que se escondía detrás de las palabras del joven, le preguntó al oído: «El amor de un ángel hace infeliz, ¿verdad?» Y el joven, doblemente apenado, respondió, también después de un silencio y también al oído: «Sí, me temo que a los dos.» Miriam entendió muy bien que en adelante serían un secreto hasta para ellos mismos. «Ojalá siempre fuera la mañana posterior a una noche contigo», pronunció ella para que se perdieran sus palabras en el eco de la cueva, de la que pronto tendría que salir.
ADA. Él estaba en el Finnegans. Sin clientes todavía por allí, pocas luces encendidas y la misma música de jazz de fondo, tan baja que convivía por igual con el silencio. Pensaba en Bud Powell, el pianista fetiche de Ronie. No sabía mucho de su vida, tan sólo lo que vio en Internet. Suficiente para él: que se llamaba Rudolph, que nació en Nueva York, que murió en Brooklyn cuarenta y cuatro años después, que se pasó media vida en psiquiátricos, que actuó en un concierto mítico en Toronto. Ronie buscaba un disco de Powell que perdió en alguno de los vaciados de su gran maleta de pertenencias:
Bouncing with Bud
; ahora Gabriel lo buscaba para él.
Ada le había anunciado su llegada por el móvil: venía de camino. Cuando colgó, fue consciente de toda la imprevisibilidad que Ada liberaba. O la liberaban los dos, en aquel tiempo. Algún día Gabriel los verá lejanos y, sin embargo, qué pocos años habrán pasado de todos esos acontecimientos. Nada les importaba más que estar juntos y buscar cómo compensar el tiempo que habían vivido el uno sin el otro. Algo imposible, ya lo sabían. Pero Ada, además, quería que cada día estuviera presidido por lo inesperado. Decía que era un hilo del que tirar para luego pasmarse por la sorpresa de su recorrido. «Cada día es una pieza que encaja», decía. «Lo que hay que ver es dónde encaja.»
Ada entró en el bar. Llevaba su gorra de pana en la mano. Lo buscó por el local recorriendo con la mirada la penumbra porosa. Al verlo, fue hasta él y lo besó en los labios, una, dos, tres veces. A él le alegró ver a Ada con tan buen ánimo.
—¿Qué tal? ¿Estás bien? ¿Dani está bien?
—Sí, claro. Todos perfectos. Lo dejé en su casa. Mejor salgamos, no tomaré nada —dijo ella, pero más que hablar expulsó el aire—. Tengo hambre. ¿Te apetece una pizza? Además, tengo un presentimiento.
—¿Un presentimiento? ¿De qué?
—De que algo va a ocurrir. Una tonta intuición, vámonos.
Caminaron hacia el
parking
de las Salesas. Ella propuso un italiano que estaba lejos de allí y requería ir en coche. Antes de llegar al aparcamiento, Ada vio el cuadro colgado de una pared, muy al fondo de una galería de arte. Una atracción poderosa se produjo en ese momento entre el cuadro y ella. En adelante, nada podría cambiarla.
Lo quiso a toda costa, de la manera como Ada quería las cosas, posesiva y dadivosa a la vez. Primero el cuadro fue sólo una mancha roja y pequeña que les llamó la atención a los dos desde el fondo de la galería. Cuando se aproximaron hasta el escaparate, vieron que era un cuadro de reducidas dimensiones, dominado por el color rojo; representaba a un anciano con una calva ovalada y muy delgado, de rostro negroide, tal vez el brujo de una tribu exótica, a la orilla de un lago africano. Los rasgos figurativos eran muy tenues y de lejos no se apreciaba su eficacia dramática. Desde luego, había algo especial en aquel cuadro, aunque no era excesivamente extraordinario; pero para los dos poseía cierta incógnita irresistible. Lo firmaba un pintor desconocido para ellos: Elstir. De él era también el resto de la exposición. No sabían de qué país procedía.
—En esta galería me conocen —dijo Ada—. ¿Lo compramos?
Él asintió, pero con la matización de que dependería del precio. A ella no pareció importarle esa observación.
Antes de comprarlo, fueron en primer lugar a por el coche. Dieron un pequeño rodeo por Colón debido al desvío de unas vallas policiales entre varios vehículos con los destellos azules de las sirenas encendidos. El operativo de seguridad imponía. El agente, que portaba un chaleco antibalas y subfusil, les dijo que se debía a que se esperaba en la Audiencia la declaración de unos islamistas ya detenidos y había habido amenazas. Además, lo más grave era que se había desmontado un plan para que un camión-bomba con un suicida explotara ese día. El objetivo era la Audiencia misma, pero la onda expansiva habría barrido varias manzanas.
—Si no les importa, den la vuelta y bajen por otra calle —dijo el agente.
