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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida (36 page)

BOOK: El mapa de la vida
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Sayyid está parado mirando el portentoso y recargado Edificio Metrópolis, de los hermanos Fevrier, en la esquina redondeada de la confluencia entre Gran Vía y Alcalá. Hay una atmósfera neblinosa esa mañana, natural del julio madrileño, y un leve hedor a cloaca y neumático gastado. Mira hacia arriba, con el ceño fruncido, y ve la estatua del gran ángel de alas desplegadas en la cima de la cúpula negra, más arriba de la doble fila de ojos de buey y mansardas de estilo Imperio.

Le viene a la cabeza el ángel Gabriel, el Espíritu Fiel y Justo. «Y Gabriel llevó a Mahoma al cielo», recuerda que recitaba su madre esas palabras como una muletilla para cuando acababa algunas frases descreídas o quería rematar la certeza de algún proverbio. «Y Gabriel llevó a Mahoma al cielo», decía ella como punto final; siempre acababa las suyas con esa frase, un equivalente a «Y no se hable más».

Pero no, para Sayyid ese ángel de la cúpula de la compañía de seguros no podría ser jamás la imagen del buen Gabriel de su infancia, sino el ángel pagano del dinero, el impuro guardián del capitalismo y de la explotación, el ángel chupasangre con el que siempre se ha engañado al mundo entero. Por tanto, todo va bien, se reafirma, no está en ningún punto final sino en el primer paso del punto final, como ha previsto: dará ese paso, seguirá adelante con su plan (en el que sin duda ha recibido gran ayuda, pero para eso están los hermanos). En la entrada del bosque el truco del ángel no ha surtido efecto. En los bosques hay espejismos y ése ha sido uno. La última mirada hacia el ángel de bronce es burlona por su parte, porque Sayyid, sonriendo para dentro, ha vuelto a vencer.

Con el primer paso, Sayyid se transfigura. Pero también la calle por la que va a pasar se transformará. Entonces afronta la calle como una peregrinación expiatoria. Se dirá a sí mismo: «Ahora empieza el largo camino a casa que siempre es el más corto.» Se ha mentalizado: para él la Gran Vía es Madrid, y Madrid es una tierra inhóspita por conquistar con el martirio y por la que transitar con padecimientos. Pero sólo es una calle.

Podía uno perderse recorriendo la Gran Vía, la diurna o la nocturna, pues Sayyid ya ha aprendido que esa calle son dos, según las horas: a partir de la frontera de las once de la noche la cosa cambia, la primera desaparece con la multiplicación de viandantes nuevos, las putas, los travelos, los vagabundos, los desesperados, los solitarios, los alocados y los camellos, más otros seres indefinibles que la inundan con más sombras, y el bosque se convierte en una selva peligrosa. Pasada la medianoche, siempre salen cuchillos alrededor de los puestos de vietnamitas con latas de cerveza frías, en racimos de a cuatro, y bocadillos de jamón y queso, y chocolatinas y tallarines chinos, porque hay droga y armas a buen precio en inofensivas bolsas de plástico traídas y llevadas de puesto en puesto como tapaderas.

Es una calle-bosque-lumpen que se puede tardar una vida en recorrer de arriba abajo, llegar hasta el final, hasta la plaza de España, subir por las terrazas de la Torre de Madrid y echarse a volar hacia el infinito, como dicen que hizo Mahoma en Jerusalén, o hacia el duro suelo de los suicidas y los ángeles humanos demasiado humanos; puede uno regresar por la acera contraria en dirección a la pagana Cibeles y ver otros mundos que no ha visto antes en la acera de enfrente. Y eso es lo que sucede ahora: Sayyid va por su acera y no ve a Gabriel caminar por la otra. No se cruzan, van en paralelo, pero el ángel lo ve a él, ve lo que hace, lo que mira, lo que piensa.

