El mapa de la vida (26 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Aquellas bombas que puso la banda me parecieron bien. En esa edad, iban en mi misma dirección: contra el sistema.

Más subtítulos en la televisión frente a ellos. Un buen aparato, pantalla plana a hipercolor, Sony. Es Serhane Abdelmajid quien habla tras el pasamontañas, según han rotulado debajo de su rostro oculto. Está leyendo: «Os mataremos en cualquier lugar y en cualquier momento. Sangre por sangre, destrucción por destrucción.» Contra el sistema, así es; como siempre lo ha intentado todo joven idealista alguna vez.

—¿Qué va a ocurrir ahora, entonces? ¿Lo mismo de nuevo? ¿Otros trenes, más bombas? ¿Repartir justicia a sangre y fuego?

—Siempre la misma pregunta. ¿Quién tendrá la respuesta? No sé cuándo va a ocurrir otra vez. Sé que podrá ocurrir. Una, tres, cinco veces. Hasta que estemos bien tensos y bien acojonados. Claro que puede pasar, quién sabe. Pero con eso ya contamos todos, en el fondo.

—Sí, pero tal vez no pase. Estamos más alertas que antes. Y ya ha transcurrido todo un año o más.

—Serán paranoias mías, quizá. Mirándolo bien, lo mejor es echarlas fuera. Brrr. Dentro se pudren.

De la muerte se regresa paranoico, piensa. Nadie mejor que él lo sabe. Pero podría jurar que a veces cree muy de veras que hay alguien ahí fuera esperando el momento del descuido. Y entonces: ¡Zas, zas, zas! ¡Boooummm! ¡Craaac! Como en los cómics. O algo así pasará. Ojalá todo sea tan sencillo como llevar por la vida puestos sobre la cabeza los bocadillos de los cómics. Sin palabras.

En cambio las palabras que pronuncia Serhane Abdelmajid con la cara cubierta en aquel vídeo que repiten en la televisión una y otra vez son reales, y no acaban ahí, en ese bucle informativo. Suponen un principio, no un final. Habrán sembrado algo en algún otro cerebro, y alguien, en otro lugar, le estará facilitando lo que necesite para llevarlo a cabo. Cuando prende una idea, sólo es cuestión de tener o no tener alguna munición cerca.

—Es el argumento de los políticos más reaccionarios —dice Adrián—. Como hay sospechas, hay que buscar sospechosos. De ahí a decir que todos somos culpables no hay más que un paso.

Le oye decir a Adrián que de acuerdo, que tal vez fueran invisibles, y hasta que fueran nuestros enemigos, sí, eso es muy posible, y que incluso está muy bien no bajar la guardia occidental de nuestros principios occidentales, pero él prefiere creer que no habitan entre los buenos ciudadanos ni son «de los nuestros».

—Me niego a pensar que están ahí, al acecho, que son parte de la normalidad y de la gente pacífica, sea cual sea su cara, su religión y su comida.

Hace bien en pensar así. Es sensato. La sensatez es un gran colchón para cuando llega el tiempo de las caídas precipitadas. Gabriel opina exactamente como él, aunque su amigo le parece un tanto grandilocuente, alejado de su estilo; sin embargo, contra el sentido común, su pierna le trae nubarrones de pesimismo. Aun así, también él se niega a creer que todo hombre con barba larga y toda mujer con velo sean sospechosos de tratar de poner otra vez una bomba en el Metro.

—Aunque estén ahí, prefiero ignorarlos, por mi salud mental —concluye Adrián.

—Te aplaudo, Adrián. Eres un gran tipo, de veras. Bebamos otra más.

El camarero mira de reojo la televisión. El asunto le interesa. Tal vez está pensando en la contingencia futura de su pequeño bar dinamitado.

—No tiene ningún mérito, en serio —dice Adrián—. La mayoría piensa así.

