El mapa de la vida (48 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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No le importa morir porque está seguro de que en su casa ya creen que ha muerto. Tenía una mujer que iba a dar a luz. ¿Vivirá todavía? Su hijo, o su hija, ni siquiera sabe que tiene un padre. Qué es un padre. Por eso mejor morir de una vez. De eso se trataba desde el principio, de eso hablaba el Profeta. Sólo se cumple lo que quiere Dios que se cumpla, o dicho de otro modo —razona el hombre de naranja desde su debilidad extrema—, lo que sucede, sucede tal como es porque Dios lo quiere así. Ruega para que los suyos no tarden muchos años en darse cuenta de esta inamovible verdad.

En casa ya le han llorado. Aparecer vivo un día, dentro de mucho tiempo, no sería justo para él ni para el islam. Sería lo más parecido a una derrota. Se puede pelear desde esta refinada tortura. La victoria es su conciencia. Nunca la han quebrado.

Está atado al suelo por una cadena. No habla con nadie desde hace meses. Sólo dice «Sí» al oír su nombre (es decir, Fuckface, Pig, Castrito, Shit; hace mucho que no lo llaman por el número, es menos divertido). Está al límite, pero le salva la maldita nasogastria. Aunque el conducto de plástico continúa provocándole sangrías por la boca, ni siquiera las hemorragias le permiten morir: las cortan a tiempo.

Ya no lo insultan como hace cuatro años. Se han cansado. Por ahora sólo quieren que coma. O que no se muera por causas no previstas. Si ordenan que muera, ya se encargarán ellos de que lo haga. Toda orden se cumple.

GIOTTO. Transcurrió un mes. Desde su llegada sabía que estaba solo y que lo que le quedaba por delante era el fin del mundo. Vio atravesar una sombra por el jardín de su casa. Decían que sucedía así, cuando se aproximaba el final: por delante de uno cruza de pronto, fugazmente, una sombra solitaria; nadie la proyecta. Quien la ve sabe que es la de la Dama Sin Cuerpo; también sabe a qué ha venido. Por primera vez pensó si no le llegaría la muerte antes de ver la torre alzada ante sí. Presagios, malos augurios se acumulaban por doquier, aunque Giotto no era proclive a creer mucho en ellos.

Entonces, aún a oscuras, una noche sonaron los golpes en el portón de la calle y entendió que algo no iba bien. Se cernían los presagios. Uno de esos golpes despertó con un susto a su hija Chiara, quien, despavorida, fue a abrir con la sirvienta.

En el portón se presentaron dos hombres bajo capuchas de cuero; eran de la peonada nocturna, ya que en la torre se trabajaba día y noche por indicación del capataz Cacace. Acudían de parte de éste a buscar al maestro porque los alguaciles habían vuelto a detener las obras apenas a una semana de haberse iniciado, después de tanto tiempo ausente. Le comunicaron a Giotto que en esta ocasión la orden provenía de un mandato expreso del Confaloniero de Justicia, pero no había más explicaciones. Hasta donde ellos sabían, al capataz, Gabrielle, no se las habían dado. Se apresuraban a informarle ellos, todavía sucios de yeso y sudor, porque Gabrielle estaba a pie de obra, de donde no quería salir para que ninguna autoridad dijera que la torre estaba definitivamente abandonada. Malos presagios, volvió a intuir Giotto.

La resistencia de Gabrielle allí, vigilante y guerrero en el terraplén, era su única esperanza. Ni uno ni otro comprendían a qué venía ahora este extraño mandato, cuando todo por fin había empezado a ir bien, la construcción de la torre, por tercera vez, podía ser realidad y se respiraba la recuperación del entusiasmo. Y todo gracias a la aplicación de las precisas modificaciones matemáticas del romano Baldasarre, algo que, por supuesto, nadie, salvo Gabrielle, conocía. Entonces, ¿por qué ahora se paraba todo?

