Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
—No, claro que no. Las evidencias son la ausencia continuada del hogar. Y comprendo que esté afectada.
—No estoy afectada. Y en cuanto a lo otro, será una manera legal de decir que ya no vivo en casa, ¿no es eso?
—Exactamente eso es. Que ni vive ni le importa la casa. Con sus consecuencias.
De nuevo, en su cabeza, sonó la sinfonía de Gorecki que había destinado a sus clases sobre Giotto. Mientras se abstraía en esa música pasaron por su mente muchas imágenes desordenadas, cuya aparición en ese momento no pudo controlar; eran imágenes de ella en otras épocas: se veía a sí misma de niña, cuando estudiaba piano en Vitoria, y luego se veía luchando cada año de su juventud con todo un mundo de pianista fracasada, las sensaciones, las frases de sus padres, el mediocre universo de los músicos que no han llegado a nada, tocando en fiestas de amigas, o improvisando aires de jazz cuando cerraban algún bar musical; y revivió también el momento en que decidió deshacerse del piano porque Santiago no entendía que estuviera aquel objeto en casa y no sirviera más que para estorbar, si ya no lo tocaba nunca.
—Lo del dinero no me importa, mejor para los chicos.
Paula la había llamado. Esto también lo revivió en ese instante. Le había parecido que tenía una voz distinta de la última vez que hablaron, se arrepentía de haberle deseado algún mal a su padre, por mucho que se pelearan entre ellos. «Te has enamorado, vale —le había dicho Paula—. Pero ¿qué será de papá en adelante?»
Gorecki desapareció de su mente. Llegó la realidad: lo que sonaba en el
kebap
era una nueva versión de
La chica de ayer
en la radio. Era una canción de su juventud. No era una tragedia la separación, eso lo sabía y lo había asumido, se decía Ada. No amaba a Santiago, pero había empezado a echar de menos muchas de las cosas que había hecho con sus hijos cuando eran más pequeños. Y de eso no hacía tanto tiempo. ¿O sí? Pero ya habían crecido y lo que echaba de menos era ser la mujer que fue cuando eran niños. No lograba explicarse lo que pensaba; ni lo que temía.
—Y esto es todo, por ahora. Le sugiero que lo consulte con un colega —dijo la abogada.
—Cuente con que lo haré, muchas gracias.
Olimpia Vergara guardó los papeles de nuevo en su maletín. Se llevó su tiempo. Los metió dentro de una carpeta de gomas que cerró con pulcritud; introdujo la carpeta en uno de los compartimentos de la hoja superior del maletín. Bajó los cierres metálicos, que emitieron un rotundo ¡clac! Alteró la combinación aleatoria de las tres ruedecitas con números para la clave de seguridad. Entonces puso el maletín en el suelo y se dirigió a Ada con un tono totalmente distinto. Se transformó en una mujer cálida.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto. ¿Sobre qué?
—Es algo ajeno al divorcio. Se trata de otra cosa.
—¿Qué tipo de cosa?
—Algo más personal. Algo como mujer —la abogada sabía, mientras hablaba, que había perdido terreno, y se sentía sonrojada al creer que alentaba en la conversación una ambigüedad abierta a cualquier sospecha de otra índole imaginable por parte de Ada.
—Pregúnteme lo que desee. No sé qué podrá ser, pero si puedo ayudarle en algo.
—Es sobre su pecho —dijo por fin—. Quiero decir que lo sé, que sé lo que le ocurrió.
Ada enmudeció. No esperaba aquella pregunta. No pudo evitar un gesto de extrañeza, pero no se molestó.
—¿Sorprendida?
—Bastante —respondió Ada.
—Verá. La cuestión es muy personal. Me van a operar de un tumor en el pecho. El derecho. La verdad es que tengo miedo de lo que se encuentren, pero prefiero no pensarlo. Me he informado de las posibilidades de metástasis y de los efectos de la quimioterapia. Sólo me falta saber qué se siente.