—No tienes ningún motivo de preocupación, Alí —le había dicho Sayyid—. Fred no sabe nada y es una buena tapadera para mí, como ha pasado otras veces. Gente así ya nos ha venido bien con otros hermanos. Sé cómo hacerlo. Déjalo en mis manos. —Ésas eran las palabras que le había contestado a Alí para tranquilizarlo, ya que le preocupaba que Liddell acabase descubriendo algo sin querer o sospechando de su compañero de piso. Si en su lugar hubiera estado un hermano, todo habría sido más fácil para Alí. Esas palabras avanzan ahora por la mente de Sayyid a paso de tortuga. No se las cree.

El caso es que esperaba siempre una llamada oportuna de Alí. No la de su prima, como Alí le ha dicho, al menos no todavía, pues ésa será la llamada clave, la última, sino la del propio Alí. Deseaba hablar con él, le confortaba que lo llamase. Aunque hablaban poco entre los dos y él solía ser cortante y seco, oír a Alí al otro lado del teléfono le hacía sentirse menos aislado. La última vez que han hablado, esa misma mañana temprano, nada más salir Liddell de casa, Alí le informó de que todavía no tenían un objetivo fijado para la acción. Eso le preocupó a Sayyid, quien creía que hacer un acto como ése, con vidas humanas, la primera la suya, requeriría mayor rapidez y firmeza. Habría que actuar con prontitud, no dejar pasar el tiempo.

—Si tardáis mucho, ¿no teméis que yo me eche atrás? —preguntó Sayyid a Alí.

Sobrevino un silencio. Alí lo rompió con su habitual efectismo:

—Hay que dejar que las cosas se enfríen, que no sospechen. Por eso hay que tener la fe intacta del mártir y dominar la impaciencia. La Causa es justa, en el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, y tú eres fuerte. Eddin jura que nunca te desanimas.

—En ese aspecto no hay problema. Estate tranquilo, nunca me desanimo.

Ya le dirán el objetivo y la fecha. Todo desliz podía ser fatal, le pidió que lo comprendiera. Él se calló. Alí sólo le había adelantado que iba a ser pronto. Le garantizó también que se sentirá orgulloso, y que su madre también lo estaría. Sayyid preferiría que Alí no hablase de su madre. «Ya sé que murió, pero ella fue muy creyente.» Alí no tenía derecho a hablar de la fe de su madre.

—Esto, Alí, es entre los hermanos y yo, entre Dios y yo. Para todo el islam. Pero si viviera mi madre, todo sería distinto.

—Dicen que tu compañero es un infiel poco de fiar, que hace fotos. ¿Para ti, Hamed, personalmente, es de fiar?

—Hasta ahora sí lo ha sido, totalmente. Me puede servir hasta de salida.

Había dicho «salida», pero él no buscaba una salida. Él ha entendido ya su vida con un solo sentido: llegar a ser lo que va a ser, parte de la sangría, del río de sangre, de la purificación.

—Nosotros te podemos facilitar cualquier cosa que necesites a última hora —dijo Alí.

Eso se le quedó dando vueltas. Lo que necesite. ¿Y qué necesitaba Sayyid? En realidad sólo una cosa: que toda la espera acabara de una vez, que ya se pusiera en marcha el plan, que la adrenalina le saliera por todos los orificios de su cuerpo cuando apretara el temporizador.

—Sé que lo que necesite a última hora vendrá de vuestra mano —había dicho.

Así que aún tardarán. Pero él tiene iniciativa, ha mirado sitios, oportunidades, escenarios donde ser dos y tres veces más eficaces y golpear con más fuerza.

«Cuidado con los pasos en falso», le advirtió Alí al oírle decir que estaba pensando sitios para la acción. Sayyid le restó importancia, no pondrá nada en riesgo. Sólo se limitaba a imaginar por su cuenta. Había pensado en el estadio de fútbol del Real Madrid; pero también había decidido buscar otros lugares de más fácil acceso para él, con menos policías. «Nunca están cuando se les necesita y en esos sitios aparecen como ratas.» Le anunció a Alí que había tenido una idea y que iba a comprobarla. Era un secreto. Si la cree viable, le pedirá su opinión, y sería él, Alí, quien decidiese al final. En caso contrario, la olvidará. Ahora era Alí quien callaba: tal vez el egipcio les sorprendiera.

