—¡
Hazrat
Akhran! —exclamó Pukah—. ¡Realmente existen dos yo! ¡He estado viviendo una doble vida y nunca lo supe! Supón —una terrible idea le pasó por la cabeza—, ¡supón que es ése el Pukah del que Asrial se ha enamorado! —se dijo el djinn agitando su puño hacia el cuerpo yaciente—. ¡Has sido siempre tan amable y comprensivo! ¡Y todo el tiempo eras tú el que hacía el amor con ella!
»¡Apartaos de mi camino! ¡Echaos a un lado! ¿Qué miráis tanto? Se diría que habéis visto un fantasma. ¡Moveos! ¡Tengo que pasar!
Con el alma rabiando de celos, Pukah empezó a abrirse camino a empujones entre la turba. Tan obstinado estaba el djinn en enfrentarse a si mismo por traicionarse a sí mismo, que no reparó en que, al verlo, los inmortales retrocedían espantados.
Lleno de furia, avanzó a grandes zancadas por el sendero abierto para él por los anonadados inmortales y al fin se detuvo delante del féretro. La Muerte se quedó boquiabierta al verlo; sus mandíbulas comenzaron a moverse con silenciosa rabia. Pukah no prestó atención. Sus ojos estaban fijos en la yaciente versión de sí mismo, cubierta de basura sobre el ardiente montón de estiércol.
—¡Tú estuviste anoche con ella! —bramó Pukah apuntando con un dedo acusador a su otro yo—. ¡Confiésalo! ¡No te quedes ahí tumbado, haciéndote el inocente! ¡Te conozco, eres… !
—¡Matadlo! —chilló la Muerte apretando los puños—. ¡Matadlo!
Aullando de miedo y de furia, la turba se abalanzó sobre Pukah. Sus gritos y maldiciones acabaron por hacerlo volver en sí.
—¡No estoy muerto! —dijo—. Pero, entonces, ¿quién… ?
La masa lo atacó. La lucha era inútil: uno contra miles. Levantando instintivamente el brazo para protegerse de la avalancha, Pukah cayó de espaldas sobre el féretro y el cuerpo que descansaba en él, un cuerpo cuya identidad ahora sí que conocía, el cuerpo de alguien que había dado su vida por la suya. Apartando los ojos de la Muerte, su mirada fue a posarse sobre el rostro que amaba, un rostro que él podía ver bajo la máscara que llevaba.
—¡Sagrado Akhran, escucha mi plegaria! ¡Haz que permanezcamos juntos! —susurró Pukah y, mirando a Asrial, no vio cómo el sol desaparecía por el horizonte.
La Muerte sí lo vio. Sus tenebrosos ojos vieron, con los dientes apretados de ira, cómo la oscuridad descendía sobre ellos.
—¡No! —gritó, levantando las manos hacia el cielo—. ¡No, Sul! ¡He sido engañada! ¡No puedes hacerme esto!
La noche cayó sobre Serinda; sólo la claridad residual del sol iluminaba el firmamento, y a la luz de ella los inmortales vieron cómo su ciudad comenzaba a desmoronarse y a caer convertida en polvo.
Mientras miraba fijamente el cuerpo que yacía en el féretro, Pukah vio cómo cambiaba de forma. Unos ojos azules se encontraron con los suyos.
—Has ganado, Pukah —dijo dulcemente el ángel, con su cabello de plata brillando a la luz crepuscular—. ¡Los Inmortales Perdidos están liberados!
—¡Gracias a ti! —murmuró Pukah cogiendo la mano de Asrial y apretándola contra sus labios—. Mi amor, mi vida, mi alma…
La mano del ángel comenzó a desvanecerse dentro de la suya.
—¿Qué…? —gritó él agarrándola con frenesí, pero era como si estuviese agarrando humo—. ¿Qué ocurre? ¡Asrial, no me dejes!
—Debo irme, Pukah —llegó la debilitada voz del ángel mientras éste desaparecía ante sus ojos—. Lo siento, pero ha de ser así. ¡Mateo me necesita!
