El mapa de la vida (41 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Como en los días pasados, estaban solos en la piscina, no habían bajado más vecinos, pero algunos los miraban desde los balcones de alrededor. Únicamente el portero, que hacía de jardinero, rastrillaba hojas caídas por donde no estaban ellos. La asistenta acertó con el disparador de la cámara y por fin hizo la foto. Será la única foto que se conserve de Gamal Sayyid.

Por la ventana de uno de los pisos llegaba la música de
My Favourite Things
, la misma música que adoraba Ronie. Sayyid la reconoció porque la había oído en los cafés que frecuentaba en El Cairo. Se puso a tamborilear los dedos sobre la espalda de Eva, echada sobre una toalla en el césped. A ella le gustaba.

—¿Coltrane era musulmán? —preguntó Eva, por curiosidad.

—No —respondió Sayyid—. ¿Por qué?

—Porque si Mohamed Alí, antes Cassius Clay, como se llamaba, lo era, también Coltrane podría serlo, como Malcolm X y todos ésos. Muchos negros de entonces eran musulmanes.

—No, Coltrane no lo era.

—¿Estás seguro? ¿Cómo puedes saberlo?

—Sí, estoy seguro. Creo que si lo fuera, lo sabría.

Sayyid hizo una mueca con la que quería indicar que había que respetar el islam, pero no lo captaron los demás.

—Muchos músicos son ateos y consumen drogas. No está bien para un musulmán consumir drogas.

—¿Coltrane consumía drogas?

—No sé, posiblemente sí. En esa época lo hacían.

—¡Pues en ésta ni te cuento! —exclamó Eva—. Pero seguramente era mucho más ateo que drogadicto, ¿no? Eso lo hace escasamente musulmán. O nada musulmán.

—Seguramente.

Sayyid juzgó oportuna la ocasión para preguntarle a Eva si creía en Dios. Aunque no recordaba si lo había hecho ya, lo cierto era que, hasta ese momento, nunca se lo había preguntado. Por eso la respuesta lo confundió.

—No del todo.

—No es posible creer «no del todo» —replicó Sayyid, con sonrisa condescendiente.

—Pues yo creo en un Dios que me he hecho por dentro. A mí me vale. El Dios de los demás me importa más bien poco —dijo, drástica, Eva.

—No es muy correcto eso. Ni respetuoso.

—Pero yo no soy muy correcta ni muy respetuosa, Gamal. Me gusto así. Y a ti, ¿te gusto así, incorrecta?

Gamal le miró a los ojos más fríamente de lo que desearía pero no dejó de pasar su mano titubeante por la espalda de Eva, en una caricia automática. No contestó. «El fin justifica los medios», resonaban en su cabeza las palabras de Morsi, mientras su mano seguía en aquella espalda suave. Sin embargo, fue la voz de Adrián, que estaba con Cloe en otro lugar de la piscina no muy alejado de ellos, la que acudió en su ayuda. Ambos leían en el periódico una noticia sobre el atentado de Londres. La policía había encontrado una cinta de vídeo en el piso de los terroristas, como sucedió en Madrid, pero la de Londres correspondía a la grabación de una decapitación en Pakistán. La noticia llevaba una foto de una cabeza después de ser cortada.

—¡Qué horror! Tiene que ser espantoso que te corten la cabeza así —exclamó Cloe—. Se me eriza la piel sólo de pensarlo.

—Que te corten la cabeza ya es bastante espantoso en sí, me temo —puntualizó Adrián.

—¿Y eso de cortar cabezas no es un poco incorrecto, por no decir despreciablemente incorrecto? —enfatizó Eva hacia Sayyid, decepcionada de que no hubiera contestado a su pregunta.

—¿Y qué piensas tú de eso, Gamal? —le preguntó directamente Adrián a Sayyid—. ¿Qué ganan con hacerlo?

—¿Por qué te interesa mi opinión? La puedes deducir de donde estoy ahora.

