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Authors: Michel Houellebecq

Tags: #Ensayo, Filosofía

El mundo como supermercado (6 page)

BOOK: El mundo como supermercado
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(Lo trágico interviene exactamente en el momento en que lo irrisorio ya no consigue parecer
divertido
; es una especie de inversión psicológica brutal que traduce la aparición de un deseo irreductible de eternidad del individuo. La publicidad sólo puede evitar este fenómeno, opuesto a su objetivo, renovando de forma incesante sus simulacros; pero la pintura conserva la vocación de crear objetos permanentes, dotados de carácter propio; esta nostalgia de ser le otorga su halo doloroso y la convierte, de grado o por fuerza, en un fiel reflejo de la situación espiritual del hombre occidental.)

Hay que señalar, en contraste, la relativa buena salud de la literatura durante el mismo período. Es muy fácil de explicar. La literatura es un arte profundamente conceptual; en realidad, es el único. Las palabras son conceptos; los tópicos son conceptos. Nada puede afirmarse, negarse, relativizarse, de nada se puede uno burlar sin ayuda de los conceptos y las palabras. De ahí la sorprendente robustez de la actividad literaria, que puede negarse, autodestruirse o decretarse imposible sin dejar de ser ella misma. Que resiste a todos los abismos, a todas las deconstrucciones, a todas las acumulaciones de grados, por sutiles que sean; que simplemente se levanta, se sacude y vuelve a estar vivita y coleando, como un perro que sale de un estanque.

Al contrario que la música, que la pintura, incluso que el cine, la literatura puede absorber y digerir cantidades ilimitadas de burla y de humor. Los peligros que actualmente la amenazan no tienen nada que ver con los que han amenazado y a veces destruido a las demás artes; están mucho más relacionados con la aceleración de las percepciones y de las sensaciones que caracteriza a la lógica del hipermercado. Porque un libro sólo puede apreciarse
despacio
; implica una reflexión (no en el sentido de esfuerzo intelectual, sino sobre todo en el de
vuelta atrás
); no hay lectura sin parada, sin movimiento inverso, sin relectura. Algo imposible e incluso absurdo en un mundo donde todo evoluciona, todo fluctúa; donde nada tiene validez permanente: ni las reglas, ni las cosas, ni los seres. La literatura se opone con todas sus fuerzas (que eran grandes) a la noción de actualidad permanente, de presente continuo. Los libros piden lectores; pero estos lectores deben tener una existencia individual y estable: no pueden ser meros consumidores, meros fantasmas; deben ser también, de alguna manera,
sujetos
.

Minados por la obsesión cobarde de lo
politically correct
, pasmados por una marea de pseudoinformación que les proporciona la ilusión de una modificación permanente de las categorías de la existencia (
ya no se puede
pensar lo que se pensaba hace diez, cien o mil años), los occidentales contemporáneos ya no consiguen ser lectores; ya no logran satisfacer la humilde petición de un libro abierto: que sean simplemente seres humanos, que piensen y sientan por sí mismos.

Con mayor motivo, no pueden desempeñar ese papel frente a otro ser. No obstante, tendrían que hacerlo: porque esta disolución del ser es trágica; y cada cual, movido por una dolorosa nostalgia, continúa pidiéndole al otro lo que él ya no puede ser; cada cual sigue buscando, como un fantasma ciego, ese peso del ser que ya no encuentra en sí mismo. Esa resistencia, esa permanencia; esa profundidad. Todo el mundo fracasa, por supuesto, y la soledad es espantosa.

En Occidente, la muerte de Dios fue el preludio de un increíble folletín metafísico, que continúa en nuestros días. Cualquier historiador de las mentalidades sería capaz de reconstruir en detalle sus etapas; para resumir, digamos que el cristianismo consiguió dar ese
golpe maestro
de combinar la fe violenta en el individuo —en comparación con las epístolas de San Pablo, la cultura antigua en conjunto nos parece ahora extrañamente civilizada y triste— con la promesa de la participación eterna en el Ser absoluto. Una vez desvanecido este sueño, hubo diversas tentativas para prometerle al individuo un mínimo de ser; para conciliar el sueño de ser que llevaba en su interior con la omnipresencia obsesiva del devenir. Todas estas tentativas han fracasado hasta el momento, y la desdicha ha seguido extendiéndose.

