Esta noche, poco después de la medianoche, Meelusk enfocó su linterna en el agua y maldijo. Algo andaba mal con los peces, al parecer. Pocos se acercaban a la luz. Los que habían quedado atrapados en su red eran miserablemente pequeños, demasiado pequeños para comer, y no merecían el esfuerzo. Otros pescadores los habrían devuelto al agua, ofreciéndoles las correspondientes excusas y pidiéndoles con educación que volviesen cuando fuesen más grandes. Meelusk puso a las diminutas criaturas en el fondo del bote y experimentó una perversa satisfacción al oírlos coletear indefensos. Ésta era la única satisfacción que iba a obtener aquella noche, pensó agriamente el anciano, alzando la chorreante red sin gran esperanza de encontrar nada en ella.
Entonces alumbró con la linterna en el agua y, escrutando en ella, dio un resoplido de gusto. ¡Algo brillante y luminoso relucía justo debajo de él! Ansiosamente, tiró de la red y lanzó un gruñido de asombro: ¡la red apenas se movía! Un espasmo de excitación sacudió la huesuda estructura de Meelusk. ¡Aquello era grande de verdad! Tal vez un delfín, una de esas amables y gentiles hijas de Hurn que los tontos que vivían en las costas trataban siempre con tanto respeto, mirándolas cuando subían a frotar sus espaldas contra las embarcaciones ¡o incluso saltando por la borda y poniéndose a jugar con ellas dentro del agua! Meeslusk esbozó una amplia y desdentada sonrisa y, empleando todas sus fuerzas, volvió a tirar de la red. Podía imaginarse lo que dirían cuando lo vieran arrastrar aquel enorme pez hasta el mercado; por supuesto lo censurarían por matar a un animal que era célebre por traer buena suerte a los marineros. Pero sabía que, en el fondo, los comería la envidia.
¡Por Sul, sí que pesaba!
Con las venas hinchándosele en los huesudos brazos y los pies afirmados contra el borde de la embarcación, Meelusk tiraba y gruñía, jadeaba, sudaba y forcejeaba. Lentamente, la red se elevó chorreando del agua. Temblando por el esfuerzo y temiendo que, en el último momento, sus músculos cediesen y dejasen caer su presa a las profundidades, Meelusk puso cuantas fuerzas tenía y algunas más en arrastrar la red hasta dentro de la barca.
Y lo consiguió. La alzó por encima del casco con tan tremendo ímpetu que cayó de plano encima de su captura. Meelusk se detuvo unos momentos para recuperar su silbante aliento. Se hallaba tan agotado por el esfuerzo que, tal como el desafortunado pez que había embarcado, no podía hacer otra cosa que jadear y resoplar. Al cabo, sin embargo, las estrellas dejaron de bailar en su cabeza y fue capaz de ponerse en pie y acercarse tambaleando hasta un asiento. Levantando la linterna, alumbró con ansia para ver lo que había cogido.
Tras abrir la red con dedos temblorosos, Meelusk alzó su primer trofeo y soltó una sucia palabreja.
—Una cesta —murmuró—. Sólo una vieja cesta empapada de agua que, por las trazas, perteneció a un encantador de serpientes. Sin embargo, creo que aún podré conseguir algunos ochavos por ella… ¡Ajá! ¿Qué es esto? ¡Una lámpara!
Soltando la cesta, Meelusk agarró la lámpara y se quedó mirándola con ojos rapaces y avariciosos.
—¡Una bonita
chirak
de latón! Esto alcanzará un elevado precio en el mercado… ¡No una sino varias veces su valor!
Meelusk tenía la costumbre de vender algo a un inocente comerciante para después quitárselo y volverlo a vender.
Volcando la lámpara boca abajo, Meelusk la sacudió para vaciarla de agua. Pero algo más que agua cayó de la lámpara. Una nube de humo salió por el agujero y tomó la forma de un hombre increíblemente grande y musculoso. Con los brazos cruzados por delante de su pecho, el gigantesco humanoide miró al pequeño y reseco Meelusk con humilde respeto.
