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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida (6 page)

BOOK: El mapa de la vida
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Aquella mañana lluviosa, de esa luz madrileña dorada y azul, como en un cuadro de Pissarro, decidió volver al Museo del Prado. Aún no se había desprendido del bastón; esa mañana le hacía falta. La humedad había resentido la herida, bajo la que notaba con su mano las placas de titanio y los tornillos en el hueso recompuesto por tres partes. Si apoyaba la pierna, el dolor subía por la médula espinal. El bastón mitigaba ese esfuerzo.

Fue en taxi hasta el museo; el conductor había tomado la Castellana con demasiada velocidad pero Gabriel no tenía prisa, así que le pidió en Colón que subiese por Alfonso XII y bajase por los Jerónimos. Había cesado de llover en ese momento. La luz del Retiro le situaba en la ciudad como la recordaba de la infancia, le hacía ser parte de ella nostálgicamente. La ciudad después de la lluvia siempre lo devolvía a un estado feliz y vencedor. El taxi lo dejó junto al edificio de la Academia. Caminó entre charcos y entró en el museo por la puerta acostumbrada, en la planta baja.

En el umbral de la sala de los primeros italianos, cerca del cuadro de Fra Angélico que iba a ver, reconoció a X, un antiguo compañero de carrera cuyo nombre nunca conseguía recordar. Tenía una cara redondeada y antigua, con gruesas gafas. Iba con traje oscuro y gabardina en el brazo. No estaba solo, lo acompañaba una mujer, quizá una amiga, cuyo rostro fascinó a Gabriel nada más verla. El antiguo compañero los presentó. Se trataba de Ada. El amigo se fue enseguida, parecía habérsela encontrado por casualidad. No dijo mucho.

—Te dejo con Ada. Sabe más que nadie en el mundo sobre todo esto. —Al irse, se refirió X a los cuadros con un gesto circular de la mano.

Así que allí estaba ella, en el inicio de todo.

Lo empezó a sentir sin saber qué le sucedía. Una iluminación repentina, eso fue. Una poderosa e innominada atracción lo abocaba a contemplar ese rostro, el de Ada, como si dentro de su mente se hubiese puesto en marcha un proceso autónomo de identificación: era un rostro profundamente conocido, enterrado en su interior en espera de este preciso momento en que, gracias al taxista y al rodeo por llegar hasta el Prado, estaba aflorando, pero en un sentido diría él metafísico, un rostro buscado, aunque no sabría añadir desde cuándo, salvo que dijese
desde toda la vida
, un rostro familiar en alguna capa o subcapa neuronal en su cerebro porque era un rostro
sabido,
deseado. Ligeramente anguloso en los pómulos, femenino, de mirada vivaz, intensa, bajo unas cejas pobladas pero cuidadas, con una boca de labios carnosos perfectamente formada, morena de tez, salpicada de pequeñas manchas en la piel y una nariz larga y fina, algo arqueada. Le caía un mechón de su pelo negro sobre la frente que ella trataba de retirar de vez en cuando, dándole un aire atractivo y misterioso.

Los dos se miraban y rehuían sus miradas a la vez. Mientras ella hablaba, Gabriel pensó sólo en la palabra inicio. Estaban a pocos metros de
La Anunciación
, que para él representaba todos los inicios posibles: el de la pintura, el de la historia, el del amor, el del embarazo de la joven María... Identificó a Ada con el inicio, ya para siempre. Por eso inmediatamente tuvo un extraño y atroz miedo de perderla, de que se desvaneciese y de que saliese una despedida de su boca perfecta.

—¿Te interesa el arte?

—Sí, por supuesto —dijo él—, aunque en realidad desde siempre, que yo recuerde, me ha gustado la angelología. Ante este cuadro no sé qué me gusta más, si el ángel o la pintura.

—Yo soy experta en arte. En este arte concretamente: los italianos —dijo ella mirando al cuadro—. Pero ¿por qué el ángel? —preguntó entonces volviéndose hacia Gabriel—. A mí también me fascina este ángel.

