El mapa de la vida (23 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Era sin duda uno de los graves problemas con que se encontró el rector Tornabuoni, del Comune: qué se podía hacer con todo ese mármol que trajeron a comienzos del invierno desde Siena, Carrara y Prado, mientras el campanario siguiera como estaba. Decenas de carromatos y de almadías habían ido llegando por los caminos y por el río mismo casi a diario. Muchos días Giotto se limitaba a pasear entre los mármoles apilados, observando la magnitud del nuevo problema, y buscando una solución. Al principio, el mármol se depositó en el perímetro del Duomo, siempre de manera provisional, confiando en que sería por muy poco tiempo, ya que, en la primitiva organización prevista por Giotto, las losas de mármol se colocarían en las fachadas del Campanile a medida que los cuerpos de la torre se dieran por terminados. Es decir, en el viejo plan de Giotto, no se pasaría a otra fase hasta que no estuviera acabada la anterior, de modo que cuando la flecha con dos pequeños ángeles grabados en ambas caras de su punta coronase el Campanile, la torre estaría ya, por dentro y por fuera, totalmente finalizada. Y el cielo, al mirar hacia arriba, estaría por tanto, como soñó, lleno.

Como solución, a Giotto se le ocurrió trasladar todo el mármol a las calles adyacentes, para repartirlo por los alrededores durante el tiempo que durase la nueva edificación. Se adjudicaron las ubicaciones según los colores de las losas. La Via Dell’Oche para el mármol rosa, las Dei Servi y Dei Pecori para el verde, y la del Cocomero, cuan larga era hasta San Marcos, para los demás mármoles, que al ser los blancos mayoría, correspondía a este color. Por esas calles era ahora muy difícil transitar, y las cabalgaduras apenas podían avanzar entre las apiladas losas, muy pesadas de mover. Se cerró el paso a los carruajes y carromatos. Los caminantes tenían que sortearlas, y los cortejos fúnebres que hubo entonces pasaban por encima como extrañas y ridículas procesiones.

Cada noche dedicaba Giotto un rato a trabajar en la maqueta que había hecho el año anterior, ayudado a veces por Gabrielle, con quien discutía a menudo. Nunca se daba por satisfecho, y menos ahora que sus cálculos y dibujos se habían convertido en inseguros e incluso erróneos. Luchaba con el joven como con su sombra, a la hora de debatir. Se paraba de pie ante la torre de madera de poco más de un metro situada sobre una peana móvil; rehacía las piezas o pegaba y despegaba algunas de sus partes, tratando de combinar colores y formas sin alterar el conjunto. Quiso que se pareciera a lo que le habían encargado.

Distribuía las pequeñas teselas de colores, del tamaño de un tarafe, por cada friso de la maqueta. Al principio había concebido su Campanile del estilo gótico
tedesco
; sabía que ese estilo habría de gustar a todo el mundo, y con esa idea hizo los dibujos preparatorios, que fueron aprobados unánimemente por el Comune. Pero en cuanto se enfrentó con la primera maqueta liberó su imaginación, y su fantasía se disparó con más y más taraceas complicadas y geométricas. Mirando aquella maqueta, una vez, soñó, como una más de sus visiones, la torre que sería, y se preguntó qué límite tienen las torres cuando suben tan alto. ¿Por qué no un metro más arriba, y luego otro más, y otro más todavía? Y Gabrielle también se lo preguntaba, al dialogar con su patrón: ¿por qué pararse, al llegar allá, quién nos lo impide? Pero el maestro alejó el pensamiento de sí por considerarlo pecado de soberbia. Gabrielle, en cambio, era más joven.