—Es cierto, menos mal. Pero hay una ley de cálculo que aplicamos en las montañas rusas —dice él—. Se llama la ley de la compensación. Es incómoda, en realidad.

Se pone entonces a explicarle a Adrián esa ley. En realidad se trata de una manera de contrarrestar la inercia de todo cuerpo en movimiento lanzado a gran velocidad. Se aplica en los vehículos aéreos, como los aviones o los cohetes. Corrige el exceso de pesos indeseados, divididos en inercias activas y en inercias residuales, llamadas inercias basura. Hay que hacer cálculos inabarcables, siempre relativos a los asientos, a su material, a su inclinación y a la forma de los culos que van a llevar encima. Su objetivo es minimizar las probabilidades de que la góndola vuelque en plena curva por culpa de una inercia basura. Lo llaman familiarmente «la divisoria entre el gordo y el flaco».

—Sirve para medir el grado de excitación y de miedo reflejados en los movimientos no controlados de los viajeros de una montaña rusa. Movimientos basura, así deberían llamarse. Mi paranoia es puro movimiento basura.

Levantar los brazos, comprimir el vientre, alzar súbitamente las rodillas, temblar compulsivamente, dar un golpe al compañero de la góndola, agitarse demasiado, ser de los sedentarios o de los que no paran de moverse, de los que van y vienen, de los que no tienen raíces o las tienen lejos. De esto se trata.

—Es una jodida ley reaccionaria —dice Adrián.

—La física no entiende de eso. Pero sí, se puede ver como una aséptica jodida práctica policial. Una práctica de miedos y de fronteras. Que quiere decir, en resumidas cuentas, esto: cuantos menos vengan, menos sospechosos habrá.

Ahora la voz no es la de Serhane Abdelmajid, sino (sólo probable, dicen) la de Jamal Ahmidan. Así lo indican los subtítulos. Pertenece a un vídeo que se encontró cerca de la mezquita de la M-30 metido dentro de un guante, unos días después de los atentados: «Comunicamos nuestra responsabilidad del ataque que ha sacudido Madrid, y después de dos años y medio de las benditas incursiones de Nueva York y Washington, estamos respondiendo a vuestra alianza con las organizaciones de la criminalidad mundial, las de Bush y sus seguidores, para matar a nuestros hijos y hermanos en Irak y Afganistán. Hoy sufrís la muerte en vuestras tierras, y todavía os guardamos más, si Dios quiere.»

En el bar, un hombre con acento colombiano que también mira la televisión se dirige al camarero de la barra y recuerda en voz alta algo que parece un chiste: «¿Sabes cómo se llama el barrio ese donde está la mezquita de la M-30?», dice. «No, no tengo ni idea», dice el camarero. «Barrio de la Bomba», responde el colombiano. «Es verdad. Te lo juro, soy taxista, se llama así desde hace muchos años.»

Maldita la gracia. Es verdad. Se llama así.

ADA. Cuando Olimpia Vergara volvió a ver a Ada aún no había pasado por el quirófano. La abogada se había hecho todas las pruebas que le pidió su médico para ver si por fin aquello que empezaba a invadir su pecho era o no era un cáncer. Con los resultados en la mano, el médico le había dicho que lo mejor era abrir y dejarse de elucubraciones, porque algo crecía lentamente allí dentro, eso era evidente, y habría que extirparlo tarde o temprano. «No es muy grande, ni parece extendido, pero sólo viéndolo cara a cara sabremos a qué atenernos. Déjame hacer a mí y te garantizo una cicatriz invisible», le dijo el médico alzando la radiografía hacia la luz.

