El mapa de la vida (22 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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El médico le hizo unas cuantas preguntas. Lo quería saber todo de Ada. Qué comía, cómo fueron las enfermedades de su infancia, y cómo y cuándo tuvo su primera menstruación, y también las últimas menstruaciones, y si había tenido abortos. Cuántas veces. Si había contraído o no enfermedades de adultos. A qué se refiere. De transmisión sexual. No. Y si era alérgica a algunos medicamentos. Creo que sí. A cuáles. No sé la marca, sí el específico. Qué reacción le ocasionaban. Sarpullido, ahogos. Cuándo. Irregularmente. Qué problemas de coagulación tenía. Está en el historial. Ha sido donante o le han hecho transfusiones. Está en el historial. Migrañas. No, qué tienen que ver. Mareos, vómitos. No, nunca. Le duele el pecho. Cuál de ellos. El operado. Sí. Cuando acabó estas preguntas, hizo otras de otro estilo: sobre sus hábitos profesionales, sobre sus viajes, sobre sus hijos, sobre su ex marido, sobre la reacción a la anestesia, sobre el estrés, sobre la salud de sus padres, sobre su vista.

No le preguntó por ninguna dolencia cardiaca ni si la había tenido, ni tampoco por su tensión sanguínea. Quizá fuera algo que dejaba para otra sesión o quizá fuera un olvido del doctor Collar (tal vez esa pregunta no estaba en el cuestionario que tenía en su portátil, y por tanto no se le ocurrió hacerla). En la cabeza de Gabriel irrumpió de pronto, muy intensamente, su pasaje favorito del
Oblivion
de Piazzola. El bandoneón inundó sus neuronas y bloqueó todo pensamiento lógico. Tampoco él había pensado en el corazón. Pero ¿por qué no lo hizo?

—Bien, esto es todo por esta vez.

—¿Entonces la operación? —preguntó Ada.

—Se hará, por supuesto. Veremos qué dicen las pruebas, claro. Pero le recomiendo que se opere más adelante, aún es pronto.

—¿Cuándo es el momento?

—Para fin de año, en noviembre o diciembre. Tómeselo con calma.

—Puede ser una espera muy larga —temió Ada.

—Hablamos de siete u ocho meses. Son los que su cuerpo necesita. Piénselo y ya me comunicará pronto su decisión, para ponerlo todo en marcha. ¿De acuerdo?

Dicho esto, el doctor Collar se levantó y les tendió la mano para despedirlos con un abrupto «Adiós». Su tiempo había terminado. Ahora parecía tener prisa. Volvió a saludarlos en la puerta hasta la que los había acompañado. Hizo alguna alusión a Aranda. Vio en el pasillo a una mujer que aguardaba su turno para entrar. El doctor no la miró todavía, desdeñoso, pero debía de saber quién era: había llegado puntual. Se separaron de él conscientes de que volverían a verse con toda seguridad. «Adiós», repitieron. Aquello era un comienzo. Sólo cuando avanzaron por el corredor le oyeron hablar con la mujer que esperaba en la puerta. Le decía que no era su despacho. Salieron de la clínica y respiraron el aire fresco de atardecer de abril que traía la sierra.

De regreso, de nuevo en el Fiat, Ada permanece callada. Él piensa decirle, mientras deposita la mano en su muslo, como siempre: «Puedo pasar la noche entera conduciendo contigo.» Que en realidad quiere decir: «Puedo pasar la noche entera contigo.» Una variante de decir: «Puedo pasar la vida entera contigo.» Que sólo puede significar: «Puedo pasar la vida entera conduciendo contigo.» En cambio, al final Gabriel no dice nada de eso.

—¿En qué piensas? —se limita a preguntar.

—En lo que de verdad me gustaría hacer ahora.

—¿Y qué es?

—Me gustaría ahora ponerme el bikini verde que no me pondré nunca. Y que tú me vieras.

—¡Sí! Te lo pondrás. Verás cómo sí. En diciembre. Y juro que seré el primero en verte con él.

