El mapa de la vida (24 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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Había llegado por su propia reflexión a convencerse de que
tenía que hacerlo
, ya que todos los demás pasos para la liberación de los musulmanes, siglo tras siglo, habían fracasado. En la mezquita se veía con algún hermano de los Muyahidines de Allah, de Abu Dahdah, el parlanchín vendedor de alfombras y de coches usados que vivía en Lavapiés; en el fondo despreciaba a Dahdah, al que llamaba Eddin, y a todos los sirios, y le repugnaba su aspecto, para Sayyid algo descuidado, pero empezaba a respetarlo por su determinación de filósofo que adopta una doble cara, la de payaso y la de maestro. Su presencia allí la ve, además, como inevitable, una fatalidad de la historia, de su historia personal pero también de la historia de los creyentes, porque todo lo que ha leído y en lo que ha creído acerca de una sociedad justa por medio del socialismo de los parias no ha logrado más que el enriquecimiento de los líderes, cuando no también su envanecimiento, y la corrupción de los arribistas. Al pueblo, al final, sólo le salvan las fantasías de su cerebro que Marx llamaba religión.

—¿Por qué no te ríes? —preguntó el niño en otra ocasión.

—Hoy no tengo ganas.

—¿Y mañana?

—Seguramente sí.

—¿No te ríes porque te pesa la cabeza?

De la mezquita de Abu Bakr se traía consigo siempre algo para meditar. Frases que le apuntaban en un papel, frases que no entendía, azoras del Corán que luego recitaba de memoria en una especie de ejercicio de vacío. Hoy se quedó con estos versículos de la azora novena sobre los infieles: «¿No combatiréis a unas gentes que rompen juramentos y procuran expulsar al Enviado? Ellos han empezado a atacaros por primera vez. ¿Los temeréis?» También hoy ha sucedido que el tuerto de Rabat que le pasaba las cosas le ha dado una caja que aún no ha abierto. Era una cajita como las de cerillas, pero algo más grande. Sabía que no contenía nada, excepto un teléfono escrito a bolígrafo en la parte interior de la caja, en el reverso, casi secreto. Tendrá que llamar cuando le digan.

Cuantos lo conocían en la mezquita se aprovechaban de que en una parte muy profunda del corazón de Sayyid subyacía la ira.

—¿Tienes hijos? —quiso saber Lorenzo una vez.

—No.

—¿No tienes ningún niño, ni siquiera como yo?

—Ya te lo he dicho.

—¿Y niñas?

—Te he dicho que no.

—Digo niñas.

—No. No tengo.

—A mí las niñas no me gustan. ¿A ti?

—Seguramente tampoco.

—Me gustan más los gatos.

Él se definía como un musulmán por despertar, un creyente que iba a la mezquita sin remilgos. Militó en un grupo comunista de extrema izquierda cuando era muy joven, y se autoproclamaba nasserista, lo que demostraba lo confusas que eran sus ideas. Pero ese grupo se extinguió enseguida, algunos acabaron torturados en las cárceles de Mubarak, alguno más incluso acabó muerto. Pero otros eligieron la vida piadosa de los hermanos. Cuando Gamal Sayyid entró en la Universidad, leyó todo lo que pudo de Karl Marx y había mitificado un Moscú que ya no existía. Lo leyó primero por influencia de su entorno político, pero luego por pasión y búsqueda de respuestas inexplicables.

Se hizo uno de esos marxistas a destiempo que creían en el cambio de la historia. Pero su cabeza no dejaba de pensar y de comparar la vida con las ideas; llegó a la conclusión de que estaba en un camino equivocado y de que el fin del comunismo no era el triunfo del capitalismo, sino que se avecinaba por algún lugar del horizonte del mundo (como todo parecía presagiar en el islam) otra revolución, otra manera de lucha para los parias de la tierra, lo que él acabaría siendo, el motor del mundo; un mundo, inamovible desde su origen, que —ahora lo veía claro— el Profeta supo comprender y ordenar.