En los meses sucesivos no avanzó ni un ápice la construcción, introduciéndose en la ciudad el desánimo. Gabrielle dirigía las obras pero, demasiado inexperto aún —como se temió Giotto desde el principio—, no ponía orden con autoridad a las peonadas que llegaban de fuera, de otras ciudades y de la campiña toscana. Éstas habían sido reclutadas en masa, arbitrariamente, sin más criterio que el de la fuerza bruta, porque la torre se había convertido para Giotto en la lucha titánica contra el tiempo y la muerte, y para Gabrielle en el umbral no franqueado de su futuro. Todo, entonces, aquella primavera, se tornó presuroso. Había prisas para empezar y, lo que era peor, prisas para acabar. Pero también aquella urgencia se debía al hecho de que el Comune de Florencia quería el mejor Campanile de Italia y, más que nunca en su historia, veía que estaba a punto de realizar su ambición, que casi la acariciaba. En cambio, se imponía la espera. Mientras tanto, el gremio de los Mercatanti quiso fabricar las puertas del Baptisterio y, aprovechando aquel tiempo impaciente y dado por perdido, ofrecieron a Giotto dibujar para Andrea Pisano algunas escenas del Bautista.

(Imagina Ada que el maestro lo hace fuera de la ciudad; necesita el canto de los campesinos, sus gestos despojados de intereses, el olor del heno y la hierba pisada, el olor de las ovejas, la piel de los burros, las metódicas cigarras invisibles, la polenta recién hecha en los fogones; necesita el vino derramado y el grito de los puercos; además Florencia y las retrasadas obras del campanario comienzan a agobiarlo; busca de nuevo el refugio en el valle de Mugello de su infancia, adonde va con sus hijas Beatrice y Chiara; la vista en los lejanos Apeninos y la ribera del río Sieve lo inspiran, porque ama la sensualidad del campo en verano, los mantos de insectos, la fiebre del crepúsculo de julio.)

Fue un mes más tarde, mientras dibujaba una de aquellas escenas para el Baptisterio, cuando al viejo Giotto se le ocurrió una idea pagana que juzgó interesante: la conjetura de fabricarle unas alas a Gabrielle para que volase desde la torre del Campanile, como los míticos Dédalo e Ícaro. Inmediatamente se puso a pensar cómo hacer un artilugio para fabricar esas alas, y cómo desplegarlas contra el viento, el mayor enemigo. Giotto, ante esta nueva expectativa, enloqueció.

Quiso regresar rápidamente a Florencia, convencer a carpinteros y herreros, encargar a los tejedores unas alas de lienzo, llevar a la práctica su invención; seducir, por último, a Gabrielle. Y si el joven no quisiera volar por temor a la muerte, él, que ya no la temía, se lanzaría al vacío desde lo más alto, con alas de verdad o de mentira, pero con toda su fe intacta. Desde allí arriba sabe que se verá hasta Fiesole.

Al acabar el verano, avanzadas otra vez las obras gracias al denuedo organizativo de Gabrielle Cacace, Giotto cambió de casa: se trasladó a la calle del Cocomero, repleta ahora de losas de mármol —a la misma casa donde en otro tiempo vivió su maestro Giovanni Cimabue—, a la izquierda del Duomo. No se va Dédalo de su cabeza, diseña en todo lo que hace la imagen de Ícaro volando con las alas pegadas a la espalda, relee a Ovidio, donde está su historia. ¿Por qué esa torre le había dado aquel irrefrenable deseo de volar por encima de todos, a esas alturas de su larga vida? ¿Acaso el derrumbamiento anterior despertó en él un deseo protector que desconocía? ¿O era el síntoma de la huida, de la evanescencia?

Cada mañana se levanta mirando hacia el cielo, y ve el Duomo. Sueña con el momento en que el Campanile despunte al otro lado, sobresaliendo por encima del tejado de la catedral. A ese otro lado, la torre ya tiene dos cuerpos más que la primera vez que se erigió; los cuatrocientos peones que arenga Gabrielle trabajan sin descanso; se han hecho tres terraplenes más; ya hay casi ciento treinta y cinco pies construidos; las pilas de mármoles bajan y desaparecen de las calles; en ellas, en las calles ahora liberadas, los entierros vuelven a su lentísima solemnidad por el centro de la calzada. Ha vuelto el orden; la vida avanza a buen ritmo.

