El mapa de la vida (55 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Cuando le regaló a Gabrielle aquellas alas, renunció a todas sus fantasías sobre su naturaleza de ángel: para él, ese hecho significaba renunciar a dar un paso más por la historia. Terco como era, cruzó el puente de los artesanos sobre el Arno sin mirar atrás.

Los últimos meses de su vida los pasó callado, metido en sus pensamientos y estudiando las corrientes de la tramontana en el frío valle de su infancia. Nunca llegó hasta él el cofre de Baldasarre. Robado o perdido, Giotto llegó a olvidarlo. Sólo alzaba la cabeza algunas veces y en su mente pronunciaba:
«Dove c’è l’uccello

Veintiséis años más tarde concluyeron las obras del Campanile. En el tiempo que duró su construcción nunca más se derrumbó ni se produjeron más muertes. No hubo nada que lamentar.

(Ada interrumpió aquí su libro.)

GABRIEL. El día en que empezaba diciembre, a las 4:35 de la mañana, murió Ada. Ocurrió 420 días después de haberse conocido. Ella siempre había temido que fuera Gabriel quien desapareciera bruscamente, que se fuese sin avisar, pero la vida es irónica hasta el cinismo y una gran burla los abatió de golpe: murió de un ataque cardiaco, nadie hizo un electro previo porque ningún médico lo pidió, nadie se percató de que el problema estaba en el corazón. Gabriel había tratado de quitarle como podía aquella absurda duda de que él desaparecería de la noche a la mañana, como un globo que estalla, pero no le fue posible traspasar la gruesa capa de la fe: ella tenía que creer en su permanencia, como Gabriel tenía que creer en la de ella. Pero, contra toda lógica, la que desapareció fue Ada. Fin de la historia.

Le llaman muy temprano, casi a punto de dar las cinco. Él ya está despierto, pero no imagina que todo va a cambiar diametralmente. Habían convenido los dos en que no pasaría otra noche en la clínica; ella estaba en observación tan sólo, las hemorragias controladas, todo iba bien.

Cuando oye su nombre —«¿Gabriel Zaera?» «Sí»—, una ruleta rusa se pone en marcha.

La persona que lo llama no le dice en ese momento que Ada ha muerto. Su voz carece de expresión hasta límites insospechados. Sólo le dice que sería muy necesario que acudiera allí. Él es el teléfono de contacto. Aunque se interroga por qué no lo llama Ada, aun así hace la pregunta indirectamente:

—¿Qué quiere decir muy necesario? ¿No puede ponerse ella?

—La paciente no está bien —la voz vacila, pero él no deduce nada de ello.

—¿Ha ocurrido algo malo?

Podía haber evitado añadir «malo», es obvio que a esa hora todo lo que llega por el teléfono lo es. Sin embargo, quiere facilitarle el camino a las palabras de la persona que lo llama.

—Será mejor que venga y hable con el doctor Valls. No le puedo decir más.

La voz femenina, sin duda de una enfermera, se refiere al médico que atendió a Ada durante el coma, un médico joven y espigado; el mismo médico que la despidió el último día.

—¿No está el doctor Collar?

—No, el doctor Collar es cirujano plástico.

—¿Y Valls?

—Está de guardia. Pero mire, es mejor que acuda a la clínica cuanto antes.

No sabe por qué se enzarza en la maraña de los nombres de los médicos; tal vez quiere evitar la realidad de tener que salir corriendo, buscar un taxi a esas horas, sentir en su cuerpo el desabrido frío de la madrugada y la confirmación de la soledad.

—Sí, por supuesto, voy ahora mismo.

En la calle vacía el mundo dinámico aún no existe; la luz de Madrid le parece espectral y violenta, puede cortar como un vidrio roto o penetrar en la piel como limaduras de hierro. Hay pintadas racistas por las paredes, pero, como siempre, no se detiene a leerlas. Son basura urbana.