—¿Por qué me gusta el ángel? —Ada asintió—. Porque sé lo que piensa y sabe lo que la joven desea —contestó él.

—Yo creo que es el pintor quien lo sabe, por eso los personajes parecen saberlo.

—Claro, el pintor lo sabe porque el ángel se lo permite. Los ángeles tienen que dejar a los humanos cierta apariencia de decisión. Toda, en realidad. Ellos no pueden decidir, tan sólo acercar circunstancias.

—¿Qué quieres decir con eso de acercar circunstancias? —preguntó Ada, intrigada con una hermosa sonrisa maligna.

—Que los ángeles sólo hacen que algo pueda suceder, no que suceda de verdad.

—Fra Angélico tenía algo de ángel, él mismo. Por ejemplo, la inocencia.

—¿Crees que los ángeles son inocentes?

—Sí —dijo Ada.

—En realidad a veces sí y a veces no. Depende del día.

—Fra Angélico era un espíritu puro, un hombre incluso ingenuo.

Se dio la vuelta y se puso de espaldas al cuadro. La tomó del brazo. Ella no se retiró.

—¿Quieres saber qué he descubierto de este ángel?

—Claro.

—El amor del ángel por la joven. Obsérvalo. Cuando lo intuí me caí redondo aquí mismo. El bastón falló o mi ángel, ese día, no era tan inocente.

Ada se rió y a él le gustó mucho esa risa.

—Fra Angélico lo sabía —dijo ella, bromeando.

—Mira a esos jóvenes, el ángel y la muchacha del cuadro, ¿no son dos enamorados asumiendo un papel diferente ante nuestros ojos, fingiendo no serlo, mientras en su mirada hay una pasión que se inicia?

Ada observó con detenimiento. En su expresión, a Gabriel le pareció ver que había encontrado el hallazgo de esas miradas de amor cruzadas. Le atrajo poderosamente la suya.

—Hay algo único que sale de este cuadro siempre que lo miro, algo que se puede llamar felicidad, dicha, alegría, algo así —dijo él.

Permanecieron un rato en silencio. Otras personas se acercaban al cuadro, les impedían verlo en su amplitud, les rodeaban. Tuvieron que moverse. Él sintió el aroma del cuerpo de ella, muy próximo, y le gustó; era un aroma esperado. Pero en ese momento hubo un pequeño cambio en Ada; se contrajo violentamente, como si la hubiesen azotado; él se fijó en que Ada hizo un gesto de dolor; no pudo evitarlo; se tocó muy suavemente, con la punta de los dedos, el costado izquierdo, a la altura de la base del pecho.

—¿Te encuentras bien, te ocurre algo?

—¿Puedo pedirte un favor?

—¡Claro! —exclamó.

—¿Puedo apoyarme en ti?

Se sujetó en su brazo. Descansó sobre su hombro, sobre el que puso la mejilla. «Parece hecho para mí», dijo acerca del hueco entre el hombro y su cuello. «Lo está», contestó él sin pensarlo, porque enseguida se arrepintió. ¿Por qué lo dijo, quién lo dijo dentro de él? Ella se separó un poco. Luego miró para otro lado antes de contarle lo que le estaba ocurriendo. Trató de sonreír, aunque era evidente que el costado le dolía demasiado. Respiró hondo antes de hablar.

—Estuve en uno de los trenes. Todavía voy al médico, no he acabado. Es una quemadura que me abrasa, que tira de mí hacia dentro, un agujero por el que parece que va a colarse todo mi cuerpo. Se me pasará en un minuto —y apretó los labios sin cambiar el esfuerzo de la sonrisa.

Gabriel no se lo podía creer cuando ella lo dijo. Le dejó anonadado. Era una asombrosa casualidad, un hecho inaudito, el golpe de dados del destino, y recordó la súbita atracción, la sintonía que había tenido con ella desde que la vio. Pero ¿qué sería?

