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Authors: Alan Dean Foster

Tags: #Ciencia ficción

El ojo de la mente (16 page)

BOOK: El ojo de la mente
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—Es la que le corresponde —respondió Grammel secamente—. Doctora, es usted una mecánica eficaz. Me ocuparé de que la recompensen adecuadamente.

—Hay un modo de hacerlo.

—¿Qué le gustaría?

Se quitó la bata manchada y volvió a acomodar cuidadosamente el instrumental en los botiquines correspondientes. Era una mujer mayor y su vista y oídos no eran los de tiempo atrás. Ciertamente, no eran tan buenos como los del capitán—supervisor Grammel, ni siquiera teniendo en cuenta el nuevo tímpano que había instaurado en el oído reconstruido.

Era una mujer desdichada que había permitido que el Imperio aprovechara su modesto talento. Esto ocurría con frecuencia con las personas a las que no les importaba demasiado vivir o morir. Ella había dejado de preocuparse desde que un joven determinado pereciera, hacía cerca de cuarenta años, en un violento choque de velocímetros terrestres. El Imperio intervino y le ofreció, si no exactamente un motivo para vivir, algo útil que hacer en lugar de morir.

La doctora le miró de soslayo.

—No ejecute a los seis soldados. Los pertenecientes al destacamento posterior de contención.

—Es una sorprendente demanda de recompensa —musitó Grammel—. No —agregó sombríamente al ver la expresión del rostro de la doctora—, supongo que no. No lo es si viene de usted. Tengo que negarme.

Grammel pasó una mano por la oscura sutura que iba desde la parte superior de su cráneo parcialmente afectado hasta su oído reconstruido y desaparecía como un sedal en la mandíbula inferior. A lo largo de esa línea había implantado un puente orgánico: mantendría la mandíbula en su sitio y permitiría que funcionara con normalidad hasta que este lado de la cara soldara correctamente. Cuando el proceso de curación se completara, su organismo absorbería la sutura.

—Son incompetentes —concluyó.

—Desafortunados —aseguró firmemente la doctora.

Era prácticamente la única persona de Mimban que se atrevía a discutir con el capitán—supervisor. En general, los médicos pueden darse el lujo de ser independientes. Aquellos que podrían sentir la tentación de discrepar con ellos nunca saben cuándo necesitarán de sus servicios. Para Grammel, una mínima discrepancia era un seguro peligroso contra un desliz accidental del soldador óseo.

Se apartó de ella y se miró en el espejo.

—Seis idiotas. Permitieron que los prisioneros huyeran.

Como de costumbre, la doctora ni siquiera podía imaginar los pensamientos de Grammel. Probablemente en ese momento admiraba la cicatriz que corría paralelamente a la sutura que ella había practicado. La mayoría de los hombres la habrían considerado horrible. Pero el sentido de la estética de Grammel difería del de los demás.

—Es difícil luchar con una combinación de dos yuzzem con ayuda humana —le recordó la doctora—. Sobre todo si contaron con ayuda desde el exterior.

Grammel se volvió hacia ella.

—Eso es lo que me preocupa. Debieron de contar con esa ayuda. La fuga fue demasiado audaz, demasiado ordenada para que ocurriera de otro modo. Sobre todo porque se trataba de un par de desconocidos. Todavía no me ha dado un motivo legítimo para anular la ejecución de los seis soldados.

—Dos de ellos han quedado lisiados para siempre —agregó— y los demás tienen diversas cicatrices que superan mi capacidad de reparación. Capitán—supervisor, sus recursos aquí no son en modo alguno ilimitados. Si se propone investigar la región que rodea las ciudades necesitará todos los hombres capaces de caminar que consiga. Además, la compasión logra que los hombres trabajen con más ahínco que el temor.

—Doctora, es usted una romántica —replicó Grammel—. A pesar de ello, su evaluación de mis recursos es exacta — se volvió para abandonar la sala.

—Entonces, ¿anulará esas órdenes de ejecución? —inquirió a sus espaldas.

—No tengo otra alternativa —reconoció—. Uno no puede discutir con cifras —cerró suavemente la puerta al salir.

La doctora regresó satisfecha a su blanco santuario. Su tarea consistía en salvar vidas. Siempre que podía hacerlo en un situación en que intervenía Grammel, experimentaba un verdadero sentimiento del deber cumplido…

Pasaron los días: cuatro, cinco, seis…

En la mañana del séptimo día, Luke pasó al asiento junto a Halla. La anciana insistió en cumplir su turno tras los mandos y ni Luke ni la princesa lograron persuadirla de lo contrario.

—Usted dijo siete días —comentó Luke serenamente.

—A diez —especificó afablemente y siguió concentrada en el terreno que se extendía delante.

Intentaba dar la impresión de que la edad había agudizado y no debilitado su capacidad de penetrar la bruma.

Cerca de ellos se elevaban grandes árboles con ramas curvadas hacia abajo. Halla logró trazar una senda sinuosa alrededor de los gruesos troncos.

