Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Gabriel ve ahora otra secuencia, la de un hombre tirándose de cabeza en la piscina, un año después de los atentados. Está nadando cerca de él, en sentido contrario, como hacía P. Se cruzan en los largos. A la ida lo mira, a la vuelta lo mira. Una, dos, tres, cuatro. Cien veces. Casi lo agota. Es un hombre que por un instante se habrá preguntado de qué puede conocerlo, ¿una fiesta, la ventanilla de un banco?, pero enseguida habrá desechado cualquier nexo común entre ambos. Y sin embargo lo hay: Gabriel sabe que le van bien los negocios, que ha acumulado una amplia red de máquinas tragaperras y ahora traspasa la franquicia a su primo; pero no es éste ciertamente el nexo que los une. Es más bien que va a hacer un largo viaje y le habría gustado que lo acompañara la mujer cuya muerte Gabriel conoce y que él ya ha dejado de ver en la piscina hace casi un año. Qué habrá sido de ella, se ha preguntado brevísimamente una vez, cuando imaginó el viaje a ese país lejano; sí, le van bien los negocios, el dinero no será un problema para él. No trabaja en ninguna empresa de telefonía, como ella pensaba, ni es policía, pero tiene una moto de gran cilindrada, ruidosa, elegante. Es extremadamente pulcro, le gusta vivir solo pero espera su oportunidad como se espera una sentencia justa; no ha experimentado el amor porque siempre aguarda un indicio evidente que no llega. Sin embargo, ilusoriamente creyó que la oportunidad había llegado el fatídico día en que P murió en los trenes. Pero él no supo que P murió en los trenes, aquella mañana. Ese día el hombre acudió al Club Nautas con la determinación de explorar la vida de P, cuyo nombre ignoraba; estaba dispuesto a quedar con aquella mujer con la que solía coincidir cada lunes y cada jueves; le gustaba mucho, se había fijado en todo lo que podía ver de ella en la piscina: sus lunares en la cara, su pulsera dorada en la muñeca con una inicial (una P que a veces le parecía una F o una R), sus trajes de baño siempre diferentes, de una pieza o de dos, la forma de sus hombros y de su cuello, su ombligo, sus caderas, su rostro afilado, el pelo largo y rubio, el gorro de goma negro, la mirada impaciente, el móvil anticuado, la cinta del pelo naranja y ancha. No adivinó nunca su trabajo. Pero ese día tan sólo ocurrió que no la vio. Ni a la semana siguiente. Ni a la otra. Nadaban juntos el mismo tiempo. Le gustaba el tipo de aquella mujer espigada y fibrosa. Pero no ha vuelto a verla y ya casi la ha olvidado. En realidad, la habría olvidado del todo si no fuera porque ha pensado en ella al cruzarse con Gabriel en el agua, quizá porque su mirada, pese a las gafas, le ha recordado a la de aquella mujer. O eso cree, porque ha dejado de nadar y se agarra, perplejo, a la corchera que separa las calles de la piscina.
GIOTTO. Ada escribió que Giotto conoció a un chino vendedor de pescado al que le cortaron la mano en una plaza de Florencia por ladrón y mentiroso, un caso inédito en ese siglo. Según lo cuenta el propio Giotto en una carta, el chino, unos días más tarde, enfebrecido por el muñón infectado, deliraba en su lecho, y en su delirio confesó su locura al pintor.
Al parecer, en una ocasión, un pez se había dirigido a él por detrás y le había hablado con estas palabras, un tanto insolentes: «Toda decapitación comprende limpieza y rapidez. Así que prepara los útiles necesarios y házmelo bien.»
El chino se dio la vuelta y vio a su lado el cuerpo de un pez rojo, proveniente de un mar extraño, una variante enorme de pez espada, colgado de un gancho por la cola. Y el pez abría la boca y le decía: «Amigo, los tiempos ya han cambiado, admítelo, no vale la pena que hagas nada, todo está ya hecho. Haz como yo, déjate llevar por lo inevitable, tú me cortarás a mí y otros te cortarán a ti.» El chino que lo iba a decapitar se puso manos a la obra automáticamente y empezó a afilar su grueso cuchillo con una barra estriada.