Por esa razón está ahí, en la Gran Vía. Ha de haber gente, mucha gente. Ríos de gente. En la Gran Vía siempre hay mucha gente, es un verdadero caudal de sangre palpitando en las venas. Pero ¿exactamente dónde sería?

En la calle lo mira todo sin tocar nada; el tacto es el sentido del que más recela desde niño: le cuesta tocar, palpar, acariciar. Los dedos le transmiten un estímulo del que huye, porque desde hace un tiempo huye del placer; le dan un conocimiento del que abomina. Las yemas de sus dedos son las alarmas de su alma. Cuando saltan, él se refugia en los principios. Siempre en guardia.

Mientras Sayyid avanza en su camino de expiación por la Gran Vía, Gabriel ve que pasa por delante de un hotel y luego de otro, y en todos mira dentro, como si calculase posibilidades o esperase encontrar a alguien; hay hoteles por todas partes, modernos y caros, y en cada uno los porteros le echan miradas disuasorias de arriba abajo. Se cruza con un músico callejero con pelo mohicano que toca una flauta dulce rodeado de siete perros y se detiene a escucharlo. Unos portales después, rechaza una hojita publicitaria de Compro Oro que reparte un rumano. Mira con desdén a un mendigo borracho que dormita tirado boca abajo a la entrada de una empresa de empleo temporal con la mejilla babeante sobre un cartón. Evita mirar a una pareja lésbica que se besa en un semáforo, en realidad la ignora. Observa a dos mujeres con
hiyab
que sacan dinero de un cajero automático. Se entretiene en el escaparate de una óptica mirando gafas de sol en el momento en que sale un grupo de quinceañeras maquilladas lanzando grititos; duda sobre si esas gafas serían pertinentes en ese momento de su vida. Y habría que añadir que elude a un policía de tráfico, a dos médicos de ambulancia, a un guardia de furgón blindado, y a dos muchachas negras que discuten con un taxista. Con ninguna de esas personas se roza lo más mínimo. Cruza por la calle Jardines. Continúa andando por el bosque-calle-pantano de la Gran Vía. Pasa por el ábside de granito del Oratorio de Caballero de Gracia, que confunde con un templo masónico. Llega a la Red de San Luis, tomada por varios coches de policía y autobuses. A su pesar, se desvía por Montera y se mezcla con las putas de diversos países que no cesan de chistarlo. Vestidas y sin vestir. Viejas y jóvenes. Le recrimina la conducta a una que identifica como marroquí. Vuelve a la acera de los transeúntes burgueses, a los grandes escaparates de marcas conocidas, torciendo por la esquina de una tienda de helados junto a otra, enorme, de música.

A la altura de un puesto de lotería se convierte en protagonista de un extraño suceso por el que cree haber entrado en una estado alucinatorio: le pide dinero una mujer muy morena, bosnia, con un bebé en brazos. Como Sayyid ha pasado de largo murmurando en su idioma, ella lo insulta en una lengua que él tampoco entiende; luego la mujer con el niño, muy delgada y mal vestida, lo sigue hasta la altura de La Casa del Libro, donde lo increpa tirándole de la camisa hasta casi rasgársela. Él, sorprendido por aquella agresividad, exclama algo en árabe para asustarla y añade a la mujer que lo deje en paz porque están llamando la atención. A él no le interesa en absoluto llamar ahora la atención de la policía, otra vez no; ya sabe cómo se las gastan con gente como él, sospechoso sólo con el nombre. El niño ha gritado como si le hubieran pinchado para hacerlo y enseguida algunas personas se arremolinan en torno a Sayyid y a la mujer, que vocifera más alto. Sayyid es zarandeado por algunas personas. Algo que no ha visto llegar impacta en su nariz. La mujer llevaba una barra de hierro y trata de volver a pegarle con ella. La discusión entre los dos ha pasado a ser toda una pelea. Alguien intenta separarlos, pero en realidad sólo habría que contener a la mujer, porque Sayyid no hace nada para eludir los golpes.

