El mapa de la vida (18 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—Hemos conseguido salvar cosas. Sobre todo que no lo rechacen absolutamente. No te preocupes.

—¿Qué pasaría si lo hicieran?

—Podrían cancelar el contrato entero. La no aceptación de una parte puede conllevar darle el parque a otra empresa. Sería una lectura hostil del contrato.

—Un desastre.

—Sí, un desastre. Pero no te preocupes. No llegaremos a ese extremo.

—Podréis pleitear, ¿no? Digo si me lo rechazan todo.

—Sí, supongo que sí. No vamos a perder este parque en su totalidad sólo porque no quieran una parte de las atracciones. Les pediríamos una gran indemnización. Pero ya te digo que no se llegará a ese extremo.

Schmiechel había bajado los ojos y miraba hacia la pequeña mesa del
pub
. Parecía haber rumiado cada palabra, por eso lo escuchaba muy atentamente. Gabriel no quería perderse nada de lo que dijera; estaba seguro de que no había hecho un viaje tan breve y tan urgente si no era para decir algo muy definitivo, por muchas vueltas que le diera al principio. Hacía ochos sobre el tapete con su vaso de whisky con soda, imitando los lazos de sus frases. Pasaría ya de los sesenta años; sin embargo, ahora que él lo observaba con detenimiento, a un palmo de sus narices, le parecía más joven. Siempre le había ocurrido eso con él, siempre lo había visto más ágil y atlético de lo que le correspondía por edad.

—Eso me tranquiliza —dijo Gabriel—. Me asustaba cargar con tanta responsabilidad.

—Ya hablaremos de eso. Pero no te preocupes ahora. Concéntrate en lo importante: podrás hacer correcciones, supongo. No es la primera vez que nos las piden, al fin y al cabo.

Ahora se miraban a los ojos. Gabriel encontró los suyos, pese a todo, amigables y cálidos. Durante años, en sus visitas periódicas, le devolvía una mirada de amigo. Comprendía su situación ahora, teniendo que reprobarle su último trabajo, cientos de horas perdidas.

Era la primera vez que le censuraban algo de sus proyectos, sin opción a poder discutirlo. Lo de las correcciones no era más que un preámbulo edulcorado para llegar al punto final: cambiarlo todo de arriba abajo, estaba seguro. Y para eso, el titubeante Paul Schmiechel era el mejor. Para eso lo habían mandado a él, tal como se lo avisó en el email. «Iré y hablamos. Tumbaron tu montaña. Pero no te preocupes, a ti no.» Míster No Te Preocupes lo miraba ahora con ojos delatores: «El asunto es serio», decía su mirada. Sus palabras, no tanto. Pero su frase le hacía intuir cierta actitud compasiva en la Tawalthorn por el estado en que suponían que él debía de encontrarse tras la explosión.

—Sí, claro que las puedo hacer. Alguna vez ha pasado, aunque eran más «conceptuales».

—Se trata de reencauzar el asunto, Gab. Nada más. Seguro que no te será nada complicado meter esas correcciones.

—Nada complicado, créeme. ¿Hago unas variaciones, entonces?

—Sí. Bien estudiadas, bien reflexionadas. Tú mismo llegarás a la conclusión de que valía la pena revisarlo todo.

—Paul, es eso lo que quieren, ¿no? Unas variaciones.

—En efecto, eso es, unas variaciones. Y también un espíritu más agresivo. Quieren que dé miedo. Un poco de miedo. Quieren que la atracción asuste.

—Ya, algo más agresivo.

—Sí, muy agresivo. Quieren que la gente chorree adrenalina por todos sus poros. Quieren que se les agite todo el cuerpo. Y que al bajar del convoy sólo piensen en volver a subir.

—¿Y para cuándo las quieres?

—¿Cuándo las podrías tener?

—No sé, dime tú.

—¿Una semana?

—Una semana está bien.

—Pues una semana le diremos a los del Council de Sepang. Por cierto, ¿te importaría trabajar con uno de sus ingenieros? Por email, claro.

