—¡Encanto mío! —gritó Pukah cuando vio a Asrial a través de la ventana. Poniéndose en pie de un brinco, salió corriendo del
arwat
y abordó al ángel en medio de la calle.
—¡Has vuelto!
—Naturalmente —dijo con tristeza el ángel—. ¿Adónde crees que podría ir?
—¡No lo sé! —contestó Pukah sonriendo—. Toda clase de ideas extrañas me pasaron por la cabeza cuando te vi desaparecer en compañía de la Muerte. Como, por ejemplo, que podría haberte enviado de nuevo con ese loco tuyo…
—¡No! —gritó con violencia Asrial.
Pukah la miró sorprendido y ella se ruborizó.
—Quiero decir, no, ¡cómo se te ha podido ocurrir una cosa tan tonta! —enmendó.
Estirando el brazo, el ángel agarró la mano de Pukah y la sujetó fuertemente con la suya. Sus dedos estaban demasiado fríos para ser los de una amante ardiente y su asimiento era más resuelto que tierno, pero tan emocionado estaba Pukah ante esta expresión de afecto que pasó por alto estas pequeñas incoherencias.
—Asrial —dijo con seriedad mirando aquellos ojos azules levantados hacia los suyos—, contigo a mi lado no tengo miedo de nada cuanto pudiera sucederme mañana.
El ángel bajó los ojos y apartó rápidamente la cara, pero no antes de que Pukah pudiera ver una lágrima brillar en su mejilla.
—¡Perdóname! ¡Soy un miserable, una bestia! No pretendía hablar de mañana. Además, no me va a pasar nada. ¡Vaya, ya estoy hablando otra vez de ello! Lo siento. No diré una palabra más —y la acercó hacia sí, poniendo un brazo protector en torno a ella y mirando con aire amenazador a los transeúntes que observaban al ángel con ojos lujuriosos—. Creo que deberíamos ir a algún lugar donde podamos estar solos.
—Sí —repuso Asrial con timidez—. Tienes razón —y levantó los ojos hacia las ventanas superiores del
arwat
, donde podía oírse un sonido de dulces risas que se colaba hasta la calle—. Quizás…
—¡Por Sul! —exclamó Pukah captando su insinuación, y la miró con asombro—. ¿Hablas en serio?
Apretando firmemente los labios, Asrial se acercó más a Pukah y apoyó la cabeza contra su pecho.
El djinn la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí, sin pararse a pensar que aquello era lo mismo que abrazar el duro y sumiso tronco de una palmera datilera. Los labios del ángel estaban rígidos y no devolvieron el beso.
«No quiere mostrarse demasiado ansiosa —se dijo Pukah a sí mismo—. Muy apropiado. Me pregunto si las alas son desarmables. »
Manteniendo su brazo en torno a la cintura de Asrial, el djinn la condujo de nuevo al
arwat
,
—Una habitación —dijo al
rabat-bashi
.
—Sólo para esta noche, supongo —comentó el propietario con una maliciosa sonrisa.
Pukah sintió a Asrial temblar en sus brazos y miró desafiante al hombre.
—¡Para una semana! Pagado por adelantado.
Y arrojó un puñado de monedas de oro a las manos del inmortal.
—Aquí tienes la llave. Arriba, la segunda puerta a la izquierda. No te canses demasiado esta noche. ¡Necesitarás estar fresco por la mañana!
—¡Estaré lo bastante fresco para
ti
, puedes estar seguro de ello! —murmuró Pukah llevando a toda prisa al casidesmayado ángel escaleras arriba—. No hagas caso a ese patán, cariño mío.
—Yo… no —balbució Asrial con voz casi inaudible.
Recostándose contra la pared mientras Pukah manipulaba la llave, el ángel miró a su compañero con unos ojos tan apenados que Pukah no lo pudo soportar.
—Asrial —dijo con dulzura, oyendo el «clic» de la cerradura pero sin abrir la puerta todavía—, ¿no preferirías ir a sentarte a alguna parte y charlar? ¿Tal vez a la fuente, junto al templo?
—¡No, Pukah! —respondió el ángel impetuosamente, echándole los brazos al cuello—. ¡Quiero estar contigo esta noche! ¡Por favor!
Y estalló en lágrimas, estrechando su abrazo hasta que casi lo estrangula.
—Vamos, vamos —la tranquilizó él, sintiendo su corazón palpitar enloquecidamente dentro del blando seno apretado contra su pecho desnudo—. ¡Tú y yo estaremos juntos, no sólo esta noche, sino toda la eternidad!
Y, abriendo la puerta, condujo al ángel al interior.
Los rayos del sol poniente proyectaban luminosos destellos a través de una ventana abierta. Asrial se apartó de sus brazos tan pronto como se encontraron en la habitación. Pukah cerró la puerta con llave, arrojó la llave sobre una mesa cercana y, después, procedió rápidamente a cerrar las contraventanas de madera a la enrojecida luz del atardecer, hasta sumir la habitación en una fresca oscuridad.