Sube a un taxi que alguien deja libre frente a su portal. Se siente afortunado estúpidamente, porque eso sólo acelera el momento de enfrentarse a la verdad que aún ignora.

Al arrancar, un perro famélico cruza por la calzada y casi lo atropellan. Se le ocurre pensar automáticamente que Giotto habría visto en ello un presagio. ¿Por qué piensa en Giotto?

Le pide al taxista que apague la radio; hablaban de la caída de otra célula islamista en varias provincias. No le apetece volver al infierno. Se concentra en pensar que lo de Ada sólo ha sido un empeoramiento, y que no lo ha llamado ella sino la enfermera porque ha vuelto a caer en la inconsciencia. Piensa que lo más seguro es que quieran que vaya para tomar alguna medida al respecto, cierta decisión sobre su estancia en la clínica.

En el vestíbulo no hay más que tres o cuatro personas junto a la ventana y a la máquina de bebidas. De nuevo se sitúa en el mostrador donde apenas quince días antes Ada y él rellenaban la hoja de ingreso. Da su nombre y advierte de que lo han llamado ellos. Una enfermera lo reconoce y viene hacia Gabriel desde el pasillo de acceso. En el mostrador, la mujer que lo atiende le dice que la han bajado a la cámara, como llaman asépticamente a la morgue.

Es el momento en que le dan la noticia. Sabe que lo sabía cuando se lo dicen, pero el impacto es un disparo directo a un punto del cerebro que se llama negación, y él se había negado a imaginárselo siquiera. Ahora dirá frases hechas, sin pensar, expulsadas como demonios.

—¿La cámara? Perdone, pero no estoy seguro de que haya entendido.

—¿No lo sabe? —se sonroja la mujer del mostrador, consciente de que ha cometido una imprudencia.

—No —balbucea.

—La señora Zubiri falleció esta madrugada.

—¿Cómo que ha muerto?

Su voz pasa a ser débil e inaudible cuando quiere ser desesperada; se lleva la mano al vientre. Se dobla hacia delante a la vez que gira en busca de la intimidad de un sitio apartado. Un dolor agudo lo está atravesando. Oye detrás de él a la mujer del mostrador que dice «Lo siento mucho».

La enfermera que lo ha reconocido ha visto la escena y le coge del brazo para ayudarle a recuperar la postura erguida.

—¿Está bien?

Mueve la cabeza en señal afirmativa. Luego lo saluda pero desvía la mirada al darle la mano; es tímida, y ese trance la incomoda. No obstante, se ofrece a acompañarlo hasta la cámara. Antes de dar un paso, se vuelve y le dice:

—Se me ha adelantado, perdóneme. Yo iba a decírselo, pero no llegué a tiempo. En todo caso, siento mucho el fallecimiento de su esposa.

—No era mi esposa, no estábamos casados, y sí lo era, vivíamos juntos. Pero, dígame, ¿dónde vamos? Es que yo aún...

—Comprendo. No hay prisa. Vamos a la cámara. Es el depósito. Está en el tercer sótano. Es mejor ir en ascensor. Pero es mejor que se recupere antes.

En el breve trayecto le cuenta que ella es la que la atendió la noche pasada. «La última persona a la que vio», le dice. Busca sonreírle con suavidad, pero se bambolean por la brusca parada del ascensor y cada uno mira para otro lado.

—Por favor, dígame cómo ha sido, qué ha pasado —su voz es suave y desconcertada.

—Después de cenar —le informa la enfermera— se manifestaron los síntomas de un infarto femenino, como luego supimos, pero son muy difíciles de identificar porque son muy comunes y vagos: dolor en el cuello y en el abdomen, ganas de ir al baño. Generalidades. Puede ser desde una mala postura hasta una pequeña diarrea. Nadie se imaginó que en realidad eran lo que eran, al ser tan corrientes. Pueden indicar cualquier cosa.