Leia descansaba detrás de ellos en uno de los asientos acolchados que repelían el agua; mordisqueaba un trozo rectangular de fruta que había encontrado en uno de los armarios de alimentos. La fruta brillaba en medio de la pálida luz diurna. Había sido tratada con un conservador rápido que le daba un lustre parecido al de la miel.

—¿Está segura de que avanzamos en la dirección correcta?

—Ah, muchacha, no hay error —aseguró Halla—. Pero la distancia no es segura. Los verdegayes saben decirte lo que quieres oír. Quizá el que parloteó conmigo sentía que si me decía que el templo de Pomojema se encontraba a un mes de viaje en lugar de una semana, yo no le daría el frasco de metanol.

—Quizá le dijo que había un templo por la misma razón —sugirió la princesa—. Tal vez el templo no existe.

—Tenemos como prueba el fragmento de cristal —intervino Luke—. Al menos, lo teníamos —se mostró abatido.

—Vamos, Luke, muchacho —le consoló Halla—. Como has dicho, no podías hacer nada.

—Luke, ¿estás seguro de las propiedades del cristal? —preguntó sin convicción la princesa.

Luke asintió lentamente con la cabeza.

—No podía cometer un error. La agitación que se produjo en mi interior cuando lo toqué… sólo la he sentido en presencia de Obi—wan Kenobi —miró el húmedo paisaje—. Es extraño, como si las olas estallaran en tu cabeza, a través del cuerpo.

—Bueno, entonces el cristal tiene prioridad —dijo Leia, girando para mirar a Halla—. Pero después tenemos que salir de este planeta. Halla, si nos ayuda, la Alianza le concederá la recompensa que quiera.

—Ah, puedes contar con eso —afirmó—. Haré todo lo que pueda por vosotros dos —oyó un bip de Artoo y agregó—: Disculpadme, por vosotros cuatro. Pero no quiero tener nada que ver con los rebeldes. No soy una forajida.

—¡Nosotros tampoco somos forajidos! —exclamó Leia ultrajada—. Somos revolucionarios y reformistas.

—Entonces forajidos políticos —insistió Halla.

—Es el Imperio todo el que está repleto de forajidos.

La anciana sonrió a Leia con expresión arrugada por los años.

—Muchacha, no soy filósofa y hace cuarenta años que perdí toda vocación de mártir que alguna vez haya podido tener.

—Vamos, vamos —intervino Luke incómodo.

—Luke, ¿crees que tiene razón? —preguntó serenamente la princesa.

—Leia, yo…

—¿Qué dices, muchacho? —Halla le miraba expectante.

Se salvó de responder cuando una brusca sacudida los arrojó a todos hacia el costado izquierdo del reptador. Halla reaccionó con rapidez y puso en marcha atrás las seis ruedas. Luke se asomó y pasó un mal momento cuando vio que la rueda balón delantera se hundía en algo que tenía la consistencia de una papilla aguada.

Pero el reptador estaba bien diseñado. La tracción múltiple y el potente motor les permitieron salir. Halla se agachó sobre la rueda durante un minuto y luego observó el terreno que se abría delante. Entre los manchones de lodo traicionero aparecía una parcela más clara. El reptador avanzó una vez más y se situó sobre terreno más firme.

—En Mimban hay que estar atento en todo momento —declaró Halla—. Es un mundo delirante, donde el terreno es el enemigo más incierto.

Como en respuesta a sus palabras, el terreno tembló bajo ellos. Luke frunció el ceño y miró por el costado.

—¿Es estable esta región? —preguntó inquieta la princesa.

—Primero quieres que sea filósofa y ahora sismóloga —dijo Halla con humor—. ¿Estable? Sabes tanto como yo, niña. En los alrededores no hay volcanes, pero… —quedó inmóvil y apenas conservó la sensatez necesaria para retener el reptador.

—Sabía que temblor no era la palabra adecuada. —afirmó Luke.

La senda firme y sinuosa que recorrían se había elevado bruscamente delante de ellos, girado sobre sí misma y ahora los observaba burlonamente.

—¡Que la fuerza nos mantenga vivos! —gritó Halla mientras hacía girar el reptador sobre su rueda global central y deshacían a alta velocidad el camino que habían recorrido.

El terreno seguía girando y persiguiéndolos.

De color crema claro y con rayas marrones, el coloso no poseía nada semejante a un ojo normal. El extremo romo que se encorvaba hacia ellos mostraba una veintena de puntos negros y opacos espaciados, al azar, parecidos a los ojos de una araña.

El otro único rasgo reconocible era un accidentado desgarrón que aparecía debajo de las esferas negras. En ese momento se abrió y mostró unos dientes negros como azabache situados en círculos concéntricos, dientes que bordeaban una garganta interminable.

