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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Ensayo, Filosofía

El mundo como supermercado (5 page)

BOOK: El mundo como supermercado
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Del mismo modo, el conjunto arquitectónico que recibe el nombre de La Défense puede leerse como un puro dispositivo productivista, un dispositivo de aumento de la producción individual. Por localmente exacta que sea esta visión paranoide, es incapaz de dar cuenta de la uniformidad de las respuestas arquitectónicas propuestas para cubrir las diversas necesidades sociales (hipermercados, clubs nocturnos, edificios de oficinas, centros culturales y deportivos). Sin embargo, podemos progresar si consideramos que no sólo vivimos en una economía de mercado, sino, de forma más general, en una sociedad de mercado, es decir, en un espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones humanas, así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo, está mediatizado por un cálculo numérico simple donde intervienen el atractivo, la novedad y la relación calidad-precio. Esta lógica, que abarca tanto las relaciones eróticas, amorosas o profesionales como los comportamientos de compra propiamente dichos, trata de facilitar la instauración múltiple de tratos relacionales renovados con rapidez (entre consumidores y productos, entre empleados y empresas, entre amantes), para así promover una fluidez consumista basada en una ética de la responsabilidad, de la transparencia y de la libertad de elección.

Construir las secciones

La arquitectura contemporánea, por lo tanto, asume implícitamente un programa simple, que puede resumirse así:
construir las secciones del hipermercado social
. Lo consigue, por una parte, manifestando una fidelidad absoluta a la estética del casillero, y por otra, privilegiando el uso de materiales de granulometría débil o nula (metal, vidrio, materias plásticas). El empleo de superficies reflectantes o transparentes permite, además, una agradable desmultiplicación de estantes. En cualquier caso, se trata de crear espacios polimorfos, indiferentes, modulables (por otra parte, el mismo proceso afecta a la decoración de interiores: habilitar un apartamento en este fin de siglo es, en esencia, tirar las paredes, sustituirlas por tabiques móviles —que se moverán poco, porque no hay motivos para moverlos; pero lo principal es que exista la posibilidad de desplazamiento, que se cree un grado suplementario de libertad— y suprimir los elementos fijos de decoración: las paredes tienen que ser blancas, los muebles translúcidos). Se trata de crear espacios neutros donde puedan desplegarse libremente los mensajes informativo-publicitarios generados por el funcionamiento social, que además lo constituyen. Porque ¿qué producen esos empleados y directivos reunidos en La Défense? Hablando con propiedad, nada; de hecho, el proceso de producción material se ha vuelto, para ellos, absolutamente opaco. Se les transmite información numérica sobre los objetos del mundo. Esta información es la materia prima de estadísticas y cálculos; se elaboran modelos, se producen gráficos de decisión; al final de la cadena se toman decisiones y se reinyectan nuevas informaciones en el cuerpo social. La carne del mundo es sustituida por su imagen numerizada; el ser de las cosas es suplantado por el gráfico de sus variaciones. Polivalentes, neutros y modulares, los lugares modernos se adaptan a la infinidad de mensajes a los que deben servir de soporte. No pueden permitirse emitir un significado autónomo, evocar una atmósfera concreta; por lo tanto, no pueden tener belleza, ni poesía; ni, en general, el menor carácter propio. Despojados de cualquier carácter individual y permanente, y con esta condición, están preparados para acoger la pulsación indefinida de lo transitorio.

Móviles, dispuestos a la trasformación, disponibles, los empleados modernos sufren un proceso análogo de despersonalización. Las técnicas de aprendizaje del cambio popularizadas por los talleres
New Age
se proponen crear individuos infinitamente mutables, desprovistos de cualquier rigidez intelectual o emocional. Liberado de los estorbos constituidos por las adhesiones, las fidelidades, los códigos de comportamiento estrictos, el individuo moderno podría ocupar su lugar en un sistema de transacciones generalizadas en el cual es posible atribuirle, de forma unívoca y sin ambigüedad, un
valor de cambio
.

Una breve historia de la información

Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, la simulación de las trayectorias de misiles de medio y largo alcance, así como la modelización de las reacciones de fisión dentro del núcleo atómico, generaron la necesidad de medios de cálculo algorítmicos y numéricos de mayor potencia. Gracias, en parte, a los trabajos teóricos de John von Neumann, aparecieron los primeros ordenadores.

En esa época, el trabajo de oficina se caracterizaba por una estandarización y una racionalización menos avanzadas que las que dominaban la producción industrial. La aplicación de los primeros ordenadores a las tareas de gestión se tradujo de inmediato en la desaparición de la libertad y la flexibilidad a la hora de poner en práctica los procedimientos; en resumen, en una proletarización brutal de la clase de los empleados.

