—Lo siento, Simon, pero no le entiendo.
—Si quisiera, si aceptara… me gustaría proporcionarle el original del «Memorándum de Dios» a una persona muy especial… ¡usted! Si le agrada, si se convence de que puede ayudar a otros como yo le aseguro que puede, cuenta con mi autorización para incluirlo en uno de sus futuros libros, si así lo desea, y de esta manera será conocido por el mundo y beneficiará a miles —posiblemente a millones— de personas. ¿De que mejor forma puede un viejo trapero multiplicarse a sí mismo?
¿Había leído mi pensamiento? ¿Se trataba de otra imposible coincidencia el que él me ofreciera su escrito este día, y todos los días en los que había estado planeando pedírselo?
—No se qué decirle, Simon. Me siento honrado de que usted pueda considerarme su instrumento de trasmisión.
—Usted sería lo ideal. Pero no tome una decisión apresurada sobre esto. Considérelo durante varias noches. Todavía hay tiempo. Y, por supuesto, si acepta el «Memorándum de Dios» debo pedirle un pequeño pago por mi trabajo, como lo haría cualquier autor que se respetase a si mismo.
—¿Pago? De acuerdo.
—No, no… no me entiende. No estoy hablando de dinero. Si el «Memorándum de Dios» pasa a sus manos, es necesario, en primer lugar, que me prometa que lo usará personalmente antes de que lo presente al mundo. Usted es una persona maravillosa y sensible, señor Og. Pero hay en su mirada algo que me dice que no ha encontrado la paz o la satisfacción o la realización, aun a pesar de todos sus éxitos. El mundo lo alaba, pero usted no se elogia. Para mí, existe ese sentido familiar de desesperación en su comportamiento. Algo que no se ha llevado a cabo en usted y tengo miedo que tarde o temprano explotará, a menos de que vuelva a trazar su mundo. Si explota, caerá hasta lo más profundo del basurero, y este viejo trapero ya no estará para salvarle. Eso no debe ocurrir. Algunos gramos de prevención valen más que un kilo de curación. Por lo tanto, cuando usted reciba el «Memorándum de Dios» debe estar de acuerdo en que primero lo empleará para reafirmar y guiar su propia búsqueda de la felicidad y la paz mental. Entonces, y sólo entonces usted lo trasmitirá a quienes estén listos … a quienes posean ojos para ver y oídos para escuchar… y el deseo de ayudarse a sí mismos.
—¡Está bien, Simon…!
—Señor Og, usted posee un gran potencial. Es un extraño talento. No debe desperdiciarse. ¡Veré que eso no pase!
—Simon, sus palabras hacen que me sienta muy humilde, muy pequeño.
—Esta muy lejos de ser insignificante, querido amigo. ¡Observe! Observe en que lugar he puesto su libro.
Volví la cabeza y seguí la dirección de su mano abierta hacia la pila más alta de libros de «la mano de Dios» de su sala.
¡Ahí, hasta arriba de todos, estaba el mío!
No volvimos a hablar del «Memorándum de Dios» durante el verano, y el otoño mientras que nuestra amistad se convertía gradualmente en un afecto especial. El ir al departamento de Simon casi todas las noches, y pronto también a la hora de la comida se convirtió en lo más importante de mi semana. La sobria morada de Simon se convirtió en un oasis de paz y ecuanimidad durante todos los días de trabajo, y los fines de semana parecían ser tortuosamente interminables por no poder estar con él. Además, por razones que todavía no entiendo, jamás se los mencioné ni a mi familia ni a nadie de
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Simon se convirtió en mi padre adoptivo, en mi profesor, mi consejero de negocios, mi camarada, mi rabino, mi sacerdote, mi ministro, mi guru… mi oráculo de Delfos. Cancelé invitaciones de negocios y escapé de funciones sociales para estar con el, y literalmente comencé a sentarme a sus pies para escuchar mientras daba una conferencia a su clase de un integrante, o sea, yo.
Demostrando tener una cantidad sorprendente de conocimientos y experiencia, podía hablar, en periodos que parecían ser demasiado breves, sobre el amor, la política, la religión, la literatura, la psiquiatría, la naturaleza y aun hasta de temas mucho más exóticos como, por ejemplo, la percepción extrasensorial, la astrología y el exorcismo. En ocasiones le estimulaba mediante una pregunta o una afirmación perfectamente bien calculada para mantenerle hablando o para introducir un nuevo tema en el que quería saber su opinión. La profundidad de sus conocimientos, especialmente sobre filosofía y el comportamiento humano, nunca dejaron de sorprenderme.
En una ocasión interrumpió su plática, mientras se encontraba profundamente metido en la violenta condena de la actitud de complacencia, falta de orgullo y niveles de mediocridad que estaba convencido se habían convertido en la forma de vida de nuestro mundo, para preguntarme si me había dado cuenta que al escucharle estaba tomando un curso de «pretrapero»… que era igual al que otros tomaban de «premedicina» o «propedeutico de leyes». Entonces se apresuró a demostrar su aprobación por mi presencia recordándome que quienes finalmente se convirtieron en los mejores traperos habían sido individuos, como yo, que habían estado dentro de los basureros y habían salido de su propio cementerio para vivir.
