La mujer decía que iba a ahorcarse; el hombre llevaba ropa cómoda. El caso es que las mujeres rara vez se ahorcan; siguen siendo fieles a los barbitúricos. «Es lo más»: era lo más. «Hay que evolucionar»: ¿Por qué? Los cojines del asiento, entre ellos y yo, estaban destripados. La pareja bajó en Maisons-Alfort. Un creativo de unos veintisiete años se sentó a mi lado. Enseguida me cayó antipático (quizás por su coleta, o por el bigotito desfasado; puede que también por cieno parecido con Maupassant). Desplegó una carta de varias páginas y empezó a leerla; nos acercábamos a la estación de Liberté. La carta estaba en inglés, y la había escrito una sueca (lo comprobé ese misma noche en mi Larousse ilustrado; sí, Uppsala está en Suecia, es una ciudad de ciento cincuenta y tres mil habitantes con una universidad muy antigua; no parece que haya mucho más que decir sobre el lugar). El creativo leía despacio, su inglés no era muy bueno, no me costó nada reconstruir los detalles del asunto (me di cuenta, fugazmente, de que mi moralidad no tenía arreglo; pero al fin y al cabo el metro es un lugar público, ¿no?). Según parece, se habían conocido el último invierno en Chamrousse (¡a quién se le ocurre, una sueca yendo a esquiar a los Alpes!). El encuentro había cambiado su vida. Ya no podía hacer otra cosa que pensar en él, y tampoco lo intentaba (en ese momento él puso una cara de vanidad insoportable, se recostó un poco más en el asiento, se alisó el bigote). Por las palabras que usaba, se notaba que ella empezaba a tener miedo. Estaba dispuesta a todo para volver a verlo, pensaba en buscar trabajo en Francia, quizás alguien podría darle alojamiento, había posibilidades como chica
au pair
. Mi vecino frunció el ceño, molesto; sí, cualquier día la vería llegar, sonaba completamente dispuesta a hacer algo así. Ella sabía que él estaba muy ocupado, que tenía muchos negocios entre manos (eso me parecía dudoso; eran las tres de la tarde y el tipo no tenía pinta de llegar tarde a ningún sitio). Entonces él echó una mirada un poco apagada a su alrededor, pero estábamos todavía en la estación de Daumesnil. La carta terminaba con esta frase:
«I love you and I don't want to loose you.»
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Eso me pareció muy hermoso; hay días en que me encantaría escribir así. Firmaba
«Your's Ann-Katrin»
,
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y rodeaba la firma de corazoncitos. Era viernes 14 de febrero, día de San Valentín (esta costumbre comercial de origen anglosajón ha sido muy bien acogida en los países nórdicos). Me dije que a veces las mujeres eran realmente valientes.
El tipo bajó en Bastille, y yo también. Por un momento, me entraron ganas de seguirlo (¿iría a un bar de tapas, o qué?), pero tenía cita con Bertrand Leclair en
La Quinzaine Littéraire
. Mi idea era, dentro del marco de esta crónica, enzarzarme con Bertrand Leclair en una polémica sobre Balzac. Primero porque no entiendo muy bien qué tiene de peyorativo el adjetivo
balzaquiano
que de vez en cuando le coloca a este o aquel novelista; y además porque estoy un poco harto de las polémicas sobre Céline, autor sobrevalorado. Pero, a fin de cuentas, Bertrand ya no tiene muchas ganas de criticar a Balzac; al contrario, le impresiona su increíble libertad; parece pensar que si ahora hubiese novelistas
balzaquianos
no sería, forzosamente, una catástrofe. Estamos de acuerdo en que un novelista con tanta fuerza tiene que ser, sin remedio, un tremendo productor de tópicos; que esos tópicos sigan siendo válidos o no en la actualidad es otra cuestión que hay que examinar con mucho cuidado, caso por caso. Fin de la polémica. Vuelvo a pensar en esa pobre Ann-Katrin, que imagino con los rasgos patéticos de Eugénie Grandet (esa impresión de vitalidad anormal que se desprende de todos los personajes de Balzac, ya sean conmovedores u odiosos). Hay personajes que no consigue matar, que resurgen en cada libro (qué pena que no conociera a Bernard Tapie).
