Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—Bueno, puedo hablar con varios médicos prestigiosos, si lo deseas. Incluso de fuera del país. Vale la pena ir a América, para esto. Y en cuanto al pezón, ¡caray!, ten en cuenta que sólo será una cuestión estética, nada más, obviamente.
Dijo «estética» como si quisiera impedir toda esperanza de vida futura en Ada; serían falsas ilusiones.
—Por supuesto, no pensaba hacer nada sin consultarte. Tal vez en abril sea una buena fecha.
Iba a añadir: «Cuando se pase este dolor de algo que no tengo», pero lo consideró un esfuerzo innecesario, y volvió a las páginas sobre la vida de Giotto.
—Abril es un buen momento. —Santiago volvió a coger la revista—. Ya lo creo.
A Ada le importó poco su respuesta.
GABRIEL. Hubo un día en que vio Madrid de otra manera, desde el Faro de la Moncloa. Con los ojos abiertos, o tal vez cerrados, volvió a subir. Su ciudad se había transformado, pero tan sólo era cosa de crecimiento, porque siempre fue un enorme mosaico de seres foráneos buscando su camino hacia la felicidad. Una vía para la que no hay instrucciones, pero se parece a una guerra con muchas bajas. En el Faro, allá arriba, hasta donde llegaban voces, oraciones, lecturas de la Biblia, del Corán, gritos de miedo y de placer, voces de niños y de viejos moribundos, procurando no resbalar por las planchas de aluminio niquelado, le hizo algunas preguntas al ángel que lo llevaba. Otra vez vio abajo la normalidad, la desesperación, la alegría, las pavesas grises de todo lo que se quemaba en el horno de una cabina telefónica, la heroína que ardía en la cucharilla y se deslizaba por las venas, las partículas microscópicas del hollín de las calefacciones, de los coches, que llegaban hasta su cerebro, las canciones, el sudor agrio de los vagabundos, el falso calor de las putas, las hordas de gente enamorada, el ruido de pisadas en los supermercados, los litros de alcohol que entraban por su garganta. Necesitaba recorrer Madrid palmo a palmo como quien viajaba al otro extremo del mundo para entender cuáles eran esos cambios que el ángel, en él, ya sabía y le mostraba.
¿
La ciudad había cambiado
?
Oh, eso era evidentemente realista. ¡Sí había cambiado! La ciudad crecía, adquiría otros colores, otras luces con sus sombras, pero sobre todo adquiría a otras personas con una historia y una geografía desconocidas, otros idiomas, pasaportes falsos, más citas para los médicos, alquileres disparatados, muertos en las calles, más partos. La ciudad-universo está a tus pies. Mira. Mézclate. Eres una de esas otras personas.
¿
Qué tenía que hacer entonces
?
No lo sabías. Esperabas en tu hotel (Martes te había servido el desayuno) a que llegara Ada con su coche, el Fiat Punto azul, el mismo FP en el que hicisteis el amor, para partir al azar, ir y venir por la piel de la ciudad, por su denso mapa de pasado y de futuro. Madrid ya es el mundo, puedes ir de Beijing a Dar Es Salam, de Bagdad a Manila, de Bogotá a Kiev, en ese coche y en un solo día.
Pero ¿cuándo había cambiado
?
En las mochilas sólo había dinamita. A los terroristas no les flaquearon las piernas. Estupendo, lo lograron, Allah los tendrá a su lado, junto al Mahoma que les abre las puertas de su jardín. Pero no te ciegues. Cuando muchos murieron en aquellos atentados y otros muchos más, miles, quedasteis heridos, la ciudad ya había cambiado. Las ciudades cambian sin que nadie lo sepa. Cambian porque la gente llega a ellas y se queda. Apréndelo. Los heridos, los dos mil heridos, no llegabais al 0,0005 % de los habitantes, pero alguien os eligió para ser una bandera. Y una pancarta. Y una foto en internet que da la vuelta al mundo. Ya nada será lo mismo. Hasta el terror.
