Mucho después de que Vinsint se quedara dormido, Tas le daba vueltas al asunto.
Cuando el kender se despertó, tuvo la impresión de que había amanecido, pero no había posibilidad de confirmar su suposición dado que en la estancia, alumbrada por la débil llama de una vela, no penetraba la luz natural. Se sentía descansado, fresco. Se levantó, sacudió las calzas azules, y echó una mirada en derredor. Denzil todavía dormía en el sombrío rincón, pero a Vinsint no se lo veía por parte alguna. El kender encontró sobre la mesa un pedazo de pergamino doblado, con su nombre escrito con trazos desmañados. Supuso que no sería tarea fácil para el ogro manejar una pluma con sus enormes manazas. Desdobló el papel, que contenía un simple mensaje.
«He ido en busca de provisiones. Volveré pronto. Vinsint.»
Se guardó la nota en un bolsillo y cogió una vela. En la estancia, nada había cambiado. Tas examinó la puerta, cerrada a cal y canto. Contó once cadenas y dieciséis candados de diferentes clases y tamaños. Llevaría horas desenredar semejante maraña, concluyó el kender para sí. De cualquier modo, ¿para qué escapar, si existía una Torre de Alta Hechicería sin explorar al final de la escalera?
Tasslehoff revisó sus posesiones. No contaba con la vara jupak, ya que la había utilizado en la tumba de Gisella. Denzil había confiscado todas sus dagas y navajas y Vinsint, a su vez, se las había quitado a Denzil. Conservaba el paquete de mapas; una inesperada y generosa concesión del semiorco que se los devolvió antes de abandonar Pon Balifor. Con cuidado para no despertar a Denzil, el kender rebuscó entre los cubiertos y cogió un tenedor pequeño y un cuchillo para mantequilla, con los que en un momento determinado abriría las cerraduras que sin duda existirían en una torre de hechiceros. El ogro había dicho que la escalera carecía de ventanas; por lo tanto, la vela era otro artículo imprescindible.
Así equipado y con una sensación de hormigueo ante la expectativa de la aventura inminente, Tasslehoff Burrfoot se dirigió de puntillas hacia la escalera.
Más allá de los primeros peldaños, el acceso estaba cubierto por una capa de polvo. Acercó la vela y percibió con claridad las huellas dejadas por tres personas; había muchas otras pisadas, pero aquellas tres eran bastante recientes. Impulsado por la curiosidad, Tas se lanzó escaleras arriba con tal ímpetu que la llama de la vela casi se apaga.
Tenía la impresión, en el ascenso, de que había excedido con creces la altura aparente de la torre, cuando por fin divisó una puerta que cerraba el acceso. Llegó hasta la hoja de madera y escuchó, pero no percibió ruido alguno. Probó el picaporte y la puerta se abrió hacia adentro en silencio; el kender se sorprendió por la suavidad del mecanismo al cabo de tantos años. Sin más preámbulos, cruzó el umbral.
La estancia a la que accedió era sin duda un estudio. La luz diurna penetraba a través de los ventanales emplomados abiertos en el techo. La pared exterior circular estaba repleta de estanterías con libros, salvo unos pocos lugares ocupados en su momento por cuadros ahora derrumbados en el suelo. Una escribanía de aspecto sólido y un sillón de madera tallada apenas llenaban el espacio restante de la sala.
Las huellas que había seguido Tasslehoff se separaban allí y recorrían la estancia de un lado a otro. Eligió las más grandes y las rastreó, paso a paso, en su recorrido hacia los estantes de libros. Justo a la altura de los ojos se percibía un hueco en las baldas. «Alguien se ha apropiado de uno de los ejemplares», se dijo Tas.
Las huellas cambiaban de dirección con brusquedad. Le llamó la atención un detalle extraño: las pisadas de las tres personas convergían en un mismo punto del muro y luego desaparecían. El kender hizo una pausa y se quedó absorto. Una idea súbita se abrió paso en su mente y no pudo evitar un escalofrío al caer en la cuenta de que entre tantas huellas, tanto recientes como antiguas, que subían la escalera no había visto ni una sola que realizara el recorrido inverso de regreso al sótano. Se aproximó a la pared y estudió con detenimiento las pisadas hasta quedar convencido de que, en efecto, los que habían subido hasta allí habían salido de la estancia por ese mismo punto.
—¡Una puerta secreta! —exclamó en voz alta.
Palpó la superficie tapizada de telas de araña con la esperanza de descubrir un resorte o tirador disimulado que abriera el acceso. Empujó y tanteó los ladrillos, los giró, los golpeó con el mango del cuchillo, pero no obtuvo ningún resultado. Tras varios minutos infructuosos, se sacudió el polvo de las manos y cambió de táctica.
«Tal vez el resorte ni siquiera está aquí, sino en cualquier otro lugar de la habitación», razonó. Recorrió la estancia con la mirada. ¿El volumen que faltaba? No parecía probable. De ser el libro el mecanismo que buscaba, se uniría de manera imprescindible a un punto y no sería posible sacarlo de la estantería.