Pero sucedió lo que era de esperar: un día de noviembre de 1335, sin causa conocida, tuvo lugar el segundo derrumbamiento. Acaeció a media mañana, cuando las peonadas y los curiosos estaban presentes. La víspera había recibido a un emisario de la corte de Milán; el mensaje que el paje dejó llevaba el sello y la rúbrica de Azzone Visconti. El
Signore
lo llamaba a su lado. El viejo Giotto, abrumado por el nuevo fracaso, hizo sus baúles de viaje y se marchó a la ciudad lombarda. Atrás quedaban muchos más muertos que la otra vez. Tardará casi un año en regresar.

(Ada dejó de escribir.)

ADA.
Yo digo amén a eso

Algunas veces temo que Gabriel desaparezca. Que se vaya de mi vida. Que se canse de mirarme cada mañana. Que se aburra de mi sentido del humor. Que se harte de mi aliento. Que crea que ya me haya hecho todas la preguntas que faltan. Que no le guste mi cuerpo, ni mi conversación, ni mi ropa. Que le fastidien mis hijos. Que prefiera estar solo. Que decida ser un ángel solitario o, como diría él, «definitivamente anómalo». En esas ocasiones me pregunto cómo serán las cosas cuando se vaya. Cómo será entonces la vida sin él.

Sé que hay algo imposible en todo lo nuestro: corremos hacia delante buscando una juventud que no tenemos, un tiempo perdido que no volverá a existir. Pero aún no ha llegado el momento verdaderamente imposible, ése en que un insípido beso lo sella todo. Nadie que se ama sabe cuándo llegará.

Ésta es la fatalidad: tengo la sensación de que un día cualquiera sucederá algo que demuestre que, en el amor, las piezas no encajan como pensamos. No quiero ser pesimista, pero prefiero fortalecerme.

Le digo: «Vendrán las grandes preguntas, las que se dicen al final.» Y Gabriel me contesta: «No estamos en los libros, no somos parte de la historia común, no tenemos por qué responderlas.»

Tiene razón: nadie es la experiencia de nadie; y aunque en realidad sí lo sea, nunca lo reconocerá, porque, ¿quién no es único frente a sí mismo? Si amo a Gabriel es porque supo enfrentarme cara a cara con el hecho de ser única.

Dice Spinoza que lo real es perfecto porque es real. Yo digo amén a eso. Pero en realidad deseo negarlo con toda mi alma. Lo real no es perfecto; sólo es incalificable.

Y sin embargo, ahí está aún Gabriel, existente, y yo me deshago en la necesidad de verlo y de tocarlo. Soy avara de esa necesidad. Y egoísta.

El ángel vagabundo

Ansiedad: no recuerdo gran cosa de lo que dijo Archie Souza, cuando lo encontré esta mañana, pero decía algo así como que la policía buscaba a unos terroristas islámicos desaparecidos. O dijo más bien que ya habían entrado en el país. «Podrá ocurrir más veces.»

Gabriel dice: «Sé la historia de un ángel que hay por Madrid.» Él lo llama Dumah, pero Dumah es el Silencio y sé que no puede ser ese ángel. Sé que el ángel es él y que no es Dumah. Pero lo niega.

Me pregunto si el silencio es algo bueno. Enseguida me respondo que no, que siempre indica destrucción, habida o por haber. Como el silencio que se quedó en los trenes, minutos después de que volásemos todos por los aires.

Su historia, la de Gabriel, es ésta: la del ángel vagabundo. Es un ángel que no tiene nada. Un ángel desposeído. Un ángel sin origen. Un ángel errante. Un ángel que va y viene, y no siempre es consciente de sí mismo. Es un ángel que renuncia a ser ángel.

En un desesperado intento de sinceridad, me digo: «Los ángeles no siempre saben quiénes son. Pero no les importa, en realidad. ¿Para qué quieren saberlo?» ¿Saben acaso los peces que lo son?

Pero la historia de la que habla Gabriel es la suya. Él es el verdadero Ángel Vagabundo. Lo sé, aunque él no me lo dice.

