Tas habló tan deprisa que estaba sin aliento cuando finalizó la historia. Sin duda, éste había sido uno de los peores momentos que recordaba en que había puesto a prueba sus dotes narrativas y su imaginación para salir airoso de una situación.
El sobrecargo no se convenció, pero de cualquier manera se encogió de hombros.
—Tan cerca del puerto, no tiene mayor importancia por qué os encontráis aquí. De cualquier modo, pagasteis por la travesía completa, así que la terminaréis con nosotros.
—Una cosa más —agregó Tas, con ingenua torpeza—. Aquel hombre que está de pie junto a la maroma del ancla es un asesino —afirmó, en tanto apuntaba al mercenario—. Debe ser arrestado y entregado a la guardia de Port Balifor.
El brusco cambio en el tema de conversación cogió desprevenido al sobrecargo y, más aún, la petición del kender.
—Te equivocas. Maese Denzil es un pasajero modelo y no tomaré medida alguna contra él por las manifestaciones de un par de náufragos —dijo después, y rió por lo que consideraba una petición absurda.
Luego, mientras se alejaba para reincorporarse a su puesto, el marino miró por encima del hombro a los dos amigos e hizo una última recomendación.
—Llegaremos a Port Balifor en pocas horas. Hasta entonces, quedaos en cubierta y no molestéis a ningún otro pasajero.
—Pero ese hombre es...
—He dicho que
no molestéis a ningún pasajero —
bramó el sobrecargo, mientras desaparecía por la popa de la nave.
Tan pronto como el velero atracó en el muelle y bajaron la pasarela, Tasslehoff y Woodrow recibieron la orden de abandonar el barco. Los dos amigos se escabulleron entre la maraña de barriles, paquetes, sacos y baúles que abarrotaban el muelle.
—Seguiremos a Denzil sin que nos vea, amparados por el bullicio —propuso el kender—. Esperemos aquí y veamos qué ocurre.
Pero Woodrow sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y caminó entre la muchedumbre.
—No, Tasslehoff. No pretendo ser grosero o llevarte la contraria, pero mi propósito es poner la mayor distancia posible, y cuanto antes, entre ese asesino y nosotros dos.
De pronto, los brazos del kender, sorprendentemente fuertes, detuvieron al humano.
—Aguarda, Woodrow. El tal Denzil es un tipo peligroso y no lo dejaremos marchar así como así. Si no lo hacemos por Gisela, lo vigilaremos por nuestra propia seguridad. Será mucho más peligroso si lo perdemos de vista.
El joven se quedó inmóvil, en silencio. La inquietud lo dominaba, pero la seguridad mostrada por su amigo calmó en cierta medida su nerviosismo.
Pasaron varios minutos durante los cuales los dos compañeros vigilaron el velero sin que ocurriera nada. Después, Denzil emergió de la bodega guiando por las riendas a su monstruoso corcel. El hombre condujo al enorme caballo negro por la pasarela y a lo largo del muelle. La muchedumbre se apartaba a su paso, se distanciaba de aquella pesadilla de ollares ardientes que resoplaba sin cesar. Denzil cruzó justo por delante de los dos amigos sin prestarles la más mínima atención y prosiguió su camino hacia la ciudad.
—¿Qué crees que trama? —murmuró Woodrow, mientras se mordía las uñas hasta que se arrancó una al borde de la piel.
—Tal vez no le interesamos —sugirió Tas, aun cuando ni él mismo se convenció de su razonamiento—. Quizá lo ocurrido en las cercanías del castillo de los gnomos no se relacione con nosotros en particular. Me parece que le importamos poco.
—Ojalá tengas razón —murmuró el joven con cautela.
—De cualquier modo, sigámoslo. Es posible que consigamos algo de comida en el camino.
Tas encabezó la marcha por la calle, seguido por Woodrow. Poco después, sin embargo, los olores y el espectáculo que ofrecía el ajetreado puerto captaron por completo tanto el interés como la atención del kender. Conversaciones en lenguajes extraños, vestimentas exóticas, gentes de facciones peculiares, pieles con tatuajes, y docenas de mercaderes que trataban de venderle sus mercancías (o por el contrario alejarlo de sus tenderetes) resultaron demasiado atractivos para que el incorregible kender se resistiera a su fascinación.
Cuando dejaron atrás la segunda plaza del mercado, Tas había perdido la pista de Denzil y tampoco le preocupaba tal circunstancia. Por el contrario, se detuvo varias veces para comprar pescado ahumado, admirar la mercancía expuesta en un tenderete de mapas, y lograr que un artesano de objetos de plata lo echara con cajas destempladas cuando lo pescó haciendo muecas y gestos raros frente a una brillante tetera.
Incluso Woodrow se había tranquilizado cuando los dos amigos pasaron frente a un callejón en tanto masticaban los últimos trozos de pescado ahumado. De repente, dos brazos poderosos se dispararon y atraparon a los sorprendidos compañeros; una de las manos asió a Tas por el cuello y la otra aferró a Woodrow por la camisa. El joven humano rebotó contra la pared trasera del callejón, impulsado por un empujón violento. Tasslehoff sintió que lo alzaban en el aire y lo ponían boca abajo sobre el pomo del arzón de una silla de montar, que se le clavó dolorosamente en las costillas. Acto seguido, alguien más montó en la silla junto a él. Woodrow se levantó a trompicones en el mismo momento en que se escuchaba el ruido metálico de una espada al ser desenvainada.
