Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Un círculo, eso fue lo que trazó inconscientemente sobre uno de los mostradores, un círculo invisible con su dedo índice, mientras oía a Karen hablar de Eva y su mirada repasaba otras marcas (unas botas Sander, los mocasines Tod’s, las sandalias Gabrielli). Sobre el mostrador, al lado de su círculo perfecto e invisible, había, desparejados, dos zapatos de Prada.
No la esperó. Pero antes de irse le dejó a Karen una nota con las referencias de Martes. Le reiteró que podría irles muy bien con ella.
—Habla con Eva luego —dijo Karen.
—Por supuesto —dijo él—. Pero si no te pone en un aprieto, que lo de esa chica sea como cosa tuya. No quiero que Eva lo mezcle todo.
—Si la chica vale, lo haré, descuida.
Karen le lanzó un beso desde la escalera, de la que no bajó en ningún momento. «
Ciao
», dijo tan sólo. Y allí siguió cuando él se fue caminando, apoyado en el bastón.
—Karen me dijo que viniste hoy.
—Sí, lo hice para verte.
—¿Acaso ha cambiado algo?
—No por mi parte. Pensé que tal vez por la tuya.
—Esto es demasiado. ¡Tú te has ido! ¡Tú ya no estás! Recuérdalo. Yo he empezado a buscar en los márgenes.
—Dime, ¿qué momentos buenos juntos recuerdas?
—¡Como si ahora pudiera recordar nada! ¿No oyes cómo se resiente todo, dentro de nosotros?
—Cuando empecé en el nuevo piso, todo me era extraño, y sólo trataba de recordar los momentos buenos que pasamos juntos.
—¿Por qué?
—No sé, para apoyarme en algo, o para hacer cuentas. Cuando cambias una planta de lugar, cuidas que las raíces no se rompan. Pero entonces me sentí cansado.
—Te quiero, te quiero ahora mismo, te quiero como siempre te he querido. Ven de donde estés. No ha pasado nada, de veras.
—Imposible, sí ha pasado.
—¿Los trenes otra vez?
—Y más cosas.
—Olvida los trenes, regresa de allí, estás vivo.
—Claro que estoy vivo, pero por eso es imposible volver atrás.
—Entonces no me llames. ¿Tan culpable te sientes por dejarme?
—No es eso. Te llamo para hablarte de ese cansancio, de la fatiga del recuerdo. No consigo recordar qué hemos hecho.
—No te puedo ayudar. Nunca me ha pasado.
—Tampoco a mí, hasta ahora. Y sin embargo, sé que hubo buenos momentos juntos.
—Pero nos cansa pensarlos, ¿no es eso?
—Sí, eso es. Nos cansa pensarlos.
—Karen me habló de esa chica.
—¿Y qué harás?
—Vamos a llamarla. La verdad es que necesitamos a alguien. ¿Es buena?
—Ya le dije a Karen que la chica os puede convenir.
—¿Te gusta?
—No es ése el asunto. Pero no, no me gusta para lo que piensas.
—No entiendo su nombre. Martes. ¿Qué significa?
—Se lo puse yo. Es el día que solía verla por el hotel. Por eso la llamé así.
—¿Trabajaba allí?
—Sí.
—¿Y cómo se llama?
—Lo cierto es que no lo sé.
—La llamaré Martes, como tú, hasta que ella decida cambiárselo.
—¿Entonces la cogerás?
—No te prometo nada. Si ni siquiera la he visto...
—Gracias de todos modos. Se parece a ti hace años.
—¿Muchos años?
—Cuando te conocí.
—Entonces sé que te gusta.
—Hace años, sí me gustó.
Mientras hablaba, trazó de nuevo un círculo con el dedo sobre el vaho del cristal. Al otro lado del teléfono escuchaba a una Eva enfadada, a una Eva cariñosa, a una Eva cínica, a una Eva resuelta, a una Eva amnésica. Con la concentración en esos círculos eludía tener que responder a cada uno de los estados de su ánimo. Lo anestesiaba ante la ironía dolida de Eva.
