Echó a andar a buen paso por el corredor, con el kender pegado a los talones, y allí estaba la escalera. Flint empezó a subirla y de nuevo los dolores en los músculos de las piernas reaparecieron, así como la falta de resuello. Se distrajo intentando decidir qué iba a hacer con el Mazo cuando lo encontrara.
Sabía lo que Sturm y Raistlin querían que hiciera. Sabía lo que Tanis quería que hiciera. Lo que no sabía era qué quería hacer él, Flint, aunque el anciano enano que decía llamarse Kharas casi había dado en el clavo.
Darles una lección. Sí, eso sonaba muy bien, pero que muy bien. Daría una lección a los enanos, a Sturm, a Raistlin... A todos.
Llegó al final del primer tramo de escalera y se encontró en una cámara muy pequeña, muy oscura y muy vacía. Flint alzó el farol y dirigió la luz a lo largo de la pared hasta dar con una angosta arcada que estaba señalada en el mapa. Se asomó, con el farol en alto.
Tasslehoff, que también se había asomado a echar una ojeada, soltó un gran suspiro.
—Más escaleras. Estoy cansado ya de escaleras. ¿Tú no, Flint? Cuando construyan mi tumba espero que la hagan toda en un único nivel y así no tendré que subir y bajar todo el tiempo.
—¡Tu tumba! —resopló Flint con sorna—. ¡Como si alguien fuese a construir una tumba para ti! Lo más probable es que acabes en la panza de un hobgoblin. Además, si estás muerto no subirás ni bajarás nada.
—A lo mejor sí —dijo Tas—. No pienso quedarme muerto. Eso es aburrido. Mi intención es volver como un muerto viviente o como un espectro o como un alma en vena.
—En pena —lo corrigió Flint.
Estaba aplazando el terrible momento de tener que obligar a sus doloridas piernas a subir la siguiente escalera, que, según el mapa, era unas tres veces más larga que cualquiera de las que ya habían subido.
—A lo mejor ni siquiera me muero —dijo Tasslehoff, que seguía dándole vueltas al asunto—. A lo mejor todo el mundo cree que estoy muerto, pero no lo estaré, no realmente, y volveré y les daré a todos una gran sorpresa. ¿A que tú te sorprenderías, Flint?
Decidiendo que el tormento de subir escalones no era ni de cerca tan malo como el tormento de escuchar el parloteo del kender, Flint suspiró, apretó los dientes y, una vez más, empezó a subir.
Prisioneros de los theiwars
Tanis previene a los thanes
Riverwind recobró el conocimiento cuando el agua fría le cayó en la cara. Escupió, jadeó y después gimió al sentir el dolor retorciéndose en su interior. Al abrir los ojos y encontrarse rodeado de enemigos, apretó los dientes y contuvo el quejido porque no quería que supieran lo mucho que sufría.
Una luz intensa parecía atravesarle el cráneo. Deseaba cerrar los ojos de nuevo, pero tenía que descubrir qué pasaba y por ello se obligó a mirar.
Se hallaba en una gran cámara con las paredes de piedra jalonadas de columnas y apariencia de ser una sala de asambleas, ya que había nueve sillones grandes, con aspecto de tronos, situados en un semicírculo encima del estrado donde estaba tendido él en el suelo, atado de pies y manos.
Tenía cerca a varios enanos que discutían a gritos con sus voces profundas. Riverwind reconoció a uno de ellos: el delgado redrojo que llevaba yelmo con una visera de cristal ahumado y que era el que hablaba más. Había sido él quien le había hecho las preguntas, las mismas una y otra vez. Luego, cada vez que no obtenía las respuestas que quería, había ordenado a los otros que el dolor volviera de nuevo.
Oyó otro gemido y desvió la vista de los enanos. Gilthanas yacía a su lado. Riverwind se preguntó si tendría tan mal aspecto como el elfo. De ser así, debía de estar a un paso de la muerte.
La cara de Gilthanas tenía restregones de sangre a causa de los cortes en la frente y en un labio. Uno de los ojos estaba cerrado por la hinchazón, en la mandíbula tenía un bulto y una contusión enorme a un lado de la cara. La ropa estaba desgarrada y en la piel se veían quemaduras y ampollas allí donde le habían aplicado hierros candentes en la carne.
Al elfo lo habían tratado peor que a los humanos. Riverwind tenía la impresión de que los repugnantes enanos habían atormentado a Gilthanas más por simple diversión que por sacarle información. Un gully de ostentosa apariencia le echó agua fría a Gilthanas en la cara y le dio cachetes solícitos en la mejilla, pero el elfo siguió inconsciente.
Riverwind se tumbó de espaldas y se maldijo. Había tomado precauciones. Sus hombres y él —seis en total— habían entrado por la puerta armados y alertas, escudriñando en derredor con atención para tratar de determinar si aquélla era, en verdad, la legendaria puerta de Thorbardin. Sus guerreros y él no vieron llegar el ataque en ningún momento. Los draconianos habían salido de las sombras y los habían desarmado y reducido rápida y eficazmente.
