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Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda

El milagro más grande del mundo (3 page)

BOOK: El milagro más grande del mundo
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No supe qué decir o cómo responder. Permanecí sentado, observándolo, hasta que rompió el silencio.

—¿Acepta usted la posibilidad de que los individuos realicen tal milagro con sus propias vidas, señor Og?

—Sí, por supuesto.

—¿Alguna vez escribió sobre dichos milagros en sus libros?

—Algunas veces.

—Me gustaría leer lo que ha escrito.

—Le traeré una copia de mi primer libro.

—¿Hay milagros en él?

—Sí, varios.

—¿Sintió la mano de Dios sobre la suya cuando lo escribió?

—No lo sé, Simon. No lo creo.

—Posiblemente yo pueda decírselo después de leerlo, señor Og.

Después de esta conversación permanecimos sentados en el silencio, interrumpido sólo por el rumor de un camión o autobús ocasional que pasaba por la avenida Devon. Bebí el jerez y me sentí tan descansado y en paz con el mundo como no lo había estado en muchos meses. Finalmente deposité mi copa en la pequeña mesa pulida que estaba junto a mi silla y me encontré a mí mismo observando dos pequeñas fotografías; cada una tenía un marco de bronce. Una era de una encantadora mujer morena y la otra de un chico rubio en uniforme militar. Miré a Simon y comprendió mi silenciosa pregunta.

—Mi esposa. Mi hijo.

Asentí. Su voz, ahora tan suave que casi no le escuchaba, parecía flotar a través de la habitación hasta donde me encontraba.

—Los dos han muerto.

Cerré los ojos y asentí nuevamente. Sus siguientes palabras apenas fueron un susurro.

—Dachau, mil novecientos treinta y nueve.

Cuando abrí los ojos, el viejo tenía la cabeza inclinada y las dos enormes manos detenían con fuerza la frente. Después, como avergonzado de haber expuesto momentáneamente su tristeza frente a un extraño, se enderezó y forzó una sonrisa.

Cambié la conversación.

—¿Qué hace usted, Simon? ¿Tiene un empleo?

El viejo vaciló unos segundos. Después, volvió a sonreír, abrió las manos con un ademán retraído y dijo:

—Soy trapero, señor Og.

—Creía que los traperos habían desaparecido junto con los comedores de beneficencia y las marchas de hambre de la década de mil novecientos treinta.

Simon se levantó, caminó hacia mí, puso su mano sobre mi hombro y lo apretó cariñosamente.

—Por definición, señor Og, un trapero es alguien que recoge trapos y otros materiales de desperdicio de las calles y basureros para ganarse la vida. Me imagino que esa clase de traperos casi ha desaparecido de la escena norteamericana durante estos años de empleo, pero podríamos verlos nuevamente si cambiaran las condiciones.

—Lo dudo. Nuestro porcentaje de crímenes parece decirnos que hemos descubierto formas más rápidas y fáciles de echarle el guante a un dólar… como los asaltos, los robos y las raterías.

—Me temo que lo que usted dice es verdad, señor Og. En estos días en que los precios del papel y los metales se elevan desmesuradamente, me imagino que un trapero o un basurero puede subsistir. Sin embargo, yo no soy ese tipo de trapero. Busco materiales más valiosos que viejos periódicos y botes de aluminio de cerveza. Busco los desperdicios de tipo humano, personas que han sido abandonadas por otras o por sí mismas, individuos que todavía poseen grandes potenciales pero han perdido su dignidad o el deseo de una vida mejor. Cuando les encuentro trato de cambiar sus vidas por una mejor, darles un nuevo sentido de esperanza y dirección, y ayudarles a regresar de su muerte viviente… lo cual es para mí el milagro más grande del mundo. Y, por supuesto, la sabiduría que he recibido de los libros de «la mano de Dios» me ha ayudado grandemente en mi, digamos, profesión.

»Vea esta cruz de madera que uso con frecuencia. Fue tallada por un joven que una vez fue encargado del embarco de mercancía. Me topé con él una noche en la avenida Wilson… o más bien diría que él se topó conmigo. Estaba ebrio. Le traje aquí. Después de varias tazas de café negro, una ducha helada y algo de comida, platicamos. Era realmente un alma perdida, casi hundida por su incapacidad de mantener adecuadamente a su esposa y a sus dos hijos. Había estado trabajando en dos empleos, más de diecisiete horas diarias, durante casi tres años y había llegado al límite.

»Había empezado a refugiarse en la bebida cuando le encontré… tratando de no enfrentarse con su muerte viviente y con una conciencia que le decía que no era digno de su joven y maravillosa familia. Me las arreglé para convencerle de que su situación era común y estaba muy lejos de ser desesperante, y empezó a visitarme casi a diario, antes de ir a su trabajo nocturno. Juntos descubrimos y discutimos muchos de los antiguos y modernos, secretos de la felicidad y del éxito. Creo que analizamos a todos los sabios, desde Salomón a Emerson y a Gibrán. Y él escuchaba cuidadosamente.

—¿Qué sucedió con él?