Él se mantiene en silencio mientras la escucha, un paso por detrás de ella. Ve su bata blanca, su pelo recogido, no se inmuta, se ha hecho insensible en ese lugar, quiere ser de piedra. Ella se da cuenta de que está hablando demasiado. Sus explicaciones en realidad no le interesan, le parecen triviales ante el hecho final.

La sala de la cámara es estrecha y los muebles son todos metalizados. Se estremece ese lugar perturbador, que nada más entrar se le hace hostil. Hay sólo una camilla en el centro. En ella está Ada. Su cuerpo está cubierto por una sábana.

De improviso, la enfermera descubre la parte de la cara y la cabeza y ve de nuevo su rostro. Realmente parece dormida, cree que va a despertarse, desea besar su boca. Echará de menos esa boca el resto de su vida.

Comienza a nacer dentro de él un ahogo que se transforma en un llanto desconsolado que reprime clavándose las uñas en la palma de la mano. Delante de la enfermera no, se exige.

—El médico vendrá en un minuto —informa la enfermera, y lo deja solo en la cámara.

Afloja las uñas y da rienda suelta a sus lágrimas. Nunca ha estado en una situación como ésa, a solas con el cadáver de la mujer que ama. Tampoco volverá a repetirse: es uno de los momentos únicos de la vida, como nacer o suicidarse. Es la más triste desolación que puede sentirse, el más angustioso vacío. Paradójicamente no piensa en el ser querido que ya no está, sino en lanzarle un reproche por la vida que queda por vivir sin él. La frase que brota inevitablemente es: «¿Por qué me has dejado?» A todo el mundo le pasa, a todas las personas que pierden a su amado o a su amada.

Pronuncia en voz alta, mientras sigue solo en la cámara: «Has muerto, mi amor.» El llanto se desboca, hipo sin consuelo, no puede dejar de llorar con todo su cuerpo, todo su cuerpo se mueve arriba y abajo y se agita y se dobla sobre el cuerpo de Ada, y su mejilla mojada se acerca a la de ella, pero sigue llorando; se vuelca para abrazarla, pasa su brazo por el cuello y los hombros de Ada, su llanto es un grito que tarda en llegar a oír, el dolor ha tapado la capacidad de emitir sonidos; le parece que su cuerpo todavía conserva un resto de calor. Jamás ha sentido tanta tristeza.

Acude a su memoria el momento en que lo llamaron para decirle que su madre había muerto. Él estaba en la misma postura en la cama que esta vez, cuando lo de Ada: acostado mirando al techo; tampoco dormía, tan sólo esperaba. Quizá lo que esperaba con la luz apagada era esa llamada telefónica con las palabras definitivas y categóricas: ha sucedido, ven. Ni siquiera preguntó. Colgó, se vistió y salió hacia el hospital. Llegó cuando la vestían. O la desvestían. Le besó en la frente y, al cabo de unos minutos contemplando su menguado cuerpo, pidió una esponja húmeda. Le dijeron que se encargarían ellos, que había unas normas, pero rogó persuasivamente que le dejaran lavar el cuerpo de su madre. Estuvo un cuarto de hora haciéndolo, sin llorar, concentrado en el trabajo, sobre la propia cama en que había fallecido. Le pareció que era justo que se preocupara por cuidar el último momento de existencia de aquel cuerpo de donde procedía el suyo, antes de que se fuera para siempre. Al acabar, la besó de nuevo en la frente y salió de la habitación con serenidad. Así se despidió de su madre.

