El mapa de la vida (32 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Es mejor que te prepares —le dijeron mientras lo soltaban— porque nos encontrarás más veces. Así que ten la maleta hecha, morito, porque la próxima vez te expulsamos de aquí cagando leches.

Cuando se fueron, Sayyid permaneció un rato en la acera, agachado, tomando aire y respirando pausadamente, hasta que pudo levantarse. Se moría de rabia contenida. Una vez que se recuperó del todo, dio media vuelta y regresó a su casa, rogando para no cruzarse con Lorenzo en la escalera. Ya está bien de aguantar, se dijo, ¿qué hago yo aquí, qué espero? La voluntad de Allah se le manifestará como fuego caído sobre estos cerdos.

Sayyid, al igual que Ada pero por razones muy distintas, tuvo la sensación de que le faltaba el tiempo, de que tenía muy poco tiempo y no podía perderlo en esta ciudad impura. No dejaba de pensar en los dos policías. Podía reventar su cuerpo en medio de una comisaría, si le daba la gana, y llevárselos a todos por delante. Esos cerdos ni siquiera sabían con quién habían estado hablando. No olieron el peligro.

MIRIAM. Poco antes de morir, el anciano Yosef supo que Miriam había alumbrado un hijo. Sería una vida por otra, así dispuso las fechas la suerte. «¿Vivo?», preguntó Yosef con un hilo de voz apenas sonoro. La pregunta quedó en el aire mucho tiempo, todo el que pensaban que ya no duraría el buen anciano, porque a su alrededor no querían contestarla. En esa época Miriam había dejado de ser su esposa, al menos para él, aunque no para la ley, pero su mente senil estaba confusa y apenas si recordaba vagamente haberla repudiado. A veces, aturdido por la edad, la confundía con la difunta Melcha. Sin embargo, en momentos de lucidez, estaba seguro de haber abandonado a Miriam en Bethlehem, su ciudad natal, hasta donde lo llevaron sus hijos mayores para empadronarse, debido a las nuevas leyes romanas. Con él, en ese viaje, fue su joven mujer, y allí, cierto día, inevitablemente supo que ella estaba embarazada. También comprendió que, ausente del lecho de la joven como casi siempre estuvo, él no podía ser el padre. Los hijos del anciano Yosef, indignados, lo obligaron a repudiarla, apesadumbrados por el deshonor, pero no la juzgaron; tanto ellos como él la tenían por casi una niña y sentían cariño por ella. Yosef, entonces, la repudió en secreto, dejándola en la ciudad al servicio de uno de sus parientes más severos para no dar pasto a las murmuraciones. No quería volver a verla, eso era cierto, pero exigió que nadie de la región lo supiera. Dirían todos que el marido la dejaba en aquella casa para atender otros asuntos más urgentes, y que en pocos meses regresaría a su lado. En su momento, ya habría elaborado otra respuesta y se sentiría menos abatido. Yosef partió sabiendo que nunca más vería el rostro de Miriam, su última esposa de quien, a su edad, sería falso decir que estaba enamorado porque el amor quedó muy atrás en sus recuerdos; y no quiso mirarla al irse ni se despidió de ella ya que, como era un buen hombre, su mirada devuelta lo destrozaría, y su corazón se había debilitado demasiado con el viaje hasta aquella provincia y los disgustos posteriores como para soportarlo. Regresó Yosef a Nazareth y empezó a olvidarla y a preocuparse más de su salud y de prepararse para su cercana muerte.

