Un silencio contenido descendió sobre la Sacristía. Los que habían trabajado y esperado y dedicado sus vidas a la consecución de aquel glorioso momento, aguardaban con la respiración entrecortada, el corazón palpitando con rapidez y la sangre tiñéndoles el rostro. Las campanas de hierro comenzaron a dar las horas.
Una.
La Maga Negra extrajo de sus hábitos la bola de cristal que contenía los dos peces.
Dos.
Con suma reverencia, depositó la bola sobre la ahorquillada lengua de la serpiente.
Tres.
Volviéndose hacia una de las vasijas de marfil, la Maga Negra metió la mano en ella y la volvió a sacar manchada de sangre humana.
Cuatro.
Los Paladines Negros comenzaron a invocar el nombre de su dios.
—Zhakrin… Zhakrin… Zhakrin… —susurraban por toda la Sacristía como un viento maligno.
Cinco.
La Maga Negra se inclinó sobre Zohra y trazó una S en su frente con la sangre de los inocentes asesinados en la ciudad de Idrith.
Seis.
El canto aumentó de volumen y se hizo más rápido.
—Zhakrin, Zhakrin, Zhakrin.
Siete.
La mano de Mateo comenzó lentamente a sacar la negra varita.
Ocho.
La Maga Negra levantó la bola de cristal y la colocó sobre el pecho de Zohra.
Nueve.
El canto se volvió frenético, triunfante.
—¡Zhakrin! ¡Zhakrin! ¡Zhakrin!
Diez.
La Maga Negra volvió a sumergir su mano en la sangre de la vasija y untó con ella la bola de cristal.
Once.
Retirando uno de los afiladísimos colmillos de la boca del altar, la Maga Negra lo sostuvo sobre la bola, sobre el pecho de Zohra…
Doce.
—¡En el nombre de Astafás, te convoco! ¡Tráeme los peces! —gritó Mateo.
Levantó la varita y el diablillo apareció. Una tremenda explosión apagó las luces de las velas y sumió a toda la sala en la oscuridad.
El canto degeneró en confusión, tragado por los gritos de cólera e indignación.
—¡Antorchas! —vocearon algunos de los Paladines comenzando a moverse.
—¡No rompáis el círculo! —chilló la voz de la Maga Negra por encima del griterío.
Mateo oyó cómo el movimiento cesaba a su alrededor.
Pero los guerreros que se alineaban fuera del círculo se hallaban libres para actuar. Corriendo a los vestíbulos que rodeaban la Sacristía, y resbalando en los pulidos suelos en su premura, los soldados agarraron las antorchas de las paredes y se hallaron de vuelta en la Sacristía antes de que los ojos de Mateo hubiesen tenido tiempo de acostumbrarse a la oscuridad.
Parpadeando ante la deslumbrante luz que le hacía daño en los ojos, Mateo vio a la Maga Negra mirándolo fijamente con el rostro muy pálido y los ojos ardiendo con más ferocidad que las llamas reflejadas en sus oscuras profundidades. No dijo ni una palabra ni hizo el menor movimiento, sino que se limitó a mirarlo escrutadoramente, midiendo su fuerza. Entre ella y Mateo se erguía el diablillo, con sus anchas y aplanadas manos abiertas, sus ojos rojos mirando con expresión amenazadora en torno al círculo y su lengua disparándose de excitación a través de su babeante boca.
Nadie se movió ni habló. Todos los ojos estaban fijos en él. Mateo sonrió, seguro de su poder.
—Tráeme los peces —volvió a ordenar al diablillo con la voz quebrándose de impaciencia—. ¿Por qué tardas tanto? ¿He de volver a pronunciar el nombre de nuestro amo? A él no le va a gustar, te lo aseguro.
Lentamente, el diablillo se volvió hacia Mateo con sus ojos titilantes y su arrugada piel brillando viscosa a la luz de las antorchas.