—Cuando tuvo ahorrados mil dólares renunció a ambos empleos, metió a su familia dentro de su viejo Plymouth y se fue hacia Arizona. Ahora tienen una tienda a la vera del camino, a las afueras de Scottsdale, y está empezando a ganar mucho dinero con sus artesanías de madera. De cuando en cuando me escribe, siempre agradeciéndome por haberle dado el valor que necesitaba para cambiar de vida. Actualmente es un hombre feliz y satisfecho… no rico, pero sí más contento. Vea, señor Og, la mayoría de nosotros construimos prisiones para nosotros mismos y después de vivir ahí por algún tiempo nos acostumbramos a sus paredes y aceptamos la premisa falsa de que estamos encarcelados para siempre. Tan pronto como esta creencia se posesiona de nosotros, abandonamos la esperanza de hacer algo más con nuestras vidas o de alguna vez darle la oportunidad de lograr nuestras ilusiones. Nos convertimos en muñecos y empezamos a sufrir una muerte viviente. Puede ser loable y noble sacrificar su vida por una causa o un negocio o la felicidad de otros, pero si se es miserable y vacío en esa forma de vida, a sabiendas, entonces permanecer así es una hipocresía, una mentira y un rechazo de la fe puesta en uno por su creador.

—Simon, discúlpeme, pero ¿nunca se le ha ocurrido que posiblemente no debería intervenir en la vida de las personas o que no tiene derecho de hacerlo? Después de todo, ellos no lo buscan. Usted debe encontrarlos y convencerlos de que pueden tener una nueva vida si están deseosos de intentarlo. ¿No está tratando de jugar a ser Dios?

Las facciones del viejo se suavizaron con una mirada de simpatía y compasión por mí aparente falta de percepción y entendimiento. Su respuesta fue breve… y clemente.

—Señor Og, no estoy jugando a ser Dios. Lo que usted aprenderá, más tarde o más temprano, es que Dios juega con frecuencia a ser hombre. Dios no hará nada sin el hombre y siempre que hace un milagro lo hace a través del hombre.

Se levantó como si quisiera terminar abruptamente mi visita, una técnica que yo uso con frecuencia en la oficina si lo que más me conviene es terminar una entrevista.

Le estreché la mano y me encaminé hacia el corredor.

—Gracias por la hospitalidad y el jerez.

—Fue un placer, señor Og. Y, por favor, tráigame una copia de su libro en cuanto pueda.

Durante el largo viaje hasta mi casa una pregunta siguió martillando en mis pensamientos. Si ese viejo trapero se especializaba en rescatar los desperdicios humanos, ¿por qué perdía su tiempo conmigo, presidente de una exitosa y rica compañía que se encontraba entre los del cincuenta por ciento de impuestos y que acababa de escribir un best seller?

CAPÍTULO 3

Varios días después, cuando estaba sacando mi auto del estacionamiento, oí mi nombre pronunciado en un volumen sólo ligeramente más bajo en decibelios que el sistema de dirección pública del Wrigley Field. Miré a mí alrededor, pero no pude encontrarlo.

—Señor Og, señor Og… ¡aquí arriba!

Simon estaba inclinado hacia afuera de la ventana del departamento del segundo piso, sobre una maceta llena de plantas, sacudiendo una pequeña regadera azul de plantas para atraer mi atención.

Lo saludé.

—Señor Og, señor Og… su libro, su libro. No olvide que lo prometió.

Incliné la cabeza en señal de aprobación.

Señaló hacia su apartamento.

—Esta noche… ¿antes de irse a casa?

Asentí nuevamente.

Sonrió y gritó:

—Tendré listo su jerez.

Hice con la mano una señal de aprobación, cerré el auto y me dirigí hacia los problemas del día.

—Simon Potter, ¿quién eres tú?

—Simon Potter, ¿qué eres tú?

—Simon Potter, ¿por qué eres tú?

Me encontré a mi mismo repitiendo silenciosamente estas tres preguntas como si se tratara de una de aquellas tonadillas de mi juventud, al mismo tiempo que me dirigía hacia la oficina.

Había sido incapaz de dominar mis sentimientos sobre el viejo y esto me incomodaba. Ejercía una especie de fascinación sobre mí… y, por alguna razón inexplicable, me aterraba. Tanto su apariencia como su comportamiento llenaban mis nociones preconcebidas de cómo debieron ser los profetas y místicos bíblicos, y pensaba en él en los momentos más extraños, a la mitad de una reunión en la que se hablaba sobre el presupuesto, al leer la presentación de un artículo, cuando leía la crítica de un libro. Su cara, su voz, su forma carismática se introducían en lo que estaba pensando y absorbían momentáneamente mi concentración. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía este Isaías de la actualidad en mi vida? Posiblemente obtendría algunas respuestas esta noche. Así lo esperaba para mi tranquilidad mental.

A media tarde le pedí a Pat Smith, mi secretaria, que encargara una copia de mi libro,
El vendedor más grande del mundo
, al departamento de inventario. Se detuvo en la puerta de mi oficina después de dejar el libro en mis manos.