Cuando venía, quedaban los dos para cenar o tomar unas copas, y solía acompañarlos Eva. Schmiechel guardaba en secreto una preferencia por Eva, lo cautivaba y lo intimidaba a la vez; ante ella siempre se ruborizaba. Schmiechel no le había visto después de los atentados. No conocía su porte con bastón. Tampoco sabía de su separación de Eva. Le puso al corriente de su vida antes de contestarle sobre el ingeniero malayo.

—Como ves, he anticipado mi visita anual, aunque esta vez te habría tocado a ti ir a Zúrich.

—Sobre su ingeniero, no hay inconveniente. Pero no quiero que me controle. O lo toman o lo dejan. Y si lo dejan, ya os apañaréis sin mí.

—No vayas por ese camino, Gab. No se trata de eso. Ellos quieren poder opinar en cada fase. Ahorrará trabajo a todos. Lo vemos lógico.

—¿Entonces ya les habéis dicho que sí por mí?

—En cierto modo, la empresa es la que habla por todos.

Schmiechel y Gabriel alternaban los viajes. A él le gustaba ir por la sede mundial de la empresa para sentirse dentro de un gran engranaje. Su trabajo, por lo general, era bastante solitario y esos viajes compensaban.

—¿Te duele mucho ahí? –preguntó Schmiechel echando una mirada a la pierna, aunque en realidad quería mirar el bastón.

—Hay días en que me duele bastante.

—¿Y necesitas el bastón?

—El bastón ayuda. Por si la pierna flaquea. ¿Qué quieres que te cuente? ¿Quieres saber cómo fue? —dijo él, resignado a no poder evitar referirle los detalles del maldito día.

—No, no, sólo dime cómo te encuentras y cuándo estarás al cien por cien. Me deprime verte así.

—Ya estoy al cien por cien —dijo Gabriel. Luego, bajando el tono de voz—: Paul, ¿qué ha pasado con el proyecto? Dime la verdad.

—Sólo lo que te he dicho. Tu parte de las atracciones rodantes para Malaisia no ha gustado a los clientes de aquel país.

—Pero lógicamente había algunas cosas del gran parque de Sepang aún no acabadas. Dependía de ellos.

—No lo entendieron así.

—¡Qué lástima! Me metí a fondo con ese proyecto —mintió a Schmiechel y era consciente de ello. El viejo zorro se dio cuenta. Fue abandonando la diplomacia.

—Mira, Gab, lo han rechazado por entero, pero no por razones técnicas ni de seguridad, y menos aún estéticas. En ésas no entran nunca.

—¿Entonces por qué lo han rechazado?

—Por parecer algo obsoleto, algo antiguo, ya visto. Tus planos y maquetas no han valido esta vez. No son buenos. Pero no te preocupes. Los corregirás. Lo has prometido.

Nunca le habían rechazado de plano un proyecto. Pero no tenía por qué afectar a su autoestima. En realidad, él formaba parte de un equipo más amplio, sólo era una parte, una pieza, incluso a veces se limitaba a desarrollar las ideas de otro del equipo, quizá otro diseñador como él que vivía en París o en Seattle.

—¡Estupideces! ¡No he prometido nada! Lo hago porque me lo pide la empresa que me paga. Cumplo con mi contrato, nada de favores.

—Pero acabas de decir que harás las variaciones necesarias.

—¡Sí, de acuerdo, las haré! Pero ¿qué es eso de necesarias?

—Quieren cambiar cosas concretas, Gab. —Schmiechel sacó un CD y se lo tendió—. Aquí está todo detallado: lo que quieren ellos y lo que queremos nosotros.

—¿También vosotros?

—Sí, Gab, en esta ocasión estamos de acuerdo con el cliente. ¡Maldita sea, Gab! ¿Qué te ha pasado esta vez?