—Pronuncias el nombre de mi amo con bastante desparpajo —dijo el diablillo, apuntando al joven brujo con un dedo torcido mientras sus pies se deslizaban en silencio por el suelo, acercándose a él—. Pero Astafás no está convencido de que seas su sirviente. Exige una prueba, humano.
—¿Qué más prueba quiere? —replicó Mateo enojado sin dejar de apuntar con la varita al diablillo—. ¿No es bastante el hecho de que esté capturando a estos dos dioses y llevándoselos a él para que haga con ellos lo que le plazca?
—¿De veras es ésa tu intención? —inquirió el diablillo con una amplia sonrisa—. ¿No lo estás empleando como excusa para que te ayude a escapar de este lugar sabiendo que, mientras tengas la bola mágica en tu posesión, nadie podrá hacerte daño? ¿De verdad piensas ofrecérselos a Astafás?
—¡Así es! ¿Qué puedo hacer para probarlo?
El dedo extendido del diablillo comenzó a moverse de forma inquietante.
—Sacrifica a este hombre en el nombre de Astafás.
El dedo se detuvo, apuntando directamente al corazón de Khardan.
Mateo tragó saliva. La varita comenzó a culebrear y a transformarse en su mano y, de pronto, se encontró sosteniendo una daga de obsidiana con el pomo de madera petrificada. El peto que cubría el cuerpo de Khardan se derritió, dejando su pecho desnudo y las heridas de su tortura claramente visibles en su piel. Él califa miró a Mateo con absoluta calma, obviamente pensando que esto formaba parte del plan. No hizo intento alguno de escapar, y Mateo sabía que no lo haría.
«¡Tiene fe en mí!»
Hasta que Mateo no le hundiese la daga en el corazón, Khardan no se daría cuenta de que había sido engañado.
—¡No tengo alternativa! —susurró Mateo levantando el puñal y envolviéndose en una oscuridad que se había convertido de pronto en una entidad viva, que respiraba.
De este modo, no pudo ver que, detrás de él, la luz de las antorchas se reflejó en la hoja de la espada que Auda ibn Jad acababa de desenfundar.
La Muerte condujo a Asrial desde el
arwat
a través de las abarrotadas calles de la ciudad muerta de Serinda. Mirando hacia atrás, el ángel pudo ver a Pukah sentado con expresión de desconsuelo junto a la ventana, con la cara pegada al cristal y la mirada fija en ninguna parte. Por primera vez desde que Asrial lo había conocido, el djinn parecía derrotado, y ella sintió un dolor en su pecho, en lo que Pukah habría llamado su corazón. El repetirse a sí misma que los seres inmortales no poseían dichos órganos sensibles y caprichosos no hizo gran cosa por aliviar su dolor.
«He estado demasiado tiempo entre humanos —se reprochó Asrial a sí misma—. ¡Cuando regrese, pasaré siete años en la capilla y penando hasta que haya borrado de mi ser estos incómodos, impropios y muy erróneos sentimientos!»
Pero los sólidos muros protectores de la catedral de Promenthas estaban muy lejos de allí. Una niebla comenzó a elevarse alrededor del ángel hasta borrar la visión del
arwat
. Los sonidos de la ciudad de Serinda se desvanecieron en la distancia. Asrial ya no podía ver otra cosa que la bruma gris arremolinándose en torno a ella y la figura de la Muerte.
—¿Dónde estamos? —preguntó el ángel, sintiéndose confusa y desorientada en medio de la espesa niebla.
—Podríamos decir que ésta es mi morada —respondió la Muerte.
—¿Morada? —repitió Asrial escrutando a través de la niebla, intentando ver más allá de los ajironados retazos de vapor que ondulaban y serpenteaban a su alrededor—. ¡No veo ninguna morada!