Un día más tarde los priores de los gremios de la ciudad fueron a ver a Giotto a su casa. Se personaron en representación de los
boni viri
del Comune, cuya fe en Giotto había decrecido. Esta vez querían garantías. No les bastaba la maqueta que aún presidía la entrada a la Signoria, ni la excelente calidad de los mármoles, ni la profundidad del terraplén para el basamento, ni el portentoso número de operarios reclutados. Otro derrumbe provocaría el descrédito de todo el Comune y nadie creería en el futuro en la grandeza de las edificaciones de Florencia. Trataron también de fustigar el amor propio del mismo Giotto, haciéndole responsable, en última instancia, de aquellos derrumbamientos.

Giotto volvió a sentir la soledad con que encaraba el fin del mundo. Les reconoció a sus Señorías que tenían razón y que no quería llegar al Juicio Final con estas ruinas a sus espaldas. Excepto esas palabras, no podía darles más garantías. Se guardó para sí los nuevos cálculos y aplicaciones que le sugirió Baldasarre en Milán. Lo tomarían como el ardid de un viejo débil. Si daban resultado, pensó, no había ninguna necesidad de mostrar sus cartas: habría ganado la partida con astucia.

Los priores, no contentos con las buenas palabras, continuaron reprendiendo al maestro, e insistieron en que no era adecuado para la ciudad aquella especie de palos de ciego que parecía estar dando desde que fue contratado como
capomaestro
. No era de su agrado que el jefe máximo de la ingeniería de la ciudad se hubiera puesto en manos de la fortuna, como si una construcción de esa importancia fuese salvada o condenada por el envite de lo casual. Pero dichas todas esas cosas, aún faltaba el verdadero obstáculo para continuar, aducido por los priores al final de su visita. Se trataba de la denuncia por los muertos.

Una tal Colluccetta Gaspari fue la primera en reclamar a Giotto el elevado número de peones muertos que se había cobrado la torre, a la que en algunos barrios del Oltrarno ya la llamaban
La malfattrice
haciendo una cruz con los dedos, pues en verdad la tenían por una construcción desgraciada. Colluccetta había perdido allí a su padre y a sus hermanos; por eso se presentó en el Comune y exigió que su denuncia fuese tenida en cuenta, porque ahora estaba condenada a la pobreza, además de a la tristeza de una orfandad inesperada. Iba a la cabeza de un grupo de mujeres enlutadas, viudas, hijas, madres y hermanas que amenazaban con arrasar la ribera a fuego, además de impedir las obras.

Después de las dos tragedias, había llegado el momento de hacer justicia y de pensar en ellas. Sumaban setenta y ocho los muertos de ambos derrumbes. La cifra era la más elevada de cuantas había habido en las edificaciones florentinas. Sólo los azotes de las lluvias de hacía unos años o las incursiones de Castruccio Castracane podían compararse con esta mortandad ante la que por fin la ciudad se quitaba la venda de los ojos. Las empezaron a llamar
le mogli da lastra di marmo
(las mujeres de losa de mármol). Todas juntas se presentaron a las puertas del Comune y exigieron conocer qué diabólica fábrica era aquella en la que sólo había cadáveres. La respuesta a la pregunta que Giotto se hizo de por qué precisamente ahora se detenían todas las obras había que buscarla en esos setenta y ocho muertos. Los muertos siempre vuelven, no desaparecen, como se cree; los muertos necesitan ser explicados, expiados, justificados. Si no, regresan de algún modo a instalarse entre los vivos y a atormentarlos. El rumor en Florencia era que tornarían como fantasmas e impedirían la construcción de la torre. Muchos tenían la evidencia de que ya lo estaban haciendo.