Dejó caer el bastón adrede. Siempre produce estrépito. Un camarero quiso acercarse a recogerlo, pero él le indicó con la mano que no lo hiciera. No apartó de Schmiechel su mirada impertinente.

—Comprendo. Es eso —dijo—. Tu estado.

Recogió el bastón.

—Lo admito, no ha sido el mejor momento. Pero sea como sea, a los del Council de Sepang tu proyecto les parece poco entretenido, o mejor dicho nada extremado. Literalmente mandaron un email desde Londres diciendo: «Falta creatividad.» ¡Quieren que a la gente se le salga el estómago por la boca!

Tal vez tuvieran razón y desde los atentados había quitado todo «extremismo» de sus diseños, piensa. Huía de toda posibilidad de herida, de accidente, de deseo de riesgo. Eso es fatal para un creador de montañas rusas. ¿Dónde estaba su instinto asesino?

—¡Estupideces! —volvió a decir, pero sin convicción.

—Tómatelo como quieras. He venido hasta aquí para pedirte personalmente esas correcciones. Puedes hacer lo que te venga en gana. Si no te ves capaz de asumir esas variaciones tal cual las quieren, te encargaremos otro proyecto en otra parte. No te preocupes. No te quedarás sin nada, eso te lo garantizo.

Quedarse sin nada. La frase permaneció buscando acomodo en alguna parte de su cerebro.

—De acuerdo, Paul. Voy a pensarlo. Si quieren que la adrenalina corra a chorros, correrá a chorros.

—¡Perfecto! Invéntate una montaña rusa que dé miedo. ¡Una Gran Destroyer! Queremos un convoy de góndolas que cada dos por tres se abra al abismo.

—¿Con sangre?

—¿Qué?

—Te pregunto que si quieres el abismo con sangre, con cuerpos destrozados. Un buen accidente y cosas así.

—¡Venga, Gab, no bromees con eso! ¡Y menos ahora!

—No creas, ahora, con el bastón, soy el indicado para bromear con todo lo que sea la vida o la muerte. Me han dado un pase. ¡La Gran Destroyer! ¿La llamarán así?

Antes de que bajara de su habitación, Gabriel había tratado de imaginarse cómo estaría Schmiechel después de dos años; pero en cambio le vino a la cabeza cuánto había cambiado él últimamente. ¿Cómo había sido en realidad su vida hasta ahora? ¿Tanto había cambiado, tan lejos estaba de los planes de juventud que se hizo? ¿Ya no era el rey de las promesas invertidas que siempre creyó ser, el mago de la mala suerte cambiada? Comprendió que todo lo que no existe, no había existido nunca, y que todo lo que existía, existió sólo una vez. Una efímera e intensa vez. ¿La había vivido? ¿Y qué se despertó en él, qué amaneció dentro, después de quedar cojo? ¿Qué hacía él antes? Sí, ya sabe, estaba en otra vida. Una vida en la que habitaba Eva y el mundo estaba ordenado de otro modo, puede que ordenado en la felicidad; tenía ambiciones y era el mago de la mala suerte cambiada, como le dijeron. Pero algo había pasado dentro de él ahora: no le importaba lo que Paul le dijera, no le importaba lo más mínimo. «Lo pensaré», fue lo que le dijo al despedirse. Pero ya lo había pensado.

ADA. La abogada de Santiago se llamaba Olimpia Vergara y había citado a Ada en su despacho, pero ella misma se retrasó y en el bufete ya no había nadie a esas horas. Ada la esperó primero en la calle, pero se hartó de mirar la ropa de las grandes tiendas de H&M y Bershka que había al lado. Optó por entrar en el
kebap
de enfrente y aguardar en la barra. Sonó en ese momento el móvil. Era la abogada. Se disculpaba por el retraso, estaba en un taxi en medio de un atasco. Lamentaba también que no hubiese nadie en el bufete. Una mala previsión al concertar la cita. Ella, además, había olvidado las llaves no sabía dónde. Ada propuso verse en el mismo
kebap
en el que ya estaba.

