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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida (11 page)

BOOK: El mapa de la vida
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Cuando aquella fase primera de la torre se derrumbó por una mala precisión en los cimientos, murieron decenas de peones que estaban encaramados en los andamios. Las piedras cayeron sobre muchos de ellos, aplastándolos o partiéndoles las extremidades y reventando las cabezas. Un polvo gris se elevó hasta lo más alto donde había llegado el andamiaje ahora derruido. Giotto y sus ayudantes acudieron al lugar del derrumbe; vieron cuerpos destrozados, desmembrados, esparcidos en torno a lo que había sido el primer piso de la torre. Por unos segundos, tal vez por la impresión de aquel horror, el maestro tuvo la visión momentánea de una gran pesca, de miles de peces brillantes y húmedos retorciéndose por el suelo; no daba crédito a lo que veía; sólo podía pensar en peces. Luego se recuperó volviendo a la realidad, se llevó las manos a la cabeza, y se arrodilló ante el cuerpo de uno de los muertos; había reconocido al capataz Di Martino. Como ángel que creía ser, Giotto sabía que aquella torre supondría muchos más muertos todavía, y que tal vez se engañaba y no tuviera años por delante para verla terminada. Había que empezar de nuevo, vaciar el hoyo de la cimentación, extraerlo todo, llamar a los gremios despedidos, traer otra vez las carretillas desmontadas, sustituir a los peones muertos. Todo tuvo que recomenzar otra vez. Ahora Giotto era doce meses más viejo. Había vuelto a ser el anciano que llegó a Florencia. Nada, al parecer, había avanzado.

Ada dejó de escribir.

SAYYID.
Él
escribe: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Gracias a Dios por su guía y su norte en el sendero tortuoso de la vida. Gracias por haberme dado la ocasión de enseñar el Libro de Dios y la
sunna
del profeta. He encontrado a mi Dios y soy afortunado. No tengo tristeza ni la trasmitiré a mi familia. Juro que todo es alegría en el jardín de Allah, cuyo Nombre invoco y para quien me entrego al martirio que me pide. Que Allah me dé fuerzas para el martirio y que el Paraíso se abra para todos los fieles de Allah que oran para que les llegue el martirio. Ya no puedo vivir bajo el yugo de la humillación del infiel, gracias a Dios por iluminarme el camino para acabar con la humillación y la debilidad que nos causa el infiel. Nada pueden hacer contra mí los enemigos de Allah, mis enemigos. Siempre he pensado en el
Yihad
para salvarme. Es mi coraza y mi cuchillo, mi santidad y mi alegría. Dios me guía para cumplir la promesa de los devotos
muyahidines
, los justos por la sangre y el sacrificio. La vida no vale nada, sólo el martirio tiene valor y la paz se alcanza cuando se deja atrás la vida de este miserable mundo. Que mis actos sean gratos a Allah, el Clemente, y que enseñe el camino del Bien a mi familia como me lo ha enseñado a mí. Huí del Infierno por la Misericordia de Dios al vengar la sangre de mis hermanos en la sangre infiel y despreciable. No es la muerte el final de la vida, sino la vida el final de la muerte en el islam santo. Acoged en vuestro interior el
Yihad
como lo he acogido yo. En la mezquita apartaos de la senda de Satán y sus confusiones. Ninguna humillación es peor que vivir entre los perros y sus mentiras, entre los falsos dioses y los tiranos que nos roban la fe verdadera. Malditos sean los tiranos, sus siervos los judíos y todos los infieles que los apoyan, malditos sean todos los que sirven para la causa de Satán. La maldición de Allah, el Misericordioso, el Justo, caerá siempre sobre los impíos por el fuego y la sangre del
Yihad

Luego guarda la nota para la mejor ocasión.

Cuando piensa en los atentados, la primera palabra que a Gabriel le viene a la cabeza es «belleza».

1. La belleza truncada de D, veintiocho años, modista polaca.

2. La belleza machacada de L, peruana, recepcionista de un concesionario de coches.

3. La belleza fulminada de H, veinte años, camarero filipino.

4. La belleza perdida del pecho izquierdo de Ada.

5. Entonces piensa en quienes lo hicieron. No puede ni debe olvidarlos, aunque no los conocía. Ha visto fotos de ellos, pero hoy por hoy las fotos ya no le dicen nada, ha visto muchas fotos suyas a diario, rostros, gestos, los más brutales gestos, y de pronto sucede el clic en el cerebro y Gabriel queda anestesiado de tantas fotos, alejado de esos rostros, incluso llega a compadecer esos rostros, rostros de seres que tienen una madre, una mujer y unos hijos de los que se han despedido antes de accionar los explosivos pegados a sus cuerpos, boooom, trocitos de compasión y ser humano, como en los trenes. Así sucede en aquel piso de Leganés.