Se sosiega con una honda respiración y apoya de nuevo la espalda de Ada sobre la camilla en la que yace. Levanta toda la sábana hasta dejar su cuerpo al aire. Está intacto y hermoso, pero parece mucho más delgado, los huesos tienden a salir, la carne ha perdido consistencia, tan sólo continúan los vendajes de la operación en el pecho izquierdo. Son nuevos y parecen limpios. No entiende por qué siguen ahí, ahora que ha muerto. Se los quita y ve el resultado: se aprecia la forma abombada de una mama, la reconstrucción en falso de un pezón, unas notorias cicatrices que se confunden con trazos de rotulador. El conjunto le inspira ternura y extrañeza, y también sensaciones lejanas de todo lo que impulsó a Ada a operarse: promesa, victoria, vitalidad. Tiene que hacer un pequeño esfuerzo para recordar que aquel cuerpo ya carece de vida. Ada no es ese cuerpo, se dice. Ada, ahora, está en su cabeza.

Busca con la mirada una esponja húmeda, pero no la encuentra.

El ángel que hay en él sabe que iba a producirse este vacío doloroso, y que no es, por tanto, inesperado. Pero, frente al cadáver de Ada que vuelve a tapar con la sábana, sucede el inevitable momento en que casan la verdad y el deseo de que no exista la verdad. Le sucede entonces como con las otras víctimas de los atentados de marzo: los veía y sabía qué fue de sus vidas antes y después, había rozado su tiempo sin poder hacer nada por ellas. Con Ada, además de ser parte de su tiempo y ella del suyo, había amado su presencia y su huella. Su historia había durado 420 días tan sólo, pero había empezado mucho antes, cuando se buscaban y creían haberse encontrado en otras vidas y en otros seres.

Nota de repente la presencia del médico joven a su espalda. No sabe cuándo ha entrado. Se presenta y le da la mano. Es el doctor Valls. Se disculpa por la tardanza, pero estaba de guardia hasta ahora. Le devuelve el saludo, pero no dice nada.

—Supongo que le han dicho ya lo que ha sido.

Afirma con un ligero movimiento de cabeza, frunciendo los labios. Hay muchas preguntas que quiere hacerle, no sabría por cuál empezar, así que continúa en silencio. Está seguro de que sus ojos todavía permanecen enrojecidos y el médico no los mira por pudor. El bastón está en el suelo, no ha oído su caída. Valls lo recoge y se lo alarga.

—¿Tiene que llevarlo siempre?

—Casi siempre —responde.

—Le acompaño en el sentimiento —le dice poniendo su mano sobre la barra de acero de la camilla—. Un súbito ataque. El corazón se rompió. Nadie lo había pensado, nadie pensó en el corazón, y reconozco que eso me irrita. En apariencia, no tenía nada. Pero, en fin, ya no hay remedio.

Le mira a los ojos con mayor dureza. El médico aparta la mirada.

—Lo mismo que la llevó al sueño prolongado ha sido la causa del ataque —continúa—. Un problema de coagulación por el tratamiento experimental con oscilomicina. Esto es que la hemorragia interna inundó el corazón, por así decir. El ventrículo izquierdo no pudo aguantar, al parecer debido a una malformación que nunca se detectó.

En medio de aquellos argumentos, sólo balbucea «Pero su marido era cardiólogo...», como si eso debiera haber sido un escudo protector que la hubiese garantizado inmunidad ante los ataques cardiacos.

—Ahora todos hablan aquí del corazón pero nunca hasta ahora lo han hecho —dice Gabriel con el ceño fruncido—. Pero no es a mí a quien tienen que decírselo, díganselo al cadáver de Ada, ahí lo tienen, háblenle todos los médicos.

—Créame que lo siento, y que lo comprendo.

—Gracias por nada.

—Ya. Algo no ha salido como esperábamos, no dimos con ello en su momento. Será de la anestesia, de ahí vendrá la incompatibilidad. Ya dijo ella que tuvo un desvanecimiento una vez. Figura en el informe del anestesista.

Reconoce que ella lo dijo, o al menos se lo oyó decir cuando la preparaban para llevarla al quirófano. Valls lo acompaña hasta arriba de nuevo. Evitan el ascensor y suben por las escaleras.

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