—¿Qué estas haciendo en mi lámpara? ¡Márchate! ¡Fuera! —chirrió indignado el anciano, llevándose la lámpara hasta el pecho—. ¡Yo la encontré! ¡Es mía!
—Salaam aleikum
, efendi —dijo el hombre inclinándose—. ¡Yo soy Sond, el djinn de esta
chirak
, y tú me has salvado! Tus deseos son órdenes para mí, oh amo.
Meelusk lanzó una mirada despectiva al djinn, reparando en los pantalones de seda, los brazaletes de oro y el empedrado turbante que llevaba.
—¿Qué puedo yo querer de un pimpollo como tú? —dijo el hombrecillo con un bufido de repulsa. Estaba a punto de añadir «¡Largo de aquí!» cuando, de repente, la cesta que tenía a sus pies se movió, la tapa se desprendió y otra nube de humo se materializó en la forma de otro hombre, algo más delgado y no tan bien parecido como el primero.
—¿Y tú quién demonios eres? —rugió con recelo Meelusk, con su mano firmemente agarrada a la lámpara.
—¡Yo soy Pukah, djinn de esta cesta, efendi, y tú me has salvado! Tus deseos son órdenes, oh amo.
Pukah dejó de hablar bruscamente, su mirada se abstrajo y sus zorrunas orejas se alzaron.
—Ya sé, ya sé —imitó Meelusk irritado—. Yo soy tu amo. Bien, pues por mí puedes saltar otra vez al mar, Pantalones de Fantasía, porque…
—Sond —interrumpió Pukah—, nuestro amo habla demasiado. ¿Oyes cómo le traquetea el aliento en los pulmones? Sería mucho mejor para su salud hablar menos.
—Justo lo que yo pensaba, amigo Pukah —dijo Sond y, antes de que Meelusk se enterase de lo que estaba pasando, la fuerte mano del djinn tapó firme y herméticamente la boca del hombrecillo.
Pukah escuchaba atentamente con la cabeza estirada hacia la fina columna de humo que aparecía como una mancha oscura contra el horizonte a la luz de la luna. Enfurecido, Meelusk lanzaba ahogados gruñidos hasta que el joven y taimado djinn lo miró son severidad.
—Amigo Sond, me temo que nuestro amo va a terminar haciéndose daño si persiste en hacer esos desagradables sonidos. ¡Por su propio bien, sugiero que lo dejemos sin sentido!
Al ver cómo el djinn apretaba su enorme puño, Meelusk cesó al instante con sus quejumbrosos gimoteos. Asintiendo con satisfacción, Sond se volvió hacia Pukah.
—¿Qué es lo que oyes?
—Khardan, mi amo… mi antiguo amo —enmendó Pukah con una obsequiosa inclinación de cabeza al amordazado Meelusk—, está en serio peligro. Por allí, de donde sale aquella nube de vapor. —La cara del djinn palideció y sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Y Asrial! ¡Asrial está allí, también! ¡Están luchando por sus vidas!
Sond retiró su mano de la boca de Meelusk.
—¿Qué lugar es aquél, efendi?
—¡La isla de Galos¡ —gimoteó el pescador—. Una espantosa isla poblada, según he oído, por demonios que comen carne humana, malvadas brujas que beben la sangre de los recién nacidos y hombres terribles con grandes y brillantes espadas que siegan cabezas…
—Me da la sensación, efendi —dijo Pukah muy serio— de que toda tu vida has tenido un ardiente deseo de visitar esa isla fabulosa.
Algo lento de entendederas cuando se trataba de cosas que no fuesen engañar, robar o lanzar embustes, Meelusk sacudió con desdén la cabeza.
—No, estás equivocado, Punka, o comoquiera que te llames —repuso—. Estoy contento con mi casa. —Lanzó al djinn una astuta mirada—. ¡Y os ordeno que me llevéis allí ahora mismo… ! —Otro pensamiento le vino de pronto a la cabeza—. Después de que hayamos cogido todo el pescado del mar, naturalmente.