¿
Qué descubrimos
?
Descubristeis que había a vuestros pies otro suelo más largo o más hondo, con drogas y santos, con nacimientos y cuchillos, con borrachos y cantantes, con niños y policías. Y a vuestro lado otros seres. Y todos erais tan benditos y tan bastardos los unos para los otros como quisierais.
Pero, maldita sea, ¿cuándo la ciudad
no
había cambiado
?
Madrid siempre cambiaba y tenía el don de ser siempre ella misma. Edificios que se vacían de vida y conservan la fachada para ser rellenados de vida de nuevo, obras en las calles, túneles y más túneles, campo devorado por las excavadoras, niveladoras, cuadrillas de miles de peones y albañiles que levantan casas y casas y casas. Hubo una noche en que viste Madrid de otra manera. ¿Recuerdas? Recuerda...
(Sí, fue una noche en la que no pudo dormir. Estuvo echado en la cama unas horas, cubierto con la colcha de raso de olor rancio, despierto por el ruido que le llegaba desde la calle, un runrún constante de intempestivas risas, agitadas frases, sonoras carcajadas, alarmantes gritos, palabras al final incomprensibles, ruido de gente que pasaba, de gente que no dormía, como tampoco él dormía de pura excitación incontrolada. Amó en ese momento Madrid y su inquietante bullicio, e hizo con la ciudad una santa alianza.
La noche se había poblado de una fiesta perpetua a la que no estaba invitado, aunque sí lo estaba en cierto modo, indirectamente, la fiesta en que la ciudad le abría su caja llena de maravillas sólo entrevistas en su imaginación mediante los sonidos incesantes de una ciudad que ya entonces carecía de noche. Como Nueva York.
Era la noche del día en que había cumplido dieciocho años, dormía muy cerca de la plaza de España, en un piso de la Gran Vía propiedad de un amigo de su padre donde estaba escondido por razones políticas en una época turbulenta. Entonces decidió que debía festejarlo con la ciudad toda, como un ser que respira, enorme y atrayente, la heroica ciudad que había visto morir a Franco —su asesino, su usurpador— un poco antes, y en el mismo hospital de La Paz donde luego le salvarán la pierna casi treinta años después. Una ciudad que siempre se le personificó como una mujer a la que amar. Y él la amaba, la amaba mucho.
Salió a la calle. Deambuló toda la noche, vio a todo tipo de gente entonces, en todas las calles había alguien, en todas había una luz o un eco; en ninguna había silencio. He aquí la cartografía: comenzó por Gran Vía → Jacometrezzo → La Bola → plaza de Oriente → Lepanto → Santiago → plaza Mayor → To l e do → Colegiata → Magdalena → Moratín → Prado → Montalbán → Serrano → Villanueva → O’Donnell → Narváez → Goya → Doctor Esquerdo → plaza de Las Ventas → Eraso → San Cayetano → Francisco Silvela hasta plaza Manuel Becerra → bajó por Alcalá → callejeó por Ayala → Alcántara → Padilla y Diego de León → Velázquez → Recoletos → Bárbara de Braganza → Barquillo → y de nuevo subió por la Gran Vía. Ya amanecía cuando llegó.)
¿
Quién vive en algunos pisos
?
Mira con atención en un edificio de una calle cualquiera. Verás otra vez la copia del mundo, el negativo de la caridad europea, la realidad misma que te distrae desde la otra orilla: en el primero vive una familia de chinos, en el segundo, una familia de kurdos, en el tercero viven estudiantes ecuatorianos, en el cuarto un matrimonio moldavo con su hijo recién nacido, y unos trabajadores árabes habitan en el segundo piso interior, puerta con puerta con alguien como tú, también extraño para ellos, de quienes no sabrías decir su procedencia. ¿Acaso importan? Han llegado, no se irán. Ya están en su destino. Compártelo.
Y esto fue lo que le oyó al ángel cuando cerró los ojos. Y los abrió.