A raíz de aquello, empezó a anidar en Giotto un sentimiento nuevo para él: el de la culpa. Tenía que darles algo a aquellas mujeres, hacer algún gesto, demostrar cierta contrición, rendirles un tributo a los fallecidos (algunos cuerpos quedaron muy mutilados, casi irreconocibles bajo las piedras y las losetas de mármol). Aunque luego pensó mejor que no debía precipitarse en arrepentimientos. Habían construido mucho en apenas un mes, avanzaron muy rápido y ya se veía que de nuevo el primer cuerpo sobresalía del profundo hoyo del terraplén. Incomprensiblemente para muchos, las obras venían a pararse justo cuando un centenar de obreros se disponía a iniciar el segundo cuerpo de la torre. Todos tenían miedo a fracasar una vez más, y a volver a sacar cadáveres de debajo de los escombros. Por eso el Confaloniero exigió un clima diferente entre la fábrica del Campanile y los ciudadanos, para lo cual se imponía antes la búsqueda de una reparación a las víctimas.

Nadie, sin embargo, aventuró ninguna, y la edificación de la maldita torre
malfattrice
se suspendió. Los operarios, al cabo de una semana de brazos caídos, hubieron de marcharse, no se pagaban sueldos ni se proveía la manutención de ninguno, el Comune no se hacía cargo de las peonadas; algunos emprendieron otros oficios o regresaron a sus pueblos y ciudades; los taberneros y comerciantes vieron peligrar sus negocios; la usura de los prestamistas creció. Detenidas las obras, y en espera de que se dictara alguna especie de recomendación, orden o mandato, ya que no sentencia, como las mujeres rogaban al Confaloniero, pues no había habido ningún juicio, Giotto se refugió en su secreto: las alas de madera articuladas.

Todo cuanto necesitaba era probarlas.

Porque Giotto no había abandonado la idea de lanzarse con ellas desde lo más alto de la torre, una vez terminada, y no renunciaba a su obsesión, por mucho que viera a menudo en su jardín el paso de aquella innombrable Sombra que lo avisaba del poco tiempo de su vida. Pero no se ocultaba que la inconclusión de las obras lo distanciaba más y más de ese salto.

Durante los días de agosto recorrió el valle de Mugello buscando un altozano desde el que lanzarse, ayudado por Gabrielle. Pero una vez que creyó haberlo encontrado, se sofocó tanto durante la ascensión a la cumbre, que tuvo que aceptar en ese momento que aquella industria ya no era para él, ángel decrépito de casi ochenta años, sino para un joven con mayor energía. Y ése, como ya sabían los dos, era Gabrielle. Además, se requería agilidad para el manejo del complicado mecanismo que las alas de Baldasarre portaban, y sus manos se habían agarrotado con los años y el clima. Gabrielle las tenía precisas y flexibles.

En Camazzo di Burallo, la aldea más alta del valle, hallaron una cima desde la que arrojarse Gabrielle al vacío. No obstante, siempre que lo iba a intentar, después de coger carrerilla y de tomar el impulso con el cuerpo para acoplarse a una buena corriente de aire, Gabrielle se quedaba parado en seco al borde del abismo, oscilando adelante y atrás con las alas pegadas al cuerpo. Se oía tan sólo el despeñar de las piedras por el precipicio y el tableteo continuo de las teselas de madera movidas por el viento. Aquel ruido en medio del silencio a Giotto le sonaba de nuevo a fracaso. Era el único sonido, junto con el grito de los halcones. Más y peores presagios para él. A su capataz lo paralizaba el miedo a no poder planear con ellas por no saber gobernar los hilos del artilugio. No le importaba romperse algún hueso o abrirse su dura cabeza de campesino, pero una caída desde aquella altura podía ser mortal. A Giotto, en cambio, lo paralizaba la verdad. Por eso volvió a pensar en los muertos.