—¡Vaya! ¿Y qué me dices de ti? —cambia Ada de tono—. ¿Te duele la pierna?

—No.

—Se lo has dicho al médico. No sabía que te dolía tanto la pierna.

—No me duele la pierna. Sólo a veces me duele la pierna, que no es lo mismo.

—No me lo dijiste.

—No importaba. Contigo no me duele y eso me basta.

Hay un ángel que entra y sale de la historia narrada, un ángel que es el espíritu de lo que buscan y de lo que les obsesiona, y también es el deseo de proteger y de dar felicidad. Silencio, así se llama. Es el ángel que lo ha invadido al salir de la clínica, pero Ada parece de mal humor.

—Está claro, nos amamos —dice ella como si pusiera un ejemplo, después de lamentar no poder ponerse su bikini verde, aunque sobre todo lamenta una vez más compadecerse de sí misma, eso es algo que odia, y lo dice también después de maldecir por tener que operarse tan tarde, en diciembre—. Perfecto. ¿Y ahora qué? ¿Qué pasa con todas esas cosas en las que no se piensa cuando se ama? El tiempo a veces se acorta, pero otras se alarga. ¡Diciembre! El tiempo transcurrirá sin piedad hasta entonces.

—¿A qué viene eso?

—Llegará la madurez en el amor, la responsabilidad, pensaré en mis hijos, el desamor asomará allá en el horizonte, habrá que soportar la vida corriente, crecer en el amor para luego decrecer, y todo lo demás que ya sabíamos. La ley del péndulo. ¿Y ahora qué? ¡Mierda! ¿Por qué los amantes somos tan torpes? —Hace una pausa y prosigue con el tono más dulce de su voz—. Dime sólo una cosa: ¿estarás aquí en diciembre, a mi lado?

—Empieza el tiempo de las preguntas bla, bla, bla —dice él por su parte, burlándose de ella—. ¿Qué vida llevar, cuándo, contra qué luchar, seremos capaces? Bla, bla, bla.

—¿Qué preguntas bla, bla, bla? —quiere saber Ada, algo desconcertada.

—Esas preguntas, las que has hecho. Ni más ni menos. He aquí algunas respuestas: sí, salvo que me muera de golpe, estaré a tu lado en diciembre. Porque es lo que deseas, ¿no? Y porque nos amamos, ¿no? Y porque no me quiero perder ese bikini verde por nada del mundo.

—Me refería a otras preguntas —dice Ada.

—¿De qué preguntas hablas, entonces? ¿Qué diablos te preocupa?

—Las de cuando acaben los abrazos, cuando quedemos saciados uno del otro y empecemos a mirarnos de otro modo.

—¿Preguntas por las fases del amor, del amor teórico, quieres decir? Eso está en los libros, Ada. Pero tú y yo no.

(Mirarse de otro modo. Detalles del cuerpo del otro, bajo la ducha: lunares, pecas, verruguitas, el mordisqueo de una uña que se rompió; retirar el mechón del flequillo que le cae a ella en los ojos, ver su hermosa frente desnuda, tocar su piel. La desnudez cambiante. El cuerpo del otro: todo un viaje; es blando, es duro, es cálido; explorarlo, observarlo: ver el cuerpo, las pestañas, la suavidad, la aspereza, pelos, vello púbico, las caderas, cada parte del cuerpo como si fuera una parte desconocida totalmente, como si fuera la primera vez que se mira. Un pulgar, la axila, el ombligo, el pubis, el sexo. Detenimiento lento y equitativo. El labio superior, las cejas, las aletas de la nariz. Las nalgas. Amar cada irregularidad, cada imperfección. Las rodillas. Ada es una mujer adulta, hermosa para él. Como él lo es para ella. No son dos jóvenes, no están en la línea de salida. La carrera lleva ya mucho recorrido. ¿Mirarse de otro modo?, se interroga. Ya no sabría empezar desde cero con Ada.)