ADA. Así fue como Ada y Gabriel iniciaron un extraño viaje hacia la reconstrucción.
Ada llegó temprano en su Fiat para recogerlo en el hotel. Ella le había sugerido que la acompañara esa mañana hasta el paseo de Rosales y Gabriel accedió. «Me gusta la idea de ir contigo. Será como hacer un viaje, sí, imaginemos un viaje de los dos por la ciudad como si fuera un viaje de verdad», dijo él, pero tan sólo repetía la voz del ángel.
Iba vestida con una falda de cuero negro, una blusa abrochada, medias negras y un abrigo de astracán corto. La besó en la mejilla, pero ella le ofreció los labios inclinando el cuello sensualmente; fue un beso largo. En el coche, Ada puso su mano sobre el muslo de Gabriel, y él hizo lo mismo en el de ella. Luego, ya en marcha, ella llevó la mano de Gabriel a su pecho y luego la bajó a su pierna con un gesto erótico. «Déjala ahí», le pidió. Él se fijó en el manuscrito sobre Giotto di Bondone que estaba en el salpicadero, junto a un sobre cerrado.
Aquella carta le recordó por un instante su carta a Eva de hacía unos meses. Todo seguía siendo provisional. La de Ada era una carta a un médico. Leyó de un vistazo las palabras «Doctor Aranda». Ada le contó entonces la conversación del sábado anterior con su marido.
—La carta es para lo de mi pecho. Voy a operarme.
—¿Es algún amigo de Santiago?
—Sí. Bueno, en realidad Aranda es un amigo de los dos. Un buen cirujano. A Santiago no le hará ninguna gracia que le mande esta carta sin que él le haya hablado antes; detesta no llevar la riendas de todo, y menos de las cosas de la salud, pero ya me da igual lo que piense, sinceramente. Prefiero resolver yo misma mis problemas.
—¿Y vas a dársela ahora, ahí, en Rosales?
—Allí tiene la consulta particular.
—¿Y por qué no lo llamas y pides hora?
—Ya lo hice. Me dijo la enfermera que estaba de viaje. Pediré cita, pero también creo que es mejor que se encuentre con la carta cuando llegue. Ganaremos tiempo, porque ya sabrá de qué se trata cuando me reciba. Pero seguro que me telefonea antes.
Pasaron por los túneles de Azca, atestados de tráfico, y luego enseguida por el de Cuatro Caminos hacia Reina Victoria. Cuando emergieron, miró hacia la izquierda y en ese momento observó una solitaria y abandonada casa junto a un descampado que sobresalía por encima de una vieja muralla de ladrillo antiguo, casi enfrente del hospital de la Cruz Roja, con una no menos solitaria y abandonada placa metálica en la fachada con la palabra «Metro». Había tablones claveteados en sus puertas y ventanas, pero al pasar en el Fiat vio que por una de ellas, removiendo las tablas cuidadosamente, apenas por una preparada abertura, salía un hombre mayor, quizá rebosando la sesentena, harapiento y barbudo, con una bufanda de lana cubriéndole la cabeza por entero, y embutido en una vieja parka sucia con forro naranja; llevaba una bolsa de plástico blanca en la mano; le seguía un perro flaco, de vagabundo. Gabriel no sabe en ese momento por qué le sobresalta verlo, teme quizá identificarse alguna vez con un hombre así. Siempre le había dado un escalofrío oír a alguien decir frases como: «Las circunstancias de la vida le obligaron a hacerlo.»
Rápidamente el viejo colocó de nuevo la tabla como estaba, pero eso ya apenas si Gabriel lo vio, porque Ada aceleró sin cambiar de marcha ni quitar la mano de su pierna.
—¿Por qué te fuiste?