No era la primera vez que hacía eso con un pescado; todos los años los troceaba y desmenuzaba, cuando llegaba el Nuevo Año. Pero en esas épocas lo que solía decapitar y luego pelar no era un pez espada, sino una anguila. También, otros años, había decapitado pargos, lubinas, doradas, besugos, salmones, truchas, chicharros, pero ninguno le había hablado como lo hacía ahora el enorme pez espada colgado de la cola.
El chino le dijo al pez: «Iré a la parte de atrás y te despedazaré. Si aún sigues hablando, tendré que tomar otras medidas, pero no sé cuáles.» El pescado asintió.
En la parte trasera de su casa, sobre un gran tajo de madera, parecido a aquel en que él mismo puso su mano para que se la cortaran, el chino separó la cabeza del cuerpo del pez espada con un golpe seco y certero. Pero éste, muy lejos de quedarse mudo, comenzó a hablar y a pedir que le trocease el resto del cuerpo con atención, y que tuviera cuidado al separar la piel de la carne a la hora de filetearlo, y que la punta de su espada la dejase intacta para venderla a los alquimistas y magos del Ponte Vecchio, quienes hacían maravillas con la quintaesencia fosforescente de su cuerpo.
Demasiado agobio para el pescadero. La cabeza hablaba y hablaba y hablaba sin parar, cada vez más deprisa y cada vez sobre cosas cuya existencia el chino ignoraba. Éste se llevaba las manos a los oídos para tapárselos y evitar escucharla. Las palabras del pez comenzaron a desesperar al chino, que no sabía cómo cerrar la boca a la cabeza parlante posada sobre el tajo de madera. «¡Cállate, no hables más, vas a volverme loco!»
Entonces el pez espada se calló un momento para luego decir su última palabra, como un oráculo: «¿Acaso no crees que si me oyes hablar a mí, un pez muerto y descarnado, es porque ya estás loco?»
Giotto se sorprendió mucho del extraño relato de aquel chino que deliraba. Estuvo varios días meditándolo, en la creencia de que encerraba un enigma para él; llamó a Gabrielle Cacace, su ayudante, para que se lo interpretara, pero Gabrielle no supo hacerlo porque él nunca había visto a un chino. Giotto, entonces, aturdido, confesó que en realidad él tampoco sabía muy bien cómo era un chino, porque no había llegado a verle la cara a aquel a quien dejaron manco en la plaza pública, aunque había visto en la Signoria tapices bordados de seda comprados en Venecia y traídos en los tiempos de Marco Polo.
«Sin embargo, sí sé algo de ese pez», dijo Gabrielle, «porque ese pez alguna vez fui yo».
GABRIEL. Eva le ha pedido a Adrián que lo vea «de su parte», por eso se ha citado con él, aunque los dos amigos ya se ven habitualmente y no necesitan quedar para charlar como si ello fuese algo excepcional. Adrián le ha garantizado a Eva que él está bien, no han perdido el contacto y quedan a menudo. «Déjalo correr y sigue adelante», ha debido decirle. Pero Eva desea que Gabriel sepa que ella
quiere saber
de él, de su salud tal vez o de su estado mental. Un mensaje, en cierto modo, enviado de manera un tanto complicada. ¿Por qué no lo ha llamado por teléfono ni le ha escrito desde hace varios meses? Él tampoco lo ha hecho; no sabe cómo le van las cosas. Pero la vida de Eva continúa su tiempo en alguna parte, ajena a la de él.
—¿Por qué te lo ha pedido Eva?
—Ya la conoces. Aunque se oculta detrás de un carácter duro y radical, en el fondo tiene una vena sensible. No es fácil para ella, imagino. Y luego está tu pierna. Le preocupa.
A veces también él olvida que ahora es un tullido, un herido crónico.