—¿Se le ofrece algo más, Og?

—No, gracias Pat, hasta mañana. Buenas noches.

—Buenas noches… no olvide desconectar la cafetera.

—No lo haré.

—Dijo lo mismo la última vez que trabajó hasta tarde… y descompuso dos cafeteras.

Escuché cómo echaba llave a la puerta exterior mientras sostenía el libro, mi libro, mi creación que ahora era aclamada por
Publishers Weekly
como «el best seller que nadie conoce». Durante cuatro años había pasado inadvertido y, de repente, mediante una venta fenomenal de cuatrocientos mil ejemplares en cartoné había sobrepasado todas las ediciones de esa clase de todos los libros escritos por Harold Robbins, Irving Wallace o Jacqueline Susann.

Ahora había rumores acerca de que las editoras de libros de bolsillo estaban interesadas en adquirir los derechos de reimpresión, y de que hablaban de grandes sumas de dinero… de dinero de seis dígitos. ¿Y si pasaba todo esto? ¿Podría hacerle frente? ¿Podría arreglármelas con toda esa riqueza repentina y la publicidad nacional que seguramente seguiría a una campaña de promoción dirigida por cualquiera de las editoras de libros de bolsillo? ¿A qué precio terminaría pagando todo esto? ¿Lo lamentaría después? Recordé lo que había dicho Simon sobre las prisiones perpetuas que construimos a nuestro alrededor. ¿Sería este éxito una llave para mi liberación… o una para encerrarme? De todas formas, ¿qué más quería de la vida? ¿Cambiaría mi forma de vida si tuviera esa independencia financiera? ¿Quién podría tener realmente la respuesta a estas preguntas antes de que los acontecimientos tuvieran lugar?

Traté de expulsar de mí mente todos estos pensamientos sobre «qué ocurriría si», y abrí el libro para autografiárselo a Simon. ¿Qué podía escribir en el libro que fuera adecuado para este hombre con apariencia de santo? Por alguna razón las palabras adecuadas eran importantes para mí. ¿Qué pensaría un experto en Gibrán, Plutarco, Platón, Séneca y Eiseley sobre mí pequeño libro después de leerlo? Eso era importante. Para mí.

Empecé a escribir…

«Para Simon Potter, el mejor trapero de Dios con afecto,

Og Mandino».

Recordé que tenía que desconectar la cafetera, encender la alarma contra ladrones, apagar las luces, echar llave; después caminé a través del oscuro estacionamiento hacia su departamento. Encontré el número 21 garrapateado con lápiz amarillo sobre uno de los buzones, pulsé dos veces el timbre, y subí las escaleras. Simon me esperaba en el corredor.

—¡Se acordó!

—¡Usted me lo recordó!

—¡Oh, sí, como la mayoría de los viejos soy grosero y presumido! Perdone mis pecados, señor Og. Pase, pase.

Estando aún de pie, iniciamos nuestro diálogo. Le di mi libro y él me dio una copa de jerez. Frunció el entrecejo cuándo leyó el título.

—¿
El vendedor más grande del mundo
? Muy interesante. ¿Puedo adivinar quién podría ser?

—Nunca adivinará, Simon. No es quien usted se imagina.

Después lo abrió y leyó mi inscripción. Su cara pareció suavizarse y cuando volteó a mirarme sus ojos estaban húmedos.

—Gracias. Sé que me va a gustar. Pero, ¿por qué razón escribió esto? Trapero, si… pero ¿el mejor de Dios?

Señalé hacia sus libros.

—Cuando estuve aquí, la otra vez, me habló sobre su teoría de que algunos libros eran escritos y guiados por la mano de Dios. Me imagino que si puede reconocer cuando un escritor ha sido tocado por la mano de Dios es porque debe ser un amigo especial suyo.

Estudió mi cara resueltamente, observándome durante unos minutos interminables, hasta que desvié la mirada.

—¿Y a usted le gustaría que leyera su libro y decidiera si pienso que pertenece a la misma categoría que los otros… ayudados por la mano de Dios, como lo fueron?

—No sé si quiero o no que lo haga, Simon. Posiblemente en mi subconsciente lo deseo, pero no había pensado en ello. Lo único que sé, con toda seguridad, es que he tenido las premoniciones más extrañas cuando me encuentro con usted. Está en mi pensamiento la mayor parte del tiempo y desconozco la razón.

El viejo recostó la cabeza sobre la silla y cerró los ojos.

—Una premonición es una advertencia, una corazonada sobre algo que va a suceder. ¿Es eso lo que siente cuando está conmigo o piensa en mí?

—No estoy muy seguro de que eso explique lo que siento.

—¿Podría ser la sensación de habernos visto antes o de haber compartido algo en el pasado? ¿Cómo lo llaman los franceses? Ah, si…
déja vu
.

—Eso se acerca más. ¿Alguna vez ha tenido un sueño que trata y trata de recordar cuando despierta y todo lo que queda en su memoria son sombras y voces irreconocibles que no tienen ningún significado o relación con su vida?

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