Sayyid, sin embargo, nunca había tenido muy clara la figura del Profeta, incluso hubo un tiempo en que se burlaba de él y de sus juegos mágicos para subir al Cielo con el ángel Gabriel. Le parecían ridículos, sólo para embrutecer al pueblo o embaucar a las viejas piadosas. Pero un día cambió. Comprendió que el Profeta era el Profeta de los miserables. Esta certeza lo sumió en unas tinieblas hasta entonces desconocidas, y se sintió un niño ignorante que necesitaba la mano del padre para ser guiado.

Ahora había llegado la hora, lo decían todos, unos en alto y otros en voz baja, unos claramente y otros con todo tipo de rodeos y de dobles sentidos, como Eddin; incluso él no sabía cómo había adquirido la convicción de que había llegado esa hora, ese inicio de un movimiento que se había convertido en perpetuo por la fe, algo de lo que siempre había carecido y que ahora, en la mezquita, buscaba sin rechistar; no sabía cómo pero todo estaba ya iniciado, echado a rodar; él sólo tenía que ponerse a su servicio.

Le oía decir a Eddin, sin demasiada solemnidad, como si vendiera un mal coche o unos pepinos en la plaza: «Hay que esperar la oportunidad fríamente.»

—¿Rezas por las noches? —le preguntó un día Lorenzo.

—¿Y tú?

—Yo sí.

—¿Y cómo lo haces?

—Cierro los ojos y los aprieto mucho.

—¿Y por qué los aprietas tanto?

—Me lo ha dicho mi madre. ¿Tú no lo haces?

—Yo también los aprieto.

—¿Te lo ha dicho tu madre?

—Sí, me lo dijo ella. Ha muerto.

—La mía no. Pero no sé por qué lo hago.

—¿No sabes por qué haces qué?

—Rezar por las noches. Me gusta más apretar los ojos.

Su mente revolucionaria tenía el don de la perfecta coartada, de la incuestionable equivalencia, cuando reflexionaba acerca de cómo habían cambiado los tiempos. Pero Sayyid no sabía quién era Bob Dylan, o si lo supo pensó que se trataba de un judío yanqui, un producto de consumo. Por eso ahora, para él, el hermano que se ponía un cinturón representaba lo mismo que, cien años atrás, el anarquista regicida o el agente secreto comunista que atentaba contra los burgueses chupasangre, lo mismo que el justiciero revolucionario que socavaba los cimientos de los ricos y preparaba el terreno para la dictadura del proletariado.

Un fantasma que recorría Europa, en efecto. Pero tal vez sólo se había producido un ligero cambio de sentido: era otro el fantasma y era otra la causa, como otra era la Europa a la que había llegado para poder ser un buen médico, aprender a ser un buen médico. Y quizá para algo más.

Sayyid sabía que Europa se había quedado pequeña, que sólo era un campo de pruebas, un teatro para hacer ensayos. Eso era lo que oía, lo que leía, lo que le llegaba por todas partes. Ahora el hermano que llevaba una bomba iba contra los que no eran los suyos. El Profeta acabó con las clases mucho antes que Marx —pensaba Sayyid sin atrever a decírselo todavía a nadie en la mezquita—, porque delimitó la existencia de sólo dos clases: los creyentes y los infieles, los vivos y los muertos.

Hacía un calor demasiado veraniego en esas fechas y al subir las escaleras se sofocaba más que otras veces. Se encontró de nuevo con Lorenzo en el mismo lugar del rellano donde lo había dejado por la mañana, pero al cruzarse sólo se miraron sin mediar palabra. Sayyid nunca hablaba primero. Cuando lo dejó atrás, oyó su esperada pregunta: «¿Tienes tiempo para ver la tele?» «No veo la tele», contestó Sayyid, sin volverse, elevando la voz algunos peldaños más arriba. «Todo el mundo ve la tele», replicó el niño colombiano buscando su cara por el hueco de la escalera. Sayyid no respondió.

Los versos de la azora continuaban en su cabeza: «Dios es más digno de que le temáis, si vosotros sois creyentes. ¡Combatidlos! Dios los atormentará por vuestras manos, los humillará y os auxiliará contra ellos.»