Pero Eva no dejaba de hablar y Gabriel sólo pensaba en la fatiga de los dos, se figuraba el desgaste en un matrimonio sin bastones ni muletas; además, estaba convencido de que los bastones y muletas sólo eran una impostura, una pierna falsa, un apoyo hipócrita de pata de palo; aunque en los matrimonios basta con que se haya fatigado uno de los dos para que todo se vaya al carajo. «Yo te quiero», le oía decir a Eva de pronto, como una variante en el ritmo de una respiración remota. El hastío de los dos nunca es de los dos, sólo es de uno; sólo uno es el primero; y el otro asiente porque no tiene más remedio. Ha de claudicar. La relación está acabada. El punto final lo pone quien abrió la puerta y se fue, porque sólo uno es quien decide detener el universo conjunto hasta ese momento en marcha. «Yo te quiero», podría haber dicho él también, dejar caer la frase conveniente, equívoca, rastrera.
Separarse no equivale a no quererse, meditó mientras oía a Eva llamarlo desleal. Equivale únicamente a querer ser otros, los dos; otros distintos. Y sin embargo, la esperada cascada de reproches se abre a la mínima insinuación, como un combate, buscando cada uno, desesperadamente, herir al otro, o ahuyentar de sí el fantasma de la desolación, cuya música se oye ascender desde el fondo silente del amor que ya no existe, del amor que está diciendo adiós. Pero Gabriel se callaba, no quería echarle en cara nada amargo. «Yo te quiero», repitió Eva, saliendo de su discurso o imitando un partido de tenis entre sus palabras y los silencios de él; aunque los dos sabían, desde una certeza llena de ternura y mala memoria, que, pese a ese juego, no tenía más remedio que aceptar la situación porque él ya no la amaba como la amó. Por eso le dejaba hablar, a Gabriel ya no se le ocurrían más palabras; sin embargo, no quería colgar para no perjudicar a Martes.
—¿Dónde estás ahora?
—En casa. ¿Por qué?
—¿Quieres que vaya?
—Me encantaría, pero sé que sería peor, ¿no crees?
—Sí, sería peor.
—...
—...
—Qué lejos estamos ya.
—No quiero causarte más daño, Eva, pero no sé qué me está pasando.
—Yo sí lo sé, Gabriel. Te estás yendo, eso es todo. Y vivimos el estropicio de tu marcha, los dos lo pagamos. Sí, es mejor que no vengas esta noche.
—Ni ninguna otra noche. Te mandaré una corona mortuoria en mi lugar.
—Te la mandaría yo llena de furia si no fuera porque yo también me he ido.
—Ésa es la verdad: ya no estamos en ninguna parte. Al menos juntos.
—Pero ahora vivo en tu periferia, aunque sea una posición nueva para mí. Y allí quiero quedarme. No me eches fuera, te lo ruego. Las fronteras me dan miedo.
—No, Eva, no es posible, mi periferia es un cementerio.
(B). Eva mencionó un lugar, cerca del Puente de Segovia, donde los dos se habían hecho una foto un domingo de niebla de hacía más de veinte años. Mientras hablaba, la tenía entre las manos. Quizá fuese todavía demasiado pronto para romperla. Él sabía en qué sitio de su casa estaba esa foto. Se trataba de una foto que hablaba de raíces, de prehistoria: una foto invadida por el tiempo.
Algo que Eva no sabía, pero él sí, era que existía otra foto igual, hecha en ese mismo puente también cierto domingo de niebla, pero muchos años después. En ella no están ni Eva ni él. Hay otra pareja. Es la foto de B, el albañil marroquí de veintitrés años amante de los coches, con su novia. Esa foto está en otra casa, metida ahora en una caja de zapatos junto con otros recuerdos, una caja de reveses: anillos de colores, más fotos, solos y juntos, tickets de cine, alguna carta, una cajita con pendientes de oro, una postal de una playa de Marruecos, una hoja de agenda con varios números de teléfono, unos guantes, unas gafas de sol. Son los recuerdos de esa novia que ha empezado a olvidar a B; necesita dejar atrás sus caricias, sus palabras y su olor, para empezar de nuevo, porque apenas tiene veintidós años. Cuando la llamaron de la policía para decirle que B estaba en la lista de los fallecidos, se volvió loca de desesperación. La foto fue tomada dos o tres meses antes del atentado. Ese día habían puesto fecha a su boda, y por eso comenzaron a hacer planes:
Iban a viajar en verano a Marraquech para conocer a la familia de B; tenía siete hermanos y él era de los pequeños.