Pero Olimpia, a quien la cicatriz aterraba si finalmente todo resultaba ser una falsa alarma, prefirió meditarlo a solas, y antes, además, necesitaba terminar algunos asuntos que tenía iniciados, no quería dejar colgados a los clientes que llevaba su bufete; por eso pospuso la operación unas semanas. El médico no la urgió demasiado, y su actitud la animaba y evitaba que se viniera abajo. «Si fuera preocupante, me exigiría que me operase ya, no me permitiría ese retraso», colegía ella de la tranquilidad con que lo llevaba su médico; por otra parte se consideraba una luchadora y no le temía a la operación. Su miedo era al futuro. O peor aún: temía mentirse sobre ese futuro. Pero finalmente le pareció un sentimiento demasiado universal.

En su segundo encuentro con Ada manifestó una incontrolable inquietud al frotarse insistentemente las manos y titubear en algunas respuestas. Tuvo que decir varias veces la palabra «perdón»; no se concentraba como debía. Volvió a aparecer vestida con un traje sastre similar al de la primera vez, lo que aumentaba el aire frío y profesional, distanciado, de su rostro serio. Era un efecto calculado, propio del oficio. En cuanto a los casos abiertos, quería tenerlo todo bien organizado en su ausencia, demostrar que dominaba la situación y no se dejaba llevar por el pánico; así se lo contó a Ada, después de ponerle en antecedentes con respecto a su decisión de retrasar la operación y como respuesta al amable interés de Ada por los resultados de sus pruebas.

Ada le dijo que no debía preocuparse por las cosas del trabajo, eran secundarias; haría mejor en centrarse en su vida. «Sólo hay una vida. Imagino que sabrá que el tiempo, en estos casos, es vital.»

Olimpia Vergara asintió con una inefable mueca de fastidio y de reproche hacia sí misma: era la primera en admitir que se estaba dando largas. Trataba de no eludir la verdad, pero si el médico no estaba nada preocupado ni le metía ninguna prisa, entonces, ¿por qué tenía que estar ella más nerviosa que el médico, con todo el trabajo pendiente que se le amontonaba en el despacho?

Sin embargo, al volver a ver a Ada, sintió deseos de hacerle nuevas preguntas; preguntas sobre su experiencia de mutilada, porque todas las cuestiones que se le ocurrían guardaban relación con el pecho cortado, con el infinito de sensaciones posteriores a la operación.

Mientras miraba a Ada, quien descubrió en aquella mirada dura atisbos ocultos de una cálida fragilidad melancólica y una dulzura contenida, Olimpia recapacitó y dio marcha atrás en su intención, buscando un argumento que le permitiera no ser ella la parte débil ni el objeto de la charla; al fin y al cabo, a ella, aún no le había ocurrido nada y conservaba los dos pechos intactos.

Saboreó inconscientemente el hecho de que Ada fuese la única de las dos que había pasado por algo traumático, extremadamente traumático en realidad. «El charco de lágrimas está bajo sus pies, no bajo los míos», se dijo Olimpia. Por su parte, no quería adelantarse a unos acontecimientos que, con una pizca de suerte, probablemente no se producirían nunca. Se aferraba a la idea de que el médico no encontrase nada al operarla, o, a lo sumo, sólo un pequeño tumor benigno y olvidable, y que todo quedaría en ese susto.

Estaban frente al estanque del Retiro, en la columnata de Alfonso XII, sentadas sobre los escalones del monumento. Ada había elegido ese sitio al azar cuando la abogada le llamó para «una segunda vez», después de haber consultado con Santiago. Olimpia aceptó verla allí. Aunque el lugar le parecía inapropiado, reconoció que no estaba en condiciones de elegir otro para aquella cita; la vez pasada, en el
kebap
, fue peor.

Era curioso que mientras las dos mujeres hablaban cara a cara, las dos, a su vez, estaban dejando que una ráfaga de imágenes pasadas y futuras atravesara su pensamiento. Olimpia no se quitaba de la cabeza el asunto de la operación de pecho; y Ada recordaba una vacaciones en la costa en que, muy niños, Paula y Javier se intoxicaron gravemente. Hubo que llevarlos al hospital más cercano en una ambulancia. Paula fue la que más problemas dio en aquella época, con siete u ocho años; estaba loca por su padre, y rechazaba a su madre en cuanto podía, con rebeldía e insolencia; la insultaba, no quería ni verla. Ahora, con el divorcio, había percibido algo similar: de la noche a la mañana Paula había cambiado, estaba en su contra, como si hubiera tomado partido de pronto, conscientemente, por Santiago, sin fisuras ni objetividad.