Miriam, entonces, llevó su gestación en condiciones muy pobres y penosas. Carecía de todo, pero lo que más echaba en falta era la alegría, las risas de sus hermanas, la caricia de su madre. Y lo echaba de menos a él, al joven al que amaba y que la amaba. ¿Dónde estaba ahora, por qué no venía a cuidarla? Se tambaleaba por el peso de su vientre y por la enorme tristeza que le hacía sentirse un cántaro a punto de romperse. Muchas veces pensó en mandar recado a su madre y a sus hermanas, pero no encontraba el modo y temía, además, que Yosef o sus hijos les hubieran contado el verdadero origen de su situación. A su madre Hannah eso no la habría importado lo más mínimo. ¡Cómo no ir al lado de su hija la más pequeña, la más débil, la cojita, la necesitada! Pero Miriam se dejó ganar por un pudor insuperable, aunque ignoraba de qué tenía que arrepentirse, si es que tenía que arrepentirse de algo. El joven ángel no apareció por allí ningún día de aquellos meses, y cuando Miriam parió, rechazada incluso por la casa familiar a la que había estado sirviendo en Bethlehem, lo hizo en las afueras de la ciudad, en un cabañal de ganado, y guiada por la intuición y el miedo, consciente de que la criatura de sus entrañas estaba predestinada a no vivir.

(Fra Angélico concibió la idea de un cuadro horrible, incluso llegó a esbozarlo: la niña Miriam dando a luz entre animales, sola, en un cobertizo. Pero hubo de dejarlo inconcluso, o tal vez destruirlo nada más atisbar qué estaba pintando. No soportaba aquella visión, ni nadie en Florencia la soportaría.)

El viejo y desdentado Yosef, en su lecho de muerte, cuando tuvo conocimiento del parto, no recordaba con claridad si aquel niño sería suyo o no, ni recordaba tampoco si su mujer lo esperaba o no debía volver a verla nunca, y si la esperaba, no recordaba, en resumidas cuentas, por qué no había partido ya a su encuentro, pues cada día había visto amanecer y anochecer sin más ocupación que consumir las horas como una efigie egipcia. Para aquietar su conciencia, sus hijos le dijeron a Yosef que Miriam había dado a luz un niño muerto. Entonces el viejo expiró.

Lo abandonó. Miriam, muy debilitada, dejó sobre la paja seca del forraje el cuerpecito de su hijo recién nacido. No respiraba ni gemía, parecía de cera, y sangraba por su vientre, cuya carne había cortado con el cuchillo que siempre llevó consigo desde que había visto cómo parían las otras mujeres de su casa, en Galilea. Se arrastró como pudo hasta una zona de pasto verde, fuera del aprisco; allí pudo limpiarse. Aun así, en aquel momento levantó la cabeza hacia el horizonte rojizo, donde el sol salía de las nubes, porque creía que el joven ángel venía a ayudarla, lo presentía, pero no era más que su deseo.

¿Y acaso no era precisamente su deseo lo que traía al ángel? ¿No lo deseaba ahora con las suficientes fuerzas? La verdad era que ya no le quedaban muchas. No se imaginó nunca cuánto dolía parir ni qué triste era hacerlo sola. Temblaba toda ella de puro susto. Amaba a aquel joven que ahora querría tener a su lado, pero sentía la angustia de no haberlo visto nunca más desde que salieron de Nazareth. ¿Dónde estaba el ángel ahora?

Tal vez no pudo regresar nunca del lugar donde vivieran los ángeles. Tal vez no lo deseó con el ardor requerido para que se le apareciese en silencio, en el camino o en la casa, como casi siempre hacía. Luego se arrepintió de haber dejado a su hijito muerto para que se lo comieran las alimañas y volvió por él a toda prisa. Lo enterraría con sus manos, si fuera preciso, antes que dejarlo allí abandonado. Mas no podía correr, la cabeza le daba vueltas, olía mal, le pesaba el cuerpo y a cada paso se sentía mutilada. Parecía más coja que nunca, ahora que tendría que serlo menos. Pero el sol volvió a entrar y salir de las nubes, y enseguida todo iría a cambiar para Miriam, la menor de las hijas de Helí y de Hannah, también la más desgraciada de todas ellas.

Nunca volvería a tener una alegría igual como la que la invadió al ver que el niño estaba vivo en brazos de un cabrero que lo había confundido con algún animal, aunque ella había oído que los bebés que revivían anticipaban una felicidad corta. La criatura lloraba y se retorcía entre aquellas manos. Miriam comprendió que debía apresurarse a quitárselo antes de que el cabrero, llevado por la compasión, lo estrellara contra una piedra.

