—¿Volvemos a ese pasadizo secreto? —preguntó el kender mientras subían los peldaños—. Oye, ¿sabes una cosa? No llegamos al final de la escalera. ¿Dónde conducirá? ¿Qué crees que habrá allá arriba? ¿Dónde está el mapa?
Flint se paró en un peldaño, se giró y alzó un puño.
—Si vuelves a hacerme otra pregunta, te... ¡Te amordazo con tu propia jupak!
A continuación reanudó el ascenso por la escalera; ahogó un gemido al tiempo que lo hacía. Era muy empinada y, como le había recordado Raistlin, ya no era un enano joven.
Tas le iba pisando los talones y se preguntaba cómo lo podían amordazar a uno con una jupak. Tenía que acordarse de preguntárselo después.
Llegaron al punto donde había estado el pasadizo secreto, pero ahora ya no había nada allí. Los peldaños tras los que había estado oculto se habían colocado en su sitio y, por más que lo intentó, Flint fue incapaz de volver a retirarlos. Se preguntó cómo habría encontrado Arman el pasadizo. El enano anciano que decía ser Kharas probablemente tenía algo que ver en ello. Encorajinado y farfullando entre dientes, Flint subió la escalera hasta el final.
Una vez allí, consultó el mapa. Había llegado al segundo nivel de la tumba. Allí había galerías, antesalas, el Paseo de los Nobles y un salón de banquetes.
—Los thanes tendrían que haber asistido a un gran banquete en honor al rey fallecido —murmuró Flint—. Al menos, ésa era la intención de Duncan, sólo que el banquete de su funeral nunca se celebró. Los thanes peleaban por la corona y Kharas fue el único asistente al funeral. —El enano echó un vistazo a la oscuridad y añadió en tono sombrío—: Y quienquiera que levantara en el aire la tumba y la dejara flotando entre las nubes.
—Pues si no celebraron el banquete, a lo mejor queda algo de comida —comentó Tas—. Me muero de hambre. ¿Por dónde está el salón de banquetes? ¿Por aquí?
Antes de que Flint tuviese tiempo de contestar, el kender salió corriendo por el corredor.
—¡Espera! ¡Tas! ¡Cabeza de chorlito! ¡Que te llevas el farol! —gritó Flint a la penumbra envuelta en niebla, pero el kender había desaparecido.
Con un suspiro, el viejo enano fue tras él pisando con fuerza en el suelo.
—¡Qué rabia! —exclamó Tas al ver que en la mesa de banquetes no había nada excepto una gruesa capa de polvo—. No queda nada. Supongo que los ratones se lo comerían o tal vez se lo zampó Kharas. En fin. De todos modos, al cabo de trescientos años no creo que la comida supiera muy bien.
Tas deseó de nuevo haber llevado consigo sus saquillos. Por lo general siempre encontraba en ellos algo que le servía de tentempié, como una empanada de carne, pastelillos o uvas que no estaban tan mal una vez que uno les quitaba las pelusillas pegadas. Sin embargo, pensar en comida le daba más hambre, así que apartó esa idea de su mente.
La mesa de banquetes no tenía nada interesante. Tas paseó alrededor por si habían quedado algunas miguitas de algo. Oyó a Flint chillar a los lejos.
—¡Estoy aquí, en el salón de banquetes! —respondió a voces—. ¡No hay comida, así que no hace falta que corras!
Eso provocó más gritos del enano, pero Tas no entendió lo que su amigo decía. Algo sobre Arman.
—Supongo que lo está buscando —musitó el kender, así que gritó el nombre del enano joven un par de veces, para llamarlo, aunque sin mucho entusiasmo. Se asomó debajo de la mesa y curioseó en uno o dos rincones.
No encontró a Arman, pero sí halló algo y eso era mucho más interesante que un arrogante enano joven que siempre pronunciaba la palabra «kender» como si hubiese mordido un higo pocho. En un rincón de la sala había una silla y al lado de la silla, una mesa. En la mesa había un libro, pluma y tinta, así como unos anteojos.