Transcurrieron varios minutos antes de que los ojos observadores de Tas descubrieran la palanca situada tras la escribanía. Sin pensarlo, la accionó y volvió la vista hacia el muro. El contorno de todos y cada uno de los ladrillos se remarcaba con un fulgor verdoso y a través de las grietas escapaba una neblina. Los colores se expandieron en remolinos por el suelo, las paredes, por los tobillos y las rodillas de Tas. Entonces el muro se desvaneció y lo reemplazó una superficie irisada que palpitaba y lanzaba destellos. Al otro lado se percibió una espesa niebla cuyos remolinos se desbordaron en la estancia; el contorno de paredes y techo se difuminó hasta desaparecer, absorbido por las peculiares volutas. A Tas le latía el corazón con tanta fuerza que le golpeaba la caja torácica. ¡No era una puerta secreta corriente y vulgar! ¡Era mágica, y conduciría a cualquier parte! El kender dio un par de pasos apresurados en dirección al portal, pero lo detuvo una voz que venía de la escalera.
—¡Lo encontraste! ¡Sabía que me serías útil, antes o después!
Tas giró sobre sus talones y divisó la silueta de Denzil enmarcada por el umbral y la niebla arremolinada. La pulsante luminiscencia verdedorada que emitía el portal cincelaba las facciones del semiorco en un juego de luces y sombras que acrecentaba la dureza de los rasgos.
—No des un paso más, basura kender —conminó—. El tesoro de la torre se halla al otro lado del portal y, sea lo que fuere, me pertenece. Antes de apoderarme de él, saldaré una cuenta pendiente que tengo con tus articulaciones.
El asesino cruzó la habitación para acortar la distancia que le separaba del kender. Sabedor de que era una presa fácil para un semiorco, Tas eligió la única alternativa que se le ofrecía. De un salto, se zambulló en el portal con la esperanza de escabullirse.
Casi lo logró.
El roedor, una rata enorme, cruzó a todo correr el suelo calcinado, repleto de escombros. Se movía a hurtadillas, al abrigo de las sombras, con la certeza de jugarse la vida a cada paso. Cada vez que avanzaba, echaba una ojeada al extremo más alejado de la estancia, donde se hallaba el trono, resquebrajado y tambaleante, que había sido tallado en un solo bloque de roca volcánica. Era el mismo solio que utilizó en su día el Príncipe de los Sacerdotes de Istar, pero que ahora se encontraba en los dominios tenebrosos del Abismo. A pesar de los siglos transcurridos, las lenguas mortecinas del fuego brotaban de la estructura del trono y conferían un resplandor rojizo a la torturada superficie erosionada.
Al roedor le aterrorizaba aquel solio ya que en él se sentaba, bajo su forma de dragón cromático de cinco cabezas, la Reina de la Oscuridad, La de las Mil Caras, Señora del Mal, artífice del universo junto con Paladine, el Dios del Bien, y Gilean, el dios neutral que mantenía la balanza en equilibrio. El roedor temía que si un ser de semejante poder maligno advertía su presencia, una muerte fulminante era el mejor destino.
De hecho, su Oscura Majestad sabía que la rata estaba allí; en sus dominios no ocurría nada sin su conocimiento y aquiescencia. Pero en aquel momento tenía lugar un hecho mucho más interesante para ella que la suerte de un vulgar animal semiinteligente. Los pensamientos de la Reina de la Oscuridad apuntaban hacia otros derroteros.
En el mundo conocido como Krynn, en el continente de Ansalon, al sur del Mar Sangriento, cerca de la antaño poderosa ciudad de Istar, se abría un acceso mágico.
Sendos rugidos sordos de complacencia escaparon de las cinco gargantas reptilianas cuando su Oscura Majestad tuvo plena conciencia de la apertura del umbral. Se retorció, dos de las cabezas escupieron fuego con anticipado deleite; las llamas abrasaron la cola del roedor. Aquella puerta era muy especial, muy poderosa. Se encontraba en una Torre de Alta Hechicería y unía al edificio con una singularidad temporal de antigüedad incalculable. La Reina Oscura anhelaba el poder de tal acceso. Pasaría a través de él y regresaría al Primer Plano Material, del que fuera expulsada en el pasado, muchos siglos atrás conforme al cómputo humano del tiempo. Para Takhisis, sin embargo, el tiempo carecía de significado; el transcurso de unas horas para la diosa, representaba centurias o milenios para los habitantes de Krynn. Por consiguiente, aun cuando Huma (aquel detestable Caballero de Solamnia que encabezó la lucha que determinó su expulsión del mundo), llevaba muerto y enterrado en su tumba cientos de años, la herida infligida a su orgullo por la vergonzosa derrota todavía se mantenía fresca en su memoria como si hubiese ocurrido ayer.
Las lenguas reptilianas se proyectaron ondeantes entre los dientes afilados como cuchillas, como si paladearan el dulce sabor de la victoria final. Takhisis determinó que ese sabor era mucho más grato que el de la carne de sus enemigos.