SAYYID. A la misma hora, pero muy lejos de donde ellos estaban, Fred Liddell y Gamal Sayyid cruzaban el Retiro en dirección a su casa, en ese distrito. Caminaban juntos por el parque y se hacían otras preguntas. Los dos creían haberse perdido y se reprocharon mutuamente no haber cogido un autobús. Llegaron hasta la Glorieta del Ángel Caído y se pararon a contemplar la estatua del ángel que retrocede, aplastado y condenado por una fuerza invisible, mientras la serpiente se le enrosca en la pierna y el brazo. Estaban solos, apenas si pasaba gente por su lado.

—Hay personas que creen que vivimos una especie de guerra camuflada —dijo Sayyid mirando hacia la escultura.

—¿Una guerra? ¿Entre quiénes?

—Todos contra los musulmanes, y viceversa —respondió Sayyid.

—No creo que exista de verdad una guerra como ésa.

—Pues la hay, en cierto modo. Mira todas esas mentiras racistas que cuentan por ahí.

—Sí, hacen mucho daño. Pero la mayoría vive al margen de casi todo eso —dijo Liddell.

—Nosotros siempre estamos en guerra contra algo —comentó Sayyid—. O actuando para que algo superior venza y, a cambio, lo otro, inferior, llámese como se llame, sea derrotado. Siempre es así.

—Como esa estatua.

Los dos la miraban fríamente, como observadores en un museo. No se miraban entre ellos. A esa hora la luz le confería a la talla un aspecto siniestro.

—Es una estatua de guerra. La figura de un vencido. He leído a Marx y al Profeta. He leído mucho y a todos. Saco mis conclusiones, eso es lo que hago cada día. Qué más da quién sea el ángel y quién el demonio. El que vence siempre es un ángel, y siempre vence a un demonio.

—Cierto. Como decía Dickens: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos» —recordó Liddell—. Hay gente que vive en su casa de campo, preocupada por las pequeñas cosas, como la pintura verde de su verja o remover la tierra de sus tiestos y sus cebollas, ajena a las convulsiones que están pasando a esa misma hora en las grandes ciudades, donde la gente vive en vilo y expectante mes a mes. No acabo de entenderlo. Son dos mundos paralelos, el dormido y el asustado.

—Yo vivo en un tercer mundo —dijo Sayyid.

—¿En cuál?

—En el que se avecina.

GIOTTO. Giotto veía peces retorciéndose por el suelo de las calles de Florencia. Era un sueño, una visión premonitoria tal vez, se dijo, pero no sabía si los veía dormido o despierto, ni sabía de qué le avisaba ese sueño. Se hizo pública la lista de los muertos del derrumbamiento del Campanile, cuya cifra ascendía a treinta y uno; fue clavada en el portalón central del Duomo. Enseguida se procedió al desescombro del derrumbe y el reinicio de las obras tras el duelo y conmoción de los habitantes de Florencia. Estamos a comienzos de 1335 —según el libro que escribía Ada—; en esa época Giotto ya se ha obsesionado con su torre, que no avanza y se viene abajo (porque al derrumbe principal de la Navidad pasada se sucedieron pequeñas caídas de muretes, accidentes ocasionales de los peones inexpertos y corrimientos de la tierra apelmazada en el terraplén que conduce al foso). Aquellos meses de enero a marzo son un caos para los encargados de las obras, y esto desespera más aún al maestro. No saben qué hacer, salvo quitarlo todo del gran hoyo abierto en el suelo: ladrillos con argamasa, piedras labradas, pilastras a medio alzar, armazones de troncos de madera; todo ese ingente material hay que apartarlo, aprovechar lo aprovechable y deshacerse de lo sobrante en las escombreras de Cavalungo, camino de Mugello.