La publicidad es la última tentativa hasta la fecha. Aunque su objetivo es suscitar, provocar,
ser
el deseo, sus métodos son, en el fondo, bastante semejantes a los que caracterizaban a la antigua moral. La publicidad instaura un superyó duro y terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: «Tienes que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición, en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te quedas atrás, estás muerto.» Al negar cualquier noción de eternidad, al definirse a sí misma como proceso de renovación permanente, la publicidad intenta hacer que el sujeto se volatilice, se transforme en fantasma obediente del devenir. Y se supone que esta participación epidérmica, superficial, en la vida del mundo, tiene que ocupar el lugar del deseo de ser.

La publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa; sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte; sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no tienen ganas de entablar relación con nadie.

La poesía del movimiento suspendido

En mayo de 1968, yo tenía diez años. Jugaba a las canicas, leía Pif le Chien;
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la buena vida. De los «sucesos del 68» sólo guardo un recuerdo, aunque bastante vivo. En aquella época, mi primo Jean-Pierre estaba en primero, en el liceo de Raincy. El liceo me parecía entonces (después, la experiencia confirmó esta primera intuición, añadiéndole una penosa dimensión sexual) un lugar enorme y espantoso donde los chicos mayores se consagraban con todo su empeño al estudio de materias difíciles para asegurarse un futuro profesional. Un viernes, no sé por qué, fui con mi tía a esperar a mi primo a la salida de clase. Ese mismo día, el liceo de Raincy había empezado una huelga indefinida. El patio, donde yo esperaba encontrar cientos de adolescentes atareados, estaba desierto. Algunos profesores daban vueltas sin rumbo entre las porterías de balonmano. Recuerdo que, mientras mi tía intentaba conseguir alguna información, yo deambulé unos largos minutos por aquel patio. La paz era completa, el silencio absoluto. Fue un momento maravilloso.

En diciembre de 1986 yo estaba en la estación de Avignon, y hacía buen tiempo. Después de una serie de complicaciones sentimentales que sería fastidioso narrar aquí, era absolutamente necesario —o eso creía yo— que tomara el TGV
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a París. No sabía que la Red de Ferrocarriles Nacionales acababa de iniciar una huelga general. Se rompió de golpe la sucesión operativa de intercambio sexual, aventura y hastío. Pasé dos horas sentado en un banco frente al desierto paisaje ferroviario. Había vagones de TGV inmóviles en las vías muertas. Parecía que llevaban allí años, o que jamás se habían movido. Los viajeros se pasaban información en voz baja; había un ambiente de resignación, de incertidumbre. Podría haber sido la guerra, o el fin del mundo occidental.

Algunos testigos más directos de los «sucesos del 68» me contaron que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle, que todo parecía posible; lo creo. Otros dicen, simplemente, que los trenes dejaron de circular, que no había gasolina; lo admito. Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente, una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar. Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso, y cierta calma se extendió por el país. Por supuesto, poco después la máquina social volvió a girar aún más deprisa, de un modo todavía más implacable (y mayo del 68 sólo sirvió para romper las pocas reglas morales que hasta entonces entorpecían la voracidad de su funcionamiento). Pero a pesar de todo hubo un momento de interrupción, de vacilación; un instante de incertidumbre metafísica.

No cabe duda de que, por esas mismas razones, la reacción del público frente a una súbita interrupción de las redes de transmisión de la información, una vez superado el primer momento de contrariedad, está lejos de ser completamente negativa. Se puede observar el fenómeno cada vez que un sistema de almacenamiento informático se avería (es bastante corriente): una vez admitido el inconveniente, y sobre todo en cuanto los empleados se deciden a utilizar el teléfono, lo que sienten los usuarios es, más bien, una secreta alegría; como si el destino les brindara la oportunidad de tomarse una revancha solapada contra la tecnología. Igualmente, para darse cuenta de lo que el público piensa en el fondo de la arquitectura en la que le obligan a vivir, basta observar su reacción cuando alguien se decide a volar una de esas torres con agujeros construidas en el extrarradio en la década de los sesenta: un momento de alegría pura y muy violenta, parecida a la embriaguez de una inesperada liberación. El espíritu que habita lugares así es malvado, inhumano, hostil; es el espíritu de un engranaje agotador, cruel, en constante aceleración; todo el mundo lo sabe, en el fondo, y anhela su destrucción.