—Yo también estuve en el infierno —dijo, muy serio, liberando un silencio en él de siete meses, y levantó el bastón como garantía—. Otro de los trenes.

Se miraron entonces a los ojos un largo minuto, rodeados de gente que entraba y salía de la sala, como dos personas que se reconocían después de muchos años separados; fue una especie de reencuentro. No era una mirada fácil, porque se cubrió de una seriedad incontrolada, más una nube de piedad mezclada con cierto pudor. Entonces, inesperadamente, Ada se dio la vuelta y echó a andar hacia la salida apresurando el paso. Cuando él reaccionó, corrió detrás de ella y la detuvo. La gente los miraba, pero enseguida dejó de hacerlo.

—No te vayas. ¿Por qué te vas?

—Huyo. Tengo derecho.

—No lo hagas de mí. No todavía, por favor. Espera. Pero, además, ¿por qué razón? ¿De qué huyes?

—No lo sé, tal vez porque tuve miedo a aceptar lo que acababa de sentir. De pronto se me ocurrió que conocerte sería revivir los atentados, volver al dolor.

Se quedó callada unos instantes, mirándolo fijamente. Agarró su mano, asida al pomo del bastón. Luego añadió:

—Los dos veníamos hacia Madrid, en dirección a Madrid, quiero decir, ¿verdad?

—Sí, en esa dirección venía, ¿cómo lo sabes? Yo todavía no te lo he dicho.

—Lo supe nada más verte. Una intuición, quizá, muy poderosa. Tal vez te viera en algún momento y te olvidé, pero mi mente te registró, como registró otras cosas inolvidables ese día. No sé qué es pero cuando nos presentaron se iluminó una certeza en mi interior, la certeza de saber de ti. No me eres extraño, Gabriel, por eso huía. ¿Es una coincidencia que nos hayamos conocido? ¿Por qué unos viven y otros mueren?

—O más bien para qué, ¿no crees?

Quiso decirle que él también había experimentado esa iluminación, pero en cambio le pidió su número de teléfono. Era urgente establecer un nexo de continuidad. Si se iba, ¿qué sería de él? Ahora no tenían nada. Le confesó que le había aterrado perderla, que por un segundo, cuando la vio partir, temió que su bastón fallase otra vez, se cayese al suelo y no pudiera volver a verla. Le dijo que no recordaba el nombre de la persona que los había presentado, un amigo a quien no veía más que ocasionalmente. Ella le contó que era tan sólo un paciente de su marido, tampoco recordaba ahora el nombre.

—Si te hubieras marchado corriendo, no habría sabido cómo dar contigo otra vez, ni sabría dónde podría encontrarte.

Ada escribió su número de teléfono en el reverso del ticket del museo. «Llámame, por favor», dijo. Al irse, le acarició a Gabriel la mejilla muy lentamente. Aquello lo paralizó. Deseó seguir a su lado, daba igual cómo y cuándo; sea lo que fuere la vida, en adelante tenía que ser con ella, pensó; y también pensó que algo se había apoderado de su alma muy profundamente.

Gabriel pasó el resto del día en la habitación del hotel Medina. La lluvia regresó y no dejó de llover en toda la tarde. Su pensamiento había entrado en una especie de trance. Si no fuera porque era físicamente imposible, diría que su cuerpo estaba un palmo por encima del suelo. Pensó mucho en una idea que fue haciéndose obsesiva, plagada de incertidumbres y temores. Era la idea de que, por alguna razón que aún no alcanzaba a comprender del todo, no podía prescindir de aquella mujer que acababa de conocer, que su vida pasaría por ella ya de manera inevitable. El río del futuro se había ensanchado de pronto.

Esperó hasta la noche para telefonearla. Estaba algo nervioso; jugaba entre los dedos con el ticket donde había apuntado el número. Ada descolgó al cabo de varios tonos. Saberla al otro lado y oír su voz lo tranquilizó.

—Sentir o no sentir las alas —habló directamente, sin saludar—, creo que ése es el mayor problema diario de los ángeles, el problema doméstico que tenemos. Cómo guardarlas, dónde hacerlo.

