El mapa de la vida (58 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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A veces su muslo y su rodilla hablan por él. Dicen: siéntate, camina, no subas, corre; pero también dicen: piensa, maldice, enciende una vela, acaba la copa. Y también pretenden decir (pero él no les deja): desaparece.

Piensa en otra cosa. Piensa en que tal vez el destino de Ada y el de Sayyid estuvieran unidos por fibras sutiles, y él, Gabriel, lo sabía. Siempre lo supo, porque siempre supo quién era ese otro
él
agazapado, el terrorista iluminado listo para atacar de nuevo sin más motivo que subvertir el orden del cielo en la tierra y de la tierra en el cielo. Lo de arriba estaba abajo y lo de abajo estaba arriba, dijo una de las víctimas de los trenes. Dio en el clavo. Sin embargo, no le es posible a Gabriel modificar la historia: sólo le es dado certificarla. He aquí su condena y su eternidad.

Ada y Sayyid estaban, entonces, unidos de alguna manera espiritual, por lazos inescrutables y misteriosos, como los que unen en el fondo a una víctima con su verdugo: un acto muy íntimo, puede que pornográfico, según se mire, porque conlleva violencia; son lazos siempre sangrientos. Nadie está acostumbrado a la violencia y a la sangre en la vida corriente. Pertenece al universo ficticio de lo televisivo. Pero ahí están, pueden estar incluso muy cerca, incumbir al propio e inocente vecino; el durmiente que hay en él se despierta y salta de pronto. Salpica. Sayyid no era exactamente el verdugo de Ada, aunque en la suma final de los hechos que empezaron con los atentados de marzo sí lo era; como Ada tampoco era una víctima literal de Sayyid ni de nadie, pero en esa misma suma, en último término, sí lo era. En sus muertes respectivas no intervinieron, pero ella murió, a la larga, como resultado de aquellos atentados, y él, a la larga, fue uno de aquellos terroristas.

Gabriel no alcanza a vislumbrar realmente todo lo que la vida les desvelaría uno del otro, si Ada y él hubieran envejecido juntos. Pero nunca lo sabrá. Les faltó mucho por hacer, muchas cosas quedaron pendientes de cumplimiento. Fue una de esas promesas truncadas que se quedan atrás en la historia. Construyeron algo, sí, pero no hubo tiempo. Y el tiempo lo es todo en el amor. La dura lección se imponía. Aprenderá, se dijo. Así de simple.

El día de Navidad dejó la casa. Se despertó poco antes de que amaneciese. La luz era incierta, pero los ruidos de la calle eran constantes pese a ser festivo. Preparó café mecánicamente. La periodista dueña del piso de la calle General Perón había regresado de Londres de vacaciones para las fiestas. Venía a presentar a su marido a la familia. Se encontró por sorpresa con que su inquilino dejaba la casa, pero no lo vio mal, en realidad en breve necesitaría el piso. Iba a comunicárselo cuando Gabriel se adelantó. Convinieron el pago de dos meses más y le dijo que se iría ese mismo día, «en cuanto ella fuera a sacarlo de allí». Y así lo hizo: cuando ella llegó, él se fue. Previo acuerdo, la dueña se encargó de todo. Fue muy amable. Salió de la casa y no volvió a poner los pies en ella. Dejó todas sus cosas, muy pocas en realidad, en una habitación del estudio de Adrián, otras las vendió. Sólo se llevó consigo los cuadernos de Ada y el libro sobre Giotto que ella dejó inacabado.

Cuando trasladó todas las cajas al estudio de Adrián, su amigo empezó a hablarle de Sayyid, de lo inaudito de su final; él le preguntó inevitablemente por Eva.

—Primero se asustó mucho. Pensó que la policía la acosaría a preguntas, como hicieron con Fred. Pero como no la llamaban, decidió cambiar de aires. Se ha ido a Zúrich una temporada.

—Con el viejo Paul, supongo.

—Eso parece, sí. ¿Te importa que te haga una pregunta sobre eso?

—No.

—¿Estás celoso? Ya sé que es una pregunta inapropiada, y más ahora, pero me daba la impresión.

—No, no lo estoy. Un tiempo lo estuve de Sayyid. Lo superé. Curioso, ¿verdad? No la amaba pero estaba celoso.