—¿De mi casa? Pues por lo que se va la gente de los sitios, por impulso —respondió él—. O porque ha de irse, sencillamente. Al principio no lo sabe, sólo siente el impulso de moverse, de salir, pero luego entiende que se va porque busca otro sitio donde estar. Yo buscaba algo o a alguien, y lo buscaba radicalmente. ¿Sabes de lo que hablo, sabes qué es algo radical?
—Por supuesto que lo sé —replicó Ada—. Siempre, desde niña, me figuré lo radical unido a la imagen de un cuchillo: cortar, en el sentido de cortar por lo sano, de cortar súbitamente, de dar un corte a algo para abrirlo y que salga todo el pus. Lo radical tiene que ver con dejar atrás las cosas, aunque sean queridas, con empezar otra vez. Si vives para ello, claro. A veces los cortes se le llevan a una la vida.
—Y nosotros ya lo creo que vivimos, eso lo podemos decir más y mejor que nadie. ¡Vida, cómo te quiero! —exclamó.
Los dos rieron sin mirarse.
—¿Y has encontrado lo que buscabas?
—No, todavía no, pero he encontrado una pista. Lleva tu nombre. Te he encontrado a ti, Ada, y eso creo que ahora me importa mucho. Lo que más me importa, a decir verdad.
En ese momento notó él una presión mayor de la mano de Ada en su muslo, y aproximó su boca a la sien de ella para besarla; olió su cabello, deseó abrazarla. Ella se volvió y lo besó en la boca otra vez. Su sabor le gustaba, también era nuevo.
—Eso es lo que me digo cuando estoy solo. De veras creo que lo he encontrado en ti. Y en cuanto a los cortes, debí de encontrar también algún cuchillo mental, porque cambié toda mi ropa, mis costumbres, mi modo de afeitarme, todo, hasta mis gustos.
—¿Se pueden cambiar los gustos así como así?
—Hay que practicar, no creas que es tan fácil. Te lanzas en una dirección por la que nunca habías ido, incluso aunque tengas todas las dudas y rechazos. Sabes que ese sendero nunca lo has tomado, sabes que todo te dice que no lo tomes. Pero a ti y a mí, que hemos muerto ya y hemos vuelto a nacer, ¿qué sendero nos está vedado, qué puede haber al final de cualquier rumbo que tomemos? ¿La muerte, el fracaso, la desilusión? Quiero decir que, con más certeza que nadie en este mundo, nosotros no tenemos nada que perder.
Ada sonrió de nuevo. «Nada que perder», debió de repetir para sí.
El Fiat temblaba un poco, y Ada apuraba las marchas hasta producir un ruido extremo en el motor. Miraba de vez en cuando hacia ella: estaba más hermosa que otras veces y la expresión de su rostro era de alegría. Entonces, al detenerse en un semáforo, vieron en el coche de al lado, un Audi, a alguien que ella conocía, un amigo de Santiago, pero ella no retiró la mano de la pierna. Se cruzaron las miradas y se saludaron; él le preguntó por su marido, Ada contestó, sorprendentemente, que ya no tenía marido. Luego dijo «Adiós» y arrancó antes que el Audi.
—¿Por qué le has dicho eso?
—Porque es verdad... en cierto modo, ¿no?
—Sí, imagino que sí —contestó—. Pero ¿no te preocupa lo que le diga, si se encuentra con él?
—No, no me preocupa.
Aparcaron cerca de los Jardines de Ferraz. Enfrente estaba el Templo de Debod, solitario y vacío. Siempre le pareció una ruina injustamente abandonada, como esos animales metidos en recintos azulejados y fríos, ocultos casi a la vista de la gente, abandonados durante horas cuando han cerrado el zoo. Un templo que tres mil años antes alguien construyó sin sospechar en absoluto dónde acabaría. Allí, sentado junto a su estanque, de espaldas a la Sierra que el viento frío dejaba ver a lo lejos, Gabriel esperó a Ada.
Cuando regresó a los pocos minutos de entregar la carta para el doctor Aranda, Ada sugirió que subieran al teleférico que iba a la Casa de Campo. Quería divertirse.