—¡Pescado! Ay, me temo que sólo piensas en el trabajo, efendi. Eres un hombre tan responsable… —comentó Sond dirigiendo a Meelusk una encantadora sonrisa—. ¡Debes tomarte algo de tiempo libre para procurarte placer! Como djinn tuyos, efendi, es nuestro deber satisfacer el deseo de tu corazón. ¡Alégrate, efendi! ¡Esta noche navegaremos a la isla de Galos!
La boca de Meelusk, con abundantes huecos entre sus dientes, se abrió bruscamente. El hombre casi se traga la lengua y, por un momento, estuvo tan ocupado tratando de expulsarla mediante toses que no pudo hacer otra cosa que farfullar y tartamudear.
—Me temo que al amo le está dando un ataque —dijo apenado Pukah.
—Debemos evitar que se ahogue con su propia saliva —añadió solícitamente Sond.
Y, agarrando un viscoso harapo empleado para lavar la cubierta, el djinn lo introdujo de golpe en la balbuceante boca de Meelusk.
—¡Arroja a estos pequeños tipejos por la borda! —ordenó Pukah, y comenzó a izar la ajironada y rasgada vela de la embarcación.
Recogiendo los peces y aceptando con amabilidad sus gritos de agradecimiento, Sond los devolvió al océano y envió la red y la astuta linterna tras ellos.
—Necesitamos un poco de viento, amigo mío —declaró Pukah lanzando una desaprobadora mirada a la zarrapastrosa vela que colgaba flojamente en el tranquilo aire de la noche—, o llegaremos a la batalla dos días después de su conclusión.
—Lo que haga falta, amigo Pukah. Tú coges el timón.
Volando por encima de las calmadas aguas, Sond comenzó a aumentar de tamaño hasta alcanzar seis metros de altura, una visión que hizo que a Meelusk casi se le salieran los ojos de las órbitas. El djinn tomó una profunda bocanada de aire que pareció desplazar las nubes en el cielo y la hizo salir en una tremenda ráfaga de viento que agitó la vela y envió a la barca pesquera danzando sobre las aguas.
—¡Bien hecho, amigo Sond! —exclamó Pukah—. ¡Mira! ¡La isla de Galos! ¡Se ve desde aquí!
La isla de Galos se elevaba monumental en el horizonte. Arrancándose la mordaza de la boca, Meelusk empezó a golpearse el pecho y a lamentarse.
—¡Vais a hacer que me maten! ¡Se comerán mi carne! ¡Me arrancarán la cabeza!
—Efendi —dijo Pukah con un suspiro—, comprendo tu inmensa excitación y tu ansiedad por combatir con los
nesnas
y los ghuls.
—¡
Nesnas
! ¡Ghuls! —chilló Meelusk.
—… y me doy cuenta de lo agradecido que nos estás a nosotros, tus djinn, por proporcionarte la oportunidad de desenfundar tu espada contra los Caballeros Negros, quienes gustan de torturar a aquellos que capturan…
—¡Torturar! —gimoteó Meelusk.
—… pero, si continúas agitándote de esa manera, amo, vas a terminar volcando la barca.
Con una mano en el timón, Pukah estiró la otra mano y cogió al pescador por el pescuezo.
—Por tu propio bien, amo, y con el fin de que puedas estar descansado y listo para batallar cuando lleguemos a la orilla…
—¡Batallar! —gimió el pobre Meelusk.
—… voy a prestarte mi vivienda —continuó Pukah con una magnánima reverencia.
La boca de Meelusk pensó que lo que le quedaba al hombre de cerebro iba a ordenarle decir algo y se movió formando las palabras, pero ningún sonido salió de ella.
—Sond —continuó Pukah—, nuestro amo se ha quedado mudo de gratitud. Me temo, amo, que vas a encontrar la cesta abarrotada, y hay también una apestosa fragancia de Kaug por la que te pido me excuses, pero es que acabamos de ser liberados de nuestro apresamiento y aún no he tenido tiempo de limpiarla.