—Espera, yo voy contigo… —dijo Pukah pero, en aquel preciso momento, oyó una áspera voz retumbando en sus oídos.
—¡Pukah! ¡Tu amo te llama! ¿Acaso has estado evitándome a propósito? ¡Si es así, a la vuelta te vas a encontrar tu cesta utilizada para asar calamares!
—¡Kaug!
Pukah se humedeció los labios con la lengua y escrutó los cielos. De pronto, sintió que se deslizaba por el espacio, como si fuera absorbido por un inmenso vacío.
—¡No, Kaug! ¡Por favor!
El djinn luchó frenéticamente contra aquella fuerza, pero no sirvió de nada.
Una última mirada a la ciudad de Serinda, la moribunda ciudad de la Muerte, le mostró a todos los inmortales en total confusión. Un serafín dejaba caer una copa de vino, mirándola con horror, y rápidamente se limpiaba los labios con repulsión. Una virginal deidad de Evren bajaba los ojos hacia su figura escasamente vestida y se ruborizaba de vergüenza. Varios inmortales de Zhakrin, que habían estado dirigiendo el criminal asalto contra Pukah, levantaron de pronto la cabeza al oír una voz por largo tiempo acallada. Al instante se desvanecieron. Otra diosa menor de Evren arrojó una espada que había estado enarbolando y elevó su voz en una gozosa exclamación. También ella desapareció.
Sond salió tambaleándose del templo, con expresión de desconcierto.
—¿Kaug? —murmuró, sacudiendo aturdido la cabeza— ¡No grites! Ya voy.
Pukah se precipitaba a través de los éteres, dando vueltas y más vueltas.
La Muerte se erguía en medio de las ruinas de una antigua ciudad que ahora yacía silenciosa y olvidada; el viento arrastraba la arena por sus vacías calles.
Khardan apenas entendía nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Era magia, una magia más poderosa y terrible de cuanto jamás hubiese creído que podía existir en este mundo. Al principio supuso que todo aquello formaba parte del plan de Mateo para ayudarlos a escapar… hasta que vio, por la desesperada y medio enloquecida mirada que había en los ojos del joven brujo, que éste realmente se proponía matarlo. Khardan no podía hacer nada por defenderse. Aturdido por el dolor y estupefacto, miraba a Mateo sin poder reaccionar.
Y, entonces, sus ojos captaron un movimiento.
Rápida y silenciosamente, Auda ibn Jad sacó su espada curva. Con la luz reflejándose en la arqueada hoja, el Paladín Negro asestó una estocada hacia arriba destinada a la espalda de Mateo. Fiel a su promesa, Auda iba a salvar la vida a su hermano.
El entorpecido corazón de Khardan se aceleró de repente; el calor de la acción se disparó a través de su cuerpo expulsando de él el frío del miedo impotente a lo desconocido. De esto sí sabía. Esto sí lo entendía. Acero contra acero. Hueso y tendón, músculo y cerebro contra el hueso, la fuerza y el cerebro de otro hombre. Medir la duración de la vida en cada jadeo, en cada latido del corazón, sabiendo que en cualquier segundo podría terminar en una sangrienta explosión de dolor.
Mucho mejor que morir víctima de la magia.
Mateo no vio su propio peligro. Cerrando apretadamente los ojos, el joven embistió a Khardan con un golpe torpe y desesperado. Echándose ligeramente a la izquierda, Khardan esquivó la puñalada y, agarrando con su mano derecha la muñeca de Mateo, dio un enérgico tirón del muchacho, que lo puso fuera de peligro y lo envió de bruces contra el pétreo suelo. En el mismo movimiento, la mano izquierda del nómada desvió de un empujón el golpe de espada de Auda. Khardan intentó rematar la acción incapacitando a su enemigo con un rodillazo en la ingle, pero Ibn Jad se recuperó al instante y detuvo el movimiento. Retrocediendo ante la embestida del nómada, Auda mantuvo su espada fuera del alcance de Khardan. Con su hoja destellando a la luz de las antorchas, Ibn Jad se enfrentó al califa, quien sacó su propia espada y se puso en guardia.