A Gabriel siempre le pareció misterioso Sayyid. Alimentaba ese misterio en torno a su persona; apenas Liddell supo mucho más de él; y no hablaba con sus vecinos. De hecho ni los conocía. Sólo cruzaba unas palabras con Lorenzo, quien le hacía preguntas de niño difíciles de olvidar porque le ponían frente a una verdad que no debía eludir. El ángel sabía quién era Gamal. Pero no podía hacer nada. Sólo ver sus actos desde fuera. Y lo que también sabía era que Gamal, desde hacía mucho tiempo, en El Cairo, había empezado a hacerse las preguntas fundamentales para mantener la dignidad que siempre le oyó decir a su madre: quién eres, qué vida eliges.

Mientras subía hasta el cuarto piso, pensaba en su madre, como hacía cada día sin descontar ni uno, y también pensaba en los desgastados escalones de su casa de El Cairo. Pensaba en la boda que no tuvo, pese a estar a punto de casarse. Azza, su novia durante tres años, tenía una familia que quería que se cumplieran los compromisos religiosos, pero como Gamal no conseguía un trabajo serio para poder comprar el piso de ventanas redondas que tanto les gustaba, ni mucho menos amueblarlo, la obligaron a que dejara a ese médico idealista recién licenciado que no lograba sacar la cabeza de un mísero ambulatorio de barrio. Ahora Gamal pensaba que Azza, su inolvidable Azza de ojos azules y tez clara, estaría con otro hombre, quien sería un marido adecuado para sus padres, un hombre con un negocio en una buena calle céntrica, sin pretensiones políticas peligrosas, sin desafíos al Estado, y creyente en Dios, el Señor de los Mundos, como rezaba el inicio del Corán, la única Norma.

La imposibilidad de felicidad y la pobreza insoportable lo alejaron del marxismo cuando superó una fuerte depresión por el abandono de Azza y por otra desgracia aún mayor: la muerte de sus padres, que coincidió con la marcha de su novia, poco tiempo después. Sus padres murieron a la vez en un accidente de autobús, los perdió de golpe como en la peor de las pesadillas.

En esa época pasaba el tiempo solo en su casa de El Cairo, sin apenas muebles, con una tele vieja, en blanco y negro, donde escuchaba al predicador de la Gran Mezquita del Centro, en El Cairo. Leía a Marx, pero por inercia y cada vez menos, y también sus libros de medicina, pero también cada vez menos. Hasta que alguien le propuso un curso becado por el gobierno para especializarse en España, la mítica Al-Ándalus de las canciones de niño que salían de la boca de su madre. Pero su gobierno era tan corrupto e inútil, que poco antes de partir para España, se esfumó la beca.

También por aquel entonces empezó a leer el Corán, casi al mismo tiempo en que empezaba a trabajar de chófer y guía de turistas europeos e israelíes, para él los peores. Despreciaban y humillaban al pueblo. El Corán lo salvaba. La vida se hacía muy dura en la capital. Mucha gente que él conocía no podía conseguir trabajo, ni dinero, y por tanto tampoco podía casarse. Todo era ciego y destructivo. No pensaba en otra cosa. La vida era injusta, y esto lo torturaba cada día más. Ahorró lo justo para un pasaje.

En Madrid siempre pensaba en Azza, su amor perdido, como un recuerdo que no quería borrar. Se sentía puro pensando en ella. Pero también se sentía paralizado pensando en ella. Ya no la veía cuando cerraba los ojos; era más borrosa su cara, incluso a veces se le confundía con otras caras de mujeres que no sabía dónde había visto antes. Sólo al principio buscaba por Madrid unos ojos azules. Pero había dejado de hacerlo. Únicamente aguardaba fríamente y se torturaba pensando que la historia que Marx le enseñaba había fracasado. Los pobres no importaban a nadie. Sólo quedaban los creyentes, y tenían que hacer algo. Hubo una vez en que quiso averiguar qué trabajo podría conseguir en Madrid, sin decir que era médico, sólo con su pasaporte egipcio: apenas si logró uno de reponedor en un supermercado. Ni siquiera fue a por el trabajo. Se aisló más, aunque disimulaba como podía con Liddell o Mastronardi y con todos los demás, siempre que se los encontraba en el Finnegans. «El pensamiento islámico es solipsista», le decía Souza cuando lo veía ensimismado. Tonterías de bárbaros infieles, pensaba Sayyid en silencio mientras ensayaba una sonrisa tan siniestra como forzada.