—No ves ninguna pared, ni suelo, ni techo, quieres decir —corrigió la Muerte—. Tal es la estructura que, para vosotros, conforma una vivienda. Sin embargo, ¿cómo crees que yo, que conozco la mutabilidad de todas las cosas, iba a poner mi fe en los frágiles elementos? Si hubiese de vivir en una montaña, tendría que acabar viéndola desmoronarse en torno a mí. Y, hablando de todo lo que es perecedero y frágil, te voy a mostrar al humano por quien te tomas tanto interés.
Las nieblas se arremolinaron y luego se separaron, barridas de delante de los ojos del ángel por una ráfaga de viento frío. De repente, se encontró en medio de la Sacristía. Mateo, daga en mano, se erguía frente a Khardan. Detrás del brujo, Auda ibn Jad deslizaba lenta y silenciosamente su espada fuera de la funda. Y, cerca de todos ellos, con sus ojos de fuego centelleando de gozo…
—¡Un sirviente de Astafás! —exclamó Asrial—. ¡Y yo no estoy ahí para proteger a Mateo! ¡Oh, jamás debí irme de su lado, jamás!
—¿Por qué viniste a Serinda?
—Me dijeron que debía hacerlo, o, en caso contrario, mi protegido perdería su alma —balbució Asrial, con sus ojos en el diablillo.
—¿Y quién te dijo eso?
—U… un pez —dijo el ángel sonrojándose de vergüenza—. ¡Cómo pude ser tan estúpida!
—El pez era la diosa Evren, pequeña —dijo la Muerte con aire divertido—. Intentaba recuperar a sus inmortales, para así recobrar su poder, si consigue retornar a la vida.
—No lo entiendo.
—Los dos peces que ves dentro de la bola, sobre el altar, son en realidad el dios Zhakrin y su opuesta, la diosa Evren. Se hallan en manos de los seguidores de Zhakrin. La Maga Negra, la mujer que hay al lado del altar, estaba justo a punto de traer a Zhakrin de nuevo al mundo, albergando su esencia en el cuerpo de un ser humano cuando tu Mateo decidió intervenir.
»El joven entró en posesión de una varita de poder mágico maligno y ha sucumbido a la tentación de utilizarla. Por ello, sin ti a su lado para protegerlo, es presa fácil para Astafás. Tu Mateo está tratando en este momento de tomar posesión de los peces.
—¡Para salvar a Evren! —susurró Asrial.
—Mateo es un humano, pequeña. —La Muerte se encogió de hombros—. La guerra de los cielos no es asunto tuyo. Hallándose bajo la creciente influencia del mal, al único que se propone liberar es a sí mismo. Una vez en posesión de la bola, la magia que la rodea lo protegerá de todo daño. Si la consigue, no se atreverá a liberar a los dioses. Y, aunque lo hiciese, no representaría mucha diferencia. Sin sus inmortales, Zhakrin y Evren pronto se debilitarán y, esta vez, desaparecerán por completo. El poder de Quar es ahora diez veces lo que era cuando se apoderó de ellos. Sus seguidores serán borrados de la faz de la tierra.
La visión cambió. Asrial vio el futuro. Una poderosa flota surcaba el mar de Kurdin. Hordas de hombres, portando el estandarte de la cabeza de carnero dorada, desembarcaban en la playa de la isla de Galos. Los seguidores de Zhakrin luchaban con denuedo para salvar su castillo, pero todo era en vano. Se hallaban abrumadoramente superados. Los cuerpos de los Paladines Negros yacían cercenados y mutilados sobre la playa. Su línea no se había roto; cada uno yacía en su sitio, codo con codo con su hermano. En el castillo, la Maga Negra y las mujeres combatían con su magia, pero tampoco ésta podía contra la aplastante fuerza de Quar. El imán solicitaba al cielo su ruina. Kaug, el
'efreet
, emergía como una erupción del volcán y arrastraba consigo mortales cenizas y humo tóxico. El suelo sufría una sacudida; los muros del castillo se agrietaban y desmoronaban. Los ejércitos de Quar huían apresuradamente a sus barcos y navegaban hacia el continente. El volcán estallaba en pedazos; una lluvia de roca fundida caía en el mar y hacía hervir las aguas. El vapor y las nubes envolvían con sus ondeantes sábanas la isla de Galos, que desaparecía para siempre bajo las oscuras aguas.