—Dime —dijo Ibn Jad con un intenso centelleo en los ojos— el nombre del dios al que sirves.
—¡Akhran! —respondió con orgullo Khardan, vigilando atentamente cada movimiento del otro.
Los demás Paladines Negros se congregaron alrededor y observaron lo que sucedía, pero sin sacar sus armas. Correspondía a Auda el privilegio de despachar él mismo a su enemigo; ellos no intervendrían.
—¡Eso es imposible! —susurró Ibn Jad—. ¡Tú pronunciaste el nombre de Zhakrin!
—Zhakrin, Akhran… —Khardan se encogió de hombros y sintió el dolor de sus heridas—, ambos suenan parecido, sobre todo a aquellos oídos que están a la ansiosa escucha de lo que desean oír.
—¿Cómo lograste sobrevivir?
—Toda mi vida he hecho exigencias a mi dios —respondió Khardan con una voz baja y seria, sin apartar un instante sus ojos de los de Ibn Jad—. Cuando él no respondía del modo que yo deseaba, me enojaba y maldecía su nombre. Pero, en esa horrible cámara, mi dolor y mi tormento se hicieron mayores de cuanto podía soportar. Mi cuerpo y mi espíritu se rompieron y, tal como vosotros queríais de mí, vi a un dios. Pero no era vuestro dios. Era Akhran. Al mirarlo, comprendí. Había estado combatiendo su voluntad en lugar de servirlo. Y eso es lo que me había conducido al desastre. Desnudo, débil e indefenso como el día en que vine al mundo, me arrodillé ante él y le imploré su perdón. Entonces le ofrecí mi vida. Él la tomó —Khardan se detuvo e hizo una profunda inhalación— y me la devolvió.
Auda arremetió. Khardan paró el golpe. Las espadas resbalaron la una sobre la otra hasta las empuñaduras; los dos hombres quedaron enredados en un forcejeo que ambos sabían resultaría fatal para aquel que vacilara. Con los pies y los cuerpos pegados y los brazos trabados, cada hombre aplicaba toda su fuerza contra el otro.
Ibn Jad sonrió. El aliento de Khardan estaba comenzando a salir en dolorosos y entrecortados jadeos. El sudor irrumpió con profusión en la frente del califa y su cuerpo empezó a temblar. Khardan se dejó caer sobre una rodilla, arqueado por la fuerza de Ibn Jad. Pero siguió manteniendo firme su arma hasta que, embistiendo como una serpiente, Auda soltó su arma, y, asiendo por la muñeca el brazo armado del nómada, aplicó a éste una hábil y severa torsión. La espada de Khardan se desprendió de una mano que súbitamente había dejado de funcionar.
Recogiendo su arma, el Paladín se preparó para acabar con él.
Khardan hizo un último y débil esfuerzo por luchar. Su mano se estiró en busca de la espada que yacía en el suelo de piedra a los pies de Auda, pero éste le agarró el brazo. La sangre brotó de una herida reabierta en la muñeca del nómada, un corte que había sido hecho con el propio cuchillo del Paladín Negro. Los dedos de Ibn Jad estaban manchados de aquella sangre, de la sangre de su hermano de sangre…
Mateo se estrelló contra el suelo; la caída vació de aire sus pulmones e hizo que la varita-daga volara de su mano. Intentó tomar aliento, pero su ritmo respiratorio se había visto alterado y, durante varios horribles momentos, no pudo inhalar. Lleno de pánico, tragó saliva y jadeó hasta que el aire volvió a fluir de nuevo a sus pulmones. Reanudado el ritmo normal de su respiración, el pánico remitió y el miedo se apresuró a tomar su lugar.
Mateo oyó gritos detrás de él. El recuerdo del destello de la espada de Ibn Jad, vislumbrado por el rabillo del ojo, llenó de terror a Mateo. La varita había dejado de ser una daga para recobrar su forma original. Yacía a tan sólo unos centímetros de su mano.
—¡Cógela! ¡Úsala! ¡Mata!