Cuando se volvió, con los ojos acostumbrándose poco a poco a la densa penumbra, vio a Asrial tendida sobre la cama que constituía el elemento prominente de la estancia. Las alas, que tanto le habían preocupado, se extendían por debajo de ella formando una blanca manta de pluma. Su largo cabello parecía brillar con luz propia, bañando al ángel en una luminosidad plateada. Su rostro estaba mortalmente pálido y sus ojos despedían un trémulo brillo de lágrimas sin derramar. Sus brazos, sin embargo, estaban extendidos hacia él, y Pukah fue muy rápido en responder.
Desenrollándose el turbante, dejó libre su pelo negro y se tendió en la cama junto a ella. Asrial no lo miró, sino que mantuvo los ojos bajos con un aire de virginal confusión que hizo que a Pukah se le agolpase la sangre en las sienes. Lentamente, con los brazos fríos y temblorosos, el ángel acercó su cabeza hasta el pecho de él y comenzó a acariciar el rizado pelo del djinn.
Pukah se acurrucó entre la suavidad de las alas y, poniendo sus labios sobre el blanco cuello, estaba ya a punto de perderse en su dulzura cuando notó que Asrial estaba cantando.
—Mi palomita —dijo, aclarándose la garganta e intentando levantar la cabeza sólo para encontrar que el ángel la sujetaba con firmeza contra ella—, esa canción es muy bonita, aunque un poco misteriosa y demasiado triste. Además —agregó con un bostezo—, está haciendo que me quede dormido.
Los movimientos de la mano del ángel eran sedantes y mecedores. Pukah cerró los ojos. La hechizante canción burbujeaba en su mente como las aguas gorgoteantes de un fresco arroyo, aplacando su deseo. Él dejó que las aguas lo arrastrasen y flotó encima de la música hasta que se hundió bajo sus olas.
La voz de Asrial se desvaneció. El djinn dormía profundamente, con la cabeza apoyada en su pecho y la respiración uniforme y sosegada. Empujando con cuidado su cuerpo hacia un lado, ella se sentó junto a él. No tenía miedo de despertarlo. Sabía que él dormiría profundamente durante mucho, mucho tiempo.
Muchísimo tiempo. Suspirando, Asrial se quedó mirando al durmiente Pukah hasta que ya no pudo verlo a causa de las lágrimas que le inundaban los ojos. Aquel cuerpo delgado y juvenil, aquella cara zorruna que se creía tan lista. El ángel rodeó con sus manos el pecho del djinn y se lo acerco a sí. Después pegó su cara contra él y sintió los latidos de su corazón.
—¡Un inmortal no puede tener corazón! —lloró—. ¡Un inmortal no puede amar! ¡Perdóname, Pukah! ¡Es la única manera! ¡La única manera!
Agarrando el amuleto con sus manos temblorosas, Asrial lo retiró lentamente del cuello del djinn.
Un djinn se despertó en una estancia cavernosa y sombríamente iluminada. Sentándose, miró a su alrededor y apenas pudo distinguir unas altas columnas de mármol en cuya superficie se reflejaba la luz anaranjada de una llama. El apuesto djinn no tenía idea de dónde estaba ni recordaba cómo había llegado hasta allí. No recordaba nada, de hecho, y se palpo la cabeza para ver si tenía alguna protuberancia en ella.
—¿Dónde estoy? —preguntó sin esperar respuesta, más para oír el sonido de su propia voz en la sombría penumbra que en espera de una contestación.
Sin embargo, alguien respondió.
—Estás en el templo de la Muerte, en la ciudad de Serinda.
Sorprendido, el djinn volvió rápidamente los ojos y vio la figura de una mujer vestida de blanco erguirse por encima de él. Ésta era hermosa y su rostro, liso como el mármol, reflejaba la llama del mismo modo que las elevadas columnas. A pesar de su belleza, el djinn no pudo evitar un escalofrío cuando la mujer se acercó a él. Quizá fuese algún truco de la pálida luz, pero podría haber jurado que había algo extraño en los ojos de aquella mujer.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó el djinn palpandóse todavía la cabeza en busca de contusiones o magulladuras.
—¿No te acuerdas?
—No, no recuerdo… casi nada de nada.
—Ya veo. Bien, tu nombre es Sond. ¿Te suena eso familiar?
«Sí», pensó el djinn, «parecía sonarle». E hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, temiendo que ésta le doliese. Pero no le dolió.
—Eres un asesino…, un especialista —continuó la mujer—. Tu precio es alto. Pocos se pueden permitir alquilar tus servicios. Pero hay alguien que lo hizo. Un rey. Te pagó una bonita suma por matar a un joven.
—Un rey no debería tener por qué alquilar a un asesino —replicó Sond poniéndose lentamente en pie y mirando con recelo a la mujer.
¿Qué ocurría con sus ojos?
—Lo hace cuando el homicidio ha de permanecer secreto para toda la corte, incluida la reina. ¡Lo hace cuando la persona a quien hay que asesinar es su propio hijo!
—¿Su hijo?
—El rey descubrió al muchacho conspirando para destronarlo. Pero no se atreve a enfrentarse abiertamente con su hijo, pues la madre de éste se pondría de su lado y ella posee su propio ejército, lo bastante poderoso como para dividir el reino. El rey te contrató para asesinar al joven; después hará divulgar la noticia de que el crimen fue perpetrado por un reino vecino, un enemigo.