Gabriel empieza a vagar por el tiempo y por la vida después de haber amado a una joven llamada Miriam. Fra Angélico lo supo. Pobre fraile. Muchos otros lo han sabido. Giotto también, pero no lo reconoció enseguida en Gabrielle Cacace porque le ofuscaba su fracaso en la obra del Campanile. Pobre Giotto.

Gabriel es el Maravilloso, el que hace maravillas y el que las ve. Es fuerte, y está compuesto de fuego. Como los trenes se compusieron de fuego de pronto, aquella mañana. Pero ¿de qué fuego, Gabriel?, le pregunto. Y entonces, para mi sorpresa, se vuelve enigmático: «Del fuego que apaga otro fuego.»

¿Por qué me engaña Gabriel diciéndome que se llama Dumah?

El fuego, en realidad, me alegra. A esto Spinoza diría amén.

SAYYID. Gamal Sayyid compartía casa con Liddell en el 19 de Alcalde Sainz de Baranda. Era un cuarto piso de una casa de los años cincuenta, con una fachada a dos colores, de fondo rosáceo al que habían superpuesto grandes y anchas tiras verticales grises, con unas ventanas cuadradas y otras en arco semicircular en la parte superior, un tanto oriental. Esa alternancia le gustó a Sayyid cuando vio la casa porque le recordaba a la que estuvo a punto de comprar en El Cairo, antes de la boda que no llegó a celebrar, pero la habitación que le había tocado, después de sortearlo con Fred Liddell (más afortunado en todo, según él), era de las de ventana cuadrada, debajo de la cual había un alero con forma de tejadillo ornamental, como si la cuarta planta del edificio se hubiese construido mucho más tarde que el resto de la finca. Carecía de visillos y de cortinas, y en su cuarto sólo había una cama con cabecero de madera, una mesa y varias sillas, muchos libros de medicina obsoletos y un ordenador portátil grande y anticuado, de segunda mano, comprado en la mezquita. Por toda la casa, e incluso en el descansillo, se propalaba un olor permanente a fritura, que provenía de la churrería de debajo de casa, abierta en el local contiguo al portal. No lograba Sayyid acostumbrarse a ese hedor aceitoso que lo penetraba todo y que ascendía por el patio de luces hasta la cocina y los baños. Era para él el olor de la pobreza que nunca se había sacudido de encima.

La casa no tenía ascensor; subía a pie los cuatro pisos. Solía encontrarse en la escalera al niño colombiano de los inquilinos del tercero, siempre con un gato entre sus brazos. Lorenzo tenía siete años; sus preguntas, ingenuas y directas, dejaban a Sayyid sumido en una inesperada reflexión. Eran a veces como éstas:

—¿Cuántos amigos tienes?

—Pocos.

—¿Te dan miedo los gatos?

—No mucho.

—¿Y los dueños de los gatos?

—¿No sabes que los gatos no tienen dueños?

—Éste sí. Pero no soy yo. Sólo lo cuido.

Era primeros de mayo y ya habían pasado las fiestas, pero Sayyid vivía ajeno a ellas. Regresaba a la casa después de acudir a la mezquita —alejada, como era preceptivo— de Abu Bakr, llamada como el suegro del Profeta, en el barrio de Tetuán. Allí siempre estaba nervioso, desubicado, los movimientos de su cuerpo se tornaban extraordinariamente torpes, no se acostumbraba; tal vez porque no quería ir, se veía extraño en aquel sitio sagrado; hasta hacía poco era normal que su padre, de vivir todavía, fuese respetuosamente a la mezquita, pero él no, él siempre había tenido fama de revolucionario, de ateo izquierdista que leía libros occidentales, siempre ocultados a los ojos de su padre, con quien discutía por rebelarse contra los ritos tradicionales; pero ahora se había producido un cambio que enorgullecería en parte a su padre, si viviera aún: Sayyid asumía dócilmente que ir a la mezquita con sumisión era el único camino que debía recorrer.

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