—Claro que la conozco. La he visto despertarse un millón de mañanas a mi lado. Eso me gustaba de ella, que se preocupaba de todo sin parecerlo.
O cree recordar que le gustaba eso, porque la ve hoy como a alguien lejano, una persona de su pasado que se quedó atrás, o se transformó, debería decir.
—Dejémoslo. ¿Cómo está ella? —pregunta.
—Creo que ha mostrado interés por Gamal, se lo presenté hace poco —dice Adrián.
—¡Vaya! ¡Con Gamal! Estás hecho todo un puto organizador de las vidas ajenas. Adrián el Casamentero te van a llamar desde ahora. Aunque no sé por qué yo habría jurado que Eva estaría jugueteando con Paul. Pero es demasiado mayor para ella y no es que venga de Zúrich todos los fines de semana, que digamos.
—¿Y por qué no habría de estar con los dos?
—No, Eva no es de ésas. Pero nunca se sabe ni dónde ni cuándo empezamos a ser otros de una vez. Háblame de lo de Gamal.
—Si tú quieres. Pero no hay mucho que contar.
—Inténtalo.
—Hablé un día con Eva. Quería contarle lo mío con Cloe.
—¿Con Martes?
—Sí, con ella, en efecto. ¿Por qué te empeñas en llamarla así?
—Viejos hábitos de cuando estaba en el hotel, nada serio.
—Me pareció natural que Eva supiera lo nuestro.
—¿Y Eva qué dijo cuando se lo contaste? ¿Estaba de acuerdo?
—¿Por qué no habría de estarlo?
—Pues porque trabaja para ella, ¿no? Ahora ya no es una empleada a la que poder despedir a la primera, por el mero capricho de ejercer su autoridad. Ahora es la novia de su mejor amigo. Eso lo cambia todo.
—Ya no. Era eso lo que le quería adelantar yo a Eva. Cloe había decidido dejar la zapatería. Ahora se iría de ayudante de Archie Souza en el zoo.
—¡Ayudante del psicólogo de focas!
—Así es. Y no se le da mal el trabajo. Pero ese día encontré a Eva especialmente amable y relajada. Me contó que también ella estaba rehaciendo su vida.
—Pero su vida no estaba rota. Sencillamente avanza. Como la tuya con Cloe.
—Bueno, yo creo que la suya algo rota sí estaba.
Vidas rotas, piensa. Él sabe un poco de eso, pero, como toda víctima, es egoísta. Tan sólo por supervivencia. Ha empezado a vivir de nuevo desde la nada y eso le otorga cierto privilegio de autocompasión permitida, legítima. Por ejemplo, es un recién nacido en cuanto a caminar se refiere. Ahora camina diferente, anda con un bastón. El mundo gira alrededor de un bastón. El Sol, los planetas, la gravedad de la Tierra, la circulación de la sangre, las cosechas y los monzones, el clima y el sexo, el amor y la tristeza giran en torno a un bastón, su bastón.
—¿Cómo ha conocido a Sayyid?
—Se lo presenté yo una tarde, cuando iba a cerrar. Fui con él a buscar a Cloe. Eva estaba en la tienda. Se puso nerviosa, más de la cuenta, estaba acelerada e incómoda, y casi ni miró a Gamal a los ojos. Pero no me cabe duda de que se gustaron, porque también a él le gustó ella, pero Gamal estuvo muy retraído y tímido, irreconocible para mí. No es muy hábil con las mujeres. Tal vez por eso le gustó a Eva. Cuando volví a ver a Gamal, me dijo que ella lo había llamado y que habían quedado en su casa.
—Así que fue Eva quien tomó la iniciativa.
—Al parecer. No le pregunté más, ya no me incumbía, aunque me moría de curiosidad, pero él me dijo algo extraño, me dijo que era una mujer con la que nunca se casaría. Le pregunté por qué, y Gamal me dijo, con toda naturalidad, que era impura. Recuerdo que le tomé el pelo con eso, diciéndole que seguramente, conociendo como conocía a Eva, ella tampoco se casaría con él. «¿Por qué?», me dijo. «Tú para ella, con esas ideas, también eres bastante impuro», le dije yo. Aquello le molestó bastante. No entendía su impureza.