—Bueno, tú eres musulmán, y esos cabrones decapitan en el nombre de Allah. Algo pensarás del asunto, digo yo. Y no sé por qué voy a deducir tu opinión de donde estás ahora, la verdad.

—Porque estoy en una piscina impura para la mayoría de los musulmanes, estamos los cuatro casi desnudos, y yo lo acepto. Es una especie de distorsión, pero no importa. Has dicho en nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso —dijo Sayyid, cerrando los ojos—. ¿Te digo mi opinión? Yo estoy convencido de que Allah está en contra de las decapitaciones, pero puede permitirlas como una desgracia necesaria. ¿No es verdad que los judíos todavía se preguntan por qué su Dios permitió el Holocausto? Si es que lo hubo, claro. Y se lo preguntan porque no lo han entendido como voluntad de Dios. Yo, en cambio, sigo siempre la voluntad de Allah en todo.

—¿Entenderlas? ¿Necesaria? ¡Pero qué palabras son ésas! ¿Entonces las justificas? —preguntó Eva, inquieta por la ambigüedad de Sayyid.

—No del todo, como tú dices. ¡Claro que no! Pero comprendo que sean una manera de crear las condiciones para aterrar más a las mentes occidentales. Son partes de una misma estrategia, que no es otra que el miedo. Y después, además, el castigo.

—¿Y qué piensas de esas condiciones?

—¿Yo? —exclamó Sayyid, como si la interpelación lo pillase en falta—. En sus circunstancias, puede que obrara igual. ¿Qué harías tú si mataran a tus hijos y a tus padres y te humillaran todo el tiempo? ¿No harías lo mismo?

—No, no lo haría —contestó Adrián—. No me considero un asesino.

—¿Entonces lo justificas? —volvió Eva a la carga.

—Entender no es justificar, Eva. Comprendo que para ellos es una guerra. Y hacen lo que se hace en las guerras. En todas. Y más aún en las guerras santas. Quizá crean que están en la guerra santa más larga que jamás ha existido.

—Cierto. Pero eso es una falacia —protestó Adrián, sacudiendo la cabeza un tanto sorprendido por las respuestas de Sayyid—. ¡Qué guerra ni qué guerra! Vamos, no me creo que pienses de verdad nada de eso.

Eva lo miró con temerosa perplejidad, como si estuviera en un alero a punto de caerse.

—Y tú, ¿harías lo mismo? —le preguntó sin soltarle el brazo, como si aguardase una respuesta en consonancia con su gesto amoroso.

Sayyid tuvo que reconocer en su interior que su comentario había sido un tanto desafortunado, poco inteligente. Y sobre todo inoportuno. No podía delatarse con esas opiniones, tenía que traicionarse un poco, proceder con astucia. Quiso evadirse.

—Yo sólo quiero trabajar en paz y ganarme el sueldo para pagar el piso y ser honrado. Quiero dignidad y ser un buen hombre. Lo demás no me afecta.

—Sabía que en esencia eras tolerante —dijo Eva, sintiéndose aliviada.

—Y lo soy. Tan sólo buscaba ponerme por un segundo en el punto de vista de los otros.

—Hazme un favor: ponte un rato en mi punto de vista —suplicó Eva.

—¿Cuál? ¿El de «no del todo»? No puedo, aunque quiera. Yo creo «sí del todo». Pero me gustas mucho.

—¿Es algo personal?

—No, no lo es —respondió Sayyid, endurecido.

—De todos modos, no me hace gracia el punto de vista del que le rebana el gaznate a otro que está maniatado delante de una cámara —dijo Eva—. Es un espectáculo cruel que no se le habría ocurrido a un europeo.

—Bueno, en espectáculos crueles no creo que nos ganen. A los europeos se nos han ocurrido cosas mucho peores —matizó Adrián—. Haz memoria. Cuando matamos, matamos por millones, gaznate arriba, gaznate abajo, cámaras de gas, crematorios, y sacamos las tripas del enemigo aún calientes con nuestras propias manos.