Cuando por fin enfilaron la calle de la galería de arte, Ada aparcó en doble fila; Gabriel se quedó en el interior. Antes de que ella bajara del auto, notó que Ada temblaba y tenía pequeñas gotas de sudor.
—¿Por qué tiemblas? ¿Qué te ocurre?
—Nada. Es por lo que dijo el policía. ¡Un camiónbomba preparado! ¡Y pensaban hacerlo explotar aquí, hoy precisamente! —soltó Ada para liberar su tensión—. La gente normal no cree que pueda ocurrirle nada. Tú y yo ya hemos pasado por ello y sabemos que sí ocurre, que sin duda ocurrirá. ¿Qué nos pasa, amor? ¿Por qué siempre estamos en el lugar de la muerte? ¿Siempre nos va a tocar a nosotros esta lotería?
—Aún no ha habido ninguna muerte, Ada. Ni la habrá. Ya oíste al agente, dijo que desbarataron el plan. No hay nada que temer hoy.
(Sin embargo, pensó: ¿Y
él
? ¿Qué estará montando
él
, y dónde será, y para cuándo lo habrá previsto, y cuántas manzanas barrerá su onda expansiva?)
Ada respiró hondo y se calmó; más tranquila, entró en la galería. Como hubo una época en que allí había sido clienta habitual, todos la saludaban efusivamente y salían del despacho a verla. La conocían como Camelia Zubiri. Con Gabriel nunca utilizó su segundo nombre. Se tomaron su buena media hora para empaquetarlo. Ada, de hito en hito, miraba con una sonrisa nerviosa por la tardanza hacia donde él estaba.
Al fin volvió al coche con el cuadro. Con su mano decía adiós a la persona que la acompañó hasta la puerta; ésta agachó la cabeza con curiosidad para ver quién era la persona que había dentro del coche; quizá esperaba que se tratara de su marido o de su hijo, pero no pudo verlo bien porque se interponía el cuerpo de Ada. Le pasó el cuadro. Había dejado de temblar.
Envolvieron el cuadro esmeradamente en un papel acolchado. Ahora, en las manos de Gabriel, parecía más pequeño. Lo puso en el asiento de atrás.
Por delante se abrían las calles de Madrid. A Gabriel se le volvieron una retícula orgánica. Entonces se figuró la ciudad como un cuerpo, un organismo vivo, tal vez el cuerpo de Ada, y a ellos, en el coche, como un proyectil que penetraba por él. La bala-Fiat traspasaba la piel y las vísceras de la ciudad-Ada, producía sangre y destrozaba nervios. Se venía a alojar en el vacío-pecho. Una bala fingida en un pecho inexistente.
—Ada, si cierro los ojos te veo como una ciudad. Voy avanzando por ti, así, como un disparo —dijo.
—Siempre avanzas por mi cuerpo. ¿Y dónde estás ahora, en qué parte?
Él no respondió inmediatamente.
Alargó el brazo aún con los ojos cerrados y le palpó el hueco del pecho que pronto iban a rehacer.
—Apuesto que en la mejor plaza. Un lugar que amo. Una plaza clara y despejada. Justo aquí.
—Sí, conozco esa plaza. Es bonita. Ahora está en reconstrucción y no se puede ver bien —bromeó Ada.
El tejido blando de la ciudad, la vulnerabilidad de ese cuerpo, así veía él Madrid a la luz de lo que les dijo el policía del chaleco antibalas y de lo que sentía Ada. Cicatrices, manchas en la piel, marcas, eso eran ellos: huellas. Las calles también eran lo mismo: masa celular, forma humana, recuerdo físico. Ada y Gabriel fusionaron con Madrid, en una cosa que llamaban cuerpo, las calles, el amor, las heridas, el miedo y las risas.
Hay un Madrid que se prolonga y se prolonga, como en los sueños, repitiéndose y continuándose en sí mismo, calle a calle. Gabriel amaba ese Madrid. Y Ada lo amaba también. Por ese Madrid avanzaban con el Fiat. En la particular odisea de los dos, él buscaba una catarsis que le haría otro; Ada, en cambio, iba en pos de la reconstrucción de su vida y de su cuerpo, necesitaba ser mirada; y las dos reconstrucciones se unían como vasos comunicantes, o eso creían.
Sayyid lo habría llamado una purificación, y tal era precisamente lo que tratará de conseguir él a toda costa, fuego y dolor, onda expansiva. Qué expresión tan clarificadora: Sayyid era el hombre que buscaba tan sólo una onda expansiva. Todo el mundo busca algo, en Madrid, o en cualquier gran ciudad —pensaba Gabriel—, y lo que busca quizá sea la parte que le corresponde de ese gran cambio prometido por la vida (o por Dios, en el caso de Sayyid), pero sólo encuentra migajas de ese cambio, como cuando después de un largo insomnio sólo restan apenas unos minutos de sueño antes de que suene el despertador.