De lo siguiente que tuvo conciencia fue despertar en la profunda oscuridad de una mazmorra con un enano peludo y de aliento apestoso inclinado sobre él y preguntándole en Común cuántos hombres había en el ejército, dónde se escondían y cuándo se proponían invadir Thorbardin.
Riverwind había repetido una y otra vez que no había ningún ejército, que no tenían planeada ninguna invasión. El enano le dijo que lo demostrara, que le dijera dónde estaba escondida la gente para así verlo con sus propios ojos. Riverwind se dio cuenta de la intención de esa táctica y le dijo al repulsivo redrojo que se arrojara por un precipicio. Entonces intentaron hacerle hablar con golpes y patadas hasta que perdió el sentido; cuando lo hicieron volver en sí le metieron un saco por la cabeza y se lo llevaron. Primero habían ido en una vagoneta, a continuación en algún tipo de embarcación y luego se había desmayado otra vez para despertarse donde estaban ahora. Se preguntó cómo les habría ido a sus compañeros. Había oído sus gritos y sus gemidos y comprendió, con orgullo, que los otros cuatro Hombres de las Llanuras tampoco les habían dado a los enanos las respuestas que querían oír.
Se le empezaba a despejar la cabeza y decidió que no estaba dispuesto a yacer a los pies de esos enanos como un delincuente.
«Paladine, dame fuerzas»,
rogó y, apretando los dientes, se esforzó para ponerse sentado.
El enano delgaducho le dijo algo y le asestó una patada en el costado. Riverwind ahogó un quejido, pero se negó a echarse al suelo. Otro enano, éste alto y con canas en la barba, dijo algo en tono furioso al enano del yelmo. Riverwind observó con atención a ese enano. Tenía un porte noble y un semblante orgulloso y, aunque no lo miraba con afabilidad, parecía estar indignado por la penosa condición de los prisioneros.
Ese enano bramó una orden y llamó a uno de los guardias. El guardia salió de la sala y volvió poco después con una jarra llena de un líquido maloliente. Se la puso en los labios a Riverwind y éste miró al enano de noble apariencia. El enano asintió con un cabeceo que transmitía seguridad.
—Bebe —dijo en Común—. No te hará ningún mal. —Para demostrarlo, echó un trago él.
Riverwind sorbió y al instante se ponía a toser a medida que el abrasador líquido le bajaba por la garganta. Un agradable calor se propagó por su cuerpo
y
lo hizo sentirse mejor. El dolor martilleante cesó. Sin embargo, cuando se le ofreció otro trago Riverwind lo rechazó sacudiendo la cabeza.
El enano de noble porte no perdió tiempo con cumplidos.
—Me llamo Hornfel —se presentó—. Soy el thane de los hylars. Este es Realgar, thane de los theiwars, el enano que os ha hecho prisioneros a ti y a los otros. Afirma que habéis llegado hasta aquí con un ejército de humanos y elfos preparados para invadirnos. ¿Es eso cierto?
—No, no lo es —contestó Riverwind, que habló despacio porque tenía los labios hinchados.
—¡Miente! —gruñó Realgar—. ¡Admitió que era cierto ante mí hace menos de una hora!
—Mentira —aseguró Riverwind, que clavó en el theiwar una mirada funesta—. Soy cabecilla de un grupo de refugiados, antiguos esclavos del perverso Señor del Dragón Verminaard, de Pax Tharkas. Hay mujeres y niños con nosotros. Nos habíamos refugiado en un valle situado no muy lejos de aquí, pero entonces los dragones y los hombres-dragón nos atacaron y nos vimos obligados a huir.
Observaba la expresión del thane y, cuando habló de dragones y hombres-dragón, vio que el rostro de Hornfel se endurecía, incrédulo.
—Ya hemos oído esas mentiras antes, Hornfel —intervino Realgar—. Es el mismo cuento que nos contaron los otros Altos.
Riverwind alzó la cara. Otros Altos. Eso sólo podía significar que se refería a sus amigos. Se preguntó dónde estarían, si se encontrarían a salvo y qué estaba ocurriendo allí. Tuvo las preguntas en la punta de la lengua, pero no las planteó. Se enteraría de más cosas sobre esos enanos antes de hablar de algo que no conviniera sacar a relucir.
No obstante, los enanos continuaron discutiendo entre ellos y Riverwind no entendió una sola palabra. Tenía la impresión de que el enano llamado Hornfel no confiaba en el que se llamaba Realgar ni le caía bien. Por desgracia, Hornfel tampoco se fiaba de él. Había otro thane que parecía estar de parte de Realgar y otro que apoyaba a Hornfel. Los demás parecían tener problemas para decidirse.
Gilthanas rebulló entre gemidos, pero los enanos no le prestaron atención y Riverwind no podía hacer nada para ayudar al elfo. No podía ayudar a nadie. Así pues, siguió sentado, observando y esperando.