—¡Denzil!
—¡Esto no te concierne, granjero! —bramó el asaltante—. Mantente al margen.
Sin más preámbulos, el agresor, vestido con ropajes oscuros, golpeó con brutalidad la cabeza del joven con la parte plana de la espada y Woodrow se desplomó inconsciente en el suelo.
Una mano férrea sujetó a Tasslehoff contra la silla mientras montura y jinete daban media vuelta y abandonaban el callejón a galope tendido.
Denzil arrojó a Tasslehoff sobre el suelo mugriento cubierto de paja de un almacén próximo a los muelles. Unos haces de luz polvorienta se colaban a través de los agujeros abiertos en los anchos tablones de madera que conformaban las paredes. El cuarto no contenía más que unos cuantos barriles cuyos aros metálicos estaban oxidados y que apestaban a arenques rancios.
El kender estaba maniatado y realizó denodados esfuerzos para sentarse. Dedicó una mirada iracunda al siniestro humano.
—¡Pagarás por lo que le hiciste a la pobre Gisella, y a Woodrow!
—Entrégame tus mapas.
Tas mantuvo desafiante la mirada de su agresor.
—¡No te daría ni un vaso de escupitajos!
—Me alegro, puesto que no es lo que pido.
Denzil asió al kender por el cuello de la túnica y lo alzó del suelo. Luego rebuscó en el interior del chaleco de pieles hasta dar con lo que buscaba. Sus labios se distendieron en un esbozo breve, mezcla de sonrisa y mueca, al alzar en la mano con gesto de triunfo un rollo de pergaminos. El hombre dejó caer a Tas con aire ausente y se dio media vuelta.
Arrodillado en el suelo, extendió los mapas y los examinó con la mirada tierna de un amante. Una vez revisado el primero, lanzó un sordo gruñido y lo arrojó con brusquedad por encima del hombro. La misma escena se repitió con otros seis mapas; entonces, se puso de pie, con una expresión sombría plasmada en su rostro. Al girar sobre sus talones para enfrentarse al kender, casi tropieza con él ya que Tasslehoff había estado todo el tiempo asomado tras el hombro del humano para espiar sus manipulaciones.
—¿Dónde está? —bramó Denzil, mientras alargaba la mano hacia el cuello del kender.
Tasslehoff retrocedió con presteza. Hasta él, que no le temía a nada, se alarmó por el brillo asesino reflejado en las pupilas del hombre.
—¿Que dónde está qué? Estoy seguro de que entre mis mapas habrá alguno que te sea útil. ¿Tienes algún problema para interpretarlos? No te preocupes, te los descifro...
Denzil lo acorraló y las manos enguantadas en cuero negro se cerraron en torno a la garganta del kender.
—No, claro, no precisas que nadie te ayude a leerlos —jadeó Tasslehoff, medio asfixiado.
—No me provoques, basura kender —amenazó Denzil con los dientes apretados—. Quiero la mitad del mapa que cubre la zona este de Kendermore.
—¿Qué agrrrr...? —El hombre aflojó la garra con que apresaba al congestionado Tas, quien tras sufrir un espasmo de tos, recobró el habla—. Muchas gracias. El único sector al este de Kendermore que merece aparecer en un mapa, es la zona de las Ruinas y no valdría la pena, porque es un asentamiento destruido.
Tasslehoff se encogió de hombros con actitud resignada, pero al momento una nueva idea acudió a su mente.
—¡Eh, tiempo atrás tuve un pequeño mapa de la Torre de Alta Hechicería que se alza allí y del robledal mágico que la rodea!
Denzil se acercó hasta que su fétido aliento rozó el rostro del kender.
—¿Por qué dices «tuve»?
—Bien, según recuerdo, el mapa era apenas detallado; sólo un puñado de árboles sobre el que aparecía el símbolo de precaución y luego estaba la torre, alta y redonda, con infinidad de peldaños. He olvidado cuántas habitaciones tenía. De todos modos, un día me quedé sin papel pergamino y quería realizar un nuevo mapa (creo que de Neraka), repasé los antiguos y utilicé la parte posterior de aquél.
—¿Dónde está
ese
mapa?
Tasslehoff se encogió de hombros otra vez.
—Hace tiempo que no lo he visto; supongo que se lo regalé a alguien. ¿Qué importancia tiene ese mapa en particular? Tengo muchos otros —agregó, al percatarse de que las manos del hombre temblaban por la cólera.
—No tengo inconveniente en decírtelo, ya que, al fin y al cabo, morirás pronto. Tropecé de forma casual con
la mitad
de ese mismo mapa en el consultorio de un matasanos de Kendermore. La otra parte que estaba en
tu
poder mostraba la localización de un tesoro. Lo quiero y, a menos que algún otro se haya apoderado de él, ¡lo conseguiré!