Giotto sabe que todo ha de ser recomenzado con prudencia, pero no espanta de sí una sombra de angustia. Ha de revisar cada paso otra vez, como quien repite un baile, sólo que ahora el error era trágico; nada de bromas, ni en el pensamiento, se dice; ha de hacer de nuevo los cálculos de cada planta, medir su peso, estudiar su resistencia. Vuelve a modificar la profundidad del foso, le aterra pensar que la segunda vez no fuere lo suficientemente hondo y firme como para sostener los más de trescientos pies que ha planeado. En esta ocasión, con apenas un cuerpo de torre, ha caído sobre mucha gente. Si se hunde cuando esté acabada o casi, habrá más muertos, tal vez hasta partiese en dos, como un hacha, la nave principal del Duomo. Tiene que pensar, pensar más aún y pensar rápido.

Es la segunda oportunidad; pero ya no tiene la edad de los grandes impulsos. Ahora le ha llegado el tiempo cuyo valor es incalculable, por escaso, aunque en ocasiones, desmoralizado, pide a Dios que se lo lleve pronto con su padre, en el otro mundo; con su padre, al que tanto quiso y lo alejó de sí para enviarlo tan joven con el maestro Cimabue; a ambos confía en encontrarlos juntos en el más allá, y no en el Purgatorio sino en el Cielo descrito por su amigo poeta al que llaman el Divino. Pero todo eso puede esperar: le queda la torre todavía, le queda ese reto que ya en la ciudad tachan de insuperable. Por eso no quiere escuchar a los agoreros del Comune, comerciantes necios, que le predicen mayores desastres, que le tratan de disuadir de esta empresa con la cínica amenaza de que no le dará de sí la vida para ver concluido el campanario imposible, como no le dio de sí a Arnolfo para ver el Duomo por completo. Pero Giotto ya sabe que no vivirá tanto como su torre, sin embargo alberga la esperanza de verla terminada, si cabe un solo día. No pide, en realidad, tanto.

Lo primero que necesita es un capataz nuevo, ya que en el derrumbe ha muerto el viejo Di Martino. Tiene que elegir entre inexpertos, más artistas vanidosos, algo mamarrachos, que artesanos modélicos, y, por capricho de la ciudad, había de hacerlo entre los jóvenes florentinos que buscaban medrar en el oficio. Al final escoge a uno, pero no es florentino sino de Mantua; quizás sea el más joven de cuantos vio, con cuyo carácter chocará y lo sabe, porque tiene ideas propias, pero en quien creyó ver el rayo del genio, y tuvo la intuición de que ese genio lo ayudaría a no errar más, si es que había sido su culpa la caída anterior; también lo ayudaría a pensar con más energía e imaginación, pues, como Giotto era razonable, sabía que a su avanzada edad todo eran limitaciones. Gabrielle Cacace se llamaba el joven y ambos, Giotto y él, compartían la misma naturaleza.

Gabrielle enseguida fue partidario de compactar más aún el terraplén y de entablonarlo por los laterales con dos filas cruzadas, y sobre todo de quitar la pétrea escalera de caracol que Di Martino, siguiendo instrucciones de Giotto, había montado tan endeblemente en el centro del foso. Estaba seguro de que el derrumbe había tenido en esa escalera central buena parte de su causa. Ante el temor a que también fuesen cuestionadas otras decisiones que había tomado hasta ahora, Giotto le hace caso y comenzarán la torre del campanario pared por pared, las cuatro al mismo tiempo, con cuatro peonadas independientes, más una quinta para las esquinas y junturas. Cinco grupos autónomos. Quinientos hombres, calcula Gabrielle. Se iría, además, muchísimo más rápido. Tan sólo se requería quintuplicar el número de peones. El Comune decidió asumir los nuevos gastos que se derivarían, con tal de evitar un mayor malestar en la ciudad, airada después del primer derrumbe. Aquel procedimiento era un tanto revolucionario e innovador, pues nunca se había hecho nada así. Giotto aceptó con reservas, pero lo dejó en manos de su joven capataz, ya que surgió entonces un problema inesperado: dónde almacenar todo el mármol que había comenzado a llegar, ininterrumpidamente, desde noviembre.

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