Las chillonas órdenes del diablillo taladraron los oídos de Mateo.
Arrastrándose con dificultad, Mateo estiró la mano para apoderarse de la varita y entonces sintió como un roce de plumas en la parte trasera del cuello. Sobresaltado, pensando que alguien se había deslizado con sigilo por detrás, levantó la cabeza y miró frenéticamente en torno a sí. Allí no había nadie. Se dispuso a volver su atención hacia la varita cuando vio a la Maga Negra. Haciendo caso omiso de la confusión y el desorden que tenían lugar a su alrededor, ésta había levantado el colmillo de marfil de la serpiente que constituía el altar y se disponía a hundir su afilada punta en la bola de cristal que descansaba sobre el pecho de Zohra.
—¡Detenla! ¡Usa la varita! —susurró el diablillo.
El joven brujo se lanzó hacia adelante y cerró los dedos en torno a la varita.
—¡Ordéname! —suplicó el diablillo jadeando, con un aliento que quemaba la piel de Mateo—. ¡Yo la mataré! ¡Yo los mataré a todos a una palabra tuya, Oscuro Amo! ¡Tú gobernarás, en el nombre de Astafás!
¡Gobernar! Mateo levantó la varita. El poder maligno de ésta le recorrió todo el cuerpo como la cosquilleante ráfaga de un relámpago.
Los encendidos ojos del diablillo abandonaron a Mateo para mirar desafiantes a algo que, por lo visto, acababa de aparecer encima del joven brujo.
—¡En el nombre de Astafás, lo reclamo para mí! —graznó triunfalmente la criatura—. ¡Llegas demasiado tarde!
—En el nombre de Promenthas —se oyó un susurro tan suave como el tacto de una pluma sobre la piel de Mateo—, ¡no voy a dejar que te lo lleves!
Una terrible lucha bullía en el alma de Mateo. La confusión y la duda lo asaltaron. La mano que sostenía la varita tembló. Las manos de la Maga Negra, empuñando el colmillo de marfil, descendieron.
El miedo por Zohra se arrastró sobre Mateo como un fuego purificador, quemando su terror, su dolor, su ambición. Tenía que salvarla. En su mano estaba la magia que podía hacerlo, pero Mateo sabía, y admitía por fin ante sí mismo, que él era demasiado joven, demasiado inexperto para hacer uso de ella. Movido por la desesperación, hizo lo primero que le vino a la mente. Levantó la varita de obsidiana y se la arrojó, con toda la fuerza que pudo, a la Maga Negra.
La varita erró su objetivo, pero fue a estrellarse contra la bola de cristal. Ésta cayó del pecho de Zohra y saltó y rodó por el suelo de mármol. Con un chillido penetrante, la Maga Negra dejó a Zohra y corrió tras el precioso globo.
—¡Nuestra única salida!
Poniéndose en pie con dificultad, Mateo se unió a la persecución de la pecera de cristal. Aunque él era más rápido, la anciana maga se hallaba más cerca. Ella iba a recuperar el trofeo.
—¡Se acabó! —susurró Mateo para sí.
Su fútil y desesperanzada batalla estaba tocando a su único fin posible.
Y, de repente, la bola desapareció, tragada por lo que a los deslumhrados ojos de Mateo pareció un montículo de carne.
Usti se había arrojado de plano contra el suelo y había caído pesadamente con su redonda barriga sobre la bola saltarina.
—¡Gracias, Promenthas! —exclamó el joven brujo, precipitándose hacia adelante—. ¡Usti! ¡Dame la bola! ¡Rápido!
—¡Dámela a mí, entrometido inmortal! —chilló la maga—. ¡Todavía puedo librarte de un eterno destino encerrado en hierro!
Sin hacer caso de amenazas ni camelos, el djinn yacía boca abajo en el lugar donde había aterrizado, con los brazos extendidos hacia adelante en un actitud que podría haberse malinterpretado como oratoria hasta que se hizo evidente a los dos tensos y ansiosos observadores que Usti parecía estar esforzándose por excavar el mármol y arrastrarse por debajo de él.