Tas sostuvo el farol cerca del libro y vio que tenía garabatos en la portada. Imaginó que era otra cosa escrita en el idioma enano. Entonces se le ocurrió que quizás eran signos de la escritura de la magia y que el libro fuera de hechizos, como los que Raistlin guardaba y que nunca le dejaba echar ni una pequeña ojeada, por mucho que le hubiese prometido que sería muy, muy, muy cuidadoso y que no arrugaría las páginas ni derramaría té en ellas. En cuanto a los anteojos, eran de aspecto corriente o lo habrían sido salvo por el hecho de que las lentes, en lugar de ser transparentes como las de todos los anteojos que había visto en su vida, eran de un color rojo rubí.
El kender estaba indeciso y no sabía por qué inclinarse, si por el libro —se detuvo cuando iba a cogerlo— o por los anteojos; la mano se le fue hacia ellos, pero después volvió hacia el libro. Por fin se le ocurrió que podría tener las dos cosas si se ponía los anteojos y miraba el libro con ellos.
Tomó los anteojos y se los enganchó en las orejas; al ponérselos, notó que parecían hechos justo a su medida. Casi todos lo que había tenido puestos eran demasiado grandes y se le resbalaban por la nariz, pero éstos le quedaban bien encajados. Complacido, el kender miró por las lentes y vio que los cristales carmesí hacían la niebla de tinte rojizo aún más roja que antes. Aparte de eso, los anteojos no hacían nada fuera de lo normal. No le hacían ver borroso, como pasaba con los otros que se había probado. Pensando que éstos no servían para gran cosa, Tas tomó el libro y escrutó el título.
—
La historia de Duncan, Rey Supremo de Thorbardin, con narraciones completas de las Batallas de los Ogros, la Guerra de Dwarfgate y las ulteriores ramificaciones trágicas conducentes al malestar social.
¡Uf! —resopló Tas e hizo una pausa para que la lengua le volviera a su posición normal, ya que se le había enredado con esa última parte.
Flint apareció atisbando entre la niebla.
—Tasslehoff, cabeza hueca, ¿dónde demonios te has metido?
Tas se quitó bruscamente los anteojos y se los guardó en un bolsillo. Los había hallado abandonados en un rincón, lo que los convertía en un blanco legítimo, pero no estaba seguro de que Flint lo entendiera así y no quería perder tiempo en discusiones.
—Estoy aquí —llamó.
—¿Haciendo qué? —demandó el enano y al ver la luz avanzó hacia él.
—Nada —contestó Tas, dolido—. Sólo echaba un vistazo a este viejo libro. Sé leer enano, Flint. No sé hablarlo ni entenderlo, pero sé leerlo. ¿No te parece interesante?
Flint apartó el farol y miró el libro.
—Eso no es enano, majadero. No sé qué es. ¿Alguna señal de Arman?
—¿Quién? ¡Ah, él! No, pero echa un vistazo a este libro. Es sobre el rey Duncan. Eso dice el título, además de un montón de cosas más sobre ramas de no sé qué y molestia social.
Dejó de hablar porque de repente ya no podía leer el título. Las palabras volvían a ser garabatos, espirales, puntos, guiones y floreos. Cuando había mirado con los anteojos eran palabras. Cuando lo miraba ahora, con los anteojos metidos en el bolsillo, ya no lo eran. Tas tuvo la impresión de saber lo que pasaba.
Miró de soslayo a Flint para comprobar si lo observaba. El enano llamó otra vez a Arman, pero sin tener respuesta.
—Esto no me gusta —rezongó Flint.
—Si anda por ahí buscando el Mazo no es probable que quiera decirnos dónde está, ¿verdad? —hizo notar Tasslehoff—. Quiere ganarnos.
Flint gruñó y se frotó la nariz y después volvió a rezongar mientras sacaba el mapa. Sosteniéndolo en la mano se acercó a una pared, la observó fijamente y luego le dio golpecitos con la punta del dedo. Miró el mapa y después miró de nuevo la pared, fruncido el entrecejo.