»Tú seguiste su rastro hasta esta ciudad, Serinda. Él se aloja en el
arwat
, no lejos de aquí. Pero cuidado, Sond, porque el joven está prevenido contra ti. Anoche fuiste atacado por sus hombres, que te malhirieron y te dejaron por muerto. Algunos ciudadanos te encontraron y te trajeron al templo de la Muerte, pero con mi ayuda te has recuperado.
—Gracias —dijo Sond todavía receloso, y se acercó un poco más a la mujer para verla más claramente, pero ella retrocedió ocultándose en la sombra.
—No tienes que agradecérmelo. ¿Te trae recuerdos algo de esto?
—Sí —admitió Sond, aunque a él le parecía más bien como una historia que había oído una vez contar a un
meddah
y no como algo que le hubiese sucedido a él—. ¿Cómo sabes tú…?
—Hablaste de ello en tu delirio. No te preocupes, no es raro que los recuerdos vuelen de la memoria de una persona, sobre todo cuando ésta ha recibido una paliza tan brutal.
Ahora que ella hablaba de ello, Sond sí que sintió dolor en el cuerpo. Casi podía ver los rostros de sus atacantes, los bastones que blandían y la lluvia de golpes sobre su cuerpo mientras el joven a quien servían contemplaba sonriendo la escena.
Su corazón se encendió de cólera.
—Debo concluir mi misión, por el honor de mi profesión —dijo, palpando en busca de la daga que llevaba en su fajín y cerrando tranquilizadoramente la mano en torno a la empuñadura—. ¿Dónde has dicho que se aloja?
—Lo hace en el
arwat
que hay en la próxima calle hacia el norte. No tiene nombre, pero podrás reconocerlo por las hermosas muchachas que danzan en los balcones a la luz de la luna. Cuando entres, pídele al propietario que te muestre la habitación de un joven que se hace llamar Pukah.
—¿Y sus guardias?
—Él cree que estás muerto y se imagina a salvo. Lo encontrarás solo, desprotegido.
La mujer sostenía un amuleto en la mano, que se balanceaba colgando de una cadena.
Sond apenas prestó atención al objeto. Ansioso por continuar con su trabajo y sintiendo que sus recuerdos se volvían más claros y vividos a cada momento, miró a su alrededor en busca de una salida.
—Por allí —señaló la mujer, y el djinn vio la luz de la luna y oyó vagamente los sonidos de una ciudad por la noche.
Se apresuró hacia la salida y, entonces, se detuvo y se volvió.
—Estoy en deuda contigo —dijo—. ¿Cuál es tu nombre?
—Uno que conoces en tu corazón. Uno que oirás nombrar una y otra vez —contestó la mujer, y sus labios se abrieron mostrando sus dientes en una amplia sonrisa.
Sond no tuvo dificultad para encontrar el
arwat
. Una gran multitud se congregaba en el exterior para ver a las muchachas bailar en el balcón. Aquella Serinda era, al parecer, una ciudad lujuriosa y pendenciera. Si a Sond le había preocupado cómo sería visto el asesinato de un príncipe en aquel lugar, sus miedos pronto se disiparon. La vida no valía mucho en Serinda, a juzgar por lo que vislumbró en los oscuros callejones mientras atravesaba la ciudad. Con sólo una rápida mirada a las danzarinas, una de las cuales le resultaba vagamente familiar, Sond entró en la posada.
Allí encontró al propietario, un hombre gordo y bajo que lo miró y meneó la cabeza en señal de reconocimiento. Sond, sin embargo, no recordaba haber visto a aquel hombre jamás.
—Estoy buscando a un hombre llamado Pukah —dijo Sond en voz baja.
La mujer le había dicho que los guardias no andarían por allí, pero nunca estaba de más ser precavido.
El
rabat-bashi
estalló en asmáticas risotadas y Sond lo miró furioso.
—¡Basta! ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?
—Oh, nada, un pequeño chiste que me acaba de venir a la cabeza —contestó el posadero restregándose los llorosos ojos—. No lo entenderías. Una lástima, te aseguro. No me mires así y guarda ese cuchillo donde estaba, o lo lamentarás, amigo.
El acero brilló también en la mano del posadero. El hombre podía moverse con rapidez, al parecer, para alguien tan rechoncho.
—Tu hombre está allá arriba, la segunda puerta a la izquierda. Necesitarás una llave —y, sin soltar el cuchillo, rebuscó con la otra mano en una anilla que colgaba de su cintura—. ¿Seguro que no quieres esperar hasta el amanecer?
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Sond con impaciencia, arrebatando la llave de la mano del hombre.
—Por nada, por nada —respondió el
rabat-bashi
encogiéndose de hombros—. Tú sabes lo que haces, supongo. Él estaba con una mujer…, una preciosidad, por cierto. Pero ella se fue ya hace bastante rato. Apostaría a que lo encuentras dormido como un bebé después de sus… ejem… esfuerzos.