Deciden entrar en el primer bar que ven abierto, unas manzanas más allá de su casa, cerca de Tetuán. Se llama La Cueva del Conejo. Es pequeño y alargado. Gabriel lo conoce, ha estado en él otras veces. Piden dos cervezas negras. Por el rabillo del ojo ve la televisión encendida y le parece oír que están hablando de los atentados. Mira hacia allí frontalmente. Por mucho que ya ha superado la visión de los trenes desventrados de Atocha, siempre le es costoso. Adrián lo observa con morbosa curiosidad, sin poder evitarlo. Seguro que piensa lo mismo que él, se dice, seguro que está pensado: «¿Qué ocurrirá ahora?», pero a su manera. Todavía puede ocurrir algo más que nadie sabe.
Se vuelve hacia el camarero que está en la barra y le pide que suba el volumen.
En la televisión dan un reportaje sobre los terroristas suicidas de Leganés; hablan de la cinta de vídeo que dejaron grabada antes de inmolarse y en la que todos tomaron parte. Se ve a tres de ellos vestidos con ropas árabes y pasamontañas negros con cintas negras en la frente; hay frases en ellas. Unos subtítulos traducen lo que apenas se oye. «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso —las palabras, o el sonido hueco de unas palabras, resuenan de repente en toda La Cueva del Conejo igual que una letanía surreal y descompuesta, pronunciada como una advertencia tal vez horrible pero dicha por la voz algo cómica del locutor, aunque alrededor de ellos sólo prestan atención algunos clientes que se han aproximado a escuchar—. Dice el Altísimo: Combatidlos, Dios los castigará por medio de vuestras manos y los humillará, os dará la victoria sobre ellos y curará los corazones de los creyentes.»
¿Dónde estaba él ese día? ¿Dónde estaba Ada? Los dos yacían en el hospital de La Paz, en camas cercanas (o quizá alejadas), en plantas diferentes (o quizá en la misma), sin conocerse (pero se buscaban). Qué ironía habría sido que por unos minutos, o tal vez por unas horas, cada uno hubiera sido el inconsciente compañero de habitación del otro, o de pasillo, mientras esperaban unas pruebas de cicatrización y plaquetas, o un análisis de sangre y sistema inmunológico, o un diagnóstico más afinado para el pecho hecho trizas de ella y la pierna troceada de él; incluso que allí hubieran visto en la televisión, en cualquiera de las dos habitaciones, la explosión del piso de Leganés con los siete terroristas dentro. Nunca han hablado de ello. Para él, aún herido y aún con la extrañeza de las cosas que se sucedían sin parar, fue un impacto enorme ver casi en directo el suicidio de aquellos
yihadistas
, sus asesinos, sus enemigos insospechados, después de disparar contra la policía que los había descubierto aquel 3 de abril, ni siquiera un mes cumplido después de los atentados. No lo vivió como un horripilante espectáculo, sino como una ingenua decepción. Él habría querido haber hablado con ellos alguna vez. Se esfumaban todas sus interrogantes y todas sus preguntas.
—¿Sabes que leí hace poco que ese mismo día de abril, pero de 1968, empezó la Baader-Meinhof? —le dice a Adrián.
(En la medianoche del 2 al 3 de abril de 1968, Andreas Baader, junto con otros tres jóvenes, puso cuatro bombas caseras incendiarias que provocaron dos explosiones: en unos grandes almacenes de Francfort de la cadena Kaufhof, propiedad del rico empresario Schneider, y en los tres pisos de apartamentos superiores. El que fueran caseras le debió de parecer, al joven Gabriel, algo tiernamente inofensivo, voluntarioso y digno de aprobación. Lo hacían como podían, los pobres muchachos. Provocaron un incendio y hubo múltiples heridos. Los apartamentos se derrumbaron. Él siempre les tuvo simpatía, pero todavía hoy sigue sin saber por qué.)