—Aquí tiene que haber una puerta oculta en algún sitio. —Se puso a dar golpes en la pared con el martillo—. Según el mapa, el Paseo de los Nobles está al otro lado, pero no se me ocurre cómo llegar allí.
Tas sacó los anteojos del bolsillo, se los puso delante de los ojos y miró el libro. En efecto, las «ramificaciones» y las «ulteriores» volvieron a aparecer. Tas observó a Flint a través de los anteojos para ver si con ellos veía diferente a su amigo.
Flint tenía el mismo aspecto, con gran desencanto de Tas. La pared, sin embargo, había cambiado mucho. De hecho, ni siquiera era una pared.
—No hay pared, Flint —le dijo Tas—. Sigue andando y entrarás en un vestíbulo oscuro con estatuas colocadas en fila.
—¿Qué quieres decir con que no hay pared? ¡Pues claro que la hay! ¡Mírala!
Mientras Flint se volvía hacia él, iracundo, Tas se quitó los anteojos y los escondió a la espalda. Aquello era lo más divertido que había visto hacía mucho tiempo. La pared volvía a estar allí. Una sólida pared de piedra.
—¡Anda! —exclamó el kender, asombrado.
—Deja de perder tiempo y ven a ayudarme a buscar la puerta secreta —lo regañó Flint—. Al otro lado de esta pared está el paseo. ¡Hay que recorrerlo, subir una escalera y luego subir otra y estaremos en la entrada de la Cámara del Rubí, con el Mazo! —Se frotó las manos—. Estamos cerca. ¡Muy cerca! ¡Sólo tenemos que encontrar la forma de pasar por esta condenada pared!
Empezó a golpear de nuevo la pared de piedra. Tas alzó los anteojos, echó otro vistazo y luego, escondiéndolos en el bolsillo, echó a andar hacia la pared con los ojos cerrados —por si acaso los anteojos se equivocaban y se aplastaba la nariz— y fue directamente hacia la piedra.
Oyó a Flint bramar y después oyó que el bramido se quedaba atascado en la tráquea del enano de forma que se transformó en un ruido estrangulado, tras lo cual Flint empezó a gritar.
—¡Tas! ¡Cabeza hueca! ¿Dónde te has metido?
El kender giró sobre sus talones. Veía a Flint con toda claridad, pero al parecer el enano no lo veía a él, porque Flint corría de un lado a otro por delante de la pared de piedra que no estaba allí.
—Estoy al otro lado —llamó Tas—. Te lo dije. No hay pared. Sólo parece que la hay. ¡Se puede pasar a través de ella!
Flint vaciló, titubeó un poco y después metió el martillo en el correaje de la espalda y soltó el farol en el suelo. Tapándose los ojos con una mano y extendiendo la otra ante sí, echó a andar despacio y con cautela.
No pasó nada. Flint apartó la mano de los ojos y se encontró, como Tas había dicho, en un vestíbulo largo y oscuro bordeado por estatuas de enanos, cada cual situada en su propio nicho.
—Se te olvidó el farol —dijo Tas y regresó para recogerlo.
—¿Cómo supiste que no era real? —Flint miraba al kender asombrado.
—Estaba marcado en el mapa —contestó el kender, que le tendió el farol—. ¿Dónde lleva este corredor?
—No, no lo está —dijo Flint, que examinaba el mapa.
—¡Bah! ¿Qué sabrás tú de mapas? El experto soy yo. ¿Vamos a ir por este corredor o no?
Flint miró el mapa una vez más y se rascó la cabeza. Alzó la vista hacia la pared que no estaba allí y después clavó los ojos en el kender. Tas le sonreía de oreja a oreja. Flint frunció el entrecejo y luego echó a andar corredor adelante al tiempo que enfocaba las estatuas con la luz del farol; mascullaba entre dientes, algo que solía hacer con frecuencia cuando tenía cerca al kender.