En esos mismos años, con un cómico retraso, la literatura europea se enfrentó a una nueva herramienta: la
máquina de escribir
. El trabajo indefinido y múltiple sobre el manuscrito (con sus añadidos, llamadas y apostillas) desapareció en beneficio de una escritura más lineal y anodina; de hecho, se siguieron las normas de la novela policíaca y del nuevo periodismo norteamericanos (aparición del mito Underwood; éxito de Hemingway). Esta degradación de la imagen de la literatura llevó a muchos jóvenes dotados de un temperamento «creativo» a dirigirse a las vías, más gratificantes, del cine y la canción (vías muertas, finalmente; la industria norteamericana del entretenimiento comenzaría poco después a destruir las industrias de entretenimiento locales; un trabajo que ahora estamos viendo rematar).

La repentina aparición del ordenador personal, a principios de la década de los ochenta, puede parecer una especie de accidente histórico; no corresponde a ninguna necesidad económica y es inexplicable si dejamos a un lado consideraciones como los avances en la regulación de las corrientes débiles y el grabado fino del silicio. De manera inesperada, los empleados y ejecutivos de nivel medio se encontraron en posesión de una poderosa herramienta, de fácil uso, que les permitía recuperar el control —de hecho, si no de derecho— de los principales elementos de su trabajo. Durante varios años se libró una lucha sorda y poco conocida entre las empresas de informática y los usuarios «de base», a veces respaldados por equipos de informáticos apasionados. Lo más sorprendente es que poco a poco, tomando conciencia del coste y de la baja eficacia de la macroinformática, mientras que la producción en serie permitía la aparición de materiales y de programas burocráticos fiables y baratos, las empresas se pasaron al campo de la microinformática.

Para los escritores, el ordenador personal fue una liberación inesperada: se perdía la soltura y el encanto del manuscrito, pero por lo menos era posible dedicarse a un trabajo serio sobre un texto. En esos mismos años, diversas estadísticas hicieron creer que la literatura podía recuperar parte de su prestigio anterior; menos por méritos propios, eso sí, que por la autodisolución de actividades rivales. El rock y el cine, sometidos al enorme poder de nivelación de la televisión, perdieron poco a poco su magia. Las antiguas distinciones entre películas, videoclips, informativos, publicidad, testimonios humanos o reportajes empezaron a desaparecer en provecho de una noción de espectáculo generalizado.

La aparición de las fibras ópticas y el acuerdo industrial sobre el protocolo TCP-IP,
[4]
permitieron, a principios de la década de los noventa, la aparición de redes intra y, más tarde, interempresariales. Convertido en una simple estación de trabajo en el seno de unos sistemas cliente-servidor de mayor fiabilidad, el ordenador personal perdió cualquier capacidad de tratamiento autónomo. De hecho, se produjo una normalización de los procedimientos dentro de unos sistemas de tratamiento de la información más móviles, más transversales, más eficaces.

Omnipresentes en las empresas, los ordenadores personales habían fracasado en el mercado doméstico por motivos que más tarde se analizarían claramente (precio todavía elevado, carencia de utilidad real, dificultad de utilización si el usuario está tumbado). A fines de la década de los noventa aparecieron los primeros terminales pasivos de acceso a Internet; desprovistos, en sí mismos, tanto de inteligencia como de memoria, y por lo tanto con un coste de producción unitaria muy bajo, estaban concebidos para permitir el acceso a las gigantescas bases de datos constituidas por la industria norteamericana del entretenimiento. Provistos de un dispositivo de telepago por fin seguro (al menos oficialmente), estéticos y ligeros, se impusieron con rapidez, sustituyendo a la vez al teléfono móvil, al Minitel y al mando a distancia de los televisores clásicos.

Inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así empezó un período paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del entretenimiento y de los intercambios —en los que el lenguaje articulado ocupa un reducido espacio— iba a la par con un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las culturas locales.

La aparición del hastío

A nivel político, la oposición al liberalismo económico globalista comenzó mucho antes; su acta de fundación fue la campaña a favor del No en el referéndum de Maastricht que se llevó a cabo en Francia en 1992. Esta campaña no se apoyaba tanto en la referencia a una identidad nacional o a un patriotismo republicano —ambos desaparecidos en las carnicerías de Verdún, en 1916 y 1917— como en un auténtico hastío general, un sentimiento de rechazo puro y simple. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo intentaba intimidar presentándose como un devenir histórico inexorable. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo se presentaba como asunción y superación del
sentimiento ético simple
en nombre de una visión a largo plazo del
devenir histórico de la humanidad
. Como todos los historicismos que lo precedieron, el liberalismo prometía por el momento esfuerzos y sufrimiento, relegando a una o dos generaciones de distancia el advenimiento del bien general. Un modo semejante de razonamiento ya había ocasionado suficientes estragos a lo largo de todo el siglo XX.