Los desposeídos, los miserables, los humillados. Ésta era su secreta obsesión. Una vez se hizo la pregunta clave, la que siempre ha oído por ahí, a media voz, entre dientes: ¿por qué ir sólo contra uno o contra cien? ¿Por qué no ir contra miles, contra cientos de miles? ¿Por qué muchas bombas pequeñas? ¿Por qué no hacerlo de una vez por todas y actuar con mayor piedad: por qué no mejor pocas bombas pero más grandes?

¿Por qué no la eliminación de raíz, en vez de matar el árbol hoja por hoja?

A esta reflexión empezó a llamarla Auténtico Marxismo Compasivo. Se lo creyó. A veces, en un bar cercano a su casa, veía en la televisión imágenes de los que llegaban extenuados en pateras, o de los emigrantes que venían en camiones, escondidos en donde podían. Los metían en campos, o los apalizaban en las comisarías, como había oído que pasaba en Italia. Al ver eso, en el interior de Sayyid avanzaba la ira.

El día que se abre una puerta al mal, el mal llega, y todo, a partir de ahí, es paulatinamente peor. Éste era su razonamiento final, cuando se echaba sobre la cama de su cuarto y miraba al techo, donde ya no veía los ojos azules de Azza.

(P). La historia que esperaba a P, la limpiadora de Zara de treinta y ocho años, para hacerla feliz iba a ocurrir bajo el agua. Sería una historia de amor con un hombre con el que coincidía todos los lunes y jueves en la piscina. Ella estaba segura de que así sería; albergaba una esperanza, interpretaba indicios como si leyera una predicción astrológica, algo a lo que era aficionada; por eso acudía a nadar al Club Nautas, de la calle Islas Filipinas, tan lejos de su casa, para encontrarse una vez más con el hombre con el que se cruzaba en cada largo desde hacía unos meses. A la ida lo miraba, a la vuelta lo miraba otra vez. Una, dos, tres, cuatro. Cien veces. Cien veces veía, por un instante, la cara del hombre, su boca abierta tomando aire, sus gafas acuáticas ceñidas a los ojos marrones, su cabeza rapada, su cuerpo pasar estirado sobre el agua, acompasado. P se sentía agotada, tenía que nadar más rápido, pero aguantaba un largo más, los mismos que hacía el hombre. Quería salir del agua a la vez que él, subir por la escalerilla opuesta para caminar por el borde de la piscina hasta su encuentro, en la ducha central, donde se sonreían sin mirarse directamente a los ojos. Ya habían hablado alguna vez, pero ninguna frase más allá de lo trivial. Eran saludos, frases circunstanciales sobre la climatología o la temperatura del agua, sobre las ventajas de hacer ejercicio. Ella se había fijado en su toalla, en el reloj sumergible de su muñeca, en la virilidad de sus movimientos, en su traje de baño y en su cuerpo nada atlético pero bien formado, con una hilera de pelo en el vientre; sería aproximadamente de su misma edad; probablemente trabajaba en una empresa de telefonía o en una oficina, o podía ser policía, y tendría una moto y sería sin duda soltero y meticuloso, como lo era ella. En el interior de la bolsa de deporte canela que siempre dejaba entreabierta P veía el desodorante de una marca cuyo aroma conocía, un frasco de aceite hidratante y la ropa interior —
slip
, calcetines— perfectamente doblada dentro de una bolsita de plástico con cremallera de raíl corredizo. P era extraordinariamente detallista, minuciosa, y le gustaba que la gente también lo fuera con ella. Intuía que aquel hombre era ordenado y metódico, lo que hacía que le gustara aún más. Le atraían los hombres recios y delicados. Tal vez aquel nadador lo fuera. Ella había decidido cuándo y cómo daría un primer paso, de cara a la relación que sólo se imaginaba, por ahora, sexual y deportiva, puede que amistosa y física; como en todos los tanteos, marcará el territorio, evitará ilusionarse en algo que sea compromiso y abandono de su medido autocontrol; había elegido qué bikini se pondría ese día, en qué momento se quitaría el gorro de goma para agitar su melena rubia, afinaría la depilación de sus piernas al extremo. Todo eso iba a ocurrir el día en que murió.

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