Tasslehoff metió la mano en el bolsillo, dio palmaditas a los anteojos y suspiró, dichoso. ¡Eran mágicos! Ni siquiera Raistlin tenía unos anteojos tan maravillosos como ésos.
Tas tenía intención de conservarlos para siempre jamás o, al menos, durante las dos semanas siguientes que, para un kender, eran términos que más o menos significaban lo mismo.
Mientras Flint recorría el paseo y dirigía la luz del farol a uno y otro lado se olvidó de Tasslehoff y del misterio de la pared de piedra que se esfumaba. Podía decirse que el Mazo ya era suyo.
En cada nicho ante el que pasaba había una estatua de un guerrero enano vestido con la armadura de los tiempos del rey Duncan. Mientras avanzaba entre las dos largas hileras, Flint se imaginaba a sí mismo rodeado de una guardia de honor de soldados enanos ataviados con las galas ceremoniales y reunidos para rendirle homenaje. Podía oír sus aclamaciones: ¡Flint Fireforge, el Descubridor del Mazo! ¡Flint Fireforge, el Unificador! ¡Flint Fireforge, el Portador de la Dragonlance! ¡Flint Fireforge, el Rey Supremo!
No. Flint decidió que no quería ser Rey Supremo. Ser rey significaba tener que vivir bajo la montaña y a él le gustaban demasiado el aire fresco, el cielo azul y el sol para renunciar a ellos. Pero los otros títulos le sonaban muy bien, sobre todo el de Portador de la Dragonlance. Llegó al final de las hileras de soldados enanos y allí estaba Sturm, espléndido con su armadura, saludándolo. Junto a él, Caramon, con aspecto muy solemne, y Raistlin, humilde y deferente en presencia del gran enano.
Laurana también se encontraba allí, le sonreía y le daba un beso. Y estaban Tika y Otik, que le prometía el suministro de cerveza gratis de por vida si honraba su posada con su presencia. Tasslehoff apareció de repente a su lado, sonriente y saludando con la mano, pero Flint hizo que desapareciera. Nada de kenders en su sueño. Pasó ante Hornfel, que le hizo una profunda reverencia, y llegó ante Tanis, que miraba a su amigo con orgullo. Y allí, al final de la fila, se hallaba el enano vestido con ropas ostentosas de su sueño. El enano le guiñó un ojo.
—No queda mucho tiempo... —dijo Reorx.
Flint se quedó helado. Se paró y se limpió el sudor frío de la frente.
—Me está bien empleado. ¿A quién se le ocurre soñar despierto cuando debería estar ojo avizor a un posible peligro? —Giró sobre sus talones y llamó a voces al kender—. ¡A ver qué diantre haces, pensando en las musarañas cuando estamos en una misión importante!
—No estoy pensando en las musarañas —protestó Tas—. Estoy buscando a Arman, pero no creo que esté aquí. Habríamos visto sus huellas en el polvo. Probablemente no sabía que la pared no era una pared.
—Seguramente —convino Flint con un atisbo de mala conciencia. En su sueño de gloria se había olvidado por completo del joven enano.
—¿Quieres que demos la vuelta y regresemos allí? —preguntó Tas.
La hilera de estatuas acabó. Un corredor corto se bifurcaba a la izquierda del paseo. Según el mapa, ese corredor llevaba a un tramo de escalera que conducía al segundo tramo de escalera. Escaleras ocultas. Escaleras secretas. El joven Arman nunca las encontraría. Podría llegar a la Torre Rubí sin subir esas escaleras, pero la ruta era más larga y más complicada. A no ser, claro, que el enano que afirmaba ser Kharas le enseñara el camino.
—Antes encontraremos el Mazo —decidió Flint—. Después de todo, ya hemos llegado hasta aquí y nos hallamos cerca de donde debe de estar, según el mapa. Una vez que tengamos el Mazo a buen recaudo, entonces buscaremos a Arman.