Desafortunadamente, la perversión de la idea de progreso que llevan a cabo con regularidad los historicismos iba a favorecer la aparición de
pensamientos burlescos
, típicos de las épocas de desarraigo. Inspirados a menudo en Heráclito o en Nietzsche, bien adaptados a los ingresos medios y altos, con una estética a veces divertida, parecían encontrar confirmación en la proliferación, entre las capas menos favorecidas de la población, de reflejos de identidad múltiples, imprevisibles y violentos. Ciertas avanzadas en la teoría matemática de las turbulencias indujeron a representar la historia humana, cada vez con más frecuencia, en forma de sistema caótico, en el que los futurólogos y los pensadores mediáticos se las ingeniaban para descubrir uno o varios
atractores extraños
.
[5]
A pesar de no tener una base metodológica, esta analogía ganó terreno entre las clases cultas o semicultas, impidiendo durante mucho tiempo la constitución de una nueva ontología.

El mundo como supermercado y como burla

Arrhur Schopenhauer no creía en la Historia. Murió convencido de que la revelación que había hecho sobre el mundo, que por una parte existía como voluntad (como deseo, como impulso vital), y por otra era percibido como representación (neutro, inocente y puramente objetivo en sí, y por lo tanto susceptible de reconstrucción estética), sobreviviría generación tras generación. Ahora podemos decir que, al menos en parte, se equivocaba. Podemos seguir reconociendo en la trama de nuestras vidas los conceptos que puso en juego; pero han sufrido tales transformaciones que cabe preguntarse qué validez les queda.

La palabra «voluntad» parece indicar una tensión de larga duración, un esfuerzo continuo, consciente o no, pero coherente, hacia una meta. Cierto que los pájaros siguen construyendo nidos, que los ciervos siguen luchando por la posesión de las hembras; y en sentido schopenhaueriano podemos decir que, desde el penoso día de su aparición sobre la tierra, el que lucha es el mismo ciervo y la que excava es la misma larva. Pero con los hombres ocurre todo lo contrario. La lógica del supermercado induce forzosamente a la dispersión de los sentidos; el hombre de supermercado no puede ser, orgánicamente, un hombre de voluntad única, de un solo deseo. De ahí viene cierta depresión del querer en el hombre contemporáneo; no es que los individuos deseen menos; al contrario, desean cada vez más; pero sus deseos se han teñido de algo un tanto llamativo y chillón; sin ser puros simulacros, son en gran parte un producto de decisiones externas que podemos llamar, en sentido amplio,
publicitarias
. No hay nada en esos deseos que evoque la tuerza orgánica y total, tercamente empeñada en su cumplimiento, que sugiere la palabra «voluntad». De ahí se deriva cierta falta de personalidad, perceptible en todos los seres humanos.

Profundamente infectada por el sentido, la representación ha perdido por completo la inocencia. Podemos llamar
inocente
a una representación que se ofrece simplemente como tal, que sólo pretende ser la imagen de un mundo exterior (real o imaginario, pero exterior); en otras palabras, que no incluye su propio comentario crítico. La introducción masiva en las representaciones de
referencias
, de burla, de
doble sentido
, de humor, ha minado rápidamente la actividad artística y filosófica, transformándola en retórica generalizada. Todo arte, como toda ciencia, es un medio de comunicación entre los hombres. Es evidente que la eficacia y la intensidad de la comunicación disminuyen y tienden a anularse desde el momento en que se instala una duda sobre la veracidad de lo que se dice, sobre la sinceridad de lo que se expresa (¿hay quien pueda imaginar, por ejemplo, una ciencia con
doble sentido
?). La propensión al desmoronamiento que muestra la creatividad en las artes no es sino otra cara de la imposibilidad, tan contemporánea, de la
conversación
. Es como si, en la conversación corriente, la expresión directa de un sentimiento, de una emoción o de una idea se hubiera vuelto imposible, por ser demasiado vulgar. Todo tiene que pasar por el filtro deformante del
humor
, un humor que termina girando en el vacío y convirtiéndose en trágica mudez. Ésta es, a la vez, la historia de la famosa «incomunicabilidad» (hay que subrayar que la explotación repetida de este tema no ha impedido que la incomunicabilidad se extienda en la práctica, y que esté más de moda que nunca, aunque nos hayamos cansado un poco de hablar de ella) y la trágica historia de la pintura del siglo XX. La trayectoria de la pintura ha llegado a representar, más por una semejanza de ambiente que por una relación directa, la trayectoria de la comunicación humana en la época contemporánea. En ambos casos nos adentramos en una atmósfera malsana, trucada, profundamente insignificante; y trágica al final de su insignificancia. Por eso el transeúnte normal que entra en una galería de arte no puede quedarse mucho tiempo si quiere conservar su actitud de irónico desapego. Al cabo de unos minutos, y a su pesar, se apoderaría de él cierta sensación de desarraigo; al menos un entumecimiento, un malestar; una inquietante disminución de su función humorística.

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