—Conozco ese
kebap
. Está bien —dijo la mujer—. Ya estoy llegando, y de nuevo le ruego me perdone la tardanza.

Ada, para hacer tiempo, releyó la carta que le había enviado el Rectorado de La Sapienza, de Roma, renovándole el contrato para su curso anual sobre Giotto. No obstante, aún no había fecha, porque entendían que dependía de su salud. Ella les había advertido de que tendría que operarse una vez más. Sin embargo, Ada valoraba mucho que volvieran a interesarse por ella, después del atentado, ofreciéndole de nuevo un curso. Esta vez había decidido hablar de un Giotto menos conocido, el Giotto maduro, que se enfrenta, al final de su vida, con el fracaso inicial del Campanile, la torre que no avanza y que sólo deja víctimas entre los obreros que la erigen, como una maldición. Pensó acompañar su exposición con la música de Gorecki, su sinfonía
De los Cantos Lastimeros
. La sobrecogía siempre.

Al poco, entró una mujer con gabardina, el pelo abierto y rizado; portaba un maletín negro demasiado masculino. Se presentó tendiéndole la mano, pidió perdón por el retraso pero enseguida se disculpó porque tenía que entrar urgentemente en el lavabo. Le dejó el maletín a los pies.

—Tranquila. No pasa nada. Aquí seguiré —dijo Ada.

Cuando regresó del baño, se quitó la gabardina. Llevaba un traje sastre verde oliva. Sus rasgos eran angulosos y un poco varoniles, sobre todo con aquella ropa militar, pero a Ada le pareció atractiva. Incluso pensó si le gustaría a Santiago, y si aquella mujer con quien se había visto cada vez que iba a un congreso por medio mundo sería como ella.

Olimpia Vergara, haciendo gala de su experiencia, situó el maletín sobre sus rodillas y extrajo de él unos documentos. Eran dos copias del borrador con las premisas del acuerdo de divorcio. Antes de pasarle una copia a Ada, aspiró profundamente por la nariz; con voz pausada le hizo un resumen de su contenido. Ada se fijó en la cadena que la abogada llevaba en el cuello con una plaquita de oro con su nombre grabado. ¿Se la habría regalado Santiago?

—Con esto evitaremos los tribunales. Si quiere mi opinión, aunque sea la abogada de la parte contraria, le aconsejo que acepte. Los jueces no le darán la razón hoy en día, y en caso de juicio puede perder aún más —dijo la abogada, satisfecha de haber cumplido con su obligatoria advertencia profesional.

Ada echó un vistazo a su copia. En pocas palabras, Santiago lo quería todo: la casa, la custodia de los hijos, el dinero, los muebles, los objetos de valor que habían comprado con los años (una pequeña acuarela de Derain, un grabado atribuido a Durero, la biblioteca). Todo, menos el coche. No lo necesitaba. A Ada, sin embargo, le llamó la atención su insistencia en una cláusula previa, «meramente requisitoria, como un preámbulo», dijo la abogada, en la que manifestaba que el adulterio no era el motivo del divorcio, sino el resultado, reconocido, de una desatención por su parte, y que consideraba que se había llegado a este punto porque ella, su esposa, había abandonado el hogar.

—«Con el consiguiente desgarro sentimental —leyó finalmente la abogada— y desequilibrio emocional para el resto de la familia, incluido yo, Santiago Bauman, su esposo, como primer afectado.»

—Este comentario inicial lo veo absurdo e innecesario.

—Lo entiendo —dijo la abogada llevándose la mano al lóbulo de la oreja. Ada creyó que asentía.

—Por otra parte, llegado el caso, mis hijos no testificarán contra mí —dijo Ada muy serenamente.

—En realidad no es necesario que lo hagan. Hay evidencias.

—¿El desamor es una evidencia? ¿O lo es la inercia gravitatoria de los grandes planetas de la galaxia que acaba afectando al matrimonio, para mal? —ironizó Ada.

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