—Son una gente cruel y malvada —dijo Asrial reviviendo en su mente la matanza de los sacerdotes y magos en las orillas de Bas—. Merecen semejante destino. No son aptos para vivir.
—Así enseña Quar… respecto a los seguidores de Promenthas —repuso la Muerte con frialdad.
—¡Está equivocado! —exclamó Asrial—. ¡Mi gente no es como ésos!
—No, y tampoco son como los seguidores de Quar. Y, por tanto, sólo tienen dos posibilidades: convertirse en seguidores de Quar o morir, ya que «no son aptos para vivir».
—¡Debes detenerlo!
—¿Por qué habría de preocuparme? ¿Qué me importa a mí si hay un dios o si hay veinte? Y tampoco es asunto tuyo, pequeña, ¿no crees? Tu única incumbencia es ese mortal cuya vida y cuya alma inmortal se balancean sobre la hoja de un puñal. Me temo que no puedas hacer gran cosa por salvar su vida —señaló la Muerte haciendo reaparecer a visión de Mateo y contemplándola con una expresión de apetito insaciable en su pálido rostro—, pero tal vez aún podrías salvar su alma.
—Debo ir junto a él…
—Por supuesto —dijo la Muerte con indiferencia—. Pero debo recordarte que, para alcanzar la puerta de la ciudad, tendrás que atravesar las calles de Serinda.
El ángel se quedó mirando a la Muerte desconsolado.
—¡Pero no puedo! Si yo muriese…
—… volverías a vivir, pero sin el menor recuerdo de tu protegido.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó Asrial con labios temblorosos—. Me has traído aquí y me has mostrado esto con algún propósito.
—¿No lo adivinas? Quiero a Pukah.
—Pero, ¡ya lo tienes! —protestó el ángel con desesperación—. ¡Tú misma dijiste que no había forma de que pudiese escapar!
—Nada es seguro en Sul —respondió la Muerte con sabiduría—, como yo, más que ningún otro, tengo razones para saber. Tú lo amas, ¿no es así?
—Los seres inmortales no pueden amar —contestó Asrial bajando los ojos.
—No
deberían
. Ello reduce su eficiencia, como tú misma puedes claramente atestiguar. Has cometido un doble pecado, mi pequeña. Te has enamorado de un mortal y de un inmortal. Ahora, debes escoger entre ellos. Dame a Pukah y yo te dejaré libre para que puedas ir a rescatar el alma de tu mortal, si ya no su cuerpo.
—¡Pero ya será demasiado tarde!
Asrial miró, aterrada, la visión que tenía ante ella.
—El tiempo no significa nada aquí. Un día pasa en este reino por cada milésima de segundo en el reino mortal. Tráeme el amuleto de turmalina esta noche, deja al djinn indefenso y yo me encargaré de que llegues a tiempo para luchar por el alma de Mateo.
—¡Pero tú dijiste que Pukah tenía hasta la mañana!
La mujer enseñó sus dientes en una amplia sonrisa.
—La Muerte no tiene piedad, ni misericordia, ni escrúpulos… ni honor. Las únicas promesas que estoy obligada a cumplir son las que hago en el nombre de Sul.
Asrial volvió a mirar a Mateo. Podía ver la oscuridad plegando ya sus negras alas en torno a él. La espada de Auda ibn Jad se deslizaba lentamente, muy lentamente, de su funda, y Mateo, con la espalda vuelta hacia el Paladín Negro, levantaba su daga contra un hombre que había confiado en él, un hombre a quien amaba.
El ángel inclinó la cabeza, sus blancas alas cayeron hacia abajo y, de pronto, se encontró de nuevo en medio de la calle, delante del
arwat
de la ciudad de Serinda.