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También hay personajes sublimes, que se graban de inmediato en la memoria; precisamente porque son sublimes, y no obstante reales. ¿Balzac realista? También podríamos decir «romántico». En cualquier caso, no creo que se sintiera fuera de lugar en nuestra época. Después de todo, la vida sigue teniendo verdaderos elementos de melodrama. Sobre todo, la vida de los demás.
El sábado por la tarde, con motivo de la Feria del Libro, el festival de primeras novelas de Chambéry organizaba un debate en torno al tema: «¿Se ha convertido la primera novela en un producto comercial?» Estaba previsto que el acto durase una hora y media; por desgracia, Bernard Simeone dio de inmediato la respuesta correcta: SÍ. Incluso explicó claramente los motivos: en literatura, como en cualquier otro ámbito, la gente quiere caras nuevas (creo que empleó la expresión, más brutal, de «carne fresca»). Ver las cosas con claridad no tenía ningún mérito, se disculpó; él se pasaba media vida en Italia, un país que, en su opinión, estaba «en la vanguardia de lo peor» en muchos campos. El debate derivó hacia el papel de la crítica literaria, un tema más confuso.
Todo esto empieza a fines de agosto, con frases del estilo «han llegado los nuevos narradores» (foto de grupo en el Pont des Arts, o en un garaje de Maisons-Alfort), y acaba en noviembre, con la entrega de los premios. Después vienen el vino joven y la cerveza de Navidad, y así la gente aguanta hasta las vacaciones. La vida no es tan difícil, sólo hay que pasar el trago. Por cierto, hay que subrayar el homenaje de la industria a la literatura al asociar los placeres literarios al período más sombrío, al lunes del año, a la entrada del túnel. Por el contrario, Roland Garros se organiza en junio. En cualquier caso, yo sería el último en criticar a esos colegas que hacen lo que sea sin entender nunca del todo lo que les piden. Por mi parte, yo he tenido mucha suerte. Sólo un pequeño patinazo con
Capital
, la revista del grupo Ganz (que además yo confundía con el programa del mismo nombre en el canal M6). La chica no llevaba cámara, lo cual tendría que haberme puesto sobre aviso; a pesar de todo, me quedé sorprendido cuando me confesó que no había leído ni una línea. No lo entendí hasta más tarde, cuando leí el reportaje «EJECUTIVO DE DÍA, ESCRITOR DE NOCHE: NO ES FÁCIL IGUALAR A PROUST O A SULITZER» (que, dicho sea de paso, no recogía nada de lo que yo había dicho). Lo que a ella le habría gustado es que yo le contara
mi maravillosa historia
. Tendría que haberme avisado, podría haberme preparado algo, con Maurice Nadeau
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haciendo de viejo y huraño mago y Valérie Taillefer en el papel del hada Campanilla. «Ve a buscar a Naddhó,
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hijo mío. El es el talismán, la memoria, el guardián de nuestras tradiciones más sagradas.» O podría haberme puesto en plan
Rocky
, versión cerebral: «Durante el día, armado con su base de datos, lucha con los flujos críticos; pero de noche, con su tratamiento de textos, golpea las perífrasis. Su única fuerza: creer en sí mismo.» En lugar de hacer algo así, fui tontamente sincero, incluso agresivo; si a uno no le explican la idea, no hay que esperar milagros. Cierto que tendría que haber mirado la revista, pero no me dio tiempo (los lectores de
Capital
son, en su mayoría, desempleados, lo cual no consigue hacerme reír).