—¿Qué se siente cuándo? —preguntó Ada.
—Sí, qué se siente cuando ya no lo tienes. Cuando ya no tienes el pecho.
Ada, todavía desconcertada por la pregunta, buscaba una respuesta en medio de muchas incógnitas que la asaltaban. ¿Por qué sabía aquella desconocida que ella no tenía pecho, se lo habría dicho Santiago? ¿Se lo habría dicho en la cama, acariciándole los pechos, y ella tenía una curiosidad inconsciente sólo para humillarla? ¿O sencillamente era la pregunta angustiada de una mujer que va a pasar por lo que ella ya había pasado? Su ansiedad se traducía en su cara. Se frotaba los dedos con fuerza. Ada por primera vez sintió simpatía por aquella mujer; también se compadeció de su futuro, si lo había.
—Buscas algo.
—¿Cómo dice?
—Que buscas algo —repitió Ada—. Cuando cada mañana te miras al espejo, buscas algo.
—Claro, algo que ya no está, es obvio.
—No, no se trata de eso. No es algo que estás viendo en el espejo, o mejor dicho: que ya no lo estás viendo en ninguna parte, sino imaginando, deseando como loca que no se hubiera separado de tu cuerpo. No es eso, no buscas tu pecho ausente.
—¿Entonces? —Olimpia Vergara no entendía.
—Buscas una especie de puerta.
—¿Una puerta?
—Sí, una puerta. Pero como no sabes si es una puerta para entrar o una puerta para salir, sacudes la cabeza y no reconoces, otro día más, que lo que buscas es una puerta.
—¿Y?
—Y entonces te vistes muy rápido y haces tu vida corriente. Así de sencillo.
—¿Sin compadecerte ni asquearte?
—Sin compadecerte ni asquearte.
—¿Y usted ha encontrado esa puerta?
—Sigo buscando.
La mujer se puso de nuevo la gabardina, levantó el maletín del suelo y le dio la mano a Ada para despedirse.
—Gracias —fue lo único que dijo.
GABRIEL. Dos días después de su entrevista con Schmiechel telefoneó al Palace. Le dijeron que Paul estaba todavía registrado en el hotel. Cuando se puso al aparato, antes de que él hablara, Schmiechel le dijo que había visto a Eva y cenado con ella. Se quedó unos segundos callado.
—No te importa, ¿verdad?
—¿Por qué habría de importarme?
—Por celos.
Guardó otros segundos de silencio.
—Paul, voy a abandonar el proyecto de Malaisia.
—Ok —dijo Schmiechel—. Lo suponía. Hablaremos más adelante, para otras cosas.
—Claro. Hoy me duele mucho la pierna.
—¿Hoy especialmente?
—Sí, hoy especialmente.
—Lo siento, de veras —se despidió—. Te escribiré, Gab.
—Buen viaje, Paul —dijo él.
El viejo Schmiechel y Gabriel colgaron al unísono. Tuvo el presentimiento de que no tardaría en desaparecer de su vida.