* * *
Tanis no tuvo ningún problema en conseguir que lo arrestaran, si bien lo primero que tuvo que hacer fue liberarlos para que pudieran prenderlo. Caminaba calle adelante, cerca de la posada, cuando se topó con dos guardias hylars atados de pies y manos y con mordazas. Les cortó las ataduras y los ayudó a levantarse, y después les dijo que necesitaba hablar con Hornfel de un asunto de suma importancia. Los enanos estaban furiosos, pero no con Tanis. Ellos también querían hablar con el thane y, tras una corta deliberación, decidieron llevar a Tanis con ellos.
Los guardias enanos lo apremiaron a subir a uno de los elevadores. Otros enanos lo miraban fijamente, ceñudos, y varios alzaron la voz para preguntar qué pasaba. Los guardias no tenían ni tiempo ni ganas de contestar. Lo mantuvieron sujeto, a pesar de que él les aseguró que no intentaría escapar, que quería ver a Hornfel. Cuando el elevador se detuvo, los guardias se pararon para preguntar a otros guardias dónde se encontraba Hornfel.
—En la Sala de los Thanes —fue la respuesta.
Tanis no estaba de muy buen humor. Había dormido poco y no había comido nada. Se sentía indignado por el atentado contra sus vidas y estaba muy preocupado por Flint y por Tas, sabiendo como sabía que había draconianos en Thorbardin. Entró en la Sala de los Thanes decidido a hacer entender a Hornfel el peligro que corría. Planeaba hablar en primer lugar y dar tiempo a los thanes para asimilar sus palabras. Cuando sus amigos llegaran con el prisionero draconiano, usaría a la criatura para recalcar sus argumentos. Demandaría que les dieran permiso a sus amigos y a él para buscar a Flint y a Tas en el Valle de los Thanes. Tanis estaba convencido de que a Flint lo habían engatusado —o lo iban a engatusar— para conducirlo a algún tipo de trampa.
Tenía esas palabras en la mente y en la lengua cuando, al entrar en la Sala de los Thanes, se las borraron de golpe la sorpresa y la consternación al ver a Riverwind atado, magullado y ensangrentado y a Gilthanas casi inconsciente.
El semielfo se detuvo y miró a sus amigos de hito en hito. Los thanes dejaron de hablar y lo miraron a él con fijeza. El más estupefacto fue Realgar, al estar convencido de que Tanis y los demás habían muerto. El thane theiwar previó que se avecinaban problemas, pero no sabía cómo combatirlos pues ignoraba qué era lo que había salido mal.
Tanis intentó hablar, pero los guardias se lanzaron a presentar sus quejas. Hornfel pidió, severo, una explicación de por qué el prisionero estaba suelto. Los guardias respondieron al tiempo que señalaban a Realgar con gestos furiosos, mientras los otros thanes contribuían a aumentar la confusión al exigir a voces saber qué pasaba.
El semielfo se dio cuenta de que, por el momento, sus guardias lo defendían mejor de lo que habría podido hacer él, así que se dirigió presuroso hacia Riverwind, que estaba sentado y apoyado en una columna. A su lado, Gilthanas yacía tendido en el suelo, más muerto que vivo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién os hizo esto?
—Hubo una emboscada —contestó Riverwind con un gesto de dolor y la respiración entrecortada—. Draconianos. Nos esperaban en la puerta. No te preocupes. Los refugiados están ocultos, a salvo. Dejé a Elistan a cargo.
—Chist, no hables. Yo resolveré esto.
Riverwind lo asió con una mano ensangrentada.
—Ese enano, el del yelmo, intentó hacernos admitir que habíamos venido a invadirlos... —Riverwind se hundió hacia atrás, jadeante. El sudor le perlaba la frente y le corría por la cara.
Tanis le puso los dedos en el cuello a Gilthanas para buscar el pulso. El elfo necesitaba cuidados urgentes.
Hornfel se las arregló para acallar a los otros thanes y lograr cierta apariencia de orden. Los guardias enanos empezaron su informe con la noticia de que el kender se había escapado y los había dejado inconscientes (pasaron sobre eso muy de prisa) y después, con creciente ira, explicaron que acababan de recobrar el sentido cuando los atacaron cuatro theiwars. De lo siguiente que tuvieron conciencia fue de que el Alto (señalaron a Tanis) les cortaba las ataduras e insistía en que quería ver a Hornfel.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Hornfel con una mirada fulminante a Realgar.
—Yo te lo contaré, thane —intervino el semielfo mientras se incorporaba—. Los theiwars querían quitar de en medio a nuestros guardias para poder envenenarnos.
—Eso es mentira —gruñó Realgar—. Si alguien intentó envenenaros, humano, no hemos sido mi gente y yo. En cuanto a esos guardias, mis hombres los sorprendieron borrachos en plena guardia y decidieron darles una lección.
Los guardias negaron la acusación con vehemencia. Uno saltó hacia Realgar y su compañero tuvo que sujetarlo y tirar de él hacia atrás.
—Tenemos pruebas que demuestran que lo que digo es cierto —afirmó Tanis—. Tenemos los hongos venenosos y los cuerpos de dos theiwars que entraron a la posada para regodearse con lo que habían hecho y saquear nuestros cadáveres. Y tenemos más pruebas sobre un asunto mucho más grave que atentar contra nuestra vida, grandes thanes.