Los yuzzem parloteaban desenfrenadamente y disparaban contra la enorme masa, con tan poca puntería como eficacia. Los disparos dejaban delgadas rayas negras en la carne de aspecto anémico, pero no penetraban lo suficiente para provocar una auténtica destrucción. Luke había cogido la pistola y disparaba, al igual que la princesa. Los rayos rebotaban inofensivamente en la espalda, en los flancos o en las placas corporales inferiores. Threepio y Artoo se agarraban desesperadamente al todo terreno.

—¡Una errandela! —chillaba Halla—. ¡Es una errandela! Estamos perdidos.

La enorme cabeza roma todavía avanzaba pesadamente hacia ellos. Ahora recorrían terreno firme y no por la espalda del monstruo. Pero el reptador de los pantanos no era eficaz por su velocidad, sino por su fuerza y estabilidad.

Ramas y árboles enteros se separaban del suelo mientras la cabeza tanteante se curvaba tras ellos, seguida por la enorme cola blanca del cuerpo colosal de la errandela. Por debajo de las inmensas placas corporales surgían ruidos de absorción mientras el ser saltaba tras ellos. Avanzaba con lentitud, pero cada vez que se movía recorría varios metros. Lo hacía en una inexorable línea recta, en tanto el reptador tenía que esquivar árboles e insondables charcas de cieno. Se acercó tanto que Luke y los demás se reunieron desesperados en la parte delantera del reptador.

—¡Apuntad a los puntos—ojos! —ordenó Luke.

Todos acataron la orden y los disparos resultaron más eficaces. Varios rayos alcanzaron a un par de círculos negros y los chamuscaron profundamente. Un ruido seco surgió de las entrañas del ser, un trueno persistente y gimiente. Era en parte confusión y en parte dolor apenas comprendido.

Evidentemente, el sistema nervioso de la errandela era demasiado primitivo para que el fuego de energía lo neutralizara en un instante o estaba demasiado parejamente distribuido en su masa y, en consecuencia, carecía de centros vitales.

Elevó diez metros de su extremo delantero y los hundió como un enorme árbol blanco que cae en cámará lenta. Halla intentó esquivarlo, pero el reptador se encontró con un grueso tocón putrefacto. La primera rueda pasó por encima con una sacudida que hizo que todos cayeran al suelo de la cabina del reptador, pero la segunda se enganchó. Quedaron colgados, con el tocón sujetando el reptador entre el primer y el segundo eje mientras ese torso de pesadilla se abalanzaba sobre ellos.

Las fauces negras se abrieron, mordieron y agarraron la parte trasera del reptador. Su asidero era devastadoramente firme para un ser de aspecto tan correoso. Nadie tuvo que dar la orden de abandonar el vehículo: lo habían comprendido instantáneamente.

Kee fue el último en bajar y se demoró para lanzar un último disparo en la garganta parcialmente abierta. Apenas logró saltar mientras el reptador se elevaba por el aire. Pero sus brazos extralargos le permitieron retroceder sano y salvo.

Luego buscaron frenéticamente un escondite que no existía. Ni montañas que trepar ni cavernas en las colinas; tenían que ser prudentes porque de lo contrario el terreno aparentemente sólido los devoraría con la misma eficacia que el gusano que tenían detrás.

Hasta ellos llegaron unos ruidos de algo que se derrumba. Luke miró por encima del hombro mientras corría y vio que la errandela se zampaba el reptador de los pantanos como si se tratara de un bocado elegido y arrancado de un árbol. No pasó por alto la analogía. Si uno de ellos intentaba subir a un árbol para protegerse, sufriría el mismo destino que el desdichado reptador.

La única posibilidad que tenían consistía en encontrar algún tipo de escondite, desaparecer de la vista y rezar para que el sentido del olfato de la amenaza acechante no fuera equiparable a sus dimensiones.

Probablemente el ser pertenecía a una especie tan primitiva que consideraría que si la presa desaparecía de su vista, ya no existía. Cabía esperar que el monstruo poco inteligente interpretara su ausencia como inexistencia: los olvidaría; ojos que no ven corazón que no siente.

—¡Por aquí! — decidió Luke repentinamente. Giró y corrió hacia la izquierda.

Leia lo siguió. Ligeramente adelantada y flanqueada por los dos yuzzem, Halla no lo oyó. Ella y los dos extraños corpulentos continuaron por el mismo camino.

Transcurrieron varios minutos hasta que Halla, cansada, interrumpió la marcha y se le ocurrió mirar hacia atrás. Sólo divisó el convoy fosforescente del pálido gusano que se deslizaba en medio de la bruma a considerable distancia.

Se detuvo y aconsejó a los dos yuzzem que hicieran lo mismo.

—Se ha marchado en otra dirección —exclamó.

Hin, que jadeaba como un motor, hizo un gesto aprobatorio. El trío atisbó la bruma que los rodeaba.

—Luke, muchacho, niño —gritó la anciana—, ya puedes salir. Ha dejado de seguirnos —los sonidos de la bruma y las miradas furtivas del monte bajo respondieron estúpidamente—. Vamos, Luke, muchacho —agregó y comenzó a sentirse algo nerviosa—, no juegues así con la vieja Halla.

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