MIRIAM. Una joven a la que llamaron Miriam rozaba con los dedos las cabezas de pescado que había sobre una bandeja de esparto. Junto al pescado había dispuestos pequeños cuencos con frutos de la granada, miel, almendras y aceite. Había jarras de vino mezclado con agua y cordero asado en la mesa sobre hojas de higuera. Era el día de su boda, pero, como en todas las bodas pobres, había poca gente en la fiesta. Pertenecían casi todos a las familias de los desposados. La muchacha sujetaba en la mano la vasija con pulpa de dátiles exprimidos y en vez de pasarla a los demás invitados, la retenía sin darse cuenta, porque Miriam siempre soñaba despierta y encontraba símbolos en las cosas. Y las cabezas de pescado simbolizaban algo que no entendía, pero no podía dejar de mirarlas. Muy cerca estaba su madre, Hannah, resignada por aquella boda acordada por su marido Helí con aquel buen vecino, el anciano Yosef de Bethlehem. Miriam no será feliz con él, pensaba su madre, pues la edad de aquel hombre era de más de ochenta años, pero tendrá un techo y será respetada. ¿Quién iba a querer si no a una niña coja como era Miriam? Aquella certeza consolaba a Hannah, quien besó la frente de su hija. La joven no se inmutó porque miraba absorta las cabezas de pescado y las tocaba suavemente; advirtió que los peces eran iguales vivos que muertos, y que sus caras estaban igual antes de morir que después, y que sus ojos parecían muertos cuando estaban vivos y vivos cuando estaban muertos; nunca se había fijado hasta ese día, el día de su boda, en que las caras de los peces eran siempre las mismas, que nada las alteraba. Sus hermanas mayores le quitaron la vasija y le hablaron al oído, y Miriam, apartando su seriedad de novia, empezó a reír y a jugar con ellas, como cuando era una niña; de eso no hacía demasiado tiempo.
Miriam no amaba a Yosef, pero tampoco le parecía un mal hombre, todo lo contrario. Quería ayudarlo, y dejarse enseñar por él. Su padre le había dicho que los ancianos eran sabios y que por eso había que obedecerlos. Y Miriam quería obedecerlo. Pero a las pocas semanas de la boda ya había comprobado que era demasiado viejo para el amor. Y para la risa. Como marido, no sabía qué hacer con ella; aunque había estado casado otra vez y era viudo de una mujer llamada Melcha desde hacía tan sólo dos años, no se atrevía a tocar ni a besar a Miriam. Una vez llegó a decirle que era tan niña que a su lado se sentía como un viejo carnero desmochado, y que el pequeño de los hijos que tuvo con Melcha podría ser su padre. La dejaba sola por la noche, incluso se ausentaba muchas veces durante días enteros, pasándolos en casa de alguno de su hijos. Al cabo de unos meses, Miriam no entendía aquel comportamiento de su marido, pero no le importó porque en realidad no lo amaba. En cambio, cuando estaba sola, Miriam tenía una extraña ansiedad. Experimentaba la excitación que le hacía palpitar, ruborizarse y amar la vida, deseaba la vida por encima de todo. Porque sabía por sus hermanas y sus primas que la vida daba el regalo del amor. Y ella aún lo esperaba.
Por aquel entonces la abordó un joven en un recodo del camino, en las afueras de Nazareth, donde vivían. El joven, después de dudar, le reveló su verdadera identidad: era un ángel. Pero enseguida se apresuró a corregir su precipitada confesión: no era un ángel como los que ella podría imaginar, acerca de los cuales le habrían hablado sus padres, por ejemplo. No, él era un ángel de verdad, y con ello quería decir que era un ángel humano. Y Miriam, al pasar su mano por el rostro del joven, aceptó la invitación a tocarlo para que se diese cuenta de que no mentía. Su manera de hablar era pausada. Le dijo que venía llamado por su deseo. Sin embargo, al observarla, de inmediato el joven le preguntó por qué andaba así. Ella le dijo que porque era coja. Y añadió: «Pero mi deseo no es dejar de ser coja.» «Ya lo sé —dijo el joven—. Sé bien lo que deseas.» Llegaba desde el futuro para contarle ese futuro, porque eso era lo que hacían los ángeles. Sin embargo el joven no le dijo su verdadero nombre de inmediato (y nunca llegaría a decírselo). A lo sumo fingió ser el ángel Dumah, el Silencio. Pero Miriam lo desconocía. Y como silencio —le dijo el joven— se presentaría en adelante, calladamente, a veces en la noche o a veces por la mañana, pero siempre cuando Miriam estuviera sola. Después se fue antes de que ella le pidiese que le contara su futuro.