Y, diciendo esto, Pukah introdujo a Meelusk en la cesta, cabeza por delante y pataleando, y cerró de un golpe la tapa para acallar las protestas y gritos del desgraciado.
Un pacífico silencio descendió sobre las oscuras aguas.
Volviendo tranquilamente al timón, Pukah puso rumbo directo a Galos. Sond voló detrás de la barca y añadió su soplido de vez en cuando para mantenerla en movimiento.
—Por cierto —dijo Pukah estirando cómodamente las piernas y asestando un puntapié a la cesta, de la que habían comenzado a salir unos aullidos sofocados—, ¿descubriste la razón por la que la diosa (¿cuál era su nombre?) se infiltró en la morada de Kaug y nos rescató de ese gran zoquete?
—La diosa Evren.
—¡Evren! Creí que estaba muerta.
—A mí me pareció bastante viva, sobre todo cuando ordenó a sus inmortales coger nuestras viviendas y arrojarlas al mar.
—¿Por qué haría eso? ¿Qué significamos nosotros para ella?
Sond se encogió de hombros.
—Dijo que le debía un favor a Akhran.
—¡Ah! —observó Pukah con un suspiro de admiración—.
¡Hazrat
Akhran siempre tuvo buena mano con las mujeres!
—¡Haceos a un lado! ¡Dejad pasar al brujo! —ordenó el Señor de los Paladines Negros. La línea de hombres armados se abrió lentamente; sus ojos, velados por el miedo, ardían de odio.
Manteniendo con cuidado el pez en sus abombadas manos, con un miedo mortal de que aquel viscoso y coleteante animal se le pudiera caer, Mateo caminó a través de sus filas, sintiendo que sus miradas lo atravesaban como el acero afilado. Trotando tras él iba el djinn, llevando a Zohra en sus brazos y jadeando por el esfuerzo.
—Loco —resopló Usti con un tono bajo que resonó por toda la silenciosa Sacristía—. ¿Adónde vamos?
A Mateo se le quedó atascado el aliento en la garganta.
¿Adónde
iban? ¡No tenía la más remota idea! Su único pensamiento era salir de aquella cámara de pesadilla; pero, y después ¿qué? ¿Adentrarse en la noche y enfrentarse con los
nesnas
, con su único brazo y su media cabeza?
—¡Al mar! —se oyó una voz con fría determinación—. ¡Él ha de ser llevado al mar!
Mateo siguió con la mirada la fila de hombres que, como negras columnas, bordeaban su camino con sus armaduras. Al final de ella se erguía Auda ibn Jad, con su espada teñida de carmesí y más de uno de sus camaradas caballeros yaciendo herido a sus pies. A su lado, con el rostroceniciento por el dolor y la fatiga, y sus brazos y pecho desnudos salpicados de sangre, estaba Khardan.
Una rápida mirada convenció a Mateo de que Ibn Jad había estado luchando en defensa del nómada, y de que sin duda había sido su voz la que le había ordenado llevar el pez al mar. ¡El mar! ¡Había barcos… !
—¡Ghuls! —gimió Usti con unos ojos redondos y asustados que parecían agujeros marcados en una masa de pan.
—Con una preocupación por vez basta —contestó bruscamente Mateo, sin dejar de observar a los Paladines Negros.
Estos estaban murmurando entre sí con gesto sombrío. El joven brujo vio su propia muerte en sus rostros amenazadores, la vio en los blancos nudillos tensos sobre las empuñaduras de las espadas o en las astas de sus lanzas, la vio en sus erizados mostachos y en sus arqueadas cejas.
Mateo siguió adelante.
El pez dio una espasmódica sacudida y saltó de su mano, llevándose consigo el corazón de Mateo. Frenéticamente, éste alargó la mano tras él y lo cogió de la cola; en seguida cerró sus manos en torno a él con un suspiro de alivio. Los murmullos entre los Paladines aumentaron de volumen. El brujo oyó unos pasos a sus espaldas y el sonido del acero al deslizarse de su funda.