Otro malentendido bastante molesto que me ocurrió después en una de las bibliotecas municipales de Grenoble; contra todo pronóstico, la política de promoción de la lectura entre los jóvenes resulta ser un éxito local. Muchas intervenciones del tipo: «¡Eh, señor escritor, dame un mensaje, dame esperanza!» Estupefacción de los escritores sentados en el estrado. Ningún rechazo a priori; poco a poco se acuerdan de que sí, de que una de las misiones posibles del escritor, en tiempos ya muy lejanos… ¿pero así, de viva voz, en dos minutos? «Ni que yo fuera Bruel»,
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gruñe uno cuyo nombre he olvidado. En fin, parece que ellos, al menos, han leído.
Afortunadamente, al final, una intervención precisa, luminosa y honesta de Jacques Charmetz, fundador del Festival de Chambéry (en la época, no tan lejana, en que la primera novela era más que un concepto): «No están aquí para eso. Preguntadles si buscan cierta forma de verdad, ya sea alegórica o real. Preguntadles sí quieren hurgar en las heridas, y echar sal en ellas si es que pueden.» Cito de memoria, pero, de todos modos, gracias.
—El no existe. ¿Lo entiendes? No existe.
—Sí, lo entiendo.
—Yo existo. Tú existes. El no existe.
Después de establecer la inexistencia de Bruno, la mujer de cuarenta años acarició dulcemente la mano de su compañera, mucho más joven. Parecía feminista, y además llevaba un suéter de feminista. La otra parecía una cantante de variedades; en un momento dado habló de galas (o quizás de galeras, no lo entendí muy bien). Con su pequeño ceceo, se estaba acostumbrando lentamente a la desaparición de Bruno. Por desgracia, al terminar la comida, quiso dar por sentada la existencia de Serge. El suéter se crispó con violencia.
—¿Puedo seguir hablándote de él? –preguntó la otra tímidamente.
—Sí, pero no te enrolles.
Cuando se marcharon, saqué una voluminosa carpeta de recortes de prensa. Por enésima vez en quince días, intenté sentirme aterrorizado por las perspectivas que abre la clonación humana. Hay que decir que la cosa empieza con mal pie, con esa foto de la valiente oveja escocesa (que además, como pudimos comprobar en el telediario, bala con pasmosa normalidad). Si el objetivo era asustarnos, habría sido más sencillo clonar arañas. Intento imaginar una veintena de individuos diseminados por la superficie del planeta con el mismo código genético que yo. Es algo que me perturba, sí (por otra parte, le perturba hasta a Bill Clinton, que ya es decir); pero no, no me aterroriza exactamente. ¿Acaso he llegado al extremo de burlarme de mi código genético? No, tampoco. Definitivamente, la palabra es perturbación. Después de leer unos cuantos artículos más, me doy cuenta de que ése no es el problema. Al contrario de lo que se repite de la manera más tonta, es falso que «ambos sexos podrán reproducirse por separado». De momento la mujer sigue siendo, como subraya acertadamente
Le Figaro
, «insoslayable». Por el contrario, es cierto que el hombre ya casi no sirve para nada (lo humillante de esta historia, por otra parte, es la sustitución del espermatozoide por una «leve descarga eléctrica»; eso nos deja por los suelos). En el fondo, ¿para qué sirven los hombres? Uno puede imaginar que en otras épocas, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e irreemplazable; ahora, cabe la duda.
La última vez que oí hablar de Valérie Solanas,
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fue en un libro de Michel Bulteau,
Flowers
; se habían visto en Nueva York en 1976. El libro estaba escrito trece años más tarde; es evidente que el encuentro dejó huella en Bulteau. Describe a una mujer «con la piel verdosa, el pelo sucio, vaqueros y una cazadora mugrienta». Ella no se arrepentía lo más mínimo de haber disparado contra Warhol, el padre de la clonación artística. «Si veo otra vez a ese cabrón lo vuelvo a hacer, joder.» Todavía se arrepentía menos de haber fundado el movimiento SCUM (Society for Cutting Up Men) y se disponía a escribir la segunda parte de su manifiesto. Luego, silencio. ¿Habría muerto? Más raro aún, el ramoso manifiesto desapareció de las librerías; para hacerse una idea fragmentaria hay que ver la cadena Arte
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bien entrada la noche y soportar la dicción de Delphine Seyrig.