Sólo unos meses antes había sido todo distinto. En cierta ocasión el joven ángel le dijo, al preguntarle ella quién era: «Soy el fuego que apaga otro fuego», y Miriam, desde entonces, evitaba encender ella misma las lámparas y los fogones, para no perjudicar al ángel ni delatarlo. ¿Era eso el amor, un fuego que apagaba otro fuego?, se preguntaba cuando el joven se iba de la casa al amanecer. ¿Era el amor el fuego que consume y no el viento que lo levanta todo o el agua que arrastra las cosas cuando se desborda? Pero el fuego también hacía desaparecer las malas hierbas y purificaba el oro, y el viento refrescaba en la tarde y se llevaba el humo, y el agua limpiaba lo sucio y saciaba la sed. Sin embargo, el amor era insoportable y destructivo, sólo lo vencía un amor mayor. Un fuego que apagaba el fuego, ¡qué verdad era ésa!

Cuando se encontraba con el joven, la vida era un regalo permanente, un juego de excitación y placer que anulaba el resto de las penalidades diarias. Incluso luego, cuando se quedaba sola y su rostro permanecía con un imborrable brillo en los ojos, pasaba por loca o ingenua, siempre con esa impresión infantil de júbilo que algunas de sus hermanas y sus primas le envidiaban tanto.

De todas, era la más ensoñadora, la más fantasiosa, la más capaz de ver símbolos en las plantas y en las cosas, en la disposición de las piedras o en determinadas palabras dichas a ciertas horas del día, alba o crepúsculo, tal como había oído decir a los magos que venían por la ciudad en las caravanas de Oriente. Porque Miriam, que lo ignoraba todo de los barcos que llegaban a Akko, y de la vida en ese lejano lugar llamado Roma, y de ese nuevo dios a quien llamaban César, era supersticiosa y pensaba que no sucedían unas cosas porque los astros no querían y, en cambio, sí pasaban otras cuando los astros lo dictaban. Aunque Miriam no sabía interpretar el lenguaje de los astros, y por eso buscaba acercarse a esos magos que todo el mundo escuchaba sin prestarles demasiada atención.

Y también por eso había oído hablar de videntes y profetisas, aunque nunca había estado con ninguna todavía. Y por eso llevaba un cuchillo sirio, no sólo para cortar el vínculo con las crías, al parir, como le dijo su madre, sino también para abrir las tinieblas y sacarle la sangre a los lagartos, como decían las magas moabitas, porque la sangre de un lagarto quita la vida y la de otro la da (como el fuego que apaga otro fuego), o cortar la cresta a los gallos y partir en dos el corazón de las gallinas. Por eso, en suma, cuando se quedó encinta le pidió al ángel que le anticipase el futuro. Tenía que ver hasta dónde llegaría su tiempo.

Pero el ángel se negó, porque en ese futuro él no estaría; y como Miriam insistió mucho y lo deseó tanto, el joven sólo le acabó contando una parte de lo que le aguardaba en la vida, pero antes le advirtió que algunas cosas serían dolorosas y que otras sólo serían probables: 1) enviudarás de Yosef, 2) te verás al límite de la tristeza, pero no por su muerte sino por tu vida, 3) te desesperará el dolor tanto como luego te cegará la alegría, 4) te abandonarán todos, 5) te casarás más tarde con un hombre llamado Simón pero no lo querrás como a mí, 6) tendrás otros cuatro hijos, ninguno será cojo, pero todos morirán antes que tú, 7) verás su sangre sobre la tierra, 8) viajarás hasta países muy lejanos, 9) profetizarás, y 10) yo acudiré a tu lado una sola vez al año durante el resto de tu vida —esta era la parte probable, porque nunca debía tener por cierto que los ángeles hicieran lo que decían que harían—. Cuando llegue su muerte, lo verá dormir junto a ella y no habrá entonces un día siguiente en el que despertar. «Porque nadie despierta del sueño cuando llega su muerte», le dijo Gabriel como último vaticinio. «¿Entonces la eternidad es un sueño?», preguntó ella. «Un sueño que sueña otro sueño», sentenció el ángel. Miriam, al escucharlo, se quedó abatida.