Durante cinco meses asistí a la mejor universidad del país.
El profesor Simon Potter impartía la cátedra.
Yo escuchaba… y aprendía… mientras el me presentaba hábilmente a sus favoritos, tanto vivos como muertos, mediante anécdotas fascinantes y poco conocidas o mediante citas que utilizaba para dramatizar su tema principal… o sea, que todos poseemos algo más que la mera capacidad para cambiar nuestra vida por algo mejor… y que Dios nunca había puesto a ninguno de nosotros en un agujero del que no pudiéramos salir. Y que si estábamos encerrados en una prisión de fracasos y autocompasión, nosotros éramos los únicos carceleros… nosotros teníamos la única llave para nuestra libertad.
Habló del miedo a aprovechar las oportunidades, a aventurarse en empresas desconocidas y territorios que no eran familiares, y aun de como aquellos que arriesgaban su futuro para progresar necesitaban luchar constantemente contra esa urgencia de correr hacia su previo vientre familiar de seguridad sin importar qué tan sombría hubiera sido su vieja existencia. Simon señaló que Abraham Maslow, uno de los mejores psicólogos de Norteamérica, había llamado a esto el complejo de Jonás, o sea, el deseo de esconderse de la posibilidad de fracasar.
Creía fervientemente en la toma de decisiones y la posterior quema de los puentes que se encontraban detrás de uno para que se tuviera que hacer bien las cosas, y dijo como Alejandro Magno se había enfrentado una vez, a esta situación. Parece ser que el gran general iba a dirigir a sus hombres contra un fuerte enemigo cuyos hombres sobrepasaban en número a los suyos. Debido a la diferencia entre unos y otros, sus hombres mostraban poco entusiasmo con respecto a la lucha, pues pensaban que se dirigían hacia su fin. Cuando Alejandro hubo desembarcado a sus hombres en la costa enemiga, expidió una orden para que fueran quemadas todas sus naves. Mientras estas se hundían lentamente en llamas, Alejandro mandó llamar a sus hombres, y les dijo: «¿Observan como se queman sus barcos, ven como se convierten en cenizas que flotan en el mar? Esa es la razón por la cual debemos vencer, ya que ninguno puede abandonar esta despreciable tierra a no ser que salgamos victoriosos en la batalla. ¡Caballeros, cuando regresemos a casa lo haremos en los barcos de los otros!»
Simon no creía que una persona debiera continuar en un empleo que le hiciera desdichado o miserable. Citó a Faulkner para reforzar su argumento, tratando de imitar el acento sureño del gran escritor:
«Una de las cosas más tristes de la vida es que la única cosa que podemos hacer durante ocho horas diarias, día tras día, es el trabajo. No podemos comer durante ocho horas al día, ni tampoco beber, ni hacer el amor durante ocho horas diarias… todo lo que podemos hacer durante ocho horas es el trabajo. Esta es la razón por la cual el hombre es miserable y desgraciado». Entonces, para resumir esa conferencia en particular, volvería a recalcar que debería abandonarse el empleo que hiciera que nos sintiéramos desdichados. Señor Og, no es cierto que la piedra que rueda no cría moho. ¡Una piedra que rueda puede criar moho y mucho más!»
Presentó a Mark Twain para ilustrar su creencia de que la experiencia era por lo general una cualidad sobrestimada. Casi pude observar al viejo Samuel L. Clemens, con su arrugado traje blanco, mientras decía:
«Deberíamos tener cuidado de obtener de una experiencia toda la sabiduría que contiene… no como un gato que se sienta sobre la estufa caliente. Nunca se volverá a sentar ahí… y eso está bien… pero tampoco se sentará en una fría.»
Sentía poca compasión por aquellos que se quejaban de su condición o mala suerte debido a un impedimento ya fuera físico o del medio ambiente. Me recordó la ceguera de Milton, la sordera de Beethoven, la poliomielitis de Roosevelt, la pobreza de Lincoln, el trágico matrimonio de Tchaikovsky, los aterradores primeros días de pobreza de Isaac Hayes, la ceguera y sordera de Hellen KeIler y hasta la salida del ghetto de Archie Moore. Revivió para mi, hechos como el que John Bunyon escribiera su libro Pilgrim's Progress mientras se encontraba en prisión, el que Charles Dickens pegara las etiquetas de los recipientes de betún para zapatos, el que Robert Burns y Ulysses S. Grant debieran pelear contra el infierno del alcoholismo, y el que Benjamin Franklin tuviera que abandonar la escuela cuando solo tenía diez años de edad.
Después me habló de Eddie Rickenbacker, al cual se le preguntó, después de ser rescatado, qué lección había aprendido mientras se encontraba a la deriva con sus compañeros en la balsa durante los veintiún días que pasó perdido en el Pacifico durante la Segunda Guerra Mundial. Su respuesta fue: «La lección más grande que aprendí es que si se tiene toda el agua fresca que se quiere y toda la comida que se desea, no debemos quejarnos de nada más».