—¿Y qué harás ahora?

Tras pensárselo unos instantes, improvisó.

—Me iré, ya te lo dije. Haré un viaje.

—Es que no te lo creí cuando me lo dijiste. ¿Volverás algún día o es un viaje sin final?

—Algún día. Necesito recuperarme. —No quería seguir hablando de sí mismo con Adrián—. ¿Cloe está bien?

—Sí. Está embarazada. Lo acabamos de saber. Es una enorme alegría.

Hizo un gesto sumamente expresivo con las manos. Era feliz.

—¡Vaya con Martes! Enhorabuena a los dos.

Unos días más tarde le mintió a todo el mundo diciéndole que se iba de viaje sin fecha de regreso. ¿Sería eso lo que Adrián llamaba un viaje sin final? Todos lo entendieron como la consecuencia de las cosas que habían sucedido en su vida en los dos últimos años: el atentado, la separación de Eva, la muerte de Ada.

En realidad lo único que hizo fue volver al hotel Medina de la calle Darro, donde había estado viviendo hacía un año y medio, antes de conocer a Ada. Era otra la recepcionista, pero la amable directora continuaba en su puesto y se acordaba perfectamente de él; eso le alegró. Esta vez le dieron una habitación sin vistas al jardín interior. Tampoco había ninguna camarera como Martes. Nada de eso le importó. Aquel hotel era un lugar perfecto para pasar desapercibido en la propia ciudad. ¿Cuánto tiempo podría permanecer allí? Comprobó satisfactoriamente que el hotel no estaba lejos del Parque de Berlín. Podría ir por el parque cuantas veces quisiera, sería su nuevo país, el destino de su largo viaje anunciado, una minúscula república presidida por un pianista que ya no tocaba el piano y que estaba enamorado de una mujer a la que un malnacido le había cortado la lengua.

Pasó el tiempo. Llegó un jueves, un día como tantos. Caminaba por el césped del parque y el bastón se hundía en la hierba. Había una ligera alegría en su rostro: le traía a Ronie el disco de Bud Powell:
Bouncing with Bud.
La grabación de Copenhague de 1962. Era la que él quería, la que perdió. Se lo agradeció con un abrazo. Ronie nunca lo había abrazado, tenía esa reciedumbre de los tímidos. Dani le ayudó a conseguir el disco por Internet. Dani era el único dueño del secreto de lo que Gabriel hacía y dónde estaba, cuál era su verdadero viaje. Un gran chico que lo mantenía unido a Ada.

Ronie le había dicho en una ocasión a Dani que aquel parque —y aquella vida— no era para los que empezaban. Omitió decirle que era más bien un lugar para los que acababan. Él, Gabriel, en cierto modo, había acabado otra vez, otra vez vislumbraba un punto final en su historia privada, por eso se dejaba caer por allí. Aunque no menos cierto era que algo inconcreto comenzaba a palpitar de nuevo en Gabriel, una nueva vida desde la ausencia de Ada. Una vida a la que no sabía dirigirse todavía. Carecía de pistas. Lo guiaba la benévola incertidumbre de los que seguían vivos después de todo, sólo eso. Una incertidumbre basada en la palabra clave, que nunca lo abandonó desde los trenes: reconstrucción.

En la cima del pequeño promontorio de las acacias blancas, a la derecha del estanque con los trozos del muro de Berlín, donde estaba con Ronie, vio las tiendas de cartón de la colonia, y a los discretos seres sin techo ni futuro que se movían entre la gente, entre las madres con niños, entre los enamorados sobre la hierba. Vio a Daniela. Vio fugazmente (¿era real?) al vagabundo de la casa del Metro, su semejante, su sosias. Un nuevo grupo de nigerianos ocupaba los bancos frente al auditorio. Había patos en el estanque pequeño. Los perros que ladraban en la orilla les hacían amagar un vuelo a ninguna parte. Para nadie era aquélla una vida fácil. Sin embargo, a él ese mundo le era claramente familiar y cercano, como si fuese más bien una granja o un sanatorio.

—En la vida existe un momento en que todas las cosas son posibles todavía —dijo Ronie—. ¿Has llegado a él?