Gabriel se reprocha no haber sido más cuidadoso. ¿Por qué tuvo que decirle toda la verdad a aquella niña tan pronto?

(D). La mujer, que respondía al nombre de Danuta, salió del avión por el
finger
que la llevaba hasta la terminal. Había volado desde Rzeszów en LOT, a expensas del Gobierno polaco. La esperaba un funcionario de la embajada, quien al verla, después de presentarse, le dio el pésame estrechándole la mano. Era amable, pero Danuta no lo percibió, ni retuvo el nombre que le dijo al saludarla. No hablaron en todo el trayecto nada más que acerca de cuestiones prácticas: qué documentos tenía que firmar, cuándo dispondría del cadáver para velarlo, qué vuelo era el de vuelta. El funcionario le informa de que el ataúd estará sellado. Le dice que es lo mejor. Su hija, D, la modista polaca de veintiocho años, había muerto en un acto terrorista el día anterior en una estación de tren cuyo nombre no pudo retener pese a haberlo oído más de un centenar de veces desde ayer. Hasta ese día, nunca oyó tal nombre, ni nunca había sabido nada de España: sólo Alcalá, la ciudad donde vivía D, le sonaba. D murió cuando iba a trabajar muy temprano en el taller de ropa donde había encontrado un empleo diez meses antes. Todo lo de la bomba lo vieron por la tele, en Polonia. Vieron los trenes destrozados. Y no dejaba de salir la foto de D por la pantalla. Era una foto de cuando iba al instituto, estaba muy joven, casi ya no se le parecía. Hubo periodistas en la puerta de la casa, pero no abrieron a nadie. Tan sólo Rina, la hermana pequeña, salió una vez para decir que no concederían entrevistas. D estaba muy orgullosa de aquel empleo en lo suyo, la costura, porque gracias a su trabajo en el taller de ropa podría mandar dinero a Rzeszów y contribuir a la operación tan cara por la que tenía que pasar su padre, Ryszard, un cáncer de garganta. Danuta, mientras viaja en el coche de la embajada desde el aeropuerto de Barajas hasta el lugar (no ha retenido tampoco este nombre) donde se encuentran los restos de su hija, recuerda que precisamente, ¡precisamente!, el día anterior D llamó a casa, una conferencia, como se decía antes, para contar a la familia que pronto iría de vacaciones y que les iba a llevar una gran sorpresa; creyó Danuta que dijo que iría al acabar las próximas elecciones, cosa de tres días, y que papá se fuese preparando porque todo saldría bien en poco tiempo. Por fin algo se arreglaba. «¿Por qué lo dices, hija?» «Mamá, he tenido mucha suerte.» Mucha. Danuta oía todavía estas palabras de su hija, una niña tan alegre, tan vital, a la que siempre le habían salido mal las cosas y los novios. El estigma de la familia, desde que a su madre, la abuela que no se levantaba de la cama y que desde ayer no paraba de llorar en silencio, la violó un soldado ruso y no quiso abortar, ese ruso que es el padre de Danuta y que ella no ha visto nunca en su vida. «¿Por qué lo dices, hija, por qué dices que has tenido suerte?» «Es un secreto, no digas nada. Sólo dile a papá que se va a curar muy pronto.» «¿No habrás hecho nada malo?» «No, mamá, sólo es que me ha tocado la lotería.» «¿La qué?» «¡La lotería, a mí! Un beso.» «Un beso, hija.» Pero D ya había cortado la llamada. Más de tres minutos era el doble de cara. Danuta no comentó nada a nadie porque no le había entendido lo último que D había dicho. ¿Habrá encontrado un novio? Ojalá la quiera, es tan buena niña y tan alegre, pese a las dificultades.

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