6.
Yihadistas
, Bin Laden, Mahoma. Un eje común entre los tres conceptos, aunque son sólo personas, se dice Gabriel.

7. Quien ha hecho esto tiene el mal de la muerte dentro de sí. O dentro de su historia, y durante siglos. ¿En qué consiste el mal de la muerte?, se ha preguntado a menudo desde entonces, en este hotel donde ahora Ada y él hacen el amor, otra vez vivos, como si escribieran las primeras páginas de un libro nuevo. Sí, en qué consiste el mal de la muerte. Tal vez consista en matar y matarse, y en creer que con ello hay una brizna de vida inmortal, eterna, al otro lado. Es tan irreal y enfermizo creer en el otro lado...

8. ¿Qué pensaron en ese PRECISO instante, el instante de la explosión en los trenes? Eso le obsesionaba y le obsesiona aún, como a Giotto su torre. ¿Qué se puede pensar en ese PRECISO instante? Ve las fotos de sus rostros y le dan miedo, son rostros que inspiran normalidad, incluso fealdad, pero sabe que son fotos de asesinos o de terroristas. PRECISO instante, el de la foto.

9. Pero algunas de esas fotos son iguales, exactamente iguales, a las de las víctimas. Porque al final todos son iguales en las fotos, le dice a Ada. Mira: todos somos todos en las fotos.

10. Menos tú. Menos yo.

11. Menos
él
.

Un día se descubre sospechando de
él
. Quienquiera que sea ese
él
. Cierta lógica temible lo lleva a la sospecha de imaginar que ese
él
planea otro atentado. No es una sospecha muy fundada, no tiene datos verídicos y carece de pruebas —a no ser que se pase los dedos por la cicatriz o que observe la forma irregular de su bastón omnipresente y vea así la realidad, en la que de la nada puede surgir un lobo hambriento que muerda y despedace, y la gente siga creyendo en los dulces sueños y en los reyes magos—; sin embargo la prensa se ha hecho eco de nuevas pistas que no conducen más que a una casa vacía, en el centro de Madrid, de la que han huido los inquilinos, todos hombres y todos musulmanes; ahora se les busca discretamente; es probable que tengan explosivos. No saben si son muchos o pocos; saben que al menos hay uno, entre los fugados, que es peligroso. Puede ser este futuro atentado el atentado de la rabia o de la venganza, por los mártires de Leganés y los de Irak; un atentado que no se ha podido llevar a cabo antes, quizá porque lo han pospuesto para ocasión más propicia, o porque bastante aterroriza ya el solo hecho de ser la amenaza dejada en el aire, ya instalada en la cabeza de las víctimas. En una ocasión ha oído decir a Karen que tiene miedo, y que si ha podido ocurrir una vez, puede volver a pasar de nuevo; para ella eso es lo peor: la posibilidad, otra vez, de otra bomba. Ahora ella cree en esa posibilidad ciegamente, como muchos. «El siguiente atentado nos aguarda a la vuelta de la esquina», se dice por ahí. Un atentado que ha quedado «a la espera».

Gabriel mira el paisaje de las calles atestadas de gente y de luces; se acercan las fiestas navideñas, qué buena oportunidad para el miedo. Empieza a creer que
él
existe de verdad, ese
yihadista
escondido, mezclado anónimamente en los bares, que compra en el Rastro o en El Corte Inglés, que va a la mezquita, que pasea desapercibido por la Gran Vía, que saluda a sus vecinos sin efusividad; un hombre cualquiera, puede que marroquí o egipcio, o incluso ya con nacionalidad española, que está planeando ejecutar ese nuevo atentado en el nombre del Clemente y el Misericordioso. Sólo espera que se calmen las aguas de las detenciones, que se apacigüe la presión policial y se desvanezca esta ola de racismo traída por el otro atentado, el de los mártires, sus amigos.

Es un hombre que ha aprendido de la experiencia. Se ha ido de España unos meses a París para borrar su rastro. Allí lo han acogido otros hermanos
tabligh
que no han hecho preguntas. Se pasa el día en la mezquita y sólo habla con un imán libanés, quien le trasmite las enseñanzas del egipcio Abu Hamza. Si va con mujeres es sólo para disimular su verdadero sentir, pero elude tener que hablar de moralidad o de la guerra. El mundo le parece un pantano de barro e inmundicia; Allah necesita venganza por tanta humillación. Sólo piensa en eso. Ha regresado a Madrid hace poco, al comienzo del invierno, y ha cambiado de piso, en Lavapiés, donde no es nadie, o en un barrio obrero, investido de respetabilidad.

Sólo tiene que hacer una llamada, como mucho dos. Acaso tal vez esperarlas. Durante ese tiempo, duerme, hiberna. Aguarda pacientemente. Va en el Metro o sentado en un autobús, y se pregunta, asqueado de lo que ve y evitando rozarse con los impuros, por qué no hacerlo ahora, aquí, por qué no acabar ya y asestar otro golpe en la cara de los perros. Pero espera. Ese terrorista sin control vaga perdido por las calles, parece un sonámbulo que entra en una tienda de videojuegos, se camufla en un cibercafé, telefonea a su país desde un locutorio clandestino; no tiene jefe ahora, está todo dejado a su libre iniciativa, dispuesto a actuar a la desesperada si es preciso, le cuesta hablar, no quiere olvidar el odio. Gabriel, a su manera, se propone buscarlo sin decir nada a Ada, durante sus viajes por las calles, tratando de identificarlo de reojo para sentir su soledad. ¿Será ése o ese otro? La sospecha da mucho trabajo y mucho miedo.