Consciente de que el uso de aquellas alas sólo estaba reservado para él, y de que no sería el suyo un vuelo más, ni siquiera el primero de otros que tal vez luego hicieran otras personas, sino un vuelo único y definitivo, que le permitiría ver de golpe, como adivinaba Baldasarre, todo pasado hasta la infancia desde esa altura de ave, un vuelo en cuya caída intervendría la muerte para enredar los hilos de las alas, Giotto comprendió que sólo podría intentarlo con la torre acabada, pues sólo desde el Campanile por él planificado tendría sentido aquel salto. Un solo y magnífico vuelo, el primero y el último, en resumen. La naturaleza angélica que invadía a Giotto le hacía pensar que con esas alas falsas recuperaría esa condición que perdió en un momento de su vida, no sabe ni dónde ni cuándo ni por qué. A veces se llama iluso por creerse diferente, pero en eso es en lo que consiste ser un ángel —el viejo y sabio Baldasarre, que no lo era, bien se lo hizo ver a Giotto cuando charlaban a solas en Milán—. Por tanto, no había más tiempo que perder. «Terminemos esa torre, Gabrielle. No hay otro lugar posible.»

Para recordar a los muertos, le dice a Gabrielle que propondrá al Comune el compromiso de inscribir a la entrada del Campanile, cuando se terminen las obras, un JUBILATE DEO del color de la sangre, y así todos sabrán en el futuro que aquella obra tan magna fue un sacrificio hecho a Dios, como lo fue el de Isaac, pero esta vez sin mano alguna que detuviera el cuchillo de su padre. La torre hizo de Abraham. Giotto sabe que se le perdonarán muchas cosas con esa frase. Pero también le rondó por la cabeza la idea de que su desventura empezaba a ser un sacrificio en sí misma, y el Campanile el altar donde a él lo inmolaban lentamente.

A Gabrielle, en cambio, se le ocurrió una idea distinta. Una idea que le gustó al propio Giotto todavía más que la suya: grabar en cada peldaño el nombre de pila de cada uno de cuantos habían muerto en la torre. Sólo eso: el nombre, una palabra, un peldaño. Y ponerlos en la escalera que accedía al campanario acentuaba el sentido de servicio a la ciudad con que habían dado sus vidas en aquella obra. Giotto prorrumpió en exclamaciones de alegría. Los gremios no podrían rechazar esa reparación. No habría mejor homenaje. Y así fue: la idea de Gabrielle satisfizo al Comune, que se lo transmitió a las viudas y a las demás mujeres.

Pero entre ellas, antes de dar su aprobación, se inició una disputa a cuento del grabado de los nombres. Estaba por ver el orden de inscripción que tendrían. Quién ocuparía el primer peldaño (y el segundo y el tercero y el cuarto, etcétera) y quién el último (y el penúltimo y el antepenúltimo y el ante antepenúltimo, etcétera); y luego se enzarzaron en las consecuencias que se derivarían de ese orden, porque la gran mayoría no sabía leer ni escribir, y por tanto no podría encontrar el nombre de un marido o de un hijo; para ellas, todo lo más que habría en la piedra serían siempre signos incomprensibles. Necesitaban un número de orden, lo que les permitiría subir por la escalera del Campanile contando del 1 al 78, y deteniéndose en el número que a su ser querido le hubieran asignado.

Entendido el nuevo problema, se le dio solución. Hubo que efectuar un sorteo y que fuese el azar quien dispusiera el orden. Entonces Gabrielle le sugirió a Giotto que recibiera a todas aquellas mujeres y que una a una fuesen diciendo el nombre de su marido, o de su hijo, o de su hermano muertos, y él extraería de un saquito un número para cada uno. Sería una manera de honrarlos a ellos y al trabajo que hicieron.

Las mujeres aceptaron y unos días más tarde se pusieron en cola en la plaza de la Signoria para hacer la nominación de sus hombres bajo los arcos de la Loggia. Allí las esperaban Giotto y Gabrielle más los priores de los gremios y el Confaloniero de Justicia. Al llegar junto a Giotto, dijeron nombres como Taddeo, Steffano, Andrea, Nardo, Oderisio, Bartolo, Luca, Jacopo, Lambertuccio, y así hasta el final de la lista de bajas.

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