—Por supuesto que no estoy de acuerdo con esas decapitaciones —se defendió Sayyid—. La maldad es la maldad en todas partes, pero a veces hay que ser malo primero para ser bueno después.

—¿Qué significa hoy eso? ¿Es un juego de palabras o algo por el estilo? ¿Lo dice el Corán, es filosofía oriental o qué?

—No, no lo dice el Corán, que yo sepa. Para mí significa... ¿cómo es la expresión? —se bloqueó Sayyid sin hallar la frase adecuada—. ¡Ah, sí! Tomar cartas en el asunto. Eso es lo que significa para mí hoy en día ser bueno o no serlo: tomar cartas en el asunto.

—No comprendo ni papa —dijo Cloe desde su sitio en el césped.

—Si lo han perdido todo —continuó Sayyid—, sólo les queda salir al escenario y formar parte de la tragedia. Porque es una tragedia lo que estamos viviendo en todo el mundo. La tragedia es la naturaleza del que no tiene nada, del abandonado, del desposeído. Por eso cortan el cuello, para demostraros que también vosotros, los que estáis a este otro lado de la tele, vivís todos en esa misma tragedia, como ellos. Es triste, pero es justicia —concluyó.

—Pero ¿quién lo ha perdido todo? ¿Los talibanes, Bin Laden, los terroristas islámicos lo han perdido todo? ¿Tú, acaso?

—Tal vez ellos sí. O no. No lo sé. La desesperación también es una causa justa. Sólo sé que los míos lo han perdido todo desde el principio.

Dicho esto, Sayyid frunció los labios y se levantó bruscamente; avanzó unos pasos y se puso a recorrer el perímetro de la piscina por su borde deslizante y mojado, hasta llegar a la parte más honda. Parecía querer dar por zanjada la conversación cerrándola con ese gesto. Jamás revelaría lo que pensaba de verdad. Entre dientes dijo: «Voy a bañarme»; preparó su cuerpo para tirarse de cabeza. Miró hacia el agua, indeciso, y se lanzó. La zambullida salpicó las piernas de Eva; dio unas sonoras brazadas que lo situaron enseguida en la otra orilla, pero nadaba mal, sin apenas meter la cabeza en el agua; repitió siete u ocho veces la natación a lo largo de la piscina, ida y vuelta. Nadaba como los perros; sólo había nadado en los ríos; en su universidad no había piscinas. Al cabo de un rato, salió del agua y regresó cansado al césped, a las toallas, junto a Eva, a quien besó en la rodilla al agacharse; permaneció un rato callado, mirando las labores del jardinero con una manguera. Luego, dirigiéndose sólo a Eva, dijo de pronto:

—Las piscinas me recuerdan siempre a un ahogado que vi en el cine. Sin querer, me imagino a un ahogado que va a salir a flote desde el fondo. No sé, lo vi de niño en una película y se me quedó grabado. Era un hombre que estaba ya muerto en la piscina, boca abajo, con la ropa puesta, pero seguía hablando. La primera vez en mi vida que vi una piscina fue en aquella película.

Sayyid nunca había estado en una piscina privada hasta esta de ahora, la de la casa de la amiga de Karen. Le gustó esa sensación de propiedad y de privilegio que experimentaba allí, tumbado con la cara hacia el cielo, ocioso y vacío, a sabiendas de que sería una tentación. «Todo por la causa», repetía el profesor Morsi dentro de la cabeza de Sayyid, totalmente escindida entre el bien y el mal. Coltrane dejó de escucharse como música de fondo en el jardín interior. Ahora lo que sonaba desde otra ventana era la música de Simply Red. No la conocía, no se oía eso en los cafés de El Cairo que él frecuentaba. Eva, mientras tanto, le acariciaba el brazo desde que regresó a la toalla. Qué importaba hasta dónde llegarían. Apuraban el último buen día de un verano que se iba con retraso.