—¿Y me lo dices tú, el hombre que renunció a empezar de nuevo? ¿Cuándo fue la última vez que tocaste un piano que no sea ese de piedra?

Ronie no pareció inmutarse ante su impertinencia, con la que trataba de ser evasivo, sin embargo sonrió con serenidad, inmune a la provocación. Gabriel sabía muy bien que no tocaba por pudor, por orgullo; quizá también por miedo, pero ¿por qué no había de tener derecho a su parte proporcional de miedo o de renuncia? ¿Y él, lo tenía él?

—También existe ese otro momento en que ya nada es posible —volvió a decir Ronie—. ¿Es entonces ése al que has llegado?

—Es cuestión de perspectiva.

—¿En qué perspectiva estás tú? ¿Desde qué lugar vas a poder arreglártelas?

Se lo quedó mirando. De pronto fue consciente de que aún no era demasiado tarde para cualquier cosa que emprendiera. Iba a responderle: «Desde la encrucijada», pero en cambio fue más descreído:

—Es una buena pregunta, amigo, para la que aún no tengo la respuesta.

—Tal vez me equivoque, pero me parece que tendrás que averiguarlo tarde o temprano, ¿no?

—Sí, tendré que averiguarlo alguna vez.

—No podrás evitarlo. Tómate un tiempo.

—Lo haré. Cuando regrese, lo haré. Sí, cuando regrese.

Se estrecharon la mano. Dejó atrás a Ronie y salió del parque. Volverá por allí alguna vez más. No sabía con certeza adónde iría en adelante, pero lo único cierto era que tenía en su poder el mapa para llegar hasta el final, todo lo que había visto hasta entonces, el mapa de la vida.

Nadie se dio cuenta de cómo desapareció.

SALIDA

 

En 1872, en Londres, el fotógrafo escocés Charles Lindon, después de intentarlo durante años, creyó haber capturado un ángel con su cámara. La foto, según Lindon, había sido tomada un año antes en Florencia. Era una extraña figura traslúcida, ataviada con una túnica hasta los pies, en la que se adivinaban unas grandes alas a la espalda, pero también podía ser un capazo o un armazón horizontal. Desde luego que todo era fruto de su imaginación y de la casualidad, y Lindon se aventuraba a interpretar lo que veía, más que a describirlo. Sin embargo, montó cierto revuelo en torno a su foto, que llegó a publicarse en la Pall Mall Gazette y suscitó la curiosidad de Su Graciosa Majestad la reina Victoria. Por ello, a instancias de la monarca, una comisión de científicos expertos en angelología se reunió en Russell Square, en unas dependencias del British Museum, para estudiar aquel daguerrotipo más bien borroso. Tras las deliberaciones, las conclusiones que sacaron quienes llevaban muchos años investigando la naturaleza de lo angélico fueron muy ambiguas; preferían sembrar nuevas incógnitas y sospechas antes que dar por zanjada la certeza, inequívoca para ellos, de que los ángeles no eran fotografiables y carecían de alas. Aquello no era un ángel, obviamente, pero no se pudo demostrar, ya que la placa de cobre fue sustraída al poco tiempo de las primeras investigaciones y, como el daguerrotipo sólo producía un positivo único, no se sacaron más copias.

[ADVERTENCIA Y AGRADECIMIENTOS:

 

El autor desea expresar aquí que esta historia es una novela, por tanto una obra de ficción, y en consecuencia hace suyas las palabras de Nathaniel Hawthorne de «reclamar por ello toda la libertad». Por lo demás, obviamente, cualquier parecido con la realidad, en hechos y personas, es casi una pura coincidencia.

También desea el autor dar las gracias a sus editores, Elena Ramírez y Pere Gimferrer, a quienes admira y quiere, por sus sugerencias y perspicaces comentarios.

Y, cómo no, a Nahir Gutiérrez, Luis Lagos y Elena Blanco, con quienes ha recorrido un buen trecho de vida profesional.

Y a Mar García, Arantxa Martínez, Ana Camallonga y Mireia Lite, ángeles de este y todos los libros.]

El mapa de la vida

Adolfo García Ortega

ISBN edición en papel: 978-84-322-1272-7

© Adolfo García Ortega, 2009

© Editorial Seix Barral, S. A., 2009

Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2010

ISBN: 978-84-322-9011-4 (epub)

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