Iban a tener tres hijos, habían empezado a pensar en los nombres que les pondrían, y en que nunca les hablarían de martirio, como hacían esos locos imanes y esos visionarios fanáticos; sólo les enseñarían a ser honrados y a tener dignidad.
Iban a casarse sin ceremonias religiosas.
Iban a endeudarse con un piso modesto en El Pozo, en una de las Promotoras Inmobiliarias en las que él había trabajado y donde le querían.
Iban a comprarle el coche, un R5, a la hermana mayor de ella, no importaba que fuese de segunda mano, era un buen motor, y él pensaba tunearlo.
Iban a cumplir dos años juntos, y para celebrarlo ella le regalaría una cazadora de piel negra que a él le gustaba y él había elegido una pulsera que ella se quedó mirando mucho rato en un escaparate.
Iban a mejorar en sus trabajos, él se estaba especializando para ser escayolista, oficial de primera, y ella acababa un curso de informática en la autoescuela donde la habían contratado unas semanas antes de hacerse esa foto, aquel domingo de niebla.
SAYYID. ¿Siente alguna culpa el terrorista? No, o eso dice cuando un escalofrío le hace titubear; no, en absoluto, ningún remordimiento. Todo es un designio divino, y por tanto medido. La muerte redime al infiel. La muerte salva a los dos, a quien mata y a quien es matado. Por tanto, la muerte es buena. Y menos culpa hay cuando se busca el
Yihad
. Eso dicen quienes sobreviven: los infieles deben morir porque así es la voluntad de Dios. No hay más reflexión ni más emoción. O es todo lo contrario, en realidad: sí la sienten, totalmente, cree Gabriel. Pero no puede saberlo con certeza, no puede estar seguro. Sabe que son humanos, y por eso alguna vez han dudado; todo el mundo tiene miedo, si se es humano; probablemente en alguna ocasión habrán preferido no hacer algo en vez de hacerlo, como todo el mundo; habrán deseado perderse en sus pensamientos, como cuando están frente a un videojuego o repitiendo
suras
sin dejar resquicio al aliento, y habrán deseado detenerlo todo en ese estado de levedad existencial que es sólo la imaginación, cuando aprietan un botón en la pantallita de plasma de un juguete. No son como el otro, la víctima, esperaría que fuesen, tienen errores y pequeños fracasos, o grandes fracasos.
¿Alguno de los terroristas habrá dudado alguna vez? ¿Se habrá preguntado dónde está, qué está haciendo, qué está a punto de cometer, de ejecutar, de producir? ¿Sabe que es la causa de un efecto de proporciones enormes? ¿Y si corre? ¿Y si lo deja todo? ¿Y si echa a correr sin mirar atrás hasta caerse de agotamiento? Pero ¿adónde huir? ¿Acaso todas estas indecisiones minaban su mente cuando transportaba los cartuchos de dinamita plástica del calibre 26 a su casa, cuando preparaba las bombas conectándolas con unos cables de distinto color a un teléfono móvil manipulado para activarse con una llamada, cuando las depositaba en una mochila llena de puntas, tuercas y demás chatarra? Las noticias de los días siguientes dijeron que en los trenes hubo trece mochilas puestas por nueve presuntos terroristas
yihadistas
. ¿Ninguno pensó en nada de eso, ninguno tuvo dudas? Las bombas tenían una ignición eléctrica, activada por un detonador de cobre. Podrían ser de aluminio, material del que está fabricada la mayoría de las marcas de detonadores, pero aquellos eran de cobre. Los cartuchos de dinamita estaban envueltos en papel plástico negro, para evitar que la nitroglicerina sudara. ¿En el fondo de lo más oscuro de su cerebro ninguno creyó que no debía hacer lo que estaba haciendo?