Su padre era, para ella, la parte necesitada, la que debía afrontar la realidad tal cual se la había impuesto su madre: como derrota. Qué equivocada estaba, pensaba Ada de su hija, a quien por ello veía alejarse de su lado, injusta e intolerante, seguramente dos rasgos propios de la juventud, aún inexperta en matices y en paciencia. ¡Si supiera! Era una burla malévola que ahora protegiera a su padre, después de haber discutido tanto con él en los últimos años, hasta el desprecio; paradójicamente Santiago había pasado a ser, para Paula, el abandonado, el cornudo. Imaginar que su hija ocupara el puesto que ella había dejado en casa la estremeció, pero lo consideró una preocupación innecesaria y cruel hacia Santiago; él siempre fue un padre cariñoso.

—Me temo que tenemos un solo problema, señora Zubiri. Su marido, mi cliente, sigue insistiendo en la cláusula de la huida.

—No entiendo su obstinación, es ridícula, creo que se equivoca con ella —dijo Ada.

—No tiene más que una base psicológica, obviamente, pero un juez puede ver en ello un
quid pro quo
adecuado, y en mi opinión ecuánime, ante toda reivindicación en un pleito. Quiero decir que, asumiendo él la dejación de sentimientos y afecto por su lado, y usted la huida por el suyo, la cosa quedaría, digamos, en un empate.

¿Y la violencia?, pensó para sí Ada. ¿O Santiago había convencido también a esa abogada incauta de que se trataba tan sólo de prácticas sexuales desprejuiciadas, «un poco extremas tan sólo»? ¿Le gustaba a ella que la violase en un sofá, aunque creyera que era sólo un sofisticado juego pornográfico? Pero Ada rebajó su indignación y permaneció en silencio, mirando las onduladas aguas del estanque.

—En fin: salvo esa divergencia —resumió Olimpia, juntando las palmas de las manos—, el resto del acuerdo de separación son pequeñeces que, como verá, no imposibilitan firmar un mutuo acuerdo.

—Ya le dije que lo aceptaba todo. No es una cuestión económica. Ni tampoco cuestión de mi orgullo herido o del suyo. Es un final con todas las letras. F-i-n-a-l. Y en todo final sucede lo mismo: nada continúa, no hay un después, ni un hasta mañana, ni un miserable luego. Excepto los hijos, todo se acaba. Pero ellos van aparte, ya son mayores.

—¿Ha consultado con su abogado?

En realidad Ada no había consultado su situación con nadie. Había olvidado buscarse un buen abogado, como se suele recomendar, o uno sencillamente conocido. Lo cierto era que llevaba tiempo sin pensar en Santiago ni en el divorcio. Cuando Olimpia le preguntó por su abogado, se le ocurrió de repente proponérselo a ella misma. Reconocía que Olimpia le había caído bien y prefirió confiarse a esa joven antes que a nadie más. Informada como estaba de su caso, no tendría que ponerla al tanto de sus circunstancias, y también sabía que no iba a pleitear por cualquier insignificancia misérrima; incluso le había confesado que había renunciado a ello.

Les unía además el asunto del pecho, una complicidad de los cuerpos, aunque Ada era consciente de que, de alguna manera, en la expresión desafiante de Olimpia había algo de insolente que le recordaba que ella, cuando se miraba en el espejo por las mañanas, todavía no buscaba ninguna especie de puerta para huir o para entender. Somos iguales, sí, pero también, por ahora, muy diferentes, venía a decir Olimpia. Esas vibraciones le llegaban a Ada en aquella proximidad.

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