La literatura puede con todo, se adapta a todo, escarba en la basura, lame las heridas de la infelicidad. Por eso fue posible que una poesía paradójica, de la angustia y de la opresión, naciera en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas. No es una poesía alegre; no puede serlo. La poesía moderna ya no aspira a construir una hipotética «casa del ser», del mismo modo que la arquitectura moderna no aspira a construir lugares habitables; sería una tarea muy diferente de la que consiste en multiplicar las infraestructuras de circulación y de tratamiento de la información. La información, producto residual de la no permanencia, se opone al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de
revolución fría
, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una
posición estética
con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.

El arte como mondadura

Texto aparecido en la sección «Le carnet á spirale» de
Les Inrockuptibles
(número 5, 1995).

Lunes, Escuela de Arte de Caen. Me habían pedido que explicara por qué la bondad me parece más importante que la inteligencia o el talento. He hecho lo que he podido, y no me ha resultado fácil; pero sé que era verdad. Después he visitado el taller de Rachel Poignant, que utiliza vaciados de distintas partes de su cuerpo. Me he quedado parado delante de unas largas correas cubiertas con el vaciado de una de sus tetas (¿la derecha?, ¿la izquierda? No tengo ni idea). Por la consistencia, como de goma, y por el aspecto, la cosa recordaba, francamente, los tentáculos de un pulpo. Sin embargo, he dormido bastante bien.

Miércoles, Escuela de Arte de Avignon; un «día del fracaso» organizado por Arnaud Labelle-Rojoux. Yo tenía que hablar del fracaso sexual. Todo ha empezado casi alegremente, con una proyección de cortometrajes reunidos bajo el título
Películas sin cualidades
; unos hilarantes, otros extraños, a veces ambas cosas (creo que el rollo circula por diversos centros de arte; sería una pena perdérselo). Después he visto un vídeo de Jacques Lizéne. Está obsesionado con la miseria sexual. Su sexo sobresalía de un agujero en una placa de contrachapado; tenía alrededor un nudo corredizo hecho con un cordel que servía para accionarlo. Lo agitaba mucho rato, a sacudidas, como si fuera una marioneta floja. Yo estaba muy incómodo. Esa atmósfera de descomposición, de fracaso triste que acompaña al arte contemporáneo, acaba por hacerle a uno un nudo en la garganta; y se echa de menos a Joseph Beuys con sus propuestas llenas de generosidad. Aun así, el testimonio sobre nuestra época que implican cosas como ésta es de una precisión que le deja a uno impresionado. He pensado en eso durante toda la tarde, y no he podido escapar de esta conclusión: el arte contemporáneo me deprime; pero me doy cuenta de que representa, con mucho, el mejor comentario reciente sobre el estado de las cosas. He soñado con bolsas de basura rebosando de filtros de café, de mondaduras, de trozos de carne en salsa. He pensado en el arte como mondadura, y en los pedazos de sustancia que se quedan pegados a las mondaduras.

Sábado, encuentro literario en el norte de la Vendée. Algunos escritores «regionalistas de derechas» (se sabe que son de derechas porque, cuando hablan de sus orígenes, les encanta mencionar a un antepasado judío de hace cuatro generaciones; así todo el mundo puede comprobar su mentalidad abierta). Por lo demás, como en todas partes, un público muy variopinto; lo único en común es la lectura. Esta gente vive en una región donde el número de matices del verde es infinito; pero bajo el cielo completamente gris desaparecen todos los matices del verde. He pensado en el curso de los planetas cuando ya no quede vida, en un universo cada vez más frío, marcado por la progresiva extinción de las estrellas; y las palabras «calor humano» casi me han hecho llorar.

Domingo, he subido en el TGV para volver a París; se acabaron las vacaciones.

Opera Bianca

Opera Blanca
es una instalación móvil y sonora concebida por el escultor Gilíes Touyard; la música es obra de Brice Pauset. Esta instalación se compone de siete objetos móviles cuya forma recuerda el mobiliario humano. En las fases claras, estos objetos, inmóviles y blancos sobre un fondo blanco, acumulan energía luminosa. Disipan esta energía en las fases oscuras, emitiendo una luminiscencia que va disminuyendo mientras se cruzan en el espacio, sin llegar a tocarse; su aspecto recuerda entonces las manchas fantasmales que atraviesan la retina cuando algo la ha deslumbrado.

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