—Pero ¿qué ocurre? ¿Quién es ése? Ah, seguro que el hijoputa la ha pegado. Debe de ser el padre del niño. Son como animales —grita una voz de mujer ajena a él.

Se nota muy acalorado, sudoroso; cree que va a derrumbarse. Se lleva la mano al caballete de la nariz y ve la sangre en sus dedos. No le duele el golpe por ahora, pero comprende que debe salir de aquel embrollo como sea, porque no le valdrá ninguna de las explicaciones que se vea obligado a dar. Ya lo han juzgado en el corrillo de exaltados, aunque es evidente que lo único que pretendía esa mujer era robarle. O lo más seguro: que sus anónimos cómplices, camuflados entre el público distraído, robasen a los que miran aquel desmedido escándalo. Abrumado y desconcertado, saca todo lo que tiene en el bolsillo, cuarenta y siete euros, y se los arroja a la mujer al suelo con las dos manos. Aprovecha ese momento para deslizarse a toda velocidad por una calle lateral del cine Avenida que desemboca en la trasera de varios centros comerciales.

A Gabriel le ha costado mucho seguirlo, y cuando vuelve a ver su espalda, le parece que respira con dificultad, como un asmático. No sabe qué le ha pasado en ese minuto ni cómo se ha visto en medio de toda esa gente que lo empezaba a mirar mal. Se pregunta, sin salir del aturdimiento, qué lugar es ese donde se encuentra, qué calle-mundo-infierno con tanta mezcolanza de historias, rostros y orígenes, y también con tanta crispación a flor de piel y tanta trampa con serpientes (como la bosnia de la barra de hierro).

Aquí Sayyid es uno más, sólo una gota en ese océano. Su historia, con todos sus fracasos a cuestas y su miseria mal digerida, con la marcha de Azza, el amor de su vida, con la muerte de sus padres, con su decisión de servir a la causa más pura del Profeta, con su equipo de fútbol, con las humillaciones padecidas, con su trabajo y su futuro cercenados, es una más de esas historias que vagan por la Gran Vía, tanto como su rostro es uno más de esos rostros cuyo origen se pierde a miles de kilómetros de distancia y a siglos de profundidad en el tiempo. Es una historia de extranjero extracomunitario extrahumano.

Se vuelve a preguntar qué lugar es ése y qué hace él en él. Y aunque no lo será luego, ahora es un hombre limpio y luminoso, en armonía con su inocencia perdida, y se siente un azote, un arma y un enviado. Leyó una vez en un libro algo sobre un ser sobrenatural y puro que pasaba por el aire desplegando su invisible mensaje. Ése era sin duda Sayyid, en aquel instante, en la Gran Vía.

Toda esa gente le recuerda a la Babilonia pecadora de las leyendas sagradas, gente alejada de Dios, aunque no toda de modo absoluto, claro, pero de los creyentes que mueren ya se encargará Dios de salvarlos. Es complicada la dialéctica (porque no hay que olvidar que Sayyid ha leído a Marx) entre lo humano y lo divino, y sobre todo la dialéctica acerca de cuándo conviene que lo humano prime por encima de lo divino como estrategia para que el nombre de Allah prevalezca. Alguien le dijo una vez, entre bromas y veras, que aquello es en realidad el martirio, un camino torcido para llegar a Dios. Para gente como él o como Alí, o Eddin, o Serhane, hay que purificar y purificarse por el fuego. «¡Pero ésas son tonterías bíblicas!», le oía decir a su padre cuando en su adolescencia hablaban en casa de estos asuntos y de los hermanos. «La pureza está en el alma y en la mirada», concluía su padre. No —se contesta Gamal ahora, en la Gran Vía, sudoroso y agotado en su calle-expiación—, no basta, ha de haber un signo, un escarmiento, pagar la humillación, ha de haber un precio y ha de ser elevado. Le habría gustado decir esto a su padre en vida. Se lo dice ahora, ya muerto, allá donde esté flotando.

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