A tanta ventura se añadía la ventaja que representaban la biblioteca y el laboratorio de la Torre de Alta Hechicería, repletos de secretos que le resultarían útiles en la guerra que emprendería una vez se asegurara el retorno al Primer Plano Material.
En épocas remotas había descifrado el secreto de la singularidad temporal atrapada entre diferentes dimensiones. Descubrió una «puerta trasera» que conducía al Plano Material. La utilidad de esa puerta era limitada, incluso nula, a menos que el acceso estuviese abierto. Ahora bien, cada vez que el acceso se activaba, las señales secretas de seguridad emplazadas le advertían que el portal se hallaba en uso. Sin embargo, siempre permanecía abierto un espacio de tiempo tan breve que no le dejaba ocasión de realizar los preparativos pertinentes. No obstante, sabía, con la misma certeza de su desprecio por Huma, que en algún momento el portal se abriría y permanecería accesible el tiempo necesario para intervenir.
Lo sabía y había esperado con paciencia, siempre vigilante; ahora se le ofrecía la ansiada oportunidad.
* * *
Con una velocidad sorprendente, las poderosas piernas de Denzil lo catapultaron a través de la estancia situada en lo alto de la torre. El semiorco articuló un rugido gutural al tiempo que se abalanzaba sobre el kender, quien se zambulló por el acceso, mientras aferraba la correa de la mochila colgada del hombro. Interceptado en mitad del salto, Tasslehoff se cayó.
Superado el instante de sorpresa, el kender no tardó en advertir que alguien lo arrastraba hacia atrás sobre el suelo polvoriento a fuerza de tirar de la correa de cuero.
Con una rapidez hija de la desesperación, Tas asió la correa y tiró con fuerza; el cuero cedió por una de las costuras. Antes de que Denzil comprendiera lo ocurrido, el kender gateaba en dirección al acceso envuelto en la bruma. Los brazos, la cabeza y los hombros, desaparecieron en los remolinos de la niebla.
Para el semiorco, el efecto fue como si a Tas le hubiesen cercenado la mitad superior del cuerpo y la parte inferior se proyectara desde una pared irisada. Al advertir que también las piernas desaparecían, lo aferró por los tobillos y lo atrajo hacia sí.
El cuerpo no retrocedió ni un milímetro, pero tampoco avanzó. Las piernas enfundadas en las polainas azules patearon con desesperación y se retorcieron en todas direcciones, pero el torso no emergía ni un milímetro de la pared refulgente. Denzil apretó a su presa y tiró de nuevo, esta vez con brutalidad. El cuerpo de Tas retrocedió unos cuantos centímetros, sin quedarse quieto.
Animado por el resultado, el semiorco echó una ojeada en derredor en busca de algo que le sirviera de punto de apoyo. Sus ojos se detuvieron en las estanterías de libros situadas a ambos lados del acceso y, sin soltar las piernas del kender, Denzil se apuntaló con los pies en los extremos de las baldas.
* * *
Unos remolinos de colores palpables rodeaban a Tasslehoff, giraban a su alrededor y lo retorcían de dentro afuera. Sentía los pulmones como si algo vivo se moviera en su interior y le provocara unas cosquillas insoportables. Sólo veía nubes espirales de color blanco, verde esmeralda y lavanda. Su aspecto le recordaba el algodón de azúcar. ¡Qué hermoso!, pensó.
Al instante se quedó helado hasta los huesos por la bruma, la humedad y el sudor de la tensión agotadora. ¡Calor, frío, calor, frío! El kender tiritaba como si tuviera fiebre, los dientes le castañeteaban.
Los giros y remolinos cesaron de forma súbita. Ahora flotaba, aunque todavía era incapaz de discernir dónde era arriba y dónde abajo. Carecía de fuerza para resistirse o mover un solo músculo. Tenía la sensación de estirarse y estirarse y temió romperse en pedazos. Parecía que los pies estuvieran a kilómetros de distancia de la cabeza.
De pronto, atravesó una cortina de arco iris y aterrizó de cabeza sobre un montón de guijarros puntiagudos que despedían un delicioso aroma a tarta. Mientras escupía la grava, gateó con denuedo a fin de ponerse de pie, y entonces descubrió dos cosas sorprendentes que lo intrigaron sobremanera.
La primera, que los supuestos guijarros que escupía sabían a limón, por lo que dedujo que la supuesta grava sobre la que había aterrizado no era tal, sino un montón de caramelos aromatizados con limón. Las golosinas resbalaban entre sus dedos como canicas.
La segunda, que no podía levantarse. Algo persistía en partirlo en dos, y le propinaba violentos tirones de las piernas. Tasslehoff giró sobre sí mismo para descubrir cuál era el problema y se encontró, no con un antagonista como esperaba, sino con un remolino de luz plateada que ocultaba los dos tercios inferiores de su cuerpo.
Gateó para escapar de las volutas luminosas, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos. Estaba atrancado con firmeza. Entonces sintió un tirón seco y retrocedió un par de centímetros. El corazón se le encogió con una sensación de temor poco corriente.