—Yo hoy sentí tus alas —dijo Ada.

Hubo un silencio por su parte.

—Yo también las tuyas —dijo al fin.

—En casa me acordé de que nuestros apellidos empiezan los dos por zeta. Empiezan por un final. ¿No es curioso?

Entonces hablaron de la felicidad que habían perdido una vez. Como la vida, porque los dos habían perdido la vida una vez, al menos por unas horas, y sus cuerpos lo sabían mejor que nadie. Esa noche su primera conversación se prolongó largo rato y hablaron de muchas cosas. Parecían viejos amigos, y apenas veinticuatro horas antes no sabían de sus respectivas existencias, aunque las desearan.

En una pared de la habitación del hotel había un espejo horizontal. Se miraba en ese espejo muchas veces, inevitablemente: por descuido, al alzar la cabeza, al dejar vagar la mente mientras pensaba, al irse. Miraba y veía una cara nueva; todo era nuevo para él porque había decidido que así fuese: nueva ropa, nuevo reloj, nuevos hábitos, nuevo gel de baño, nuevo desodorante, nueva manera de afeitarse, nueva hora de comer, nuevas gafas de sol, nuevas medicinas; partía de cero, y todo lo preguntaba, como si su aprendizaje no hubiera hecho más que empezar; llegó a ver un nuevo rostro en ese espejo, con una expresión diferente; era otro (y no lo era, claro). La sensación de novedad se había convertido en un ejercicio diario, pretendía esas cosas nuevas, las hacía posibles, se obligaba a ellas para tratar de encontrar una identidad en la que el ser nuevo que había surgido de los trenes se sintiera acomodado y, si pudiera decirse tan pronto, fiel a sí mismo.

Después de guardar en el fondo del armario todos los trípticos y folletos informativos del hotel y todas las guías comerciales de la ciudad que había sobre ella, dispuso sobre la repisa adosada a la pared a modo de escritorio el equipo con el que solía trabajar habitualmente: dos ordenadores
mac
, un escáner de gran espectro, una calculadora
Fx
, una impresora de color y un portátil Samsung; al lado colocó una vieja pizarra sobre un caballete con tizas de colores que desde siempre le servía para los primeros bocetos. Prácticamente, salvo los archivos de proyectos concluidos y los libros de cálculo, se había traído al Medina todo aquello con lo que trabajaba en el estudio.

En el hotel aceptaron su propuesta de tener todos esos aparatos
temporalmente
(un par de meses, quizá tres, les dijo) a cambio de incrementar el precio de la habitación un cincuenta por ciento. «Piense que es ventajoso, se ahorra el alquiler de un estudio», dijo la directora del hotel. La verdad es que esa mujer tenía razón, y le cayó bien, así que aceptó de inmediato sin pensárselo mucho; pero el problema era que seguía pagando su viejo estudio. Se trataba de un piso de la calle Almirante que compartía con su amigo Adrián Mastronardi, diseñador de joyas y confidente de horas bajas, tanto suyo como de Eva. Cuando se vino a vivir al hotel, dejó de ir por el estudio salvo las veces en que fue a recoger sus cosas. Antes había desechado la posibilidad de trasladarse a vivir allí, aunque lo meditó en varias ocasiones. Se dio cuenta de que eso supondría encontrarse demasiado con Adrián, y en consecuencia con Eva. Sabía que se veían con frecuencia; le hablaría de él sin remisión.

Llevaba dos días sin salir del hotel desde que telefoneó a Ada por la noche el mismo día que la conoció. Miraba el móvil pero el aparato no había vuelto a sonar ni a recibir mensajes. Él le dejó uno, tan sólo para decirle que pensaba en ella. En el cuarto, recostado en la cama sobre la almohada, estuvo mirando la televisión. Buscó en varias cadenas, pero no había nada nuevo en las noticias. Nada que al menos él no supiera de otros noticiarios.

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