El joven volvió a aparecer unos días más tarde. En esa segunda ocasión, él le anunció la felicidad que la esperaba en los próximos años. «¿Cuántos?», quiso saber Miriam. «Muchos, pero no todos tus años serán felices», dijo el joven. Y lo que le anunció fue esto: «Conocerás a alguien que te amará y a quien tú amarás.» Al decirlo, esta vez fue el joven quien acarició la mejilla de Miriam. Ella le apresó la mano junto a su cara, de nuevo como si jugara con sus hermanas, y, sin saber por qué, la besó. El joven le dijo que tenía más cosas que anunciarle: «Serás madre, tendrás hijos y tus hijos llenarán tu vida.» Cada vez que el joven se tenía que marchar, ella le decía: «No te vayas aún.» Otras veces le suplicaba que se quedara. Otras veces lloraba porque no quería estar sola. Otra vez le pidió que pasara la noche con ella. Y esa noche le preguntó: «¿Quién será el padre de mis hijos?» El joven se limitó a pasar su mano por todo su cuerpo y a hacerla feliz como siempre imaginó que sería ese momento. Al amanecer, Miriam le preguntó: «¿Y quién me amará?» El joven contestó: «Yo soy quien te ama.» Sucedió entonces que el ángel se enamoró de la joven Miriam, y ella se enamoró del ángel.
Se citaban cada día, presintiéndose, pero nada anunciaba la visita del joven, salvo un repentino y prolongado silencio alrededor. Se vieron más veces en aquellos meses y siempre furtivamente; se amaban en secreto, pero era un secreto fácil de mantener para Miriam porque nadie había visto nunca a aquel joven en el pueblo, ni en el campo, ni en el lago cercano; tampoco sabían de su existencia. Hacían el amor a espaldas de Yosef, a quien ella respetaba y de quien quería aprender toda su sabiduría, pero con quien apenas hablaba porque nunca estaba en casa. Una noche Miriam se agarró al joven cuando estaban dormidos, como si la guiara un mal sueño. Cuando él la acogió en sus brazos para tranquilizarla, ella le dijo que sentía que caía por dentro. Se había quedado embarazada.
Mientras veía todo eso, Gabriel sabía con seguridad que aquel joven era él, y también tenía la certidumbre de que no podía serlo. ¿De verdad lo sabía? Pero ¿cómo podía serlo, más allá de coincidir sus nombres?
Abrió los ojos.
¿Cuánto tiempo estuvo así en el museo, frente al cuadro?
Gabriel le refirió a Ada la extraña visión que había tenido en el Prado, delante de
La Anunciación
. Tal vez tuviera que ver con su obsesión por ese cuadro, y con el hecho de que fuera lo primero en que él había pensado al salir del hospital. ¿Era porque veía más allá? ¿O veía más allá porque su imaginación se había desbocado? Pero ella le dijo algo que de verdad no se esperaba:
—Es la misma visión que tuvo el propio Fra Angélico, aunque poca gente la conocía.
Le contó a continuación que Fra Angélico, después de esa visión, exacta a la suya, estuvo mucho tiempo en silencio, en el convento de San Marcos. Pero no se lo llevó a la tumba. Necesitó contarlo. Y sólo se lo contó a su discípulo Benozzo Gozzoli, quien lo relata en una carta a su confesor, dejada antes de morir, y que estará hoy perdida en los archivos vaticanos. Fra Angélico quiso apartar esa visión porque la tuvo por tentación diabólica; trató de apartarla de su mente, pero no podía, ya que regresaba a él siempre que quería imaginarse una anunciación. Muchos años después, muerto ya el Beato Angélico y conocida la carta de Gozzoli, los dominicos la consideraron una alucinación herética, inducida por el demonio. Pero en lugar de silenciarla, la convirtieron en una anécdota más de las leyendas apócrifas, de modo que sólo fue condenada por la Iglesia a las penas del silencio y del ridículo.