Simon opinaba que ninguna persona tenía un defecto que no fuera en realidad un beneficio en potencia en lugar de una adversidad… y un día me contó una breve fábula. Una vez había un ciervo muy elegante que admiraba sus cuernos y odiaba sus horribles patas. Pero un día llegó un cazador y las horribles patas del ciervo le permitieron correr y salvarse. Más tarde, los hermosos cuernos se le enredaron en la maleza, y antes de que pudiera escapar, fue alcanzado por un tiro.
Simon me observaría y diría:
—Señor Og, cuando empiece a sentirse apenado por usted mismo, recuerde esta copla: «Me sentía triste… porque no tenía zapatos… hasta que en la calle… encontré a un hombre que no tenía pies».
Siempre estaba definiendo palabras abstractas mediante analogías llenas de color. En una ocasión, cuando le pedí que describiera el amor, me dijo:
—Hace algunos años, en la carrera de Indianápolis, el auto de un fino corredor, llamado Al Unser, derrapó y se estrelló contra la barda. Solamente estuvo unos segundos dentro de su auto, que se quemaba, cuando otro auto derrapó y se detuvo junto a el. Entonces, mientras que los demás automóviles pasaban peligrosamente cerca del segundo auto, salió de este un joven llamado Gary Bettenhausen, quien corrió hasta el auto de Unser y empezó a sacarlo de entre las llamas. El señor Bettenhausen se olvidó por completo de que estaba en una carrera y que había gastado una fortuna y muchos meses de preparación para ganarla. Ese acto era, para Simon, lo que constituía el amor.
Simon tenía otro favorito dentro del mundo de las carreras de automóviles, Stirling Moss. Después de citar el axioma de Thoreau que dice que los hombres nacen para triunfar, no para perder, el viejo imitaría con precisión el acento británico de Moss para subrayar que el hombre puede alcanzar cualquier meta si está deseoso de pagar por ello. Repetiría la frase celebre de Moss:
«Se me enseñó que cualquier cosa puede alcanzarse si se esta preparado para entregarse, para sacrificarse a fin de lograrlo, Sea lo que sea que quiera llevar a cabo, puede hacerlo, si se desea lo suficiente… y yo realmente lo creo. Creo que si yo quisiera correr un kilómetro en cuatro minutos, lo haría. Tendría que dejar a un lado todo lo demás en la vida, pero podría correr un kilómetro en cuatro minutos. Creo que si un hombre quisiera caminar sobre el agua y estuviera preparado para hacer a un lado todo lo demás, lo haría».
Y, por supuesto, Simon decía que la mayoría de los hombres renuncian demasiado pronto.
—Señor Og, en Sonoma, California, existe una maravillosa escuela de manejo para aspirantes a corredores de carreras o cualquiera que realmente desee aprender el arte de manejar. Se llama escuela Bob Bondurant, creo. Sus instructores dicen que la mayoría de los conductores de esta nación abandonan demasiado pronto sus autos cuando ven que están a punto de chocar. Cuando se presenta la colisión dejan de tratar de salvar tanto al auto como a su persona mediante el viraje o la frenada adecuada, cuando podría hacerse mucho en el momento del impacto para disminuir la gravedad del choque. Se dan por vencidos… y pagan por ello. Lo mismo ocurre con la mayoría de los seres humanos… en la mayor parte de sus actividades cotidianas.
Entonces se levantaría, mirándome ceñudamente, extendiendo dos dedos en forma de V, para decirme lo que consideraba que Winston Churchill había proclamado como el secreto más grande para triunfar y que sólo contenía siete palabras.
—¡Nunca, nunca, nunca, nunca darse por vencido!
Aún cuando sus conversaciones se desviaban del tema, finalmente volvían hacia su gran interés por la creciente falta de dignidad del hombre y su común producto final, la muerte viviente. Lo que más le frustraba eran los muertos en vida que terminaban por convertirse en reales suicidas, vidas que no había podido salvar debido a que, como él decía, sencillamente «no podía estar en todas partes» y nunca parecía haber suficientes traperos.
—Señor Og, vea que hora es. Fíjesela en su mente y después recuerde esto: ¡Para mañana por la noche, a esta misma hora, más de novecientos cincuenta individuos tratarán de suicidarse en este país! ¡Piense en eso! ¿Y sabe que? ¡Más de cien tendrán éxito!
Golpearía el brazo de su sillón y continuaría:
—Eso no es todo. Tendremos cuarenta nuevos adictos a la heroína en las próximas veinticuatro horas. Treinta y siete personas morirán debido al alcoholismo… y casi cuatro mil individuos desafortunados tendrán su primer colapso nervioso para mañana a esta misma hora. Después piense en las otras formas en las que demostramos que tan poco apreciamos la sorprendente creación que somos. En las próximas veinticuatro horas aproximadamente, seis mil individuos serán arrestados por encontrarse ebrios y trastornados, y más de ciento cincuenta que tan poco valoran sus preciosas vidas al manejar demasiado rápidamente, ocasionando su propia muerte o la de otros. Señor Og, ¿sabe usted por qué razón sucede esto, y por qué aumenta rápidamente aquí y en todo el mundo?