ADA. Unas semanas más tarde del corto viaje en el teleférico de Rosales, Ada recogió a Gabriel en el nuevo apartamento. Desde que lo alquiló, aquel piso había pasado a ser también su casa, tenía llave y entraba y salía cuando le venía en gana; sin embargo, pocas noches se había quedado a dormir. Hasta entonces no había querido hacerlo por sus hijos, argumentaba, y tal vez por no provocar en Santiago una crisis que sólo debía abrirse en el momento en que ella decidiera, pero no antes. Gabriel respetaba su decisión.
Desde aquel día del teleférico habían empezado a recorrer Madrid en el Fiat Punto, de un lado a otro, de norte a sur, de Chamartín hasta el Botánico, de Moncloa a las Ventas; callejeaban exhaustivamente por cada barrio y cada distrito sin un objetivo concreto, erraban a la aventura: eso les hacía sentirse libres, recomponían algo que se había roto (el mapa interior de la ciudad, tal vez), hacían una gran costura.
Lo que les impelía a moverse era el principio opuesto a la parálisis, que era el estado al que les quería reducir su pierna herida o su pecho ausente; actuaban por un impulso moral, por extravagante que pareciera. Eran conscientes de que aquellos viajes por Madrid durante el día (pocas veces por la noche) los alejaban de sus seres queridos, porque era un viaje rectilíneo y no circular, pero les unían más y más entre sí. Nautas o mensajeros, iban en una nave, por el mar, por el espacio o por el tiempo. Así se sentían.
Desde su asiento de copiloto, Gabriel veía las aceras que le parecían mundos nuevos, porque en todo viaje se encuentran cosas, seres, situaciones inesperadas o desconocidas. Eran calles por las que habían pasado muchas veces, en otras épocas, y pasarían todavía otras muchas más, pero eso no importaba ni restaba sorpresa a lo que ahora veían. Una vez recorrida la Castellana hasta Cibeles, desde la calle Valverde entraron por Puebla hacia las intrincadas calles de Malasaña que, a partir de San Antonio de los Alemanes, se prolongan hasta más allá de San Bernardo, por Conde Duque. Subidas y bajadas laberínticas, estrechas callejas y plazuelas insospechadas se sucedían en una marcha lenta, interrumpida por la de otros vehículos que paraban delante de ellos; se perdían y regresaban al mismo punto; daban vueltas por el barrio de Maravillas llevados por el placer de estar juntos.
Las paredes de los edificios estaban saturadas de grafitis, junto a cruces gamadas y a estrellas de cinco puntas vio frases en árabe. Dos chinos con ropa pasada de moda tiraban de un carrito con cajas de fruta. Discutía uno porque el otro iba dejando caer el contenido de una caja de kiwis, formando un reguero de fruta por la calle. Circulaban indistintamente por la calzada y por la acera, y Ada tuvo que disminuir aún más la marcha detrás de ellos. Finalmente se detuvo junto a una panadería-pastelería con una joven china en la puerta, cerca del viejo teatro Alfil. De pronto Gabriel miró a su alrededor y vio que la calle estaba llena de rótulos en chino, bazares de mil productos, tiendas de santería, zapaterías para niños, fruterías con pilas de cajas de madera colorida en la puerta, y a cada poco había comercios de alimentación y bebidas abiertos todo el día, convertidos en negocio y alojamiento camuflado a la vez; locales trabados de largos pasillos profundos que se perdían en otros pasillos oscuros con estanterías metálicas hasta el techo atiborradas de objetos prácticos, como herramientas, bombillas, paquetes de perchas, grapadoras, repuestos de piezas para batidoras y linternas, ropa interior mezclada con objetos de decoración, siempre de dudoso gusto y siempre a base de imitaciones o sucedáneos como budas sonrientes, escenas luminosas con faisanes y cisnes, abigarrados jarrones, juguetes mecánicos junto a bandejas con velas empaquetadas y cuadernos con espiral de alambre, botes de pintura junto a cajas de clavos y de conos de incienso; en algún recodo de las estanterías se abrían ambiguas puertas que daban a extraños lugares donde otros pasillos más estrechos con otras estanterías también colmadas de objetos variopintos dejaban crecer el mito, tal vez real, de que en esos bazares donde se puede encontrar absolutamente de todo por un mismo y único precio, a veces, engullidos por ese abrumador cúmulo de objetos, los clientes desaparecían para siempre.