El hombre arrojó a Tas contra la pared de un fuerte empujón y preparó la ballesta.
—Entonces, si estás decidido a ir a la torre, necesitarás saber cómo cruzar el robledal hechizado —argumentó el kender con rapidez, en tanto gateaba para salir del punto de mira de la ballesta.
—Es inútil que trates de ganar tiempo —dijo Denzil en voz baja, con desinterés, mientras encajaba el dardo en la ranura.
Tas trastabilló y tropezó, sin quedarse quieto en un sitio.
—Tal vez sea cierto, pero también lo es que para cruzar ese robledal es preciso saber su secreto. ¡Pregunta a cualquiera, si no me crees! Todas y cada una de las Torres de Alta Hechicería están rodeadas por sendos bosques mágicos que las protegen.
El mercenario bajó la ballesta que había apoyado contra el hombro y reconsideró las palabras del kender.
—¿Qué hace un puñado de árboles? —gruñó al fin y alzó de nuevo el arma.
—¡Mucho! —clamó Tas con voz ronca—. ¡Este bosque en particular hace que la gente pierda la razón! Sin duda, habrás oído cuán... ¡ejem!, ingenioso es un kender cuando se trata de penetrar en lugares difíciles. Bien, pues incluso la mayoría de mis congéneres no ha sido capaz de atravesar ese robledal. ¡Tan sólo aquéllos que conocen sus terribles secretos han entrado en la torre!
Por segunda vez, Denzil bajó la ballesta y observó a Tas con fijeza.
—Y presumo que tú, precisamente, eres uno de ellos ¿verdad?
—Acaso. Recuerda que vi el mapa —respondió con astucia.
El hombre se quedó pensativo durante unos momentos.
—Si existe tal secreto, lo que dudo mucho, y lo sabes, me lo dirás ahora.
Tasslehoff adoptó una actitud ofendida.
—¿Tan estúpido me crees? ¡En el momento en que te lo revele, me matarás! ¡Prefiero morir sin habértelo dicho, gracias!
Denzil, indeciso, se enjugó el sudor de la frente; no se animaba a pasar por alto la posibilidad de que fuera cierto lo que decía el kender; correría un nesgo innecesario. Tomó a Tas por las muñecas atadas, lo levantó de un tirón y lo puso de pie.
—De cualquier manera te mataré, antes o después, y lo sabes. De momento, lo has retrasado y disfrutarás de un bonito paseo a lomos de mi corcel de pesadilla. —El asesino estrechó los ojos hasta que fueron meras rendijas—. Si mientes, la muerte rápida que te habría dado aquí te parecerá una bendición comparada con la que te reservo.
Tasslehoff tragó saliva con dificultad. El hombre lo sacó a rastras del almacén y lo llevó a empujones hasta un callejón donde su montura negra se removía y pateaba el suelo con nerviosismo. El tal Denzil y su fiero corcel, que parecía exhalar fuego, formaban un conjunto lo bastante tenebroso para lograr que hasta un kender, osado y resuelto, deseara con fervor conocer de verdad el secreto del robledal.
Cabalgaron sobre el caballo, gélido como el hielo, desde Port Balifor hasta Kendermore, rodearon la ciudad y se encaminaron por el norte hasta las Ruinas. Al menos, eso fue lo que dedujo Tas, limitado a ver el suelo que pasaba a toda velocidad bajo el flanco derecho del animal. El mercenario había colocado al kender delante de él, boca abajo y atravesado en la silla, a la que lo ató.
—No quiero que te caigas y te lastimes —había dicho con ironía.
Cuando alcanzaron los aledaños de las Ruinas, Denzil desmontó. Dio una orden al horrendo corcel en un lenguaje feo y gutural, desconocido por completo para Tas. Luego, con el kender aún amarrado a lomos de
Scul,
el hombre echó a andar por la vía principal que se internaba en los edificios derruidos. En principio a Tas le extrañó no encontrarse con los bichos y alimañas que pululaban por el lugar, pero luego razonó que la presencia del caballo de pesadilla los ahuyentaba.
El hombre condujo su horrenda montura por las bridas hasta la linde del robledal.
Cortó las ataduras del kender con un puñal de hoja curva y aspecto ominoso. Tas se desplomó en el suelo como si fuera un saco de grano; sentía los músculos de las piernas agarrotados por los calambres y le costaba enderezar la espalda anquilosada. El mercenario lo sujetó por las muñecas y lo izó con brusquedad.
—Llegó el momento de la revelación del gran secreto, basura kender. Habla o cierra el pico para siempre, como se dice en estos casos —gruñó Denzil.
¿Cómo revelar lo que ignoro?, pensó Tas con desaliento. Aun en caso de saberlo, acabaría conmigo una vez lo hubiese dicho. Por lo tanto, lo descubriría poco a poco, en pequeñas dosis, y me mantendría vivo con tal de conseguir la información completa. Dentro del bosque, quizá surja la oportunidad de escabullirme, cuando se perciban los efectos mágicos...