ADA.
Desposesión

Cuando Dani desapareció, me enfurecí contra todos, pero no contra mí, la verdadera culpable. Era el viernes anterior a su cumpleaños, a mediados de mes, un precioso día de luz intensa. Gabriel y yo volvíamos a casa desde el Parque de Berlín. Hablábamos de una araña gigante que se paseaba por el ascensor. Entonces sonó el móvil. Al poco rato, me hundo en el sofá, absolutamente perdida. La onda expansiva de la noticia se ha comido mi cerebro.

Hago lo que nunca creí que volvería a hacer: busco un cigarrillo. No paro hasta encontrar una cajetilla que alguien dejó olvidada en una bolera y que yo me traje a casa. Para momentos como éste, debí de pensar entonces. Ya están algo secos. Enciendo uno y aspiro. Mi mirada intoxicada se escapa hacia el azul del cielo.

Gabriel se preocupa: busca por todas partes por si hubiera habido una carta del doctor Collar relativa a la operación. Me pregunta si la llamada ha sido de la clínica. No, esta vez no se trata de eso.

Salto del sofá hasta su cuello. Le digo temblorosa que Dani se ha ido de casa. La persona que había llamado era Paula, a petición de su padre, para decírmelo. Se ha marchado hace unos días.

«Aún no ha dado señales acerca de dónde vive ahora ni con quién. Al parecer, tuvo una fuerte discusión con su padre», repito a Gabriel, mecánicamente, las palabras que me acaba de decir Paula.

Paula se ha convertido en la intermediaria de la familia. Todos la usamos, y no sé cuándo se quebrará su responsabilidad. Estaba presente en el momento de la bronca. Entre los dos, padre e hijo, ya no se aguantaban más, cada noche discutían por auténticas nimiedades y siempre acababan levantándose la voz.

Dice Paula que la noche de su partida fue la peor de todas, según ella. En la discusión por los estudios, Santiago acabó diciéndole que lamentaba que fuese su hijo, si es que lo era. Y añadió que prefería no verlo si no cambiaba de conducta.

Dani, que ha dado un estirón este extraño año de nuestras vidas y que es ya tan alto como su padre, llegó a encararse con él, barbilla con barbilla, lo que supuso que Santiago lo abofeteara, partiéndole el labio; Dani, después de empujar a su padre, se llevó una servilleta a la boca ensangrentada. Lo llamó viejo cabrón.

Luego, al irse, arrojó con furia al suelo del pasillo la servilleta manchada de sangre y salió dando un portazo sin decir ni una palabra. Pero ¿por qué lo llamó «cabrón»?

Paula sólo sabe que las discusiones se encadenan unas con otras, hasta el descontrol. Horarios, estudios, opiniones, un trato humillante, un desprecio hacia mí (una madre ex esposa es un tema natural de discordia): todos son buenos motivos para enzarzarse.

Hace cinco días de eso. Desde entonces, desde el lunes pasado, no han vuelto a saber nada de él. Todavía no ha regresado a casa para recoger sus cosas.

«Mandará a alguien a por ellas, como hiciste tú con tía Bibi», me dice Paula con gotas de rencor, refiriéndose a la vez en que mi hermana fue a llevarse de casa parte de mis pertenencias cuando vine a vivir con Gabriel.

¡Dios, había transcurrido ya un año de aquello!

Paula añadió: «Te he llamado hoy porque el domingo que viene es el cumpleaños de Dani y sé que lo pensabas telefonear para veros y felicitarle. Quería ahorrarte el susto, al no encontrarlo. Se dejó el móvil aquí.»

Quiere tranquilizarme, pero lo consigue a medias, cuando dice que no sabe todavía dónde está, pero que seguro que está bien, que sus amigos se lo han dicho, aunque no indicaron el sitio donde ha pasado estas noches porque Dani les ha pedido que guarden el secreto. Esas magnificadas lealtades de los chiquillos.

«No hay que preocuparse. Es una rabieta de inmaduro, mamá. No se ha llevado la ropa», dice Paula.

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