GABRIEL. Un tiempo después alquiló el apartamento de una periodista. Lo hizo rápido y tuvo suerte. Era un pequeño piso en el número 32 de General Perón, un decimosexto, en la única torre de la calle, una torre blanca y monolítica. En la agencia le dijeron que la dueña se había marchado a Londres para casarse y tenía prisa por alquilarlo sin pedir demasiado. Le gustó porque poseía pocos muebles; le agradaban las fotos de Salgado de barcos varados y desguazados que había enmarcadas en las paredes. Desde el amplio ventanal de aquel piso veía la ciudad extendida hacia el oeste; aquella altura fue la que lo decidió a alquilarlo; de nuevo su irresistible atracción por ver el mundo desde arriba, una vez más. A veces piensa que es la misma atracción que deben de sentir los fantasmas, si es que permanecen aún entre los vivos antes de que su alma desaparezca para siempre; se imagina a los fantasmas sobrevolando la ciudad, viendo a todos desde una altura absoluta y aséptica, mirando al pasado. Y por eso, también a veces, le pedía a Ada que se besaran y se mordieran para que ese ligero dolor, incluso el sabor a sangre, les permitiera certificar que todavía vivían. El beso como seguro de vida.

Aun así, no se trasladó inmediatamente a aquel piso. Le daba cierta pereza volver a instalar allí sus ordenadores y todo el equipo, y tampoco le apetecía interrumpir el proyecto en que estaba trabajando en esa época, así que apuró unos días más su estancia en el Medina. En el fondo se resistía a abandonar ese amnios protector que es un hotel cuando se consigue dominar su extrañeza y convertirlo en una extensión propia, más todavía que una casa. Pero es difícil pensar en los hoteles como destinos y no como estaciones de paso. O como peceras en vez de habitaciones. Sin embargo, Gabriel lo había conseguido.

En esos días, sin haberlo pretendido, se concentró en Martes, la camarera, después de que lo abordara una mañana, cuando supo que él se iría, para decirle que la iban a despedir. «Ya ve, los dos nos vamos al mismo tiempo», le dijo. Él se dio cuenta entonces de que se parecía a la Eva que conoció cuando era joven, la Eva de la que se enamoró. Martes era Eva con veintitrés años. Y salvo la curiosidad del parecido, aquella coincidencia física no significó nada más para él, una leve admiración a lo sumo, pero un lejano vínculo de afecto regresó del fondo de su historia para asirse a aquella joven.

En aquellas semanas de diciembre pensaba a menudo en Eva. Quería ser delicado con ella, pero no sabía cómo. Ella seguía muy herida, y no era posible ninguna atención, ni frase, ni cariño entre ambos; no se habían visto aún y ella no lo entendía; sus intentos de acercamiento se habían limitado a querer que regresaran a un punto y a un tiempo que habían quedado atrás, en algún lugar remoto del recuerdo, por mucho que de ese tiempo no hubiera pasado aún ni un año.

De todo lo que Eva pensaba le tenía informado Adrián, a quien veía de tarde en tarde en el Finnegans, un
pub
irlandés cercano a su estudio; le desgranaba los sentimientos de su mujer como un abogado puntilloso o un amigo perfecto; pero siempre concluía: «No podrás hacer nada si no la ves.»

Unos días más tarde se pasó por la zapatería. Quería mirarle a los ojos, darle su nueva dirección y también hablarle de Martes como posible dependienta. Sabía que buscaba una. Entre ella y Karen eran demasiado dueñas, faltaba alguien más arremangado para llevar el negocio, alguien que recibiera sus órdenes y abriera y cerrara la tienda.

Cuando se dirigía allí, empezó a lamentar haber ido, casi experimentó un ligero vértigo; intuyó que no era oportuno mencionar por ahora a Martes; podría ser peor para ella que precisamente él la recomendase en esos momentos. Lo alivió comprobar que Eva no estaba; vio, en cambio, a Karen. Karen era baja y delgada, llevaba el pelo muy corto, canoso tintado de colores, y siempre iba con chaleco; era afable y no dejaba de sonreír. Solía conversar con ella con naturalidad.

Estaba subida en una escalera de pocos peldaños cuando Gabriel entró en la tienda. Sin bajar de donde estaba, se alegró de verle y sin dejar su sonrisa, dirigiendo una mirada al bastón, preguntó cómo se encontraba después de tanto tiempo. Tenía en las manos una caja de la marca Ferragamo («Vamos a Florencia de una vez», le solía decir Eva todos los años, porque quería ver el gran templo de aquella marca mítica). Pensó en ese momento que Florencia era una ciudad que los unía a todos: a Eva con Ada, y a Ada con Giotto, y a Giotto con los ángeles, y a los ángeles con él, y a él, por tanto, con Ada. Y en el centro de esa cadena, una destrucción y un derrumbe: sus vidas, su campanario.

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