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A pesar de todos estos inconvenientes, merece la pena: los extractos que he podido escuchar son realmente impresionantes. Y ahora, gracias a Dolly, la Oveja del Futuro, por primera vez se dan las condiciones técnicas necesarias para que se realice el sueño de Valérie Solanas: un mundo exclusivamente compuesto por mujeres. (Por añadidura, la petulante Valérie desarrollaba ideas sobre los temas más variados; yo anoté, entre otros, el de «Exigimos la abolición inmediata del sistema monetario». Definitivamente, ya es hora de que alguien reedite ese texto.)
(Mientras tanto, Andy el astuto duerme en nitrógeno líquido, en espera de una muy hipotética resurrección.)
Aquellas que estén interesadas deben saber que pronto podría realizarse el experimento, quizás a pequeña escala; espero que los hombres sepan desaparecer sin perder la calma. De todos modos ahí va un último consejo para partir de una buena base: que no intenten clonar a Valérie Solanas.
El verano pasado, a mediados de julio, en el telediario de las ocho de la tarde, Bruno Masure
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anunció que una sonda norteamericana acababa de descubrir huellas de vida fósil en Marte. No había ninguna duda: las moléculas cuya presencia se había detectado, de cientos de millones de años de antigüedad, eran moléculas biológicas; nunca se habían hallado fuera de los organismos vivos. Estos organismos eran bacterias, probablemente arqueobacterias metánicas. Dicho esto, Masure pasó a otro tema; estaba claro que Bosnia interesaba más. Esta mínima cobertura en un medio de comunicación parece justificada, a priori, por el carácter poco espectacular de la vida bacteriana. La bacteria, en efecto, lleva una vida apacible. Crece tomando del entorno nutrientes simples y poco variados; luego se reproduce, de forma bastante anodina, mediante divisiones sucesivas. No conocerá nunca los placeres y los tormentos de la sexualidad. Mientras las condiciones sigan siendo favorables, seguirá reproduciéndose (
El rostro de Yahvé la mira favorable, y numerosas serán sus generaciones
);luego, muere. Ninguna ambición irreflexiva empaña su limitado y perfecto recorrido; la bacteria no es un personaje de Balzac. Sí, puede ocurrir que pase su tranquila existencia en un organismo huésped (el de un teckel, por ejemplo), y que el organismo en cuestión sufra por ello e incluso acabe siendo destruido; pero la bacteria no se entera de nada, y la enfermedad de la que es agente activo se desarrolla sin mermar su serenidad. En sí misma, la bacteria es irreprochable; también carece del más mínimo interés.
Aun así, aquello era un acontecimiento. En un planeta cercano a la Tierra, unas macromoléculas biológicas habían logrado organizarse, elaborar vagas estructuras autorreproductoras compuestas de un núcleo primitivo y de una membrana poco conocida; luego todo se detuvo, probablemente por culpa de las variaciones climáticas; la reproducción se volvió cada vez más difícil, antes de interrumpirse por completo. La historia de la vida en Marte fue una historia modesta. Sin embargo (y Bruno Masure no parecía darse plena cuenta de ello), aquel minirrelato de un fracaso un poco insulso contradecía violentamente todas las construcciones míticas o religiosas que han hecho desde siempre las delicias de la humanidad. No había un acto único, grandioso y creador; no había pueblo elegido, ni especie ni planeta elegidos. Sólo había, un poco por todo el universo, tentativas inseguras y en general poco convincentes. Todo era, además, de una monotonía insoportable. El ADN de las bacterias halladas en Marte era idéntico al ADN de las bacterias terrestres; esta prueba, más que cualquier otra, me sumió en una vaga tristeza, porque esa identidad genética radical parecía prometer convergencias históricas agotadoras. En resumen, en la bacteria ya latían el tutsi y el serbio; y toda